El vizconde demediado (9 page)

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Authors: Italo Calvino

BOOK: El vizconde demediado
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Pamela se estaba siempre en el bosque. Había instalado un columpio entre dos pinos, luego uno más sólido para la cabra y otro más ligero para el pato, y pasaba las horas columpiándose con sus animales. Pero a cierta hora, renqueando entre los pinos, llegaba el Bueno, con un fardo al hombro. Era ropa para lavar y remendar que recogía de los mendigos, los huérfanos y los enfermos solos en el mundo; y se la hacía lavar a Pamela, dándole oportunidad también a ella de hacer el bien. Pamela, que se aburría de estar siempre en el bosque, lavaba la ropa en el río y él le ayudaba. Después lo tendía todo para que se secara en las cuerdas de los columpios, y el Bueno, sentado en una piedra, le leía «Jerusalén Liberada».

A Pamela la lectura no le importaba lo más mínimo y estaba tumbada a la bartola sobre la hierba, despiojándose (porque de vivir en el bosque había cogido algunos bichitos), rascándose con una rama, bostezando, levantando piedras en el aire con los pies descalzos, y mirándose las piernas que eran rosadas y regordetas. El Bueno, sin alzar la vista del libro, continuaba declamando una octava tras otra, con la intención de civilizar las costumbres de la rústica muchacha.

Pero ella, que no seguía el hilo y se aburría, sin decir nada incitó a la cabra a que lamiera la media cara del Bueno y al pato a que se le colocara sobre el libro. El Bueno se echó hacia atrás y levantó el libro, que se cerró; y precisamente en ese momento el Amargado apareció de entre los árboles al galope, blandiendo una gran hoz tendida contra el Bueno. La hoja de la hoz dio con el libro y lo cortó netamente en dos mitades a lo largo. La parte del lomo quedó en la mano del Bueno, y la otra se desparramó en mil medias páginas por el aire. El Amargado desapareció al galope; sin duda había intentado segar la media cabeza del Bueno, pero las dos bestias habían llegado allí en el momento justo. Las páginas de Tasso con los márgenes blancos y los versos partidos volaron al viento y se posaron en las ramas de los pinos, sobre la hierba y el agua de los torrentes. Desde el borde de un cerro, Pamela miraba aquel blanco vuelo y decía:

—¡Qué bonito!

Alguna media página llegó hasta el sendero por el que pasábamos el doctor Trelawney y yo. El doctor cogió una al vuelo, le dio la vuelta una y otra vez, intentó descifrar aquellos versos sin principio o sin final, y sacudió la cabeza:

—Pues no se entiende nada… Tsé… Tsé…

La fama del Bueno había llegado también a los hugonotes, y el viejo Ezequiel había sido visto a menudo deteniéndose en el rellano más alto de la viña amarilla, mirando el camino pedregoso que subía del valle.

—Padre —le dijo uno de sus hijos—, os veo mirar al valle como si esperaseis la llegada de alguien.

—Es propio del hombre esperar —respondió Ezequiel—, y del hombre justo, esperar con fe; del injusto, con temor.

—¿Es al Cojo-de-la-otra-pierna a quien esperáis, padre?

—¿Has oído hablar de él?

—En el valle no se habla de otra cosa que del Manco-zurdo. ¿Pensáis que vendrá hasta nosotros aquí arriba?

—Si la nuestra es tierra de gente que vive en el bien, y él vive en el bien, no hay razón para que no venga.

—El camino es empinado para quien tiene que hacerlo a fuerza de muleta.

—Ya hubo un Despiadado que encontró un caballo para subir.

Oyendo hablar a Ezequiel, los otros hugonotes se habían reunido a su alrededor, saliendo de entre los viñedos. Y al oír aludir al vizconde, se estremecieron en silencio.

—Padre nuestro, Ezequiel —dijeron—, cuando vino el Sutil, aquella noche, y el rayo incendió medio roble, vos dijisteis que quizás un día nos visitaría un caminante mejor.

Ezequiel asintió, bajando la barba hasta el pecho.

—Padre, éste de quien se habla es un Renco igual y opuesto al otro, tanto de cuerpo como de alma: piadoso como cruel era el otro. ¿Será el visitante anunciado antes por vuestras palabras?

—Cualquier caminante de cualquier camino puede serlo —dijo Ezequiel—, por lo tanto, también él.

—Entonces, esperemos todos que lo sea —dijeron los hugonotes.

La mujer de Ezequiel avanzaba con la mirada fija en el suelo, empujando un carretón con sarmientos.

—Nosotros esperamos siempre lo bueno —dijo—, pero aun si quien cojea por estos montes nuestros es sólo algún mutilado de guerra, con el alma buena o mala, nosotros debemos continuar obrando siempre según la justicia y cultivando nuestros campos.

—Esto lo sabemos todos —respondieron los hugonotes—, ¿hemos dicho algo que signifique lo contrario?

—Bien, si todos estamos de acuerdo —dijo la mujer—, podemos volver a las azadas y las bieldas.

—¡Peste y carestía! —estalló Ezequiel—. ¿Quién os ha dicho que dejarais de cavar?

Los hugonotes se dispersaron entre los viñedos para alcanzar las herramientas abandonadas en los surcos, pero en ese momento Esaú, que viendo a su padre distraído se había encaramado a la higuera para comer los frutos primerizos, gritó:

—¡Allí abajo! ¿Quién va sobre aquel mulo?

En efecto, se veía subir un mulo con un medio hombre atado a la albarda. Era el Bueno, que había comprado aquel viejo animal despellejado cuando estaban para ahogarlo en el torrente, porque estaba en tan mal estado que ya no servía ni para el matadero.

«Ya que peso la mitad de un hombre —se dijo—, el viejo mulo podrá aguantarme todavía. Y teniendo también mi cabalgadura, podré ir más lejos a hacer el bien.» Así, como primer viaje, iba a ver a los hugonotes.

Los hugonotes le acogieron alineados y como postes, cantando un salmo. Luego el viejo se le acercó y le saludó como hermano. El Bueno, apeado del mulo, respondió ceremoniosamente a aquellos saludos, besó la mano a la mujer de Ezequiel que estuvo seca y ceñuda, se informó de la salud de todos, alargó la mano para acariciar la hirsuta cabeza de Esaú que se echó atrás, se interesó por las preocupaciones de cada uno, se hizo contar la historia de sus persecuciones, conmoviéndose y recriminando. Naturalmente, hablaron de ello sin insistir en la controversia religiosa, como de una secuela de desgracias imputables a la general maldad humana. Medardo pasó por alto el hecho de que las persecuciones venían de la iglesia a la que él pertenecía, y los hugonotes por su parte no se aventuraron en afirmaciones de fe, también por temor a decir cosas teológicamente equivocadas. Así acabaron en una vaga conversación caritativa, desaprobando cualquier violencia y exceso. Todos de acuerdo, pero en conjunto fue un poco frío.

Después el Bueno visitó los campos, les compadeció por la escasa cosecha, y se puso contento porque al menos habían tenido un buen año de centeno.

—¿A cuánto lo vendéis? —les preguntó.

—A tres escudos la libra —dijo Ezequiel.

—¿A tres escudos la libra? Pero los pobres de Terralba se mueren de hambre, amigos, ¡y ni siquiera pueden comprar un puñado de centeno! ¿No sabéis que el granizo ha destruido la cosecha del centeno, en el valle, y que vosotros sois los únicos que podéis sacar a tantas familias del hambre?

—Lo sabemos —dijo Ezequiel—, y es justamente por esto que lo podemos vender bien…

—Pero pensad en la caridad que sería para esos pobrecitos, si rebajaseis el precio de la cebada… Pensad en el bien que podríais hacer…

El viejo Ezequiel se colocó ante el Bueno con los brazos cruzados y todos los hugonotes le imitaron.

—Hermano, hacer caridad —dijo— no significa perder en los precios.

El Bueno iba por los campos y veía a viejos hugonotes esqueléticos cavar bajo el sol.

—Tenéis mal aspecto —le dijo a un viejo con la barba tan larga que cavaba sobre ella—, ¿quizá no os encontráis bien?

—Tan bien como puede sentirse uno que cava diez horas a los setenta años con una sopa de nabos en el estómago.

—Es mi primo Adán —dijo Ezequiel—, un trabajador excepcional.

—Pero vos debéis reposar y alimentaros, ¡con lo viejo que sois! —estaba diciendo el Bueno, pero Ezequiel lo alejó de allí con brusquedad.

—Aquí todos nos ganamos el pan muy duramente, hermano —dijo con un tono que no admitía réplicas.

Antes, desmontado apenas del mulo, el Bueno había querido atar él mismo su animal, y había pedido un saco de cebada para reanimarlo de la subida. Ezequiel y su mujer se habían mirado, porque según ellos para un mulo así podía ser suficiente un puñado de achicoria silvestre; pero estaban en el momento más cálido de la acogida del huésped, y habían hecho traer la cebada. Pero ahora, al pensar sobre ello, el viejo Ezequiel no podía admitir que aquel enflaquecido mulo comiera la poca cebada que tenía, y cuidando de que el huésped no le oyera, llamó a Esaú y le dijo:

—Esaú, vete a escondidas hasta donde está el mulo, quítale la cebada y dale cualquier otra cosa.

—¿Un potingue para el asma?

—Corontas de maíz, vainas de garbanzos, lo que quieras.

Esaú fue, le quitó el saco al mulo y recibió una coz que le hizo cojear un rato. Para desquitarse escondió la cebada sobrante para venderla por su cuenta, y dijo que el mulo ya se la había comido toda.

Era el atardecer. El Bueno estaba con los hugonotes en medio de los campos y ya no sabían qué decirse.

—Todavía nos espera una buena hora de trabajo, huésped —dijo la mujer de Ezequiel.

—Entonces no molesto más.

—Buena suerte, huésped.

Y el buen Medardo regresó con su mulo.

—Un pobre mutilado de guerra —dijo la mujer cuando se hubo alejado—. ¡Cuántos hay en esta región! ¡Pobrecitos!

—Pobrecitos, sí —convinieron todos los familiares.

—¡Peste y carestía! —chillaba el viejo Ezequiel vagando por los campos, con los puños alzados ante las labores mal hechas y los destrozos de la sequía—. ¡Peste y carestía!

IX

Por la mañana yo iba a menudo al taller de Pietrochiodo a ver las máquinas que el ingenioso maestro estaba construyendo. El carpintero vivía con angustias y remordimientos cada vez mayores, desde que el Bueno venía a verle por la noche y le reprochaba el triste fin de sus inventos, y le instigaba a construir mecanismos puestos en marcha por la bondad y no por la sed de crueldades.

—Pero así, ¿qué máquina debo construir, Maese Medardo? —preguntaba Pietrochiodo.

—Ahora te lo explico: podrías por ejemplo… —y el Bueno empezaba a describirle la máquina que le habría encargado él, de haber sido el vizconde en lugar de su otra mitad, y se ayudaba en la explicación trazando confusos dibujos.

A Pietrochiodo primero le pareció que esta máquina debía de ser un órgano, un gigantesco órgano cuyas teclas hicieran brotar música dulcísima, y ya se disponía a buscar la madera adecuada para los tubos, cuando de otra conversación con el Bueno volvió con las ideas más confusas, porque parecía que quería hacer pasar por los tubos harina en lugar de aire. En fin, tenía que ser un órgano, pero también un molino, que moliera para los pobres, y también, posiblemente, un horno para hacer las tortas. El Bueno cada día perfeccionaba más su idea y emborronaba con dibujos papeles y papeles, pero Pietrochiodo no conseguía seguirle; porque este órgano-molino-horno también tenía que sacar el agua de los pozos ahorrándoles fatiga a los asnos, y desplazarse sobre ruedas para contentar a los distintos pueblos, y aun en días de fiesta suspenderse en el aire y atrapar, con redes alrededor, mariposas.

Y al carpintero le venía el pensamiento de que construir máquinas buenas estaba más allá de las posibilidades humanas, mientras que las únicas que realmente podían funcionar en la práctica y con exactitud eran los patíbulos y las de aplicar tormentos. Y en efecto, apenas el Amargado le exponía a Pietrochiodo la idea de un nuevo mecanismo, enseguida se le ocurría al maestro el modo de realizarlo y ponía manos a la obra, y cada detalle les parecía insustituible y perfecto, y el instrumento acabado una obra maestra de técnica e ingenio.

El maestro se angustiaba:

—¿Estará quizá en mi ánimo esta maldad que me hace acertar sólo en las máquinas crueles?

Pero mientras tanto seguía inventando, con celo y habilidad, otros tormentos.

Un día le vi trabajar con un extraño patíbulo, en el que una horca blanca enmarcaba una pared de madera negra, y la cuerda, también blanca, corría a través de dos agujeros en la pared, en el punto del nudo corredizo.

—¿Esta máquina qué es, maestro? —le pregunté.

—Una horca para ahorcar de perfil —dijo.

—¿Y para quién la habéis construido?

—Para un solo hombre que condena y es condenado. Con media cabeza se condena a sí mismo a la pena capital, y con la otra mitad entra en el nudo corredizo y exhala el último suspiro. Me gustaría que se confundiera entre las dos.

Comprendí que el Amargado, sintiendo crecer la popularidad de la mitad buena de sí mismo, había determinado suprimirla lo antes posible.

Y en efecto, llamó a los esbirros y les dijo:

—Un vagabundo airado daña nuestras tierras sembrando cizaña desde hace demasiado tiempo. Antes de mañana, capturad al agitador y matadle.

—Así se hará, señoría —dijeron los esbirros y se fueron. Como era tuerto, el Amargado no se dio cuenta de que al responderle se habían guiñado el ojo entre sí. Hay que saber que se había urdido, por aquellos días, una conjura en palacio, de la que también formaban parte los esbirros. Se trataba de coger preso y suprimir al actual medio vizconde y de entregar el castillo y el título a la otra mitad. Pero ésta nada sabía. Y por la noche, en el henil donde vivía se despertó rodeada por los esbirros.

—No tengáis miedo —dijo el cabecilla—, el vizconde nos ha ordenado degollaros, pero nosotros, cansados de su cruel tiranía, hemos decidido degollarle a él, y poneros a vos en su lugar.

—Pero ¿qué oigo? ¿Y ya lo habéis hecho? O sea, al vizconde, ¿ya lo habéis degollado?

—No, pero lo haremos sin duda esta madrugada.

—Ah, ¡alabado sea el Señor! No, no os manchéis con más sangre, que ya se ha derramado demasiada. ¿Qué bien podría traer un señorío que naciera del delito?

—No importa; le encerramos en la torre y podemos estar tranquilos.

—No le pongáis las manos encima, ni a él ni a nadie, ¡os lo suplico! También a mí me duele el desafuero del vizconde; y sin embargo no hay más remedio que darle buen ejemplo, mostrándonos amables y virtuosos con él.

—Entonces debemos degollaros a vos, señor.

—¡Ah, no! Os he dicho que no debéis degollar a nadie.

—¿Pues qué, entonces? Si no suprimimos al vizconde, debemos obedecerle.

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