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Authors: Anne McCaffrey

El vuelo del dragón (5 page)

BOOK: El vuelo del dragón
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—Contempla la gran Ruatha en la cual tenías tantas esperanzas —comentó sarcásticamente.

F'lar sonrió fríamente, preguntándose cómo había adivinado Fax aquello. ¿Tan transparente había sido F'lar al sugerir la Búsqueda en los otros Fuertes? ¿O se trataba de una sospecha correcta por parte de Fax?

—Basta una ojeada para comprender por qué son preferidos ahora los productos de las Altas Extensiones —se oyó replicar F'lar.

Mnementh rezongó, pero F'lar le llamó severamente al orden. El bronce había desarrollado una antipatía lindante con el odio hacia Fax. En un dragón, semejante antipatía no era normal, y constituía un motivo de preocupación para F'lar. No hubiera lamentado lo más mínimo la muerte de Fax, pero no la deseaba bajo el aliento de Mnementh.

—Ruatha no produce nada bueno —dijo Fax en un tono que no disimulaba su cólera. Tiró bruscamente de las riendas de su montura, y la espuma que cubría el hocico del animal se tiñó de sangre. La bestia echó la cabeza hacia atrás para aflojar la dolorosa tensión, y Fax la golpeó salvajemente entre las orejas. Aquel golpe, observó F'lar, no era tanto consecuencia de la protesta del pobre animal como del espectáculo de la improductiva Ruatha—. Soy el soberano. Mi proclamación no fue discutida por nadie de la Sangre. Tengo todos los derechos. Ruatha debe pagar su tributo a su legítimo soberano...

—Y pasar hambre el resto del año —observó F'lar secamente, tendiendo su mirada sobre el ancho valle.

Pocos de sus campos estaban arados. Sus pastos mantenían a unos rebaños raquíticos. Incluso sus huertos parecían agostados. Los capullos que habían sido tan abundantes en los árboles de Crom, el valle contiguo, escaseaban aquí, como si se negaran a brotar en un lugar tan desalentador. Aunque el sol estaba muy alto, no parecía haber ninguna actividad en las casas de labor, o no había nadie lo bastante cerca como para ser observado. La atmósfera era de tétrica desesperación.

—Ha habido resistencia a mi gobierno de Ruatha.

F'lar miró curiosamente a Fax, ya que la voz del hombre estaba cargada de odio, augurando mayores males para los rebeldes de Ruatha. El carácter vengativo de la actitud de Fax hacia Ruatha y sus rebeldes estaba teñido de otra fuerte emoción que F'lar había sido incapaz de identificar pero que había captado en el mismo instante en que había sugerido esta visita a los Fuertes. No podía ser miedo, ya que Fax no temía a nada y estaba odiosamente seguro de sí mismo. ¿Repugnancia? ¿Horror? ¿Incertidumbre? F'lar no podía etiquetar la naturaleza de la aversión especial de Fax a visitar Ruatha, pero al hombre no le había gustado la perspectiva, y ahora reaccionaba violentamente al encontrarse dentro de aquellas inquietantes fronteras.

—Absurdo por parte de los de Ruatha —observó F'lar amistosamente.

Fax giró a su alrededor, con una mano en la empuñadura de su espada y los ojos llameantes. F'lar anticipó con una sensación cercana al placer la posibilidad de que el usurpador Fax atacara realmente a un dragonero... Quedó casi decepcionado cuando Fax se dominó, asió con mano firme las riendas de su montura y la espoleó, lanzándola a una frenética carrera.

—Sin embargo, le mataré —se dijo F'lar a sí mismo, y Mnementh agitó sus alas para manifestar su aprobación. F'nor se dejó caer al lado de su caudillo bronce.

—Me ha parecido ver que Fax ha estado a punto de atacarte.

Los ojos de F'nor tenían un extraño brillo, su sonrisa era ácida.

—Hasta que recordó que yo estaba montado sobre un dragón.

—No le pierdas de vista, caballero bronce. Se propone asesinarte lo antes posible.

—¡Si puede!

—Está considerado como un luchador sin escrúpulos —advirtió F'nor, desaparecida su sonrisa.

Mnementh agitó de nuevo sus alas, y F'lar acarició con aire ausente el largo cuello de piel suave.

—¿Estoy en desventaja? —preguntó F'lar, picado en su amor propio por las palabras de F'nor.

—Que yo sepa, no —se apresuró a decir F'nor, sobresaltado—. No le he visto a él en acción, pero no me gusta lo que he oído. Mata a menudo, con y sin motivo.

—Y como los dragoneros no estamos sedientos de sangre, no somos temidos como adversarios, ¿verdad? —dijo F'lar en tono sarcástico—. ¿Te avergüenzas de haber nacido en el seno de nuestra raza?

—¡No! —exclamó F'nor, dolido por el reproche implícito en las palabras de su jefe—. ¡Ni yo, ni mis compañeros de escuadrón! Pero en la actitud de los hombres de Fax hay algo que... que me hace desear algún pretexto para luchar.

—Tal como has observado, probablemente tendremos esa lucha. Aquí en Ruatha hay algo que pone nervioso a nuestro noble soberano.

Mnementh y ahora Canth, el pardo de F'nor, extendieron sus alas, agitándolas para llamar la atención de sus jinetes.

F'lar miró fijamente mientras el dragón volvía la cabeza hacia su jinete, con sus grandes ojos brillando como ópalos iluminados por el sol.

—Hay una fuerza sutil en este valle —murmuró F'lar, traduciendo el excitado mensaje del dragón.

—Es cierto; también mi pardo la siente —dijo F'nor.

—Cuidado, caballero pardo —advirtió F'lar—. Cuidado. Envía todo el escuadrón arriba. Registra este valle. Debí darme cuenta. Debí sospecharlo. Todo estaba ahí para ser valorado. ¡Diríase que los dragoneros están convirtiéndose en unos tontos!

El Fuerte está cautivo,

El Vestíbulo está vacío,

Y los hombres desaparecen.

El suelo es estéril,

La roca desnuda.

Toda esperanza se desvanece.

Lessa estaba recogiendo cenizas del hogar cuando el excitado mensajero entró tambaleándose en el Gran Vestíbulo. Lessa se hizo lo más inconspicua posible para que el Gobernador no la despidiera. Aquella mañana se las había ingeniado para que la enviaran al Gran Vestíbulo, sabedora de que el Gobernador se proponía castigar al pañero principal por la deficiente calidad de los géneros preparados para ser enviados a Fax.

—¡Fax viene hacia aquí! ¡Con dragoneros! —anunció el hombre, mientras se adentraba en la penumbra del Gran Vestíbulo.

El Gobernador, que estaba a punto de descargar su látigo sobre el pañero principal, se giró, asombrado, de su víctima. El mensajero, un agricultor de las afueras de Ruatha, avanzó tambaleándose hacia el Gobernador, tan excitado con su mensaje que agarró el brazo del Gobernador.

—¿Cómo te atreves a abandonar tu Fuerte? —El Gobernador apuntó con su látigo al desconcertado agricultor. La fuerza del primer golpe hizo caer al hombre de rodillas. Aullando, se arrastró fuera del alcance de un segundo latigazo—. ¡Dragoneros! ¿Fax? ¡Ja! Fax no viene a Ruatha. ¡Toma! —El Gobernador descargó otro golpe sobre el indefenso agricultor antes de girarse, sin aliento, hacia el pañero y los dos subgobernadores—. ¿Cómo ha podido llegar hasta aquí con semejante mentira?

El Gobernador se dirigió hacia la puerta del Gran Vestíbulo. Cuando alargaba una mano hacia el pomo de hierro la puerta se abrió de par en par, casi derribando al Gobernador, empujada por el oficial de guardia, cuyo rostro estaba ceniciento.

—¡Dragoneros! ¡Dragones! ¡Por todas partes sobre Ruatha! —tartamudeó el hombre, agitando los brazos salvajemente.

También él agarró el brazo del Gobernador, arrastrándole hacia el patio exterior para que pudiera comprobar que estaba diciendo la verdad.

Lessa metió en su cubo el último montón de cenizas. Recogiendo sus utensilios de limpieza, se deslizó fuera del Gran Vestíbulo. Detrás de la pantalla de sus cabellos sueltos había una sonrisa muy complacida en su rostro.

¡Un dragonero en Ruatha! Una oportunidad: tenía que ingeniárselas para humillar o enfurecer a Fax hasta el punto de que renunciara a sus pretensiones sobre el Fuerte, en presencia de un dragonero. Entonces, Lessa podría hacer valer sus derechos de nacimiento.

Pero tendría que obrar con extraordinaria cautela. Los dragoneros eran hombres excepcionales. La rabia no nublaba su inteligencia. La codicia no empañaba sus juicios. El miedo no embotaba sus reacciones. Los ignorantes podían creer en sacrificios humanos, lascivias anormales, orgías insensatas. Ella no era tan crédula. Y aquellas historias le repugnaban por otro motivo: los dragoneros seguían siendo humanos, y en las venas de ella había sangre Weyr. Era sangre del mismo color que la de cualquier otro; se había derramado la suficiente como para demostrarlo.

Lessa se paró un instante para recobrar el aliento. ¿Era éste el peligro que había intuido hacía cuatro días, al amanecer? ¿El encuentro final en su lucha por reconquistar el Fuerte? No, se advirtió Lessa a sí misma, en aquel portento había algo más que venganza.

El cubo lleno de ceniza golpeaba su pierna mientras avanzaba por el pasillo de techo bajo que conducía a la puerta del establo. Fax se encontraría con una fría bienvenida. Lessa no había encendido otro fuego en el hogar. Su risa resonó desagradablemente, devuelta por las húmedas paredes. Dejó el cubo en el suelo y se descargó también de la escoba y la pala mientras forcejeaba con la pesada puerta de bronce que daba acceso a los establos nuevos.

Habían sido construidos en el exterior del acantilado de Ruatha por el primer Gobernador de Fax, un hombre más sutil que sus ocho sucesores. Había hecho más cosas que todos los otros, y Lessa había lamentado sinceramente la necesidad de su muerte. Pero él habría hecho imposible su venganza. La hubiera descubierto antes de que ella hubiese aprendido a pasar inadvertida. ¿Cómo se llamaba aquel Gobernador? Lessa no podía recordarlo. Bueno, lamentaba su muerte.

El segundo hombre había sido adecuadamente codicioso, y había resultado fácil establecer una pauta de incomprensión entre Gobernador y artesanos. Aquel Gobernador estaba decidido a estrujar sin piedad a Ruatha de modo que sus bolsillos salieran favorecidos sin que Fax sospechara que le estaban robando una parte de su botín. Los artesanos, que habían empezado a aceptar la hábil diplomacia del primer Gobernador, se sintieron indignados ante los métodos rapaces del segundo. No olvidaban las heridas infligidas a Ruatha, se sentían humillados por la posición secundaria que ahora ocupaba en las Altas Extensiones, y no perdonaban las ofensas individuales que los habitantes del Fuerte, artesanos y agricultores, sufrían bajo el segundo Gobernador. Se precisó muy poca manipulación para lograr que en Ruatha las cosas fueran de mal en peor.

El segundo Gobernador fue reemplazado, y su sucesor no tuvo mejor suerte. Fue sorprendido apartando para él lo mejor de los productos que debían ser entregados a Fax, y éste le hizo ejecutar. Su huesuda cabeza rodaba todavía de un lado a otro en el principal pozo de pedernal encima de la gran Torre.

El actual Gobernador no había sido capaz de mantener al Fuerte ni siquiera en la misma lamentable situación en que lo había encontrado. Asuntos aparentemente sencillos desembocaban rápidamente en desastres. Como la producción de paño. Contrariamente a lo que el Gobernador le había asegurado a Fax, la calidad no había mejorado, y la cantidad había descendido.

Y ahora Fax estaba aquí. ¡Y con dragoneros! ¿Por qué dragoneros? La importancia de la cuestión paralizó a Lessa, y la pesada puerta cerrándose tras ella golpeó dolorosamente sus talones. Los dragoneros solían visitar con frecuencia Ruatha... que ella supiera e incluso recordara vagamente. Aquellos recuerdos eran como el relato de un arpista, algo contado por otros labios y que no pertenecía al caudal de su propia experiencia. Lessa había limitado su atención a Ruatha. Ni siquiera podía recordar el nombre de reina, o de Dama del Weyr, de la instrucción que había recibido en su infancia, ni recordaba haber oído mencionar a ninguna reina ni Dama del Weyr por alguien en el Fuerte durante las últimas diez Revoluciones.

Tal vez los dragoneros iban por fin a llamar la atención a los Señores de los Fuertes por el vergonzoso espectáculo de la vegetación que crecía en torno a sus dominios. Bueno, Lessa tenía mucho que ver en el crecimiento de la vegetación en Ruatha, pero desafiaba incluso a un dragonero a que la enfrentara con su culpabilidad. ¡Sería preferible que todo Ruatha sucumbiera a las Hebras antes que seguir dependiendo de Fax! La herejía de aquel pensamiento sobresaltó a Lessa.

Deseando poder descargar con tanta facilidad de su conciencia semejante sacrilegio, vertió las cenizas en el estercolero del establo. Se produjo un cambio repentino en la presión del aire en torno a ella. Luego, una sombra fugaz la impulsó a alzar la mirada.

Por detrás de la parte superior del acantilado se deslizaba un dragón, con sus enormes alas extendidas al máximo, casi planeando. Girando sin esfuerzo, descendió. Un segundo, luego un tercero, luego todo un escuadrón de dragones le siguieron en vuelo silencioso y descenso geométrico, gracioso y terrible. El claxon de la Torre sonó con retraso, y desde el interior de la cocina brotaron los gritos y los alaridos de los aterrados marmitones.

Lessa se puso a cubierto. Penetró en la cocina, donde inmediatamente fue agarrada por el ayudante de cocinero y enviada con un bofetón y un puntapié a los fregaderos. Allí la pusieron a fregar con arena las bandejas sucias de grasa.

Los lloriqueantes perros habían sido ya atados a los espetones giratorios, donde se asaba un famélico animal cuya magra carne iba adobando el cocinero con especias, mientras se lamentaba de la pobre comida que podría ofrecer a tantos huéspedes, algunos de ellos de elevado rango. Frutas de la última y escasa cosecha, secadas durante el invierno, habían sido puestas en remojo, y dos de los marmitones más viejos estaban rascando raíces para ser hervidas.

Un pinche estaba amasando pan, y otro especiaba cuidadosamente una salsa. Mirándole fijamente, Lessa desvió su mano de una caja de especias a otra menos apropiada mientras él daba un batido final al guiso. Luego, añadió inocentemente un exceso de leña al horno para que la cocción de los panes resultara desastrosa. Finalmente controló los espetones, acelerando uno y retardando otro, de modo que la carne quedara cruda por un lado y quemada por el otro. Su intención era que el festín resultara un completo fracaso.

Arriba, en el Fuerte, Lessa no dudaba de que otras medidas determinadas, previstas para esta ocasión concreta, estarían siendo descubiertas en aquellos momentos.

Con los dedos ensangrentados por los golpes recibidos en ellos, una de las mujeres del Gobernador entró gritando en la cocina, esperando encontrar refugio allí.

—¡Los insectos se han estado comiendo las mejores mantas, llenándolas de agujeros! Y una perra que había dado a luz sobre las mejores sábanas me mordió mientras daba de mamar a sus cachorros. Y las esteras están sucias, y las mejores cámaras llenas de basura transportada por el viento del invierno. Alguien dejó las persianas entreabiertas, muy poco, pero lo suficiente —se lamentó la mujer, apretando la mano contra su pecho y balanceándose hacia atrás y hacia adelante.

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