—¡Trae una lanza! —gritó uno. —Una lanza para abrirle el cuello, y una vasija para recoger la sangre.
Cerré los ojos porque vi que un hombre se acercaba con la lanza y porque me sentía debilitándome tanto, que no me podía mover, y que los dos que tenía encima no habían muerto del todo aún.
Oí un rumor entonces abrí los ojos otra vez a pesar mío y miré. Vi que la muchacha Ustane se había lanzado sobre la postrada forma de Leo cubriendo el cuerpo con el suyo y abrazándose a su cuello. Los salvajes trataban de arrancarla de allí, pero ella enredó sus piernas con las de su amante, apretándolo como la enredadera al árbol. Trataron de hundirle la pica en el costado, pero ella pudo escudarlo de modo que sólo le hirieron.
Perdieron, al fin, la paciencia.
—¡Atravesad juntos con la lanza a la mujer y al hombre! —gritó la voz misma que había hecho las preguntas durante la fiesta a las que contestaba el coro. ¡Así quedarán casados de verdad!...
Vi entonces prepararse a hacerlo al hombre que tenía la pica.. vi la punta de acero helado brillar en lo alto, y otra vez cerré los ojos.
Pero al cerrarlos... resonó como un trueno, repetida por los ecos del antro, la voz imperiosa de un hombre:
—¡Deteneos!...
Desmayéme en ese mismo instante; pasándome por la mente al obscurecerse ella que me sumía en el postrer olvido de la muerte.
Cuando volví en mí del desmayo, encontréme tendido sobre una piel, no lejos del fuego, en cuyo torno se nos había reunido para la abominable fiesta. Junto a mí yacía Leo, sin sentido aún, al parecer, y se inclinaba sobre él la alta muchacha Ustane lavándole una herida de lanza que tenía en el costado, antes de vendársela con una faja de lienzo. Por detrás de ésta y reclinado contra la pared de la caverna vi a Job, que no estaba herido por lo visto, aunque sí todo contuso y trémulo todavía del combate. Al otro lado del fuego, arrojados en desorden como si ellos mismos se hubieran echado a dormir de cualquier modo en un momento de absoluta extenuación, vi los cuerpos de los que habíamos matado en nuestra espantosa lucha por la existencia. Los conté eran doce; además, la mujer, causa de todo, y el pobre Mahomet, con la vasija manchada por el fuego al lado, estaban colocados al extremo de aquella fúnebre fila Hacia la izquierda cierto número de hombres estaban ocupados atando a los caníbales supervivientes codo con codo y por pares; a cuya operación los bellacos se sometían con desdeñosa indiferencia que mal se avenía al burlado furor que lucía en sus feroces ojos. En frente a estos hombres y como dirigiendo la maniobra hallábase nada menos que nuestro amigo Billali. Parecía más fatigado que otra cosa pero tan partiarcal como nunca con su flotante barba y tan frío y despreocupado como si sólo asistiera a una escogida de ganados.
Volvió hacia nosotros la cara y al notar que yo me movía se dirigió a mí y con la mayor cortesía me preguntó si estaba mejor. Yo le contesté que apenas si sabía como me hallaba pero que sí sentía que todo el cuerpo me dolía. Inclinóse entonces a examinar la herida de Leo, y luego dijo:
—Es una fea cuchillada mas no ha interesado las entrañas. Curará de ella.
—¡Gracias a tu llegada tan oportuna padre mío! —le contesté; —si no hubiera sido por ella con otro minuto más, todos, estaríamos ya fuera de cura porque esos diablos hijos tuyos, nos habrían matado como a nuestro criado, y señalé a Mahomet.
El anciano rechinó sus dientes y vi que sus ojos lanzaron un relámpago de ira.
—No ternas —me respondió con retintín de malignidad indefinible, —que se le vengará de un modo tal, que el contarlo solamente haría retorcerse la carne sobre los huesos. A
Ella
serán presentados, y el castigo será digno de su grandeza. Este hombre —dijo señalando a Mahomet, —habría sufrido con la vasija una muerte piadosa comparada con la que tendrán esos otros hombres-hienas. Mas, cuéntame te lo ruego, cómo pasó todo.
En pocas palabras le dije lo que había sucedido.
—Ya ves hijo mío; que aquí hay la costumbre de que los extranjeros perezcan «por la vasija», para ser comidos luego.
—Es una hospitalidad al revés —contesté débilmente. —En nuestro país se festejan, se les da de comer a los viajeros, y ustedes se los comen y se festejan a sí propios.
—Cuestión de costumbres —contestó encogiéndose de hombros. —Yo creo que la nuestra es mala. Por lo demás —añadió después de un rato—, a mi no me gusta el saber de los extranjeros, sobre todo después que han andado mucho tiempo por los pantanos, alimentándose de aves silvestres... Cuando
Quien debe ser obedecida
envió la orden de que no se les matara a ustedes no dijo nada del negro; así es que, estos hombres siendo hienas, ansiaban su carne, y la mujer que tan bien hiciste en matar, los convenció de que debían
envasijarlo.
Ya se les premiará por ello. Más valiera que nunca hubieran visto la luz... ¡Más valiera! que arrostrar la ira de
Ella
ira tremenda.. ¡Dichosos son los que por vuestra mano han muerto!... ¡Y sabes también —continuó —que has reñido con tus compañeros un hermoso combate! ¡Sabes que tú, Babuino de largos brazos, has aplastado las costillas de esos dos que están allí tendidos, como si fueran cáscaras de huevos!... ¡Y ese mozo ,
El León!...
Famosa defensa la que hacía él solo contra tantos... a tres mató en el acto; aquel otro —y señaló a un cuerpo que aun se estremecía un poco, —no durará mucho, pues que tiene bien rota la cabeza y varios de esos que están atados también tienen heridas. Fue brillante la contienda por cierto, y tú y tus amigos han ganado por ella mi amistad, que nada hay que me guste más que una riña bien sostenida. Mas, dime ahora Babuino, hijo mío, y mirándote bien la peluda cara que tienes pareces un mono efectivamente, ¿cómo hiciste para matar a esos que tienen un agujero en el cuerpo? ¡Dicen que hacías un ruido, y que ellos caían de cara al ruido!
Yo explique como pude con poquísimas palabras, porque me encontraba atrozmente, fatigado y hablaba en verdad, únicamente para no ofender a tan poderoso señor con mi silencio, las propiedades de la pólvora. Al punto él me propuso que prácticamente se las mostrara operando en la persona de cualquiera de los presos. Hízome ver que no se notaría la falta de uno de ellos y que no sólo le enseñaría a él cómo se mataba con la pólvora sino que yo tendría el gusto de tomar a cuenta esta parte de venganza. Cuando le dije que nuestra costumbre no era la de tomar venganza a sangre fría sino que abandonábamos el castigo a la ley, y a un poder superior de que él no podía hacerse cargo, quedóse grandemente asombrado. Sin embargo, le hice esperar que cuando me encontrase mejor de salud iríamos de caza y mataría entonces cuantos animales quisiera y con esta promesa quedóse tan contento como el niño a quien le ofrecen un nuevo juguete.
A la sazón abría Leo los ojos, estimulado por un trago de
brandy,
de que aún teníamos un poco, y que Job le derramó en la garganta y nuestra conversación terminó.
Después pudimos llevar a Leo, que se encontraba bien mal por cierto y casi sin sentido, a su propia cama sostenido por Job y por aquella valerosa muchacha Ustane, a quien hubiera yo besado, con su consentimiento por supuesto, por su heroica conducta que salvó la vida de mi querido hijo. Pero Ustane no era de esas con quien puede uno tomarse ciertas libertades impunemente, así es que dominó mis sentimientos. Entonces yo, aunque todo maltrecho el cuerpo, extendíme sobre mi losa sepulcral, experimentando una sensación de seguridad personal que hacía tiempo había estado ausente de mi pecho, y no sin darle antes rendidas gracias a Dios de que la losa aquella no fuese de veras mi sepulcro, como efectivamente lo hubiera sido a no mediar cierta combinación de circunstancias que no sé atribuir más que a su Providencia. Pocos hombres han escapado de más, segura muerte que la que nos amenazó aquel horrible día.
Los sueños que tuve durante aquella noche cuando al fin pude quedarme dormido, no fueron muy agradables por cierto. La tristísima visión del pobre Mahomet luchando por librarse de la ardiente vasija, los ocupaba constantemente, y luego, en el fondo indeciso de la somnolencia erguíase una figura cubierta de largo velo, que a trechos se lo levantaba dejando ver ya las formas de una mujer bellísima, ya la lívida osamenta de un esqueleto, y que repetía murmurando estas frases misteriosas, aparentemente sin sentido:
—Todo lo que existe, la muerte ha conocido; lo que ha muerto, morir no puede empero: en el Cielo, la espiritual existencia, nada es la vida y la muerte es nada. Si las cosas todas perennemente existen, aunque duerman a veces en el olvido!..
Amaneció por fin, y al tratar de levantarme sentíme tan tieso y tan dolorido que no pude hacerlo. Hacia las siete se me presentó Job, cojeando de atroz manera, con la cara del color de una manzana podrida y me dijo que Leo había dormido bien pero que se encontraba muy débil. Dos horas más tarde vino también Billali (á quien Job le había puesto por apodo
el chivo Billy
por razón de su barba de macho cabrío). Traía una lámpara en la mano, y su cabeza casi rozaba el techo de la pequeña cámara tan alto era. Tuve el capricho de hacerme el dormido y contemplé disimuladamente su rostro anciano, tan hermoso y tan sardónico. Mirábame él de hito en hito mientras se atusaba el largo y blanco piloso apéndice. Cien libras al año le hubiera pagado de seguro cualquier barbero londinense porque se parase de anuncio vivo a la puerta de la tienda
Púsose a barbotar, esta era costumbre suya y oíle que decía:
—¡Caramba qué feo es!... tan feo como hermoso el otro... ¡Es un babuino, en verdad! Le viene perfectamente el apodo!... Pero me gusta este hombre... cosa rara por cierto, ¡que a mi edad me guste un hombre!... ¿qué dice el refrán? «Desconfía de todos los hombres y mata aquél de quien desconfíes demasiado, y en cuanto a las mujeres húyeles que son el mal mismo, y a la larga te aniquilarán...» ¡Buen refrán!... ¡sobre todo su final!... yo creo que debe de ser inventado por los antiguos... Pero, a pesar de todo, me gusta este babuino que no sé dónde habrá aprendido sus habilidades... Veremos si
Ella
no me lo embruja.. ¡Pobre babuino! debe estar bien cansado después de su pelea.. Voyme para no despertarlo.
Esperé a que se volviese y cuando ya estaba junto a la puerta andando de puntillas exclamó:
—Padre mío, ¿eres tú?...
—Hijo mío, sí; pero no quiero incomodarte. No vine más que a saber qué tal te hallabas, y para decirte que todos los que quisieron asesinarte, camino van ya adonde
Ella.
También
Ella
mandó que, inmediatamente, se os condujera allá a todos vosotros, más me temo que no podáis por ahora..
—No —contesté —hasta que hayamos convalecido un tanto. Pero te ruego que me hagas llevar afuera, padre mío; no me gusta este lugar.
—Tienes razón; es muy triste... Recuerdo que aquí fue en donde cuando muchacho, descubrí yo el cadáver de la bella mujer... sí, precisamente donde estás acostado. Tan bella era que a menudo me arrastraba yo hasta aquí con una lámpara para poderla contemplar. Si no hubiera tenido las manos tan heladas, habríame parecido que dormía para despertar algún día; tan bella y tranquila aparecía con su traje blanco... Blanca también era ella y amarillo tenía el cabello, que le llegaba hasta los pies. Muchas como ésta aún hay en los sepulcros del lugar donde
Ella
habita pues los que allí las colocaron poseían no sé qué secreto para evitar que la muerte disolviera a los que amaban... Todos los días venía yo a contemplarla hasta que al fin, no te rías de mí, extranjero, porque entonces no era yo más que un necio niño! llegué a amar a aquella muerta, a aquella concha que un día encerró un espíritu que había volado... Arrastrábame hasta ella de rodillas y le besaba el rostro frío, pensando en cuántos hombres no habrían vivido y muerto mientras que así tendida estaba, y en los que la habrían amado y abrazado en días de que ya no hay memoria.. Y yo creo, babuino, que aprendí muchas cosas sabias con aquella muerta, porque en verdad que me enseñó la pequeñez de la existencia y la inmensidad de la muerte, y cómo todas las cosas que hay bajo el sol se van marchando con paso uniforme y son luego olvidadas enteramente. Estas meditaciones tenía, y me figuraba que el saber venía a mí de la muerta hasta que una vez mi madre, que era una mujer vigilante, aunque demasiado viva de genio, viéndome tan cambiado, me siguió y descubrió a la hermosa por lo que se figuró que yo estaba hechizado, lo que así era. Y medio airada entonces y medio temerosa paró a la muerta contra ese muro y prendióle fuego al pelo con su lámpara. Ardió el cuerpo atrozmente hasta los pies; porque los que están conservados de esta manera son excelente combustible. Y mira hijo mío, ahí está aún, en el techo, la señal de su quemada
Miré arriba con cierta duda y efectivamente, vi en donde me señalaba una marca peculiar, como de hollín untuoso, una faja como de tres pies de ancho. Con los años, sin duda habríase borrado un tanto la parte que estaba sobre la pared del cubículo; pero permanecía claramente en el techo, y no podía haber confusión ninguna; sobre su origen. Billali continuó hablando así con aire meditabundo:
—Ardió hasta los pies pero yo Volví luego y los tomé, corté el hueso quemado de ellos y los escondí bajo ese mismo banco de piedra envueltos en un pedazo de lienzo. Me acuerdo de esto como si hubiera sido ayer. Quizá estén ahí aún, si es que nadie los ha cogido. Lo cierto es que desde ese día no he vuelto a entrar en este lugar. Aguarda voy a ver... Y arrodillándose ante mí púsose a tantear con su largo brazo en el espacio de debajo de la losa. Iluminóse de pronto su rostro, y lanzando una exclamación, sacó un bulto todo sucio de polvo, que empezó a sacudir contra el suelo. Cubríalo un pedazo de lienzo podrido que empezó a desarrollar hasta que, ante mis asombrados ojos puso un pie de mujer, casi blanco, bellamente formado y tan fresco y firme como si hubiera sido cortado recientemente.
—Ya ves Babuino, hijo mío —dijo con triste inflexión de la voz; —te decía la verdad, pues aún queda uno de ellos. Tómalo, hijo mío, y contémplalo.
Tomó en mis manos aquel frío fragmento de la humanidad y lo contemplé a la luz de la lámpara dominado, por mezcladas emociones indefinibles de fascinaciones de asombro y de temor. Pesaba poco, mucho menos, diré que lo que debiera pesar en el estado de vida y su carne era al parecer, carne aún, percibiéndose en ella un débil olor aromático. No tenía una sola arruga o cuarteadura ni era repugnante en parte alguna o negro como las carnes de las momias egipcias sino que estaba enteramente blanco y elástico, menos en el lugar donde se había chamuscado un poco, tan perfecto como en el momento de la muerte ¡prodigioso triunfo del arte de embalsamar!...