—¡Por supuesto que no! —exclamó Leo. —Asombrado estaba de no verte. Vamos donde está la reina a explicamos sobre este asunto.
—¡Ah! ¡No, no!.. ¡Nos mataría!... Tú no conoces su poder... No hay más que un recurso: si quieres quedarte conmigo tienes que huir siguiéndome por los pantanos desde ahora mismo; así escaparemos de
Ella
quizá...
—¡Por el amor del Cielo, Leo! —dije yo entonces, —escucha..
—No le hagas caso, Leo mío —exclamó ella interrumpiéndome. —Ven, ven, aprisa: la muerte está en el aire que respiramos. Aún ahora quizá,
Ella
nos está escuchando... Y reforzó sus argumentos echándose de nuevo en los brazos de su amante.
Al hacerlo, deslizósele de los cabellos la cabeza del leopardo que la disfrazaba y en ellos vi la triple marca blanca de los dedos de su reina débilmente luciendo a la luz de las estrellas.
Comprendiendo la gravedad de la situación, iba de nuevo a intervenir, pues que yo sabía que Leo no era muy firme si de cosas femeninas se trataba cuando... ¡ay! ¡qué horror! oí detrás de mí una pequeña risa argentina. Volvíme, y me encontró a la misma Hiya con Billali y dos de sus mudos.
Aspiré anhelosamente el aire y casi caigo en tierra porque sentí que aquella situación habría de culminar trágicamente, y que yo, quizá, sería la primera víctima Ustane se deslizó de Leo y se cubrió los ojos con las manos; mientras que su amante, que no conocía la gravedad del caso, se ruborizó un poco, y se quedó en la necia actitud en que se quedan los hombres generalmente cuando son sorprendidos en esas trampas.
Siguióse entonces el momento de silencio más penoso que yo he arrostrado en mi vida Ayesha al fin, lo rompió dirigiéndose a Leo.
—Por qué, mi señor y huésped —le dijo con su voz más dulce, y que, sin embargo, resonaba una vibración de acero, —¿por qué te ruborizas tanto? El espectáculo era bonito por cierto: ¡el león abrazado al leopardo!
—¡Oh, concluye de una vez! —exclamó Leo en inglés.
—¿Y tú, Ustane? —continuó
Ella,
—por cierto que hubiera pasado junto a ti sin conocerte, a no haber caído un resplandor sobre esas marcas de tus cabellos... ¡Bueno, bueno! Ya se concluyó la fiesta.. Miren todos, las candelas se han gastado, todo ha venido a parar en ceniza y tinieblas. Así has creído que era el tiempo propio para el amor, Ustane, sirviente mía; y yo, no soñando en que podría ser desobedecida que te creía tan lejos...
—No te diviertas conmigo, Hiya... —gimió la infeliz muchacha. —¡Mátame ya; concluye de una vez!
—No, ¿por qué?... No es bien pasar tan de súbito de los ardientes labios del amor a la helada boca del sepulcro...
Hizo entonces una señal á sus mudos, que inmediatamente se adelantaron, sujetando cada uno a la muchacha por un brazo. Lanzó una exclamación Leo, y saltando sobre uno de ellos lo tiró al vuelo de un puñetazo y lo mantuvo preso con la izquierda y el otro puño dispuesto.
Rióse Ayesha de nuevo.
—Bien lo hiciste huésped mío, ¡Vigoroso brazo para un convaleciente! Pero, te ruego ahora que dejes vivo a ese hombre para que me obedezca. No le hará él ningún daño a la muchacha; el aire de la noche se torna ya desapacible y quiero recibirla en mi propia estancia. De seguro que yo atenderé bien a quien tú tanto atiendes.
Tomé entonces a Leo por el brazo y lo quité de encima del mudo postrado en tierra. Medio enajenado el muchacho obedeció a mi presión, y todos echamos a andar hacia la caverna a través de la plaza en la que sólo quedaba un gran montón de blancas cenizas humanas de la hoguera que había alumbrado a los bailadores porque, éstos habían desaparecido todos.
Y llegamos al
budoir
de Ayesha demasiado a prisa en mi sentir, pues tenía tristes presagios de lo que había de suceder.
Ayesha se sentó en su canapé, y habiendo despedido a Job y a Billali, hizo señal a los mudos de que dejasen las lámparas y se retirasen todos menos una muchacha muda que era su criada preferida. Nosotros tres nos manteníamos de pie; la mísera Ustane hacia la izquierda nuestra.
—Ahora Holly, ¿cómo es que tú, que oíste mis palabras mandando a ésta mal aconsejada —y señaló a Ustane— que de aquí se marchase tú por cuyo ruego de mal grado le perdoné la vida has sido cómplice del hecho que he visto? Responde y atiende que espero la verdad; que no estoy dispuesta a disimular mentiras en este asunto.
—Ha sido casualmente, ¡oh, reina! —contestó. —Nada sabía de ello.
—Holly, te creo —replicó ella fríamente. —Alégrate de que te crea Entonces cae sobre ella la culpa toda...
—No veo en ello crimen alguno —interrumpió Leo. —Ella no es mujer de nadie, y al contrario, parece que se ha casado conmigo, según la costumbre de este país atroz... Y de todos modos, señora continuó —lo que ella hizo, también lo he hecho yo, y si ha de ser castigada yo también pido que se me castigue; pero desde ahora te digo —exclamó exaltándose —que si mandas, a alguno de tus mudos que la toque, lo he de hacer pedazos con mis manos... Y su aspecto indicó que a ello estaba dispuesto realmente.
Ayesha lo escuchó con helado silencio y no le contestó. Cuando hubo acabado de hablar dijo, dirigiéndose a Ustane:
—¿Tienes tú algo que decir, mujer? ¡Necia que eres!.. que pensaste satisfacer tu pasioncilla flotando como una pluma, como una paja, ante el huracán de mi voluntad... Dime tengo curiosidad de saberlo: ¿por qué me desobedeciste?
Entonces contemplé lo que me parece ser el más asombroso alarde de intrepidez moral que es posible concebir: la pobre muchacha condenada de antemano, sabiendo lo que tenía que esperar de su terrible reina sabiendo por tremenda experiencia propia a cuanto alcanzaba su poderío, cobró fuerzas para retarla desde el fondo de su misma desesperación. Irguiéndose en toda su bella estatura y despojándose con un movimiento, de la piel de leopardo, le respondió así:
—Te desobedecí ¡oh, reina! porque mi amor es más grande aún que mi temor de la muerte. Porque mi vida sin este hombre, que escogió mi corazón, no sería sino una muerte también. Por eso arriesgué la vida y aún ahora que, depende de tú ira, me alegro de haberla arriesgado... Contenta te la entrego porque él me abrazó una vez más, y porque me dijo que me amaba
Ayesha se incorporó un poco en su canapé, al oir esto, pero se reclinó de nuevo.
—Yo no dispongo de magia ninguna —continuó Ustane, alzando su hermosa voz resonante; —yo no soy reina ni inmortal; pero el corazón de una mujer ¡oh, reina! tarda mucho en hundirse en las aguas por profundas que sean, y también ven a prisa los ojos de una mujer ¡oh, reina! aun a través de tu velo... Escucha; yo lo sé: tú amas también a este hombre ¿y por eso quieres quitarme de tu paso?... Yo moriré, sí, moriré, y no sé lo que ha de ser de mí... Mas, dentro de mi pecho resplandece una luz, y con ella veo, como si fuera una lámpara alumbrada la verdad del porvenir que yo no gozaré, pero que ante mí se desarrolla como una imagen... Cuando por primera vez vi a mi esposo, supe también que la muerte sería su regalo de bodas, pero no retrocedí, porque estaba dispuesta a pagar hasta ese precio... Aquí estaba ahora mi muerte; la siento, la siento. Pero ahora también te digo, parada en los umbrales de la fatalidad, que tú no gozarás de los provechos de tu crimen. Mi esposo me pertenece, y aunque tu hermosura resplandezca como el sol ante las estrellas él será para ti, siempre mío... Nunca jamás, sobre la tierra te mirará en los ojos y te llamará su esposa... Tú también estás condenada yo lo veo, lo veo... ¡ah!..
Oímos entonces un grito de rabia y de terror... Volví la cabeza Ayesha se había levantado y tenla tendido el brazo recto hacia Ustane, que paró de hablas de súbito. Miré a la muchacha y vile pintada en el rostro la misma expresión de espanto y terror que tenía cuando su rapto en la caverna de Billali, la noche de su raro canto. Abriéronse más aún sus ojos, dilatéronse las ventanas de su nariz y sus labios blanquearon.
Ayesha no decía nada guardaba un silencio tremendo, pero seguía con el brazo tendido, mirando, al parecer, fijamente a Ustane, mientras que toda su figura vibraba Ustane llevó entonces sus dos manos a la cabeza dio un grito horrible y cayó de espaldas, como herida de un solo golpe, cuan larga era en el suelo. Leo y yo nos precipitamos a ella... ¡estaba muerta absolutamente muerta!... herida por alguna misteriosa agencia eléctrica o por incontrastable potencia de voluntad de que la tremebunda Hiya podía disponer a su antojo.
Pasó un rato en el que Leo no se daba cuenta de lo que había sucedido; pero cuando lo comprendió se le descompuso el rostro de un modo atroz. Con un voto salvaje se levantó de junto al cadáver, y, volviéndose saltó ligeramente, contra Ayesha. Mas
Ella
estaba en guardia y al verlo, extendió de nuevo su brazo, y él retrocedió dando tumbos, y hubiera caído en tierra si yo no le sostengo. Contóme después que había sentido como un gran golpe sobre el pecho, y más aún, que se encontró tan desvirtuado, como si le hubieran arrancado toda la virilidad en el acto. Ayesha habló entonces.
—Huésped mío —le dijo suavemente, —perdóname si te hiero con mi justicia.
—¡Perdonarte, monstruo maligno! —rugió el pobre Leo retorciéndose las manos de rabia é impotencia... —¡Perdonarte, asesino!.. ¡Por el Cielo, que si pudiera te mataría!
—¡No, no! —contestó
Ella
con la misma voz dulce —no lo harías... —No comprendes aún; pero ya es hora de que aprendas!... Tú eres mi amor, mi Kalikrates... Mi hermoso, mi fuerte, Kalikrates... Durante dos mil años te he aguardado, y ahora al fin, que a mí tornabas, esa mujer se interponía entre los dos; y yo la he apartado Kalikrates...
—¡Mientes, mientes! —gritó Leo interrumpiéndola. —No me llamo Kalikrates: mi nombre es Leo Vincey, mi antepasado fue Kalikrates... y eso aún, Dios lo sabe...
—¡Ah, tú lo has dicho... y tú, tú mismo lo eres también! ¡Kalikrates, mi amante que me vuelve!
—¡No lo soy, ni tu amante tampoco! antes quisiera serlo de un demonio del infierno que no tuyo; que siempre sería más piadoso que tú...
—¿Así dices Kalikrates así dices?.. Mas, ha tantos años que, no me has visto, que no guardas memoria.. ¡Soy tan bella Kalikrates!...
—¡Pues yo te odio, asesino, y no quiero verte!... ¿Qué me importa tu belleza?... ¡Te odio: escúchalo!
—Dentro de poco te arrastrarás a mis plantas jurándome que me amas —dijo Ayesba con burlona risa. —Y para ello ¿qué instante mejor que el instante actual?... ¡Aquí, delante del cadáver de esa muchacha que te amaba ven, resiste a la prueba!... ¡Kalikrates mírame —exclamó, y con un rápido movimiento se despojó de sus ropajes de gasa y se presentó con su tunícula y su zona serpentina en todo el esplendor de su radiante belleza y gracia sobrehumana como si fuese Venus surgida de las ondas, o Galatea de la piedra o un espíritu beatificado, de la tumba. Adelantó un paso y fijó su mirada profunda y brillante en la del joven cuyos puños se abrieron y cuyas facciones contraídas se calmaron al momento. Vi cómo su asombro se tomaba en admiración primero y en fascinación luego, y que cuanto más luchaba por librarse de su influencia más y más el poderío de su tremenda belleza lo apresaba cautivando sus sentidos, narcotizándolos y extrayéndole del pecho el corazón. ¿No conocía yo el procedimiento por experiencia? Yo, que le doblaba la edad, ¿no había sucumbido, víctima suya? ¿y aún entonces no experimentaba yo su influjo, aunque para mí no fuese su dulce y apasionado mirar?.. Sí, ¡ah! sí que lo sentía... y debo confesar que, a la sazón, tenía el pecho destrozado por insanos y furiosos celos. ¡Me hubiera arrojado a la garganta de mi hijo! ¡como un lobo!... ¡Oh vergüenza! Aquella mujer había perturbado y destruido mi sentido moral, como lo haría con todos a quienes dejase contemplar su belleza sobrehumana. Mas, no sé cómo, pude dominar mis instintos y hacerme cargo del climax de la tragedia.
—¡Oh cielos! —murmuraba Leo; —¿eres mujer acaso?..
—Mujer, mujer, sí, amigo, mío, y tu esposa, además, Kalikrates —contestó
Ella
extendiéndole los redondeados brazos ebúrneos, y sonriendo, ¡ay, con qué dulzura!
El la contemplaba, la contemplaba y vi que poco a poco se le iba acercando. Mas, de pronto, miró al cadáver de Ustane, y se estremeció, y se detuvo.
—¡No, Dios mío! yo no podría.. Eres su asesina... ¡Ella me amaba!
Nótese que él olvidaba que también la había amado.
—¿Qué importa? —murmuró
Ella
con una voz tan dulce como el son del aura nocturna que pasa por las frondas. —¡Qué importa!... si pequé, mi hermosura lavará el pecado... fue por tu amor. ¡Olvida mi crimen!... Y extendió de nuevo sus brazos y siguió hablando con voces que parecían suspiros: ¡Ven, ven, ven!
Vi que Leo luchaba que hasta se volvió como para huir; pero los ojos de
Ella
lo apresaban como con trabas de hierro, y la magia de su belleza de su pasión y voluntad reconcentradas lo penetraban y abrumaban, y allí mismo, en presencia del cadáver de la otra mujer que por su amor había sacrificado la vida hacía un instante, cayó en sus brazos. Parecerá horrible esto, grandemente malvado el acto; más ¿quién podrá tacharlo por ello?... Su pecado será absuelto La fascinadora que lo lanzó al mal era más que humana y su belleza era mucho mayor que la de las hijas de los hombres.
—No creerás mis palabras quizá, ¡oh, Kalikrates! y te figurarás que trato de engañarte; que yo no he vivido durante tantos años y que no has renacido para mí de nuevo. Pues he de enseñarte ahora y a ti también, oh, Holly, que estás ahí parado como si realmente te hallases arraigado en la peña las pruebas de ello. Toma una lámpara y toma otra tú, y vengan ambos detrás de mí.
Sin detenerme a pensar, porque, en cuanto a lo que me respecta había abandonado esa función de mi cerebro en circunstancias en que el raciocinio era absolutamente inútil, porque se estrellaba contra la muralla negra de lo maravilloso, tomé una lámpara así como hizo Leo, y la seguimos.
Dirigióse
Ella
hacia el fondo del
budoir,
alzó una cortina y vimos una escalerilla por el estilo de las que tanto abundan en estas sombrías cavernas de Kor. Conforme muy deprisa bajábamos por ella notó que los peldaños estaban desgastados en el medio, hasta el punto de que muchos habían disminuido como tres y media pulgadas de las siete que tendrían en su altura original. Y como todas las escaleras que yo había visto en las cavernas, estaban casi intactas, lo que era natural, porque, nadie más que los depositantes de los cadáveres habían cruzado por ellas este hecho del desgaste de la escalerilla del
budoir
de Ayesha me llamaba la atención sobremanera con esa curiosa pertinacia y atracción que tienen los accidentes baladíes cuando nuestras mentes están arrastradas y azotadas por los raudales hirvientes de intensas sensaciones como el mar por la tempestad, de modo que cualquier pequeño detalle de superficie luce enorme como una montaña. Al llegar al fin de la escalerilla detúveme a pesar mío, a mirar otra vez los escalones y Ayesha me sorprendió.