Ella (30 page)

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Authors: H. Rider Haggard

Tags: #Aventura, Fantástico, Clásico, Romántico

BOOK: Ella
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—¡No importa, no importa! Será destronada.

Al oírla rompimos ambos en una exclamación de asombro, y le dijimos que antes pensaríamos en destruirnos nosotros mismos.

—¡He aquí una rara cosa! —dijo Ayesha: —¡una reina amada por sus súbditos! El mundo, de seguro, ha cambiado desde que vivo en Kor...

Explicámosle entonces que era el carácter de los reyes el que había cambiado, y que la soberana que nos regía era amada y venerada en todos sus vastos dominios por todas las gentes de buen juicio. Dijímosle también que el poder se encontraba en nuestro país realmente en manos del pueblo, y que a la verdad nuestras leyes originaban en los votos de los elementos inferiores y menos educados de la comunidad.

—¡Ah! —exclamó; —entonces habrá allí algún tirano, pues que ha tiempo he notado yo que las democracias, no teniendo un claro concepto de lo que desean, a la postre elevan algún tirano sobre un trono y lo adoran.

—Sí —le contestó, —tenemos nuestros tiranos.

—Pues bien —dijo entonces como resignada, destruiremos a esos tiranos, y Kalikrates dominará el imperio.

Al punto, le expliqué cómo en Inglaterra el procedimiento de la fulminación no era tan fácil de plantearse impunemente, pues que cualquiera tentativa para el efecto caería bajo la jurisdicción de la ley y probablemente, sería premiada por la horca.

–¡La ley! —dijo riéndose de sarcástico modo, –¿no comprendes Holly, que yo estaré por encima de esa ley, y también mi Kalikrates? Todas las leyes humanas serán para nosotros como el bóreas para los montes. ¿Dobla el viento a los montes o son los montes los que al viento doblan?... Y dejadme ahora os lo ruego a entrambos; porque he de disponerme para el viaje, al que me acompañaréis con vuestro criado. Mas, no traigáis muchas cosas con vosotros, porque no estaremos ausentes más de tres días. Volveremos aquí luego, y ya pensaremos cómo, para siempre, nos despediremos de estos sepulcros de Kor... ¡Ah! ¡sí, bien puedes besar mi mano, Kalikrates!

EL TEMPLO DE LA VERDAD

Nuestros preparativos de viaje no nos ocuparon mucho tiempo, por cierto. Metimos en mi saco Gladstone una muda de ropa y calzado de repuesto, y cuantas cápsulas pudimos, y también cargó cada cual con su revólver y su rifle de precisión; a los que debimos, como se verá luego, la conservación de nuestras vidas varias veces. Todo lo demás lo abandonamos.

Unos pocos minutos antes de la hora fijada nos encontrábamos en el
budoir
de Ayesha; también la hallamos dispuesta y con la capa negra echada sobre sus blancas envolturas.

—¿Estáis ya preparados para la gran aventura? —preguntó.

—Estamos —contesté, —aunque yo, por mi parte, no pongo en ella gran fe.

—¡Ah, Holly, Holly! Te pareces en verdad, a aquellos antiguos judíos, cuya memoria tanto daño me hace, incrédulos y tardíos en creer lo que no tocaban. Mas, tú verás... porque si mi espejo no miente —y señaló a la pila de agua límpida —abierto está el camino como en la época de antaño. Y marchemos ahora hacia la nueva vida que habrá de terminar... ¡quién sabe adónde!..

—¡Ah! ¡Quién sabe donde!.. —repetí yo, como un eco.

Y salimos por la gran nave central hacia él exterior. Allí nos encontramos una sola litera con seis cargadores todos mudos, aguardando; y con ellos tuve el gusto de ver al viejo Billali, por quien había llegado a concebir cierto afecto. Parecía que, por razones innecesarias de contar, Ayesha había querido que todos, menos ella misma hicieran a pie el viaje; lo que no nos parecía mal después del largo encierro en tumbas que, por convenientes que fueran para sarcófagos, nombre impropio, por cierto, para esas tumbas que no consumían los cuerpos, que se les confiaban, eran para mortales vivos como nosotros, las habitaciones más desagradables que concebirse puede. Ya fuera casualmente, o ya por orden expresa de Hiya desierto estaba el espacio delantero a la entrada de la caverna donde había tenido lugar el baile atroz de marras; no vimos alma viviente allí, y, por lo tanto, creo que nuestra partida sería ignorada de todos, menos de los mudos que tenían la costumbre, como es natural, de callar lo que veían.

Al momento, pues nos vimos andando con cierta prisa a través de la gran llanura cultivada o lecho de lago, encerrada como tina inmensa esmeralda en su engaste de rígidas peñas, y tuvimos una nueva ocasión de admirarnos de la extraordinaria naturaleza del sitio elegido por el antiguo pueblo de Kor para colocar su capital, y de la incalculable suma de trabajo y ciencia de ingeniería que debió emplearse por los fundadores de la ciudad para agotar tan inmenso caudal de agua y mantenerlo libre de subsiguientes acumulaciones. Este, en verdad, es un caso sin igual; porque en mi opinión, obras tales como el canal de Suez o el túnel de Monte Cenis no se aproximan en magnitud a aquella empresa tan antiquísima

Cuando hubimos andado por espacio como de media hora aprovechándonos, grandemente de la frescura que en esa hora del día baja sobre la gran llanura de Kor, y que substituía en cierto modo la falta de toda brisa marina o auras terrestres empezamos a tener una vista más clara de lo que Billali nos había dicho que eran las ruinas de la gran ciudad. Y aún desde la distancia a que nos encontrábamos, podíamos apreciar su grandeza que nos sorprendía más a cada paso que dábamos.

No era muy grande la ciudad, si se la compara a Babilonia o Tebas, o a alguna de las otras ciudades de la remota antigüedad; quizá su muralla externa comprendería unas doce millas o poco más, de extensión cuadrada. Ni tampoco habrían sido muy altas sus murallas según juzgar pudimos al acercarnos; pues que probablemente no pasarían de unos cuarenta pies de altura en los lugares en que no estaban arruinadas, ya por el hundimiento del terreno o por otras causas parecidas. Esto se explica quizá, atendiendo a que Kor, protegida como estaba de agresión externa por baluartes naturales superiores a cuantos el hombre, concebir podría necesitaba sólo esos muros para casos de civil discordia o meramente por aparato. Mas eran tan anchos como altos, en cambio, y todos los labrados sillares, sacados, sin duda de las cavernas, y circunvalados por un profundo foso como de sesenta pies de ancho, y que a trechos estaba aún lleno de agua. A este foso llegamos unos diez minutos antes de ponerse el sol, y lo atravesamos andando. Por encima de grandes cantos, que parecían ser los restos de un puente, dispuesto para el caso, y con alguna dificultad trepamos en el lado opuesto del zanjón, por la pendiente de la muralla hasta sobre ella

Ojalá fuera capaz mi pluma de dar alguna idea de la grandeza del espectáculo que entonces se desarrolló a nuestras miradas. Allí, bañado por los rojizos reflejos del sol poniente, mimamos un espacio de muchas, millas cubierto de ruinas... de columnatas, de templos altares y palacios regios, apartados entre sí por trechos de verde maleza. Por supuesto que las techumbres de esas moradas, tiempo hacía que se habían desplomado y desaparecido, convertidas en polvo, pero la mayor parte de las paredes medianeras y las grandes columnas se mantenían derechas, gracias a la fortaleza del sistema de fabricación y a la dureza extrema del material empleado.

Dirigímonos entonces hacia una pilada enorme de materiales que reputamos fueran los de un templo, y que lo menos cubrían unos cuantos acres de terreno, los cuales estaban dispuestas formando una serie de cuadrados o patios, sucesivamente interiores como ciertas cajas chinescas que se meten las unas en las otras, y apartados entre sí por hileras de enormes columnas. Diré ahora que esas columnas no se parecían a ninguna de las que he visto ú oído, pues tenían una especie de talle central que se ampliaba por las partes extremas de arriba y abajo. Al principio nos figurábamos que esta forma era una imitación simbólica o sugestiva de la figura corporal de la mujer, costumbre bastante común entra los arquitectos religiosos de la antigüedad. Mas al día siguiente, conforme subíamos por las faldas del lado opuesto de la montaña descubrimos una gran cantidad de palmeras majestuosísimas, cuyos troncos tenían exactamente la forma de las columnas, y ya no dudé de que el primero que las diseñó se había inspirado en las graciosas curvas de esas mismas palmas, o más bien en sus antecesoras, que unos ocho o diez mil años ha embellecían las faldas del monte que formaban la costa del volcánico lago ausente en la actualidad.

Ante la fachada de este inmenso templo, que, según creo, es tan grande como el de Karnak de Luxor, y cuyas columnas tenían como sesenta pies de alto por dieciocho de diámetro en la base, hizo alto nuestra pequeña caravana Ayesha bajó de su litera.

—Había un lugar aquí, mi Kalikrates —díjole
Ella
a Leo, que había corrido a ayudarla a bajar —donde se podía dormir. Dos mil años hace que tú, yo y esa egipciaca sierpe, descansarnos en él, mas desde entonces no he vuelto a poner aquí los pies, ni nadie tampoco, y quizá haya caído.

Y seguida de todos nosotros, subió por una amplia escalinata de piedras, penetrando en el primer patio, y miró a su alrededor. Pareció que recordaba entonces y andando algunos pases hacia la izquierda al ras de la pared, se detuvo y dijo:

—Aquí es.

Hízoles una señal a los dos mudos, que llevaban nuestras provisiones y nuestro corto equipaje, para que se adelantaran. Une, de ellos sacó una lámpara y la prendió en su braserillo. Los amajáguers, cuando iban de viaje, llevaban siempre un braserillo encendido para procurarse fuego. La yesca del braserillo se componía de fragmentos de momia prendidos y humedecidos cuidadosamente, y que conservaban fuego durante muchas horas seguidas si se manejaban con cierta habilidad. Apenas se encendió la lámpara penetramos con Ayesha en el lugar ante cuya entrada se había ella detenido, y que resultó ser una habitación formada en el hueco de la maciza pared. Dentro vimos como una mesa de piedra maciza y me figuro que aquel recinto servirla de alojamiento, quizá, al portero del gran templo.

Limpióse aquel lugar del mejor modo posible arreglándolo como lo permitieron las circunstancias a la obscuridad que reinaba y nos pusimos a cenar nuestra provisión de carne fiambre, al menos Leo, Job y yo, porque ya he dicho, que Ayesha no tornaba nunca más que frutas y agua. Mientras comíamos, la luna que era llena surgió de encima de la montaña é inundó el espacio con su resplandor de plata.

—¿Sabes ¡oh, Holly! por qué te he traído aquí esta noche? —dijo entonces Ayesha descansando su frente en la mano y mirando el astro que subía como una reina celeste sobre las pilastras solemnes del templo. —Pues te traje... y por cierto, Kalikrates que te reposas ahora en el lugar mismo donde yo te puse muerto hace tantos años, al volver a las cavernas... La escena torna ahora a mi memoria... La veo claramente y... ¡ay! cuán horrible es...

Ella
calló y se estremeció visiblemente. Leo, afectado, se levantó al momento y cambió de puesto. La reminiscencia de Ayesha no le había gustado, en verdad.

—Pues os traje —continuó Ayesha —para que contempléis la más admirable vista que pueden recibir humanos ojos: la luna llena alumbrando las ruinas de Kor. Cuando hayáis acabado vuestra colación... y ojalá, Kalikrates que no comieras nada más que frutas, pero ya lo harás en adelante, después de purificado por el fuego, que yo también en un tiempo devoraba la carne como una bestia.. Cuando hayáis concluido, os enseñaré este gran templo y os mostrará el dios que en él se adoraba un día.

Al oírla por supuesto, que nos levantamos de súbito. Salimos todos. Y aquí la pluma es impotente en mis manos. Fastidioso fuera que, aunque pudiese hiciera constar aquí las dimensiones y detalles de los diversos patios, y no sé, sin embargo, de qué modo describiré lo que vi; tan magnífico era aunque arruinado, o incapaz de concebirse. Los grandes patios o hileras de gigantescas columnas, algunas esculpidas, desde el plinto al chapitel, los recintos vacíos, hablaban más elocuentemente a la imaginación, que si estuvieran colmados de muebles y de pueblo. Y por cima de todo, cerníase el silencio de la muerte, el sentimiento de la soledad más absoluta y el espíritu incubador del tiempo pasado... ¡Cuán hermoso era aquello, y cuán desolado, empero! No nos atrevíamos a hablar. La misma Ayesha estaba abrumada en la presencia de una antigüedad ante la cual la suya nada era; sólo murmurábamos, y nuestros murmullos corrían por las columnatas hasta perderse en el sosegadísimo ambiente. Brillante caía la luz de la luna sobre las pilastras, y los patios, y los hendidos muros, ocultando todas las manchas y grietas con sus fulgentes reflejos y revistiendo en veneranda majestad con los peculiares encantos de la noche. Asombroso, en verdad, era contemplar el sagrario de Kor en ruinas, alumbrado por la Luna. Asombroso, en verdad, era pensar en los miles de años que así se habrían estado contemplando mutuamente el astro, cadáver del Cielo, y la ciudad muerta de la tierra; contándose en la absoluta soledad del espacio las historias de sur, existencias perdidas y de sus glorias olvidadas. Caía en paz la luz fantástica y poco a poco, las sombras se movían por los herbosos patios, cual si fueran los espíritus de los antiguos sacerdotes que se deslizaban en los recintos donde antes celebraban sus ritos; caía la luz fantástica y creciendo fueron las sombras, hasta que la belleza solemne de la escena pareció penetrarnos el alma misma con el concepto mudo, sin atenuación de la muerte, clamando en ella con más estridente son que el de cien trompetas juntas, que el sepulcro es una sima, sima que devora todas las pompas, todas las famas y hasta sus mismas memorias...

—Vamos ahora —dijo Ayesha después que hubimos estado mirando en éxtasis la escena qué sé yo cuanto tiempo; —vamos ahora, que he de mostrares la Flor de Piedra de la Hermosura y la mismísima Corona del Asombro, si es que aún se mantienen aquí, burlando al tiempo con su belleza para colmar el corazón humano del ansia de saber lo que está detrás del velo de los misterios.

Y sin esperar nuestra respuesta, guiónos a través de dos patios más, hacia el más céntrico del antiquísimo sagrario.

Y, allí, en el medio de aquel espacio, que tendría unos cincuenta pies cuadrados, o poco más nos hallamos frente a frente con lo que creo que es quizá la obra de arte alegórica más grandiosa que el genio de sus hijos ha dado al mundo. Exactamente en el centro del patio, colocada sobre un zócalo cuadrado de piedra estaba una enorme bola de roca negra de cuarenta pies de diámetro, y sobre la bola alzábase una colosal figura tan encantadora y divina que al verla yo, iluminada cual se hallaba por la suave luz de la luna quedéme sin aliento, y el corazón cesó de palpitar.

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