Quedóse inmóvil entonces con los brazos extendidos iluminado el rostro por divina sonrisa como si fuese el espíritu mismo de la
Flama.
El misterioso fuego retozaba sobre
Ella;
sobre los cabellos retorciéndose por sus guedejas como hilo de encaje dorado, relucía sobre sus hombros y senos ebúrneos, por la columna de su cuello y por las delicadas facciones y parecía hallar su propia mirada en las pupilas gloriosas que destellaban resplandores más vivos aún que la esencia espiritual.
–¡Oh! ¡Cuán bella aparecía allí en medio de la llama! ¡Ningún ángel del Cielo podría serlo más!..
Aún ahora desmáyase mi corazón a su reminiscencia..
Ella
nos miraba sonriente, y yo daría la mitad del espacio que por vivir me resta por contemplarla como entonces otra vez.
Pero, de súbito, más de súbito aún de lo que expresarlo puedo, verificóse un cambio en su rostro cambio que no sé cómo describirlo; fue un cambio muy raro. Desapareció su sonrisa y en su lugar vimos una expresión fría y dura. El óvalo del rostro se alargó, como si una gran ansiedad mental, lo oprimiese. Y también los ojos, los bellísimos ojos, perdieron su resplandor, y hasta la forma del cuerpo su perfección y derechura.
Restreguéme los ojos creyendo que era víctima de alguna alucinación, o que la refracción de la intensa luz me producía alguna ilusión óptica y mientras tanto que esto hacía, el flamígero pilar giró lentamente por vez postrera y retronando, hundióse en las entrañas de la tierra dejando a Ayesha parada en el lugar donde se había inflamado.
Apenas hubo desaparecido, adelantóse
Ella
hacia Leo... parecióme que había perdido la elasticidad de sus pasos, y extendió su manó para ponérsela en el hombro. Miró su brazo. ¿Adónde estaba su redondez maravillosa y su hermosura?... Ibase adelgazando y poniéndose anguloso. Y su rostro... ¡Cielos!..
¡su rostro envejecía mientras la miraba!
Supongo que Leo lo notó también, porque retrocedió dos o tres pasos.
–¿Qué es eso Kalikrates? –dijo, y ¡oh! ¿qué notas eran aquellas tan huecas y agudas? ¡la voz era cascada y chillona!
–¿Qué es ello, qué es ello?.. –repitió confusamente. –Me siento deslumbrada ¡De seguro que la calidad de la llama no ha variado!.. ¿Puede alterarse el principio vital?.. Dime, Kalikrates ¿qué tengo ante mis ojos?.. ¡No veo claro! –y se puso la mano sobre la cabeza para tocarse el pelo, y... ¡Oh, horror de los horrores!.. el pelo cayó todo a tierra y la dejó absolutamente calva!
–¡Mirad, mirad, mirad! –chilló Job entonces con agudísimo falsete de terror, los ojos brotados de sus órbitas y espumarajosa la boca. –¡Se está arrugando toda! ¡Se está volviendo mona!
Y el pobre muchacho cayó al suelo presa de un ataque epiléptico.
¡Por cierto! tengo aún tan viva la recolección de aquel prodigio, que estoy abrumado y no sé ni cómo escribo. ¡Se estaba arrugando toda!.. La sierpe de oro que había ceñido su gracioso talle, escurrióse por sus caderas y muslos y cayó en la arena. Empequeñecíase... Su piel cambiaba de color y en vez de su blancura de apretada nieve lustrosa, tornábase de un moreno amarillento y sucio, como un pedazo de viejo pergamino casi podrido. Tocóse la cabeza; la mano delicada era una garra ahora un talón simiano, como el mal conservado pie de una egipciaca momia.. Entonces fue cuando
Ella
pareció comprender lo que le sucedía y chilló... ¡Ah! qué chillido dio... Tiróse al suelo y púsose a revolcar chillando salvajemente...
Empequeñecióse más y más, hasta ponerse del tamaño de una hembra de cinocéfalo. Púsosele la piel contraída en millones de arrugas, y sobre el informe rostro marcábase la huella de una ancianidad indefinible.. Nada he visto parecido, nadie ha visto, ni quizá concebido, nada igual a la expresión de espantosa vejez grabada en aquella cara terrífica no mayor que la de un niño de dos meses, aunque el cráneo se conservaba del mismo tamaño o casi así; ¡ruéguenle a Dios, todos, que no se les presente jamás un rostro parecido si quieren conservar la razón!.. Quedóse luego
Ella
en tierra moviéndose apenas...
Ella
que dos minutos antes habíamos admirado como la más bella, la más noble y espléndida mujer que el mundo hubiera contemplado sobre su haz, yacía ahora a nuestros pies junto a la masa enorme de su propia cabellera negra reducida al tamaño de una mona grande y tan horrible tan horrible de ver, que la palabra es impotente para expresarlo... Y, sin embargo, piénsese en esto, como yo pensé en ello. ¡La mujer era la misma!
Muriéndose estaba lo veíamos, y por ello a Dios dimos gracias... porque viviendo habría de sentir... ¡y qué sentir, oh, Cielos!..
Incorporóse sobre sus huesosas garras, y mirando como una ciega en torno suyo, movió despacio la cabeza cual hace una tortuga.. No podía ver, porque sus ojos estaban cubiertos por una película córnea.. ¡Espectáculo horrible a la vez que patético!.. Mas pudo hablar aún, y dijo con ronca y temblante voz:
–¡No me olvides Kalikrates!.. Compadece mi vergüenza.. Yo volveré bella. ¡lo juro!.. ¡ah!... –y cayó de cara y se quedó inmóvil.
Abrumados por la insuperable exacerbación de lo horroroso, arribos caímos también sin sentido sobre el arenoso suelo del tremendo recinto.
No sé cuanto tiempo estuvimos desmayados. Supongo que muchas horas serían. Cuando, al fin, abrí los ojos, los otros dos estaban aún tendidos en la arena. La luz rósea lucía como una alba celestial, y las ruedas tonantes del
Espíritu de la Vida
aún giraban por su acostumbrado curso, porque e ígneo pinar se desvanecía cuando ya desperté. También allí estaba yacente la figura atroz de la mona cubierta de resquebrajado y rugosísimo pergamino amarillento, que había sido antes la deslumbrante Ayesha... ¡Aymé! no era, no, una pesadilla lo pasado, era un hecho tremendo y sin precedentes.
¿Qué había sido lo que produjo tan atroz variación?.. ¿Habría cambiado la naturaleza del fuego vital?.. ¿Quizá, de tiempo en tiempo, arrojaba de sí la esencia de la muerte en vez de la de la vida?... O quizá, que el organismo, saturado una vez de su virtud maravillosa, no podía resistir de nuevo su influencia de modo que la repetición del
processus
, cualquiera que fuese el intervalo, era mortal, pues que se neutralizarían mutuamente las impregnaciones, dejando al cuerpo que tocaban tal como era antes de su primer contacto con la Esencia de la Vida. Esto último, esto sólo podía explicar el súbito y terrible envejecimiento, al caerle encima de golpe los dos mil años de su existencia. No tenía ya la menor duda de que la forma que ante mí yacía era precisamente la que cuadraba a una mujer que por extraordinarios medios hubiera prolongado sus días durante veintidós centurias.
Pero ¿quién podrá decir lo que había pasado? El hecho era lo que se tocaba a menudo, después de aquella hora espantosa he pensado en que no había necesidad de hacer gran esfuerzo de imaginación para ver el dedo de la Providencia en todo ello. Ayesha encerrada viva en su sepulcro, aguardando siglo tras siglo el advenimiento de su amante, poca variación hacía en el orden del mundo. Mas, Ayesha potente y dichosa en sus amores dotada de juventud inmortal y de belleza divina del saber acumulado durante las edades hubiera revolucionado la sociedad, quizá habría también variado los destinos de la humanidad. ¡Oponíase así a la ley eterna y fue por esto, con toda su potencia barrida a su aniquilamiento, barrida en lastimosa tremenda irrisión!
Algunos minutos estuve revolviendo estos terrores en mi mente, hasta que por fin sentí que retornaban las fuerzas, físicas en aquella vivificante atmósfera; pensé en los demás, y vacilante, todo púseme en pie, con la intención socorrerlo. Pero, primero tomé la tunícula de Ayesha y la banda de gasa con que solía ocultar su belleza deslumbrante de las humanas miradas, y volviendo el rostro para no ver más aquella reliquia horrible la tapé tan bien como pude y rápidamente, para que Leo no la viese si volvía en sí.
Y pasando por encima de la perfumada masa de cabellos negros que yacía en la arena inclinéme sobre Job, que estaba echado boca abajo, y le volví el cuerpo. Al hacerlo, su brazo cayó de un modo que no me gustó, y sintiendo un gran calofrío lo miré atentamente. Al punto comprendí que nuestro antiguo fiel servidor había muerto. Sus nervios, ya desorganizados por todo lo que había visto y sufrido, habían finalmente, estallado ante el último espectáculo, y había muerto de puro terror. No había más, que contemplar la contracción de su rostro para comprenderlo.
Este era un nuevo golpe; quizá sirva para que algunas personas comprendan lo abrumadoras de las pruebas a que habíamos sido sometidos, y confesaré que no sentí mucho el golpe a la sazón.
Parecióme perfectamente natural que el pobre Job hubiera muerto. Cuando Leo volvió en sí de su desmayo, lo que hizo gimiendo, y con un temblor de todos los miembros que le duró como diez minutos después, le dije que Job había muerto, y me replicó meramente:
–¡Ah!
Repárese que no podía ser esto por indiferencia porque él y Job se querían mucho, y ahora habla a menudo de él, con la mayor pena y afecto. Era simplemente una prueba de que los nervios sufren hasta un límite nada más. Un arpa no puede dar más que una sola cantidad de sonido, por fuertemente que se hiera Púseme pues luego a auxiliar a Leo, y cuando lo hube conseguido, y se sentó en la arena noté otra cosa atroz. Cuando entramos en aquella caverna su cabello tenía color de oro algo rojizo; pero entonces era gris, y cuando salimos, afuera luego, se había tornado blanco como la nieve. Además, el aspecto de su rostro era el de un hombre de cincuenta años.
–¿Qué haremos ahora viejo mío? –díjome con voz ronca y apagada cuando su inteligencia se aclaró un poco y le volvió la memoria de lo que habíamos visto.
–Tratar de salir de aquí, me parece –repliqué. –A no ser que quieras entrar ahí –le dije, señalándole el pilar de fuego que entonces estaba girando otra vez.
–Entraría si estuviese seguro de que me mataría –dijo él con una extraña sonrisa. –¡Mi maldita resistencia ha sido la causa de todo! Si no hubiera demostrado temor,
Ella
no habría pensado, en darme el ejemplo... Pero ¡qué sé yo! Quizá el fuego a mí me haría inmortal, y yo, querido amigo, no tengo la paciencia de esperarla durante dos mil años a que torne como
Ella
me esperó a mí... Prefiero morir cuando me llegue la hora y no me parece que esté muy distante, para correr no sé adónde en su busca.. Y tú ¿no entras tampoco?
Moví la cabeza negativamente. Mi anterior excitación estaba muerta como el agua de un charco; mi repugnancia a la ampliación de mi existencia mortal me ha vuelto con más fuerza que nunca. Además, ninguno de nosotros dos sabía cuáles podían ser los efectos del fuego. Los producidos en
Ella
no eran de naturaleza a animarnos a que probáramos e ignorábamos las causas exactas que las producían.
–Entonces muchacho, no podemos quedarnos aquí a esperar que nos suceda lo que a esos dos –dije, mirando el pequeño bulto cubierto por las ropas blancas y el cuerpo de Job que se iba poniendo rígido. –Y si nos vamos a ir, vale más que desde luego nos marchemos. Pero, veamos si las lámparas no se han gastado.
Tomé una que, efectivamente, se había gastado toda.
–Hay más aceite en la vasija si es que no se ha roto –dijo Leo, con indiferencia
Examiné la vasija: estaba intacta. Llené las lámparas con temblorosa mano. Afortunadamente, todavía quedaba sin consumir un poco de la mecha de lino. Encendílas con nuestros fósforos de cera. Mientras lo hacía oímos el rumor del pilar de fuego que se aproximaba en su interminable periodicidad, si es que era en verdad, el mismo fuego el que retornaba en cada ciclo.
–Contemplémoslo una vez más –dijo Leo, –no volveremos a ver cosa igual aquí en la tierra
Quizá fuera esta una curiosidad ociosa, mas yo participaba de ella y aguardamos a que después de retumbar y girar lentamente sobre su propio eje, se desvaneciera mientras meditaba yo en los miles de años que el fenómeno se estaría verificando así, en las entrañas de la tierra y en los miles más, que duraría aún. Pensé también si ojos humanos lo verían después de los nuestros, y si oídos humanos serían en otra ocasión estremecidos y amedrentados por su majestuoso son. Yo no lo creo. Creo que nosotros seremos los únicos mortales que habrán de contemplar ese espectáculo tremebundo. Cuando se disipó, nos volvimos para irnos.
Pero antes fuimos hacia el cadáver de Job, y tomándole las manos, se las estrecharnos. Ceremonia fatídica fue ésta, mas no teníamos otra manera de expresarle nuestro respeto al fiel servidor y amigo difunto, ni de celebrarle exequias fúnebres a su cadáver. No osamos acercarnos al bulto cubierto por las blancas vestiduras. No queríamos volver a ver aquella terrible reliquia. Pero fuimos al montón de cabellos rizados que habían caído de su cabeza en la agonía de su cambio espantoso, peor que, mil muertes naturales y tornamos cada uno de nosotros una madeja luciente de ellos... madejas que aún conservamos, como único recuerdo de la Ayesha que conocimos en el apogeo de su gloriosa gracia. Leo oprimió con sus labios la madeja negra.
–Pidióme que no la olvidara –murmuró roncamente, –y juró que nos reuniríamos de nuevo. Por el Cielo, digo, que no la olvidaré jamás, jamás... Aquí mismo juro, que si salgo vivo de este lugar, jamás en mis días mi lengua tendrá palabra de amor para mujer ninguna y que adonde quiera que vaya la aguardaré tan fielmente como
Ella
me aguardó a mí.
–Sí –pensé yo entonces –si vuelve hermosa como antes era.. mas si volviese así como está...
Y nos marchamos enseguida. Nos marchamos dejando a los dos cadáveres en presencia de la propia fuente de la vida unidos por la helada compañía de la muerte... ¡Cuán solitarios aparecían yaciendo allí, y cuán mal apareados! ... Aquel pequeño bulto había sido durante dos mil años la más sabia, bella y altiva de las criaturas, no me atrevo a llamarla mujer, de todo el Universo. Malvada también fue, mas a su manera y ¡ay, tal es la fragilidad del humano corazón! que su maldad no disminuía su prestigio. Y no sé, en verdad, si al contrario, no lo aumentaba. Después de todo, su maldad fue de talla grandiosa que en Ayesha nada hubo que mezquino fuese.
Y Job, ¡el pobre!.. Ciertos, resultaron sus presentimientos: allí estaba muerto... ¿Y qué, después de todo?.. ¡Peregrino sepulcro tiene!... Ningún campesino de Norfolk tuvo nunca otro semejante, ni lo tendrá jamás... ¡Algo es el reposar en la misma sepultura con los restos tristes de la imperiosa Hiya.