Ella, Drácula (36 page)

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Authors: Javier García Sánchez

Tags: #Histórico, #Terror, #Drama

BOOK: Ella, Drácula
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Porque nunca, aunque hubiese dispuesto de un millar de vidas longevas e intensas, llenas de peripecias y sorpresas, sería posible que János comprendiese que cuanto pudo observar aquella noche por espacio de breves segundos, no más de cinco o seis, seguro que no más, pese a fundamentarse en esa mirada fugaz y en escorzo, iba a perseguirlo para el resto de sus días, y que esa noche lo que él hizo no fue solamente mirar. El solitario e instintivo acto de mirar, siquiera por error. No. Él observó, ya que era como las piedras. No miró simplemente. Aunque al observar aquello, lo sabe, vio. Entonces intuyó. Y, al intuir, vio y miró y observó como jamás llegase a imaginar. Porque al imaginar entendió. Quedó impregnado de las cosas. Vio, oyó y olió como deben vernos, oírnos y olernos los insectos. Fue así como aprendió.

Ya estaba marcado para siempre. Como una res. Debería sobrevivir con esos hechos que eran el cordón umbilical que le unía al pasado.

János Pirgist se palpa las manos. Tiene borrosa la visión, luego de tantas horas ensimismado y la emoción que ha tenido que soportar en los momentos anteriores. Ya no es un niño. Por fin ha dejado de ser el niño sordomudo y ciego e invisible que hasta hoy había sido, aunque amparado en el cuerpo de un adulto.

Aquella noche de Csejthe, y tras presenciar el fragmento de una escena que sin duda se repetiría otras noches y con mucha mayor frecuencia de lo que él alcanzara a atisbar, el pequeño János corrió despavorido por los pasillos, bajó al piso inferior, casi dándose de bruces varias veces por los escalones, y de nuevo corrió en dirección a los dormitorios anexos al lavadero. Llegó allí conteniendo a duras penas su grito. Seguía sin haber nadie en el jergón. Una vieja lavandera dormía roncando varios metros más allá, pero ni siquiera a ella se atrevió a despertar para contarle lo que acababa de encharcar sus ojos, de obturar sus oídos, de taponar su nariz, de obnubilar su conciencia. Además, ella debía de saber ya. Ella, como los otros, eran mayores y tenían oídos, ojos, bocas, nariz, recuerdos.

Le consoló la idea de que a su madre no estaba sucediéndole nada malo. Eso quiso creer. Castañeteándole los dientes, y no de frío pues se sentía arder, se introdujo en el jergón cubriéndose entero con la manta. Sacó un brazo y cogió a su perrillo, que dormitaba a los pies del camastro, sobre una estora. Lo metió con él entre la manta. El animal no protestó. Simplemente se acomodó allí, moviendo el rabo y complacido por el calor que el cuerpo de János le daba.

Un fuerte dolor de cabeza fue lo primero que recuerda. Y el rostro de su madre. Ya despuntaba el nuevo día. Ella llegaba con el aspecto demacrado, pero le riñó con suavidad por haber metido al perrillo en el jergón. Le dijo que podía llenarles de pulgas, que nunca más lo hiciera. Estaba pálida como jamás antes la viese. Seguramente, y como hecho excepcional, Kata se había visto obligada a recurrir a ella y otras dos lavanderas para limpiar restos de sangre en cualquier parte del castillo o en ciertas prendas.

János, ya más calmado, se sumió en un profundo sueño. A la mañana siguiente, cuando no habían transcurrido ni cuatro horas desde que llegase su madre, se despertó gimoteando.

Tenía fiebre y soñaba con Mirta.

Curiosamente no había soñado con lo visto esa noche. Incluso se esforzó en pensar que todo fue producto de su imaginación. Pero la fiebre crecía, y tuvieron que ponerle cataplasmas, humedeciéndole con paños mojados varias partes de su cuerpo, que se estremecía a intervalos de cada pocos segundos. Luego le pusieron bizmas y emplastos y le hicieron tomar un amargo y humeante brebaje.

Nada dijo a su madre de lo visto o soñado, porque sabía que con ello iba a darle el mayor disgusto de su vida. Ella misma parecía no ser consciente del fuerte acceso de fiebre que tenía su pequeño, y lo cuidaba, sí, pero ausente y mecánicamente. También ella habría visto algo nuevo y aterrador aquella noche. De hecho, es probable que ambos estuvieran marcados para siempre, como las vacas y bueyes en cuyas patas o lomos se inscribe la señal que identifica a quién pertenecen.

Ella, su cuerpo y alma, como todos allí, pertenecían a la Condesa Erzsébet Báthory, viuda de Nádasdy. Y así iba a ser hasta que se extinguiesen sus vidas. Tenían grabado el estigma del conocimiento.

Pero János no estaba dispuesto a resignarse tan pronto a la evidencia de que el Mal existía por sí mismo, que por sí mismo nacía y se desarrollaba, creando un surco de desolación a su paso. No. Pasaron los años y él siguió investigando y preguntando. Necesitaba aferrarse a algo. Habló con médicos acerca de los antecedentes de la familia Báthory. Mencionó los más que probables casos de epilepsia que se habían dado entre algunos de sus antepasados. También, y cuando realizaba indagaciones en torno a las leyendas sobre vampiros y brujas que circulaban por Hungría y media Europa, supo que existían otras posibilidades para, si no explicar, sí al menos iniciar nuevos caminos de investigación que, era cierto, dejó interrumpidos a causa del desaliento y su recóndito deseo de olvidar todo aquello de una vez. Pero este firme deseo se nivelaba en la balanza de su curiosidad innata con el de saber, con el de obtener respuestas, ya que no aclaraciones, aunque fuesen sólo aproximadas.

Recordó los relatos acerca de Erzsébet mordiendo a algunas criadas hasta arrancarles trozos de carne, algo que con la edad ella parecía haber dejado un tanto de lado.

Recordó las alusiones a sus ojos en blanco, en presuntos éxtasis producto de lo que acabase de tomar en forma de pócimas.

Recordó las indirectas referencias a sus convulsiones, normalmente en mitad de una sesión de tortura, con lo que debían parar el proceso hasta que se recuperase.

Fue así, hablando con algunos eminentes doctores, como se enteró de que existía no sólo la epilepsia, que podía mostrarse bajo diversos estados y con irregulares niveles de intensidad, sino también lo que los médicos conocían como una forma de rabia similar a la que padecían los animales, sobre todo los de un potencial instinto más agresivo, como perros y gatos.

¿Es posible que a Erzsébet le hubiese mordido en alguna ocasión un animal con rabia? ¿Quizá aquel lobo a quien mató ella misma, al que degolló siendo adolescente, el que le produjo una herida que la tuvo postrada varios días? ¿Era eso posible? Lo era, pero eso jamás podría demostrarse, como que sufriese algún grado indeterminado de epilepsia heredada de sus antepasados. János supo de la existencia de casos de epilepsia congénita o rabia asociada a una simple mordedura o rasguño que tenían su foco en determinadas partes del cerebro: el llamado lóbulo temporal, el hipocampo y el núcleo amigdalino. Tales descargas epilépticas o rabiosas producían episodios esporádicos de comportamiento violento con la azarosa frecuencia e inactividad que decidieran generar esas partes afectadas del cerebro.

También averiguó Pirgist otro dato que durante un tiempo fue motivo de sus reflexiones y conjeturas. Entre los métodos terapéuticos ideados contra los casos de rabia en seres humanos estaban la dieta de ajos, cebollas y puerros, o fricciones asimismo de ajos y sal bajo la lengua, raíces de escaramujo o de rosal silvestre, espárragos, vinagre, alcohol destilado de forma que fuese lo más puro posible, láudano hecho de extracto de amapola, azafrán y vino blanco, o zarzaparrilla, o veneno de víbora mezclado con albahaca, pan ácimo, tallos de aladiernas, regoldos machacados al caer del castaño y alcaparras en polvo, mercurio, arsénico, belladona y, lo más importante, transfusiones frecuentes de sangre. También se recomendaba la ingestión de la misma.

¿Había podido ser la loba sanguinaria, en realidad, una perra rabiosa, quizá una desdichada epiléptica? Podía. Pero, aunque de eso se hubiese tratado en una cierta medida, estaba lo otro. Era loba. Siempre lo fue. Y llevaba en sus venas la llamada de la sangre.

Necesitaba matar para ser.

Ahí no cabían difusas especulaciones ni aventurados diagnósticos. Nació loba, dragón, serpiente y águila. Una mala mezcla. Eso seguiría siendo hasta el final.

Como las geodas, esas rocas que crean cristales violáceos hacia adentro, así era la perversidad de Erzsébet para nacer en su propio seno, regenerándose sin tregua.

Pero a veces Pirgist se preguntaba si no se mostraría él mismo piadoso con Erzsébet, como lo fue con Mirta y sus familiares. Le parecía excesivamente monstruoso admitir la eventualidad de un Mal gratuito, demasiado monstruoso como para, pese a provenir de un monstruo con forma humana, aceptarlo sin más. No, no se engañaba al respecto. Sus indagaciones siempre tuvieron como objetivo poner más materia donde había absoluta ausencia de materia, un poco de razón y lógica donde nada quedaba de éstas. Nunca intentó justificar, sino comprender, en un amplio sentido del término.

Comprender para aceptar y situar los acontecimientos en el ámbito de las cosas terrenales. Pero era imposible. Un muro que no podía tocarse, aunque estaba, se erguía entre Erzsébet y el resto del mundo. Por eso pronto se resignó János a seguir aprendiendo acerca de enfermedades diversas que por esas fechas estaban empezando a descubrirse. Por eso no lograba evitar una sonrisa de escepticismo cuando le venían con alusiones a vampiros. Eso eran nuevas e insustanciales pamemas en comparación a lo que él había visto.

Sin embargo, también los vampiros envejecen y mueren. La luz de lo vivo abarca a todos por igual, sin distinción de credos, sin determinar a otros según especies, razas o culturas.

La loba, la mujer-vampiro envejecía irremediablemente. De ahí sus últimos y atroces estertores para aferrarse a aquello que únicamente le daba vida y esperanza: la sangre.

De ahí que, como estaba previsto, tocase a quien no debía tocar: las hijas de los
zémans
, que a su vez conversaban de tanto en tanto con personajes de importancia en el devenir social de su tiempo, siendo algunos de esos
zémans
, incluso, quienes empezaban a llenar las arcas de parroquias e iglesias en todas partes del país.

Ése fue su gran error, debido a una carencia: buscar no sólo sangre fresca, sino sangre de más calidad. En apenas unos meses, y tras los nulos signos de vida o respuestas que varias de esas chicas parecía se negaban a dar, sus familias se preocuparon. Ellas, que a diferencia de las campesinas sabían leer y escribir, habían prometido que escribirían en cuanto llegasen a Csejthe. Nunca lo hicieron. Y el resquemor fue creciendo.

En ese contexto de murmuraciones y malos augurios llegaron las fechas previas a la Navidad de 1610. En efecto, no sólo iban a acudir a Csejthe los parientes más cercanos de Erzsébet, sino el Palatino Thurzó y el propio rey Matías. Aquello era una insensatez.

Se trataba de la última batalla, y había que jugárselo todo a una carta. Erzsébet sabía que sería necesario enfrentarse a las miradas insidiosas y acusadoras de Megyery el Rojo, tutor de su hijo Pál, la de su cuñada Kata y la del mismo Palatino Thurzó, que antaño, es posible, sintiese amor por ella.

Ella ya no sentía amor hacia nadie. Ni siquiera, es probable, hacia sí misma. Por tal motivo, y como había extraviado el baremo de las cosas, se dispuso a propiciar un definitivo golpe a toda aquella jauría de mastines que, no lo dudaba, iban en su captura, pese a que aún procuraran disimular las formas. O si no ¿a qué podía deberse la insistencia de sus hijos en realizar ese encuentro colectivo en Csejthe? Veía con claridad con qué hábil elocuencia a sus propios hijos, desde las más altas esferas, les habrían inducido a creer que era una espléndida ocasión para acompañar a la viuda de Nádasdy. Y ellos, incautos, al parecer eran los que más habían insistido en que tal encuentro se produjese. Pero Erzsébet había perdido definitivamente la noción de todo. Así que ideó, junto a Májorova, elaborar una pócima que, tanto bajo la apariencia de ponche como en pasteles hechos con fuertes especias autóctonas de la región, entre las que había algunas setas, acabara con la vida de los más importantes de sus invitados, que en realidad no eran sino sus enemigos mortales.

Hasta el último día, combinando ese asunto con la precipitada salida de Csejthe de tres o cuatro decenas de chicas en dirección a otros castillos y los preparativos propios de tan crucial evento, estuvo urdiendo con Májorova conjuros y hechizos en los que se demoraban noches enteras. Noches en las que al menos no siguieron matando. Aquélla se trataba de una Navidad algo anticipada, que debía celebrarse a mediados del mes de diciembre. El jarabe venenoso y los pasteles no logró tenerlos listos Májorova hasta casi la víspera. Y por fin llegó el día.

Erzsébet recibió a sus invitados en persona, grave el aspecto y con una cinta negra en la frente, en señal de luto por su esposo. La otrora joven dama de seno turgente, grácil el talle y cintura de discóbolo, lucía esplendorosa pese a su edad. Conmoción en la comarca causaría la presencia del rey Matías y su numeroso séquito, así como la de tan egregios invitados, que nadie conocía pero que a todos parecían impresionarles. Hubo misa solemne con el pastor Ponikenus, quien subía por vez primera al castillo desde hacía meses, ágapes interminables y bailes que duraron hasta que las noches se confundían con los días. Erzsébet mantuvo la compostura en todo momento aunque en realidad era constantemente observada por muchos pares de ojos. Megyery y Ponikenus aprovecharon para preguntar aquí y allá, dando dinero en algunos casos, amenazando sutil o directamente en otros. Sacaron sus propias conclusiones, que poco después le hicieron llegar al Palatino Thurzó, quien de alguna manera seguía negándose a dar credibilidad a lo que, informe tras informe, le ponían sobre la mesa.

Cuando tuvo lugar la fastuosa cena de despedida, los ayudantes de Erzsébet distribuyeron el ponche y los pasteles entre los invitados. Les sirvieron a todos sin excepción, incluidos el rey y el Palatino. Pero también ahí el destino iba a serle poco propicio a Erzsébet.

De una parte es probable que Májorova, temerosa de producir realmente una gran mortandad entre tan ilustres personas, en el momento de realizar las mezclas definitivas redujese considerablemente su capacidad letal. Pese a que Erzsébet los quería muertos. A todos. Tampoco le parecía descabellado decir que habían sido víctimas de una fuerte y desgraciada intoxicación colectiva. Más de una vez habían sucedido casos así, y pronto se olvidaban. Además ella sabía, lo cual era rigurosamente cierto, que este rey tenía muchos soterrados adversarios entre la nobleza húngara. En el fondo iba a hacerles un favor liquidándolo. En cuanto al Palatino, era un muñeco sin decisión propia. Pondrían a otro en su lugar y listos. Así concibió el panorama su mente enferma, e incluso con su castillo lleno de invitados, embebida por completo en el asunto que la incumbía, en todo punto delirante, ella seguía subiendo esporádicamente a sus aposentos para hacer nuevos y cada vez más crueles conjuros.

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