Primero, cuando pudo oír aquella conversación entre un enfermo y preocupado Ficzkó y el
haiduco
al que éste conocía, conversación de la que aún le quedaba algo que contar, fue por estar paseando justo por el lugar que no debía, aunque aquélla no fuese una de las zonas donde de forma repetida y alarmante le habían prohibido estar.
Luego, cuando se encontró a la desdichada Mirta y las otras dos chicas ya parcialmente torturadas y amordazadas en un frío rincón, se debió a su perrillo, que le condujo, huyendo de él mientras jugaban, a pasillos a los que nunca debió acceder.
Después, cuando pudo ver lo que estaba sucediendo en una de las habitaciones del piso superior, su fortuito y horrible descubrimiento fue culpa de que estaba medio dormido y muy asustado por no hallar a su madre en el jergón. La buscó en vano, y con lo que se topó fue con aquella escena llena de súplicas y sangre.
En las dos primeras ocasiones tuvo tiempo de convivir, por espacio de varios minutos, con la sensación acongojante de poder ser descubierto en cualquier momento. La última duró apenas unos segundos, pero había inundado para siempre su retina y su conciencia.
Ahora la culpa la tendrían unas risas. Paradójicamente, tratándose de un lugar como Csejthe, unas risas. Algo que jamás hubiese imaginado.
Creyó no estar haciendo nada malo por irse un poco más allá, tan sólo un poco, del lavadero principal. No había dejado los límites del pasillo que, a medio centenar de metros, daba a una serie de pequeñas estancias que ahora estaban destinadas a cumplir la función de calabozo, pero él no podía saberlo. Creía no haber rebasado la frontera prohibida, y en verdad no lo había hecho. Tampoco era de noche, sino última hora de la tarde. Su madre había bajado al pueblo junto a Kata y otra lavandera a por hogazas de pan, levadura y harina. Subirían al anochecer, le dijeron, y aún no había anochecido. Por qué encaminó sus pasos hacia allí, eso es algo que no sabe. Seguro que por pensar que, aunque no fuera ésa la zona habitual de sus juegos, no entrañaba peligro alguno.
Fue entonces cuando, al cruzar junto a una puerta cerrada, oyó risas. Aquello le llenó de felicidad. ¡Alguien reía en Csejthe! Quizá llevaba años sin oír ese tipo de risas, contagiosas y espontáneas. Pertenecían sin duda a varias chicas. El recuerdo de Mirta le sobresaltó. ¿Era posible que las cosas no fuesen igual de malas para todas las chicas, que a algunas las castigasen y provocasen tormentos horribles y a otras no?
La puerta, como todas las del castillo, poseía una cerradura lo suficientemente amplia como para introducir allí una gruesa llave. Aquel agujero de la cerradura le atrajo como un imán. No había llave. Tranquilizado por las risas, no pudo evitar el gesto: se arrodilló frente a la puerta y acercó su ojo a la cerradura.
Dentro se veía a varias muchachas medio desnudas, que se peinaban y acariciaban entre bromas. Tenían una forma de actuar un poco extraña, como si sus movimientos flotasen. Entonces tampoco podía saber que posiblemente les habían dado algún filtro afrodisíaco o quizá simplemente vino, el potente vino de la región de Eger, para mantenerlas en tal estado. Confiadas, voluptuosas. En realidad estaban en adobo, preparándose, sin tener el menor conocimiento de ello, para su propio sacrificio. Pero a János le agradaba verlas así, pues parecían felices.
Fue entonces cuando ocurrió. Apenas un segundo, pero que se le antojó una eternidad. Como si una llamarada le hubiese traspasado el cuerpo, dejándolo por completo quemado y a la vez intacto.
Una mano se posó en su hombro.
Sin embargo supo desde el primer momento que aquello no era una mano. No una mano humana. No una mano como cualquier otra mano, cuyo contacto habría reconocido de inmediato.
Aquello era una garra. Pese a que se había posado con delicadeza sobre él, era una garra.
Un escalofrío le sacudió por entero, pese a que ni siquiera había tenido fuerzas para girarse.
No podía huir, ya que le tenía sujeto por el hombro, de modo que estaba acorralado. Y seguía sin atreverse a volver el cuello y mirar. No quería hacerlo. No quería ver quién estaba allí, junto a él, aguardando su reacción. Algo le enturbió la visión y los sentidos. Ya no veía a las muchachas, pese a seguir con el ojo pegado a la cerradura. Ya no veía la puerta. Ya no veía nada, sino un pozo que se lo tragaba.
Era Ella.
János lo supo sin necesidad de volverse. Era Ella, y esa certidumbre lo paralizó instantáneamente, como mariposa que se enreda entre los hilos de una tela de araña y ya ha recibido el primer picotazo. Fue al cabo de unos segundos cuando oyó la voz:
—¿
A lányok szépek… igaz
?
Una cuchillada acababa de traspasarle de lado a lado. «Las chicas son bonitas, ¿verdad?», le había preguntado la voz.
Entonces se giró un poco. Lo suficiente para, aún arrodillado, ver al ser que se hallaba frente a él, inconmensurable, terroríficamente alto, sin apartar en ningún momento la garra de su hombro.
Allí vio una montaña inmensa y negra con la cresta pálida.
Era la Condesa, en efecto. Y le sonreía con una espantosa y torcida mueca.
János notó que sus axilas ardían y que sus sienes estaban a punto de estallar. Numerosas estrellas de fuego cruzaron por sus ojos, sumiéndolo luego en la negrura. Tras cada parpadeo, volvía a verlo todo negro.
Vio, pese a que sólo les iluminaba el cono de luz que salía de una antorcha situada poco más allá, cómo un destello cruzaba su mirada ígnea. Fue entonces la primera vez que se sintió muerto. Ya estaba muerto, literalmente muerto, y cuanto pudiera pasarle a partir de ahora acaecería en la muerte, pues aquella mirada lo había sentenciado. No obstante, ésa habría de ser sólo la primera de las tres veces en las que, en espacio de poco tiempo, habría de sentirse muerto.
Por instinto más que por miedo, y procurando recordar lo que sabía del idioma que usualmente hablaba Erzsébet, el húngaro que desde hacía siglos se había usado en estas tierras, no ese dialecto mezcla de húngaro, alemán y eslovaco que por lo general utilizaban todos, con voz trémula repuso, ya sin dejar de mirarla: —¿
Mit parancsol… Asszony
?— «¿En qué puedo servirla, Señora?». Eso fue lo que dijo con voz sumisa y hueca.
La frase, así como su tono, pareció complacerla, pues acentuó su sonrisa, que por momentos perdió el ribete siniestro.
—
Marha jó! &mdash
;salió de sus finos labios, que centelleaban en las sombras. «Muy bien», había sido su respuesta. Pero él seguía ahí, arrodillado, con la garra sobre su hombro.
Ella le ordenó mediante un gesto que se pusiese en pie. Le miraba sin decir nada, como si nunca hubiese visto un niño, como si fuera la primera vez que veía a un humano. Casi parecía desconcertada. Tal vez recordase. ¿De qué conocía a ese pequeño intruso, de qué? Porque, era sabido, la Condesa tenía una gran memoria para los rostros y también para los nombres. Igual que para ciertos detalles de la fisonomía que a cualquier otro le habrían pasado desapercibidos, olvidándolos pronto. Era así como de repente una noche podía exigir que se le trajera a tal o cual muchacha, llamándola por su nombre y apellido, que llevaba semanas o meses recluida en un calabozo, y que había sido secuestrada junto a otras muchas, de la que nadie recordaba ya su existencia. Así, «la rubia de tupidas cejas», decía entonces. O: «Una que tiene un pequeño lunar en el mentón». O: «Esa a la que le falta un diente». E iban a por ella. Nunca se equivocaba.
Ahora miraba a János, atenta y concentrada, torciendo incluso ligeramente el rostro como hacen los perros cuando no comprenden algo o aguardan cierta reacción de sus amos. Esos ojos de loba recorrían una y otra vez su menudo cuerpo, que si al principio se puso a temblar, ahora ya ni siquiera lo hacía, pues se sintió muerto, definitivamente muerto, y los muertos no tiemblan.
Pirgist se da cuenta sobre la marcha de que en algunas partes de su relato, al hacer hablar a la Condesa, incluso momentos antes, lo ha hecho utilizando el idioma en el que ella solía expresarse, el castizo y suave de la Alta Hungría. Así la recuerda siempre que piensa en ella diciendo algo, aunque su propio relato esté escrito en esa otra mezcla nacida de diversas lenguas. Así debe continuar haciéndolo, pero precisamente ahora, en esta fase de la historia en la que por primera y única vez mantuvo un diálogo más o menos fluido con ella, y por mor de precisar con más exactitud sus recuerdos, decide hacerlo a la manera tradicional, que le supone menos esfuerzo.
Porque lo que sucedió después le pareció producto de una ensoñación. La evidencia de que la llamarada no había pasado en vano por su cuerpo.
—Eres un pequeño muy curioso, ¿lo sabes? —preguntó ella. Por fin empezaba a apartar la mano, aquella mano larga, blanca y huesuda, de su hombro.
—Oí risas, Señora… —balbuceó él sin pestañear.
Erzsébet dirigió un instante la mirada hacia la puerta cerrada.
—¿Y te gustó lo que has visto, pequeño? —preguntó con voz que, aunque pretendía ser dulce, no lo era.
—Son muy bonitas, Señora…
Ella volvió a clavar su mirada en János. La sonrisa desapareció de su rostro, que tenía la textura del mármol. Había que decir algo rápido, no dejarla pensar, pues cada uno de sus pensamientos podía ser más dañino.
—Además… —dijo János, ahora tartamudeando— parecían muy contentas…
—Lo están. Aún lo están… —murmuró ella sin apenas mover los labios, abstraída en algo que acababa de cruzar por su mente como un cometa en el cielo. De repente pareció reaccionar:
—Dime, ¿has visto algo más?
Llegaba el momento de la verdad. Sobre todo no debía dejar de llamarla «Señora» de modo respetuoso. En eso intentó concentrarse para contrarrestar su miedo.
János sintió cómo el temblor renacía en él. Era ahora cuando debía mostrar mayor aplomo y convicción:
—No, Señora… sólo a estas chicas.
Ella le observó con detenimiento. Volvió a apoyar su mano en el hombro de János, lo que produjo en éste un nuevo estremecimiento. No, no debía dar muestras de miedo o estaría irremediablemente perdido.
A ella le excitaba el miedo, volviéndola agresiva.
—Sí… ya sé quién eres… ¡ya lo sé! —oyó que le decía la Condesa, en cuya boca había reaparecido un atisbo de sonrisa. El permaneció mudo. Un sexto sentido le decía que así era necesario obrar. Cualquier paso en falso, cualquier palabra de menos o de más precipitaría su propio fin.
»Nos vimos hace años, en el campo… sí —parecía regocijarse de su buena memoria, y eso tranquilizó algo a János—. Tú eres el hijo de la ayudante de Kata, mi fiel Kata. Me lo dijeron…
El permanecía allí como una estatua, procurando no delatarse con su agitada respiración.
—Sí, Señora… Fue en Varannó.
Ella desvió la mirada hacia el pasillo. Nadie había.
—No me mientas ahora, pequeño, no me mientas porque no me gustan nada las mentiras, ¿sabes? —Él negó con la cabeza, ante lo que Erzsébet siguió—: Mi buena y fiel Kata, ¿qué cuenta?
János esperaba algo así.
—No entiendo lo que dice, Señora —contestó él casi en tono de protesta y sin dar tiempo a que ella terminara su frase.
—¿Cuenta cosas… de mí?
Era el momento crucial. Ahora debía contener el temblor, ahora debía hacer un sobrehumano esfuerzo y mirarla a los ojos, por mucho que eso le costase. Ahora debía hablar como hacen los hombres.
—No, Señora… bueno… —titubeó un instante mientras todo en su cabeza daba vueltas.
—¿Qué? —preguntó ella apretando un poco la garra sobre su hombro.
János pegó el cuerpo a la puerta. La tenía demasiado cerca, y esa cercanía, llenándole de pavor, le impedía pensar.
—A veces… llora. Y reza. Reza mucho. —Había oído su propia contestación, pero fue como si alguien hubiese hablado a través suyo.
—¿Nada más?
—Nada más, Señora.
Ella volvió a sonreír oblicuamente. Suspiró y dijo:
—Mi buena Kata, siempre tan piadosa y eficiente…
—Sí, es muy buena, Señora —repuso János con seguridad, pero no estaba convencido de estar hablando como debía hacerlo. Sentía los latidos del corazón en la frente, en las piernas, en los brazos, en la boca—. Nos quiere mucho… —añadió con un hilillo de voz.
Entonces ocurrió algo que no esperaba, algo que por nada del mundo él hubiera deseado que pasara: la Condesa se inclinó, quedando en posición de cuclillas delante suyo. Sus rostros estaban muy cerca el uno del otro. Casi podía sentir el calor de esa carne quemando la suya. La mano derecha de ella, que casi todo el rato había permanecido sobre su hombro, se deslizó lentamente hasta su pelo. Introdujo allí los dedos, que él notó como culebras moviéndose, pero permaneció estático. Nada más podía hacer.
Después esa mano se deslizó por sus orejas, luego por sus mejillas. Notaba el contacto de las uñas. Dejó de respirar. Ella le miraba a los ojos con los suyos muy abiertos.
En aquellos dos agujeros que tenía delante vio sendas noches. Nada más. Al fondo de esas noches que eran los ojos de Erzsébet, quizá, brillaban dos lunas. Pero seguía mirándola directamente a los ojos porque si se fijaba en la boca empezaría a gritar en demanda de auxilio. Y ése era el fin, lo sabía.
Quizá eran dos noches de plenilunio, aunque todo allí estaba envuelto de negrura. Quizá saliese de esos ojos el ronroneo imperceptible de un búho cuando ya ha divisado a su presa.
La mano, las uñas, recorrieron su cara y descendieron hasta la barbilla. Avanzaron con suavidad hacia el mentón y siguieron descendiendo hasta posarse en la nuez de su garganta. Olisqueó su piel, como extrañada.
Erzsébet había entreabierto ligeramente la boca, como si le costase respirar. Y dijo:
—Eres muy guapo…
Él se encogió de hombros y, cosa increíble, enmarcó una tímida sonrisa.
Entonces fue cuando notó que las uñas de ella empezaban a hacer presión en su garganta. Cada vez más presión. Se le estaban clavando con fuerza allí. Todo se puso de color azul, luego negro y finalmente rojo. Se ahogaba. Y la presión de esas uñas crecía. Esa fue la segunda vez que creyó morir.
János, presa del pánico pero procurando disimularlo, comprendió que si ella efectuaba un poco más de presión, sólo un centímetro o dos más, lo estrangularía. Ya sentía una arcada. Entonces, no supo de dónde, se atrevió a decir en un hipido:
—Me hacéis daño… Señora…
Aquello pareció hacerla reaccionar, pues la presión de sus uñas cedió en el acto. No obstante, seguía teniéndolas sobre su cuello. János, como había visto hacer a algunos ventrílocuos en las fiestas, murmuró: