Habría sido en esas horas previas, mientras ella discutía con el Palatino abajo, cuando Ponikenus pudo ver algunos de los numerosos libros que la Condesa tenía. Y de ellos dejó registro, aunque se perdiese esa información.
La suerte de Erzsébet estaba decidida, pese a que aún no supieran qué hacer exactamente con ella, pues aquel asunto planteaba un serio problema de estado. De momento se ultimaban en Bicsé los preparativos para juzgar a sus cómplices. El primero se inició en la villa de Bicsé el día 2 de enero del año 1611, y duraría hasta el 7 de ese mismo mes. Allí no estuvo Erzsébet, que seguía recluida en su castillo aguardando la decisión definitiva sobre su futuro. El alcaide de Bicsé era Gaspar Bajary, quien fue ayudado por el escribano Gaspar Hardosh. De la redacción del acta se encargó Daniel Erdög. En cuanto al juez real llegado desde Presburgo, era Teodosio Sirmiensis y, aunque la Iglesia no supervisó el proceso, sí tuvo un representante en el tribunal, el pastor de Bicsé, Gaspar Nágy. La causa tuvo carácter de proceso criminal. Hubo veinte jueces y, en la primera sesión, trece testigos.
Simultáneamente tenían lugar las enconadas deliberaciones para decidir el destino de Erzsébet, que era lo que más preocupaba a todos. El rey Matías era partidario de juzgarla y ejecutarla públicamente, como escarmiento por sus crímenes. Pero Thurzó, sin duda avisado del malestar que aquella situación estaba provocando entre ciertos sectores de la nobleza, que quizá no daban crédito a lo sucedido, o no plenamente, pues a fin de cuentas se trataba de una de los suyos, fue modificando su opinión al respecto. Miklós Zrinyi y Pál Nádasdy, yerno e hijo de Erzsébet, escribieron al rey suplicándole que no la ejecutase. A ello se sumó la entrevista que György Homonna, su otro yerno, tuvo con el soberano. Todos le pedían clemencia e invocaban el buen nombre del linaje de los Nádasdy, pues ya pocos se habrían atrevido a hacerlo en el de los Báthory, pese a que uno de sus primos, y ahí residía otro de los problemas con implicaciones políticas, seguía siendo rey de la vecina Polonia. El asunto era delicado. En una carta a Matías, el Palatino Thurzó, luego de exponerle con detalle los múltiples problemas que podrían derivarse para la Corona si Erzsébet era juzgada y ejecutada, con lo que de ignominioso tenía ello, y como el rey seguía queriendo ajusticiarla, volvía a pedirle comprensión.
«A Vos, Majestad, os toca elegir entre la espada del verdugo y la prisión perpetua para Erzsébet Báthory. Pero nuestro consejo es que no la ejecutéis, pues en verdad nadie tiene que ganar con ello». De hecho se trataba de una advertencia, tan elíptica como sutil, al propio rey Matías, quien finalmente se inclinó ante los argumentos de su inteligente y probo Palatino. Se evitaría así un conflicto con Polonia y con Transilvania, aparte de cierto malestar entre la aristocracia.
Sorprendentemente, los bienes de la Condesa parecían estar en orden. En septiembre del año 1610 había redactado su testamento, como si de algún modo pudiera prever su inminente final. En ese testamento dejó todo a su aún jovencísimo hijo Pál, que acababa de obtener el título de Gran Oficial del Condado de Eisenburg, habiéndose prometido a Judith Forgách, que pertenecía a una de las familias más ilustres de Hungría.
Aquellos turbulentos días János, junto a su madre y el resto de personal del castillo, fueron trasladados a casas de Csejthe, donde debían permanecer hasta que concluyese el juicio contra los cómplices de la Condesa. Seguía teniéndoles consternados lo sucedido, que no por obvio dejaba de ser doloroso: el hecho de que entre los detenidos y juzgados se hallara Katalyn Benieczy, la lavandera. Era demasiado lo que ésta había visto. El propio János recuerda que su madre, así como otras lavanderas, insistieron en dar su testimonio para ayudar a Kata.
Y allí, en el improvisado tribunal de Bicsé, volvió a desgranarse el relato del horror. Los primeros testigos aún hablaban indecisos, a veces tartamudeando, como si temieran el castigo de la Condesa. Así fueron pasando sucesivamente György Kubanovic, Jan Valkó, András Uhrovic, Thomás Zima, que fue obligado a enterrar a varias muchachas en Csejthe y también en Polodié y Kerezstúr. Luego siguieron Ladislav Antalovic, Martín Krackó, András Butova y Jan Chrapmann. Curiosamente eran hombres los que testimoniaban. Hombres que, aun a sabiendas de cuanto estaba sucediendo, no hicieron nada por impedirlo. La única mujer que dio su testimonio en aquella primera sesión fue una tal Suza, sirvienta que había trabajado en el castillo de Sárvár, pero a la que la Condesa no se atrevió a tocar porque sabía que era protegida del alcaide de esa localidad, el ciudadano Bichierdy. Fue la misma Suza quien relató que Erzsébet había anotado escrupulosamente en una lista los datos de sus víctimas, y éstas ascendían al aturdidor número de seiscientas diez. A las que habría que añadir aquellas otras de las que posiblemente se olvidó, o de otras que asesinase antes de iniciar su cadena imposible de crímenes, o sea, las mártires inmoladas en secreto mientras aún vivía su marido, Ferenc Nádasdy. Suza calculaba que podrían ser un centenar más. Sara Barinysi, viuda de Peter Martín, confirmó estas cifras, pues también trabajó varios años al servicio de la Condesa. Entre ambas calculaban haber visto a treinta chicas muertas, por lo menos. Pero ninguna de ellas dos dijo nada. No hasta ese momento.
Tanto Suza como Sara, mujeres de cierta edad, fueron quienes hablaron a favor de Kata, la lavandera. Dijeron que tenía buen corazón, y que cuando le era posible daba alimento y abrigo a las prisioneras. Incluso, según parece, llegó a salvar a alguna a la que los torturadores dieron por muerta antes de tiempo. En el colmo de la perfidia, Kata fue obligada a pegar a varias de esas muchachas, pero queda constancia de que ella lo hacía contra su voluntad, y frecuentemente en estado de ebriedad. Todo ello, ayudarlas cuando podía, lo llevó a cabo con grandes riesgos para su persona. De hecho seguía viva de milagro.
Fue entonces cuando le tocó el turno de hablar a Vargha Balintné, la madre de János, así como a otras lavanderas de Csejthe. Todas, sin excepción, testimoniaron a favor de Kata, a quien en principio el tribunal pensaba condenar a la pena máxima.
Una mañana la madre de János llegó llorando, pero lo hacía con los nervios rotos y de alegría porque Kata había sido absuelta de aquello que injustamente se le imputaba. Al menos se hacía justicia en esto, y János lloró junto a su madre, congratulándose por la felicidad de ésta y la del resto de lavanderas, que eran como su familia.
El testimonio que más conmovió al auditorio fue el de Anna, viuda de Stefan Gönczy, quien perdió a su hija cuando ésta contaba apenas diez años. Había sido llevada al castillo de Csejthe y nunca más supo de ella. Erzsébet no sólo quería sangre fresca, primero, y pura después. También quería sangre joven, de niñas casi púberes, si era necesario. Tras dos jornadas de testimonios, les tocó hablar a los imputados.
Después de aquel cúmulo de abrumadoras acusaciones, poco podían hacer los inculpados sino dar muestras de aflicción por cuanto, dirían, se vieron obligados a llevar a término muchas veces tras haber bebido abundantemente, cosa que propiciaba la Condesa para así obtener mejor sus fines. Ujvari Johanes, llamado Ficzkó, Jó Ilona, que entró en Csejthe en calidad de nodriza, y Dorottya Szentes, llamada Dorkó, comparecieron compungidos y dispuestos a contar cuanto se les pidiese. Fue aquélla una jornada de renovado espanto, pues los testimonios de estos tres seres confirmaban las peores sospechas que por toda la región habían corrido durante años, sólo que las aumentaban hasta lo inverosímil, de puro atroz.
Según Ficzkó, él solía quemar y sujetar a las muchachas, aunque también dio muerte a un número de ellas que no podía recordar con exactitud. ¿Para qué?, se preguntaban todos en la sala. Dijo que en la tarea de cortar venas y hacer incisiones con tijeras, cizallas y todo tipo de cuchillas, solían ocuparse las otras dos acusadas, Jó Ilona y Dorkó.
Éstas, por su parte, en el monótono recuento de los hechos aportaron datos sobre cómo se torturaba o asesinaba a algunas muchachas, no sólo en Csejthe, sino también en los castillos de Sárvár, Lezticzé, Bezkó, Kerezstúr, hasta en Bicsé, lugar en el que se celebraba la vista, y en las propias Presburgo o Viena. Jó Ilona fue quien mencionó a varias hijas de
zémans
de Vechay, Vranov, Chegber y Ecsed.
Cuando acabó aquella lastimosa rutina de los interrogatorios, los jueces se levantaron para deliberar por espacio de una hora. Finalizado el plazo, volvieron a la sala con su veredicto. Era éste:
«Considerando que las confesiones y los testimonios han demostrado la culpabilidad de Erzsébet Báthory, a saber, que ha cometido crímenes horribles contra la sangre femenina y considerando que sus cómplices eran Ficzkó, Jó Ilona y Dorkó, y que estos crímenes requieren castigo, hemos decidido que a Jó Ilona y, a continuación, a Dorottya Szentes, les arranque los dedos el verdugo con sus tenazas, porque con esos dedos han cometido crímenes entre el sexo femenino. Finalmente, se las arrojará vivas al fuego.
»En lo que a Ficzkó se refiere, su culpabilidad debe contemplarse habida cuenta su edad. Como no ha participado en todos esos crímenes, hemos decidido una pena más moderada. Se le condena a muerte, pero será decapitado antes de arrojar su cuerpo al fuego. Esta sentencia se ejecutará inmediatamente».
La multitud congregada allí profirió un murmullo a causa de la impresión.
Lloviznaba aquella mañana en la plaza principal de Bicsé. La comitiva con los reos cruzó el corto trayecto hasta el lugar de las ejecuciones. Algunas personas, pues el pueblo suele dar muestras de piedad en momentos así, rezaban o lloraban, como pasó con Gilles de Rais. Otros, sin embargo, observaban la escena con mirada de odio hacia tan abominables seres. Los más, por el contrario, parecían sumidos en la incredulidad, pues nunca habían asistido a una ejecución.
Fue entonces, cuando los
haiducos
se dispusieron a situar a los condenados en disposición de que el verdugo cumpliese su deber, el momento más dramático. Jó Ilona prorrumpió en gritos, suplicando perdón y cargando todas las culpas en la persona de su Señora.
Dos robustos
haiducos
la sujetaron mientras el verdugo, utilizando unas tenazas, empezaba a cortarle los dedos de la mano. Al ir a cortarle el cuarto dedo cayó desvanecida. Se esperó unos momentos para que reaccionase, y luego se siguió con la condena. Uno tras otro, entre alaridos de dolor, fueron cortándole los dedos, hasta diez. Y así, arrastrándola con los muñones ensangrentados, fue conducida a la hoguera. Su cuerpo sería presa de horribles convulsiones mientras perecía quemado. La gente había enmudecido, pero ya nadie desviaba la mirada.
Por su parte, Dorkó se desmayó al ver que ataban a Jó Ilona al poste donde debería sucumbir a las llamas. Mientras le cortaban los dedos lanzó alaridos de dolor y también ella se desmayó. Con Dorkó fueron más rápido, pues entre la multitud había muchos niños a los que era preferible ahorrar en lo posible el triste espectáculo. Se le cortaron los dedos incluso cuando estaba sin sentido. Y desmayada se la arrastró al poste del que minutos antes fue retirado el cadáver quemado de Jó Ilona. Algunos creyeron que Dorkó había muerto ya, pero un repentino y horroroso grito les hizo comprender que aún vivía cuando la alcanzó el fuego.
Ficzkó, con su cuerpo tiritando y su encorvada espina dorsal a ras de suelo, pudo contemplar desde un lado de la plaza la ejecución de las dos mujeres. Estaba pálido, pero nada decía. En un momento, y en cuanto se retiró el cadáver de Dorkó del poste de la hoguera, se le llevó hasta el tajo donde le aguardaba el verdugo. Éste empuñaba en su mano una espada especial para la ejecución llamada
palós
. Ficzkó miró al cielo y, según parece, intentó decir algo, llorando. De nada le valían ya ni su cifosis ni sus bufonadas. Le obligaron a poner la cabeza en el tajo. Un segundo después la espada caía con fuerza y precisión sobre su cuello. La cabeza rodó unos metros más allá de donde se hallaba el verdugo. Quedó mirando al cielo con los ojos entornados y, aseguran algunos, sus labios aún se movían cuando ya tenía el cuerpo cercenado.
Entonces arreció la lluvia y la multitud, impresionada, corrió a buscar refugio en sus casas. Durante muchos años seguirían hablando de aquellas ejecuciones que les fue posible presenciar, así como de los crímenes de la odiosa Señora que los instigó.
Esos ajusticiamientos no los quisieron presenciar ni Vargha, la madre de János, ni el resto de lavanderas, quienes habían sido trasladadas de nuevo al pueblo de Csejthe para que aportasen, en la medida de lo posible, más informaciones que ayudaran a averiguar nombres de nuevas víctimas, pues de diversas partes llegaban quejas referidas a desapariciones de muchachas. En realidad nunca se sabría con certeza el número de éstas que mataron Erzsébet y sus cómplices, lo cual sumió a muchas familias en el desconsuelo, pues preferían saberlas muertas que inexistentes para siempre, con lo que un dolorosísimo resquicio de incertidumbre las acompañaría ya durante el resto de sus vidas.
Fueron esas semanas que siguieron a las ejecuciones cuando se jugó el destino de Erzsébet. Pero en el pueblo de Csejthe todos pensaban en la dicha que por fin vendría a sus días, libres ya del azote de la Señora que durante casi dos décadas les atemorizó. Poco sabían esas gentes que pronto iba a llegar una orden real por la que el pueblo debía quedar desierto en un plazo muy breve de tiempo. Como si estuviera apestado. El justo para cargar sus pertenencias e irse. Ocupados en su propia supervivencia los aldeanos de Csejthe apenas miraron hacia arriba, hacia el castillo, que se veía desde cualquier rincón del lugar al que uno quisiera ir. Intentaban no mirar hacia arriba.
El propio János no recuerda, por más que lo intenta, haber levantado la vista en dirección al castillo. Como si de ese modo quisiera olvidar que ese sitio había existido alguna vez. Era cierto, la supervivencia no pasaba sólo por recoger a toda prisa los pocos y humildes enseres y amontonarlos sobre carros a los que acompañaban unas decenas de animales, sino fundamentalmente en no elevar la vista hacia el castillo dedicándole una última mirada, siquiera la de despedida.
No miró atrás su madre cuando se iban en dirección a la próxima aldea de Vág-Ujhely, ni Kata, ni nadie que hubiese estado en el castillo. De Kata sólo llegó a saber que se fue a su aldea de Găvănesti, a orillas del Buzzü, en Valaquia, y que se volvió demente, dejándose morir a los pocos años de consunción.