Pero el cerco se estrechaba, como fue estrechándose el que acabó con los desmanes de Gilles de Rais, y de cuya existencia, se preguntaba János Pirgist, también resultaba imposible averiguar si Erzsébet supo alguna vez. De ser así, ¿lo consideraría su hermano de sangre? Es posible. Pero Francia le quedaba muy lejos. Y si llegó a tener aunque fuese vaga noción de los crímenes cometidos por aquel a quien pronto denominaron
Barbazul
, le parecerían vulgares en extremo, pues a él sólo le movía el sexo, la maldita inclinación al sexo de los hombres, que copulan igual que animales y luego parecen plenamente satisfechos, durmiéndose sin más. Lo suyo era muy distinto, y ella lo sabía.
Pero simultáneamente también era consciente de la amarga evidencia de no ver ni una chica en toda la comarca. Eso significaba algo, por fuerza. Pero no podía enviar impunemente a sus
haiducos
, que en Csejthe se acercaban al medio centenar, para que secuestrasen a las muchachas de los sitios en los que sin duda las escondían. Entre otras cosas porque muchos de allí serían sus padres o hermanos, o al menos provendrían de tales aldeas. No, estaba limitada a un reducido radio de acción. Tuvo que ser a la vuelta de ese viaje a Száthmar cuando se convenció del todo de que estaba quedándose sola, y de que en soledad debía solventar cuantos inconvenientes fueran surgiendo, como el bochornoso episodio con aquellos bandidos, cuyas cabezas, en efecto, le mostraron en sacos justo cuando se cumplía el plazo de la semana que dio al jefe de su guardia para que se las mostrase. No se privó de hacerlo. Y ése fue un día feliz para la Señora. Ordenó primero que clavasen esas cinco cabezas en sendas picas, en las almenas del castillo. Pero luego se desdijo y mandó que, sin más, las tiraran por el foso de los desperdicios, que iba a dar a un profundo y pestilente acantilado, siempre lleno de aves de rapiña.
—No son dignos de mirar, siquiera muertos, este bello paisaje… —añadió satisfecha en alusión a su primera orden.
Antes había escupido en la cara inerte, entreabiertos y acuosos los ojos, del hombre que se enfrentó a ella. Era su triunfo personal. Pero si daba tales muestras de crueldad, piensa Pirgist, ello no se debía más que a que se sentía cada vez más vulnerable y acechada.
Se sentía acechada, sobre todo, y más que nunca, por ese odioso Palatino György Thurzó Betlemfalvy y su mastín de presa, un tal Zavodsky, por Megyery el Rojo y su ayudante, así como por Mosés Gzivaky, noble de Viena que estaba en tratos frecuentes con su yerno Miklós Zrinyi. A éste no le temía, pues ya había podido comprobar su talante pusilánime cuantas veces lo tuvo enfrente. En cambio, seguía temiendo a su cuñada Kata, con la que en breve habría de verse en la boda de Judith, hija de Thurzó, que iba a celebrarse con toda pompa en Bicsé, y a la que ella, si no deseaba despertar sospechas, debía asistir como si nada ocurriese.
Ineludible parecía tal compromiso, al que asistiría la nobleza en pleno y muchos ojos la observarían buscando en ella una palabra, un gesto, un desliz que viniera a confirmar los rumores que tal vez habían llegado a sus oídos. A la boda de Judith Thurzó con András Januchic, Señor de Vrsatiec y Preskac, en la Alta Hungría, acudirían cientos de ilustres invitados y la celebración, así estaba previsto, podía durar hasta un mes. Le habían comentado que habría más de tres mil criados, entre hombres y mujeres. De pronto algo se iluminó en su interior. Quizá fuese una inmejorable ocasión que el destino le ponía en bandeja para otear nuevas chicas. Algo que naturalmente no haría ella en persona sino sus cómplices, preguntando con disimulo aquí y allá, dando unas monedas si era necesario. Entre tres mil criados, y teniendo en cuenta que la mayor parte se trataría de muchachas jóvenes, ¿por qué no habría de extraer algún provecho? ¿Es que tan en su contra se había vuelto el mundo? No lo creía, aún se negaba a creerlo.
Una semana y media estuvo Erzsébet en Bicsé con motivo de aquella boda. En efecto, no se equivocaba: Jó Ilona y Dorkó apalabraron una buena cantidad de chicas que, procedentes de lejanas regiones, nada sabían respecto a dónde iban a ir. La confusión era enorme y, pese a todo, pese a sus notables esfuerzos por aparentar normalidad y hasta alegría, varios pares de ojos la observaron con sigilo. A ella y a sus tres fieles ayudantes. El cerco se estrechaba pero ella, aun intuyéndolo, se obstinaba en no dar crédito a su instinto.
¿Qué hace una loba herida? Primero retirarse a un lugar apartado del bosque para restañarse sus heridas. Luego, cuando vuelve a acosarla el hambre, regresará con renovado furor allá donde le fueron causadas las heridas. En la cercanía del ser humano, que es donde aguardan los animales inocentes. Así ella seguía comportándose. Incapaz de dominar su hambre y su sed de sangre, estaba dispuesta a reincidir una y otra vez, exponiéndose a inciertos peligros. Tenía la mirada cubierta por el velo rojo de la sangre ya derramada. Y, fundamentalmente, por la que aún habría de derramar. De modo que su olfato estaba casi atrofiado. Ya no olía el riesgo. Y, si lo hacía, lo desafiaba, como siempre hizo por cuanto deseó. Pero algo sucedió en aquella boda de Judith Thurzó. Algo nimio que, simultáneamente, no dejaba de ser una señal de lo que debería ocurrir: Erzsébet perdió el ala blanca que adornaba desde varios años atrás su inconfundible sombrero negro, del que siempre iba acompañada en sus salidas. Se dice que la extravió mientras bailaba y que el ala fue pisada, yendo después a un rincón desde el que, tras cogerla, la tiraron a la basura. Lo único cierto es que la perdió, y, con ella, todo signo de pureza.
El águila empezaba a perder su plumaje. Ahora todo en ella era negro.
La Condesa leía.
En sus horas muertas, en esos períodos de lisis que precedían a la fiebre destructora, mientras aguardaba el momento de administrar de nuevo el dolor, arbitraria, enloquecidamente, leía.
O, por lo menos, tenía libros en su poder. Ciertos libros. Kata pudo verla así en alguna ocasión, y tan enfrascada parecía estar la Señora en sus lecturas, que ni movió un músculo para ordenarle algo, lo cual era su costumbre.
János Pirgist eleva unos segundos la vista del papel, dejándola vagar inquieta por el escritorio. Luego, instintivamente, contrae los dedos de su mano izquierda, cerrando el puño: por fin lo ha escrito. Ese era uno de sus secretos. No el mayor, pero sí uno de ellos, y para él de suma importancia. Aunque, en la práctica, todos estos años de arduas pesquisas no le hayan servido de mucho al respecto. Porque, como en su momento se verá, cuanto había en el castillo de Csejthe desapareció como por arte de magia. De magia negra. No podía ser de otro modo.
Los bienes que allí hubiese, en teoría, fueron repartidos entre los herederos de Erzsébet, y tenía cuatro hijos. Algunas de sus pertenencias, claro es, se esparcieron como los vilanos en el campo al soplarlos. Y más de cincuenta años después de los sucesos resultaba imposible averiguar qué se había hecho de cierto tipo de pertenencias como, por ejemplo, aquellos libros.
Porque se trataba, de eso no le cabe duda alguna, de libros relativos a la magia. Libros de brujería.
János logró saberlo gracias a cierto clérigo que en su día se relacionó con el pastor Ponikenus, quien, tras haber sido obligado a abandonar Csejthe por mandato real junto a las dos centenas escasas de habitantes que aún quedaban en el pueblo, así se lo dio a conocer. Posiblemente fue destinado a la parroquia de Kolárovo, y de ahí a Presburgo, donde falleció. Fue ahí donde tomó como auxiliar a un joven sacerdote llamado Theodor Hausmann, nacido en Baviera, a quien a su vez János logró localizar, siendo aquél un hombre de bastante edad, en la villa de Mürzzuschlag, localidad situada en un valle alpino, entre los montes Wechsel y Schnecberg, al sur de Viena.
Hausmann fue quien le explicó que el pastor Ponikenus tuvo oportunidad, durante una jornada, de entrar en los aposentos en los que Erzsébet pasaba la mayor parte del tiempo, cuando no se dedicaba por entero a su ocupación favorita. Y allí vio libros, esos libros. Gruesos, impecablemente encuadernados y con señales claras de haber sido leídos. Párrafos marcados, renglones subrayados. Parecían, dijo Ponikenus, libros de estudio.
¿Se dedicaría a ello Erzsébet? Es muy probable. Pero Ponikenus, excepto uno, no mencionó de qué libros en concreto se trataba. Simplemente lo dejó escrito en sus notas, que Hausmann había conservado durante muchos años hasta que en un pequeño incendio producido en la sacristía en la que se hallaba ese legajo de notas, se perdieron para siempre. Pero Hausmann insistió en que allí no se explicitaba de qué libros se trataba. Además, con el paso del siglo los tiempos habían ido cambiando, y desde la época de la muerte de la Condesa las autoridades eclesiásticas endurecieron considerablemente los castigos a quienes tuvieran esa suerte de materiales prohibidos.
El único libro del que sí quedaba constancia era uno en dos tomos, conteniendo las obras completas de Aristóteles:
Operum Aristotelis. Librorum qui non Extans Fragmenta quaedam
. Estaba impreso a doble columna de texto, en griego y latín, en Aurealiae Allobrogum, la actual Ginebra, por el impresor Petrum de la Roviere. El año de su impresión, 1606. ¿Qué pudo hacer Erzsébet leyendo al estagirita, si es que realmente lo leyó? ¿Quizá buscaba algo relativo al alma? Imposible saberlo. Pero el libro estaba allí.
Eran malos tiempos para la brujería y, por consiguiente, para quienes creyesen en encanterios y hechizos. Incluso en las bárbaras tierras de Hungría.
Eran malos tiempos para quienes creían en demonios y maleficios, y quienes pensaban en los demonios como entes formados por una consecución de vapores condensados. En realidad, desde hacía ya varios siglos en Europa se perseguía a los practicantes de tales ritos. Sectas como la de
Bogomiles
, que tenían su principal asentamiento en Bulgaria, junto al mar Negro, y a los que atacó duramente el bizantino Miguel Psellos, o los
Euchetes
, que vivían en Tracia y Macedonia, pero que provenían de la antiquísima Mesopotamia, tuvieron que huir precipitadamente a Bohemia, juntándose con los
stadingios
alemanes. También los albigenses y los cátaros fueron perseguidos, refugiándose en la región del Languedoc, sobre todo en la ciudad de Toulouse. Allí serían diezmados, o al menos lo fueron sus cabecillas. Pero consta que nunca pudo acabarse con ellos del todo.
En efecto, no podían ser peores los tiempos para la brujería. La bula papal
Sumis desideratus affectibus
, de Inocencio VIII, era una diatriba frontal contra esos ritos. A ello se unían los tratados
De Lamiiis et Pythonicis mulieribus
de Ulrich Molitor, el
Policratius
de Jean de Salisbury, obispo de Reims, o el
Fornicarius
, de Johannes Nieder. No, no era el tiempo ideal para especular sobre el reino de las sombras, el
Sheol
de los hebreos, ni sobre los diferentes nombres con que éstos designaban a Satán: Samäel, Belial, Semiazas o Satomaïl. Ni para invocar a las
noticulas
, que devoraban niños y vírgenes en aquelarres, o al dios etrusco Tehulcha, todos ellos descendientes de su amada Lilith.
El recuento de textos que por aquella época, finales del siglo XVI e inicios del XVII, circulaban por toda Europa, era extenso y, en su totalidad, condenatorios de las prácticas satánicas. El tema se remontaba ya al propio Séneca, quien en sus
Hyppolytus
sugería que los niños pueden ser, y de hecho son, sumamente perversos, pues en ellos se da la esencial inocencia para que el Mal arraigue y eche ahí sus raíces. El propio Tomás de Aquino dedicó su estudio
Quaestiones quodlibetales
a analizar la perfidia de los demonios-hembra.
De todas partes llegaban duros golpes a la brujería. El célebre obispo Lance o Benedict Carpzow, quien se jactaba de haber leído la Biblia medio centenar de veces, enviaron a la hoguera a más de veinte mil personas. Y las admoniciones en forma de doctos tratados seguían apareciendo por doquier: los Discursos de Henry Boquet basados en la ley
Excipiuntur
, la cual aconsejaba castigar a los niños en exceso imaginativos, el
Tractatus
de Peter Binsfeld, obispo de Tréveris, la
Daemonolatriae libri III
, del militar alsaciano Nicolás Remy, el
Strigi
de Lambert Deneau, el
Compendium Maleficarum
de Francesco Maria Guzzgo, la
Disquisitionum magicarum
del jesuita español Martín del Río, que se basaba en otro texto anónimo y de amplia difusión, el
Malleus Maleficarum
, publicado anónimamente en Lovaina, los trabajos de Johannes Weyer sobre brujas y demonios, cuyo número exacto cifraba en 44435556, divididos a su vez en 6666 legiones, cada una de ellas con 666 demonios, mandados respectivamente por 66 príncipes infernales, o la
Demoniomania
de Jean Bodin, que aseveraba que las niñas, a partir de los seis años de edad, ya eran susceptibles de los más severos castigos, lo cual incluía la hoguera. A todo ello se unió la tenacidad del obispo von Aschauzen, o de los también obispos Fuchs Ven Dornhein o Sebastián Michaëlis en su persecución sin tregua de todo lo que hiciese alusión a la brujería.
Sin embargo, no era fácil acabar con ella. El franciscano Samuel de Cassini había publicado un libro, en el año 1505, en el que se aconsejaba no ser demasiado violentos durante los interrogatorios a posibles brujas, así como no recurrir a la hoguera salvo cuando se tratase de casos flagrantes. Apenas tuvo repercusión esa idea. Más bien sucedió todo lo opuesto. Pero estaban muy extendidas las sectas por el continente, y sus integrantes daban seriales de vida en los lugares más inesperados. Los Aldonisteos en el norte de Italia, los Speronisteos y los Concarrezensienos en Lombardía, los Fraticelli, los Pauliciani y los Patarini en los Alpes, los Tartarinos en Francia y los Begardos, con numerosos adeptos, en Alemania, los Picardos y los Adamitas, quienes eran nudistas y de tal modo practicaban sus ceremonias, los Flagelantes, que a finales del siglo XV ascendían a medio millón esparcidos por varios países europeos, o los Lollardos, cuya sede estaba en las tierras de Flandes. Toda la represión de la Iglesia no había podido terminar con los aquelarres y
sabbats
que se producían sin cesar, como los de la región de Laboud, en el suroeste francés. Allí, al parecer, se buscaban éxtasis sexuales colectivos, y para ello se ayudaban de las plantas solanáceas, como en el caso de Erzsébet, aunque también de las escrofulariáceas, cuya cocción y semillas provocaban alucinaciones. Incluso varios sacerdotes, como el tristemente célebre padre Guibourg, participaron de esas indignas ceremonias, en las que no dejarían de estar implicadas ciertas damas de la nobleza, tales como la condesa de Soissons, la duquesa de Bouillon, Madame de Montespan, La Voisin, la marquesa de Brinvilliers, La Vigoreux o el propio mariscal de Luxemburgo. Pero en su mayor parte se trataba de nobles damas, algunas de las cuales terminaron sus días en la hoguera.