Tiene que realizar un esfuerzo, aún el último, ímprobo, y describir cuanto sabe sin dejar nada a un lado. Incluso eso que le llevó al borde y el vértice de la demencia, pues muchos fueron los momentos en que, asaltado por terribles imágenes, llegó a decirse a sí mismo que no era real, que aquello no podía haber sido real, que fue su imaginación de niño, sumada a lo que oyó aquí y allá con el paso del tiempo, así como a lo que leyó, lo que le hizo suponer todo ello, pero no. Se miente. Sigue mintiéndose aún ahora. El recuerdo de aquellos hechos es nítido como un día de verano con el aire limpio, transparente y puro que nos permite ver incluso el lejano horizonte.
Hasta ahora había creído que con mencionar tan sólo alguno de esos episodios que tuvo la malhadada suerte de presenciar ya sería suficiente. Y sí, el recuerdo de los sacos cruzando el patio de Csejthe le impresionó vivamente. Atenazaba su garganta y oprimía su estómago con sólo evocarlo. Pero ¿eran aquellos sacos, era aquel pie colgando lo que le producía tan hondos padecimientos? No. Fue lo otro. Algo que también oyó, olió y vio, lo que le causaba aún hoy un dolor tan profundo. Fue todo eso lo que logró dejarlo resquebrajado como un muñeco de barro o tierra que hacemos en el campo y al que de pronto deshace la lluvia.
Desde entonces, se da cuenta, evita mirar a las chicas jóvenes. Incluso cuando las ha tenido delante, hablándole, no las ve. Elude su presencia. Le pasa con las niñas, pero no con las mujeres de edad adulta. Sabe que si observase con detenimiento a una muchacha de esa edad en la que todavía no han abandonado del todo la pubertad, en la que todavía no puede decirse que sean mujeres, pues aún deben crecer tanto física como espiritualmente, la mente se le desbocaría como corcel que ha sido alcanzado por una flecha en plena batalla. Si ese impacto no se produce en una zona vital, aún correrá mucho rato, encabritado, hasta desfallecer, arrastrando con él su dolor y, a veces, a su jinete también maltrecho, que se ve impotente para pararlo.
Pirgist sabe que, una a una, volverán las imágenes. Y las teme. Las teme más que a la propia muerte, a la que de hecho aguarda tranquilo desde hace tiempo, y en la que ve no sólo una liberación, sino una insuperable forma de alivio. Un premio en sí mismo. La posibilidad, la única que conoce, de dejar de recordar lo que incesantemente rememora. Y es que esas imágenes, agudizadas por el efecto de los recuerdos y su propia incomprensión de los mismos, le hacen desaparecer todo vestigio de razón, confundida entre sueños y presagios que acaban convirtiéndose en pesadillas, entre temores y simples angustiosas visiones que le abocan a la más completa de las amarguras.
Porque eso fue lo que a partir de entonces le empujó a efectuar largos, casi diarios paseos por los campos mirando las nubes y las flores para no increparle cosas al Creador. Y cuando estando en alguna ciudad o en retiro espiritual no pudo realizar tales paseos, que siempre tuvieron el poder balsámico de aplacar su indignación y reproches, que sin embargo no consideró nunca inconsecuentes ni sacrílegos, pues nacían de la buena fe, sintió su falta como un sarpullido que nadie pudo ver jamás pero él sabía que estaba allí. Por ello miró tantas horas durante tantos días de su vida el perfil tranquilo de los montes y la benigna, serena belleza del campo, que incluso en lo más crudo del invierno nos sorprende con detalles de innata hermosura. Ese tallo que se yergue entre pedruscos y hielo, desafiante, como homenaje a lo vivo que resiste. El súbito vuelo de un pájaro, que se eleva desde el oscuro follaje de la floresta, cuando no creíamos que nada latente hubiese allí. La propia majestuosidad de las blancas, inacabables colinas, como un mar de espuma solidificada, que cuando aparece el sol llega a deslumbrarnos.
Por eso iba al campo con frecuencia. Para gritarle cosas al vacío en silencio, como siempre hizo. Para olvidar así, entre aquellos borbotones de vida que se huele, que se oye, que se mastica, que se ve, esa otra materia de carácter intangible que desde niño se le introdujo, también a él, en la sangre. Era una mezcla, precisamente, de sonido y sabor, pero sobre todo de olor y de color.
Ahora, en la soledad de su escritorio, cuando ya nada tiene que perder, aunque quizá sí temer, debe ser valiente y contarlo.
En cierta ocasión tuvo oportunidad de oír una conversación, o más concretamente frases entrecortadas de lo que era un acalorado diálogo, que le marcó durante mucho tiempo. Él ya había oído fragmentos de esas conversaciones, siempre a sovoz, realizadas por Kata y el resto de lavanderas. Pero siempre quiso olvidarlas. Como es natural, le asustaba demasiado pensar que pudiese ser cierto todo aquello de lo que hablaban en un murmullo con tintes de continuado lamento. Pero en una ocasión las circunstancias eran favorables para que János prestase más atención de la debida y usual en él, que era una diminuta sombra deslizándose por el castillo, y muchas veces su presencia pasaba desapercibida. Así iba de aquí para allá, siempre con el oído en guardia. Siempre dispuesto a escapar atolondradamente si alguien le preguntaba. Siempre con una excusa en la punta de los labios si se daba la casualidad de que le cogían por sorpresa. «He perdido esto o lo otro», les diría. Y luego, como ya sucedió en alguna ocasión, se pondría a berrear pataleando y llamando a su madre o a Kata.
Esa tarde Kata no estaba en Csejthe, pues había partido en compañía de la Condesa y sus dos mujeres de confianza, Dorkó y Jó Ilona. La obligaron a acompañarlas. Aquella tarde, a saber por qué motivo, posiblemente que se hallaba enfermo, el tullido Ficzkó no las acompañaba. Ficzkó, con su cuerpo menudo y contrahecho, siempre estuvo ahí, o al menos desde que János podía recordar. Al parecer un tal Martín Cheytey lo había llevado a Csejthe para que hiciese de bufón, en 1594. Y lo hizo a la fuerza, porque un día se topó con él en un camino y, sin más, lo redujo, maniatándolo a su caballo. Así lo condujo desde la lejana comarca de Roznava, donde Ficzkó vivía con su familia en una aldea situada a orillas del Homád. Nadie le echó de menos, pues era una carga para todos, y con esa deformidad carecía de un futuro que fuese halagüeño. Así que incluso el malvado Ficzkó fue secuestrado y obligado a hacer tonterías para divertir a los Báthory y a los Nádasdy. Luego, el alma corrompida de la Condesa, con chantajes, golpes y amenazas, pero seguro que con alguna contraprestación, lo corrompió todavía más, haciéndolo uno de los suyos.
Pero esta vez Ficzkó, alegando que se encontraba muy enfermo, se quedó en Csejthe. Fue allí donde, mientras deambulaba por un pasillo en busca de su madre, el pequeño János oyó voces que iban subiendo de tono conforme hablaban. Una era la de Ficzkó, que resultaba inconfundible por su timbre agudo, casi afeminado. El otro era un
haiduco
que, al parecer, era de su misma comarca, y a quien conocía desde siempre. Éste apenas contestaba si no era con monosílabos o exclamaciones de incredulidad. János puso más atención, quedándose donde estaba tras unos cortinajes y unos barriles de vino que al día siguiente debían ser bajados con urgencia a las bodegas. Sin duda Ficzkó estaba enfermo. Su tos y sus estornudos eran sintomáticos, así como las gruesas prendas de abrigo con las que se protegía. Pero al margen de lo que hubiese tomado, pues allí no le faltarían recetas para curar lo que parecía un fuerte resfriado, estaba completamente borracho. A János siempre le llamó la atención el modo que tenían de comportarse las personas adultas en estado de ebriedad. Unos se volvían agresivos, otros locuaces, aun otros se sumían en un profundo estupor y silencio, como tocados de nostalgia. Pero Ficzkó reaccionaba, con la toma desmedida de los potentes licores y vinos, que circulaban por el castillo, de manera curiosa: parecía reblandecerse todo él, se ponía melancólico y hasta lloroso. Entonces se quejaba, entre eructos e hipidos, de todo y de todos. Él, más que nadie, tenía muchos elementos para quejarse. Así que con ese viejo conocido estaba sincerándose, incluso hasta un extremo peligroso si aquello llegaba a oídos de la Condesa. Pero mucha era la confianza que debía de tener con ese soldado paisano como para hablar del modo en el que estaba haciéndolo. Lo tenía agarrado del brazo, y por suerte hablaban en húngaro, de manera que János pudo entender gran parte de lo que decían.
—Ya no puedo más… no sé cómo voy a aguantar haciendo cosas así… —se oyó a Ficzkó con voz de apesadumbramiento. Su estado etílico sacaba lo que de humano aún había en él. El otro tuvo que decirle algo muy concreto, algo relacionado con una posible huida del castillo y, si era necesario, del país.
Entonces Ficzkó rompió a llorar, enjugándose las lágrimas en la manga del otro:
—¡No puedo, no puedo…!
Como su paisano insistiese en lo de la huida, diciéndole que él mismo no dudaría en hacerlo si le obligasen a realizar esas cosas, Ficzkó lo miró con cara de incomprensión.
—Desconoces de lo que hablas. Me perseguiría hasta el último confín del mundo. Sé que me haría buscar, si fuese necesario, hasta debajo de las piedras…
El otro no cejaba en sus prudentes consejos, pero al poco Ficzkó le interrumpió:
—Imagina lo fácil que es dar con un tipo como yo —dijo señalándose la cabeza, en alusión a su escasa altura y su pronunciada joroba— llegado de Hungría. Además, no conozco otras lenguas ni dispongo de medios como para ir lejos…
Su paisano no se daba por vencido. Le susurró algo que pareció asustar a Ficzkó, con toda probabilidad que robase joyas, cualquier cosa de valor, para costearse esa rápida fuga. El rostro de Ficzkó, hasta entonces colorado a causa del vino, palideció un poco. Soltó el brazo del
haiduco
y movió la cabeza.
—Coger algo de ella… estás… loco… No supones lo que es capaz de hacer cuando cree que alguien ha cogido algo suyo, aunque la mayoría de las veces ni siquiera sea verdad. —Se detuvo unos instantes y al poco continuó—: A una chica que tomó un racimo de uvas para arrancar una y comérsela la azotó hasta que murió. Yo estaba allí. Lo hizo ella misma, mientras le gritaba: «¿Tienes hambre, verdad? Pues come, ¡perra!». Así estuvo casi una hora. La chica iba desangrándose y la Señora seguía golpeando sin parar. Nada podía frenarla, pese a que le sugerimos varias veces que con aquel escarmiento ya era suficiente.
Se quedó unos momentos pensativo, y de nuevo prosiguió con su historia:
—Y a otra, una rubia guapísima y con trenzas, un día la sorprendió tocando unas monedas que había sobre la mesa. A ésa lo que le hizo fue ponerle en la mano una moneda calentada al rojo vivo. ¡Si supieras cómo olía su carne chamuscándose! Pero no contenta con ello, y decidida a que aquella chica no saliese viva de allí para contarlo, repitió lo de la moneda al rojo vivo por diversas partes de su cuerpo. Yo tenía que reanimarla cada varios minutos, o echarle agua en las heridas. Casi me desmayo de asco, créeme. Pero la Señora estaba fuera de sí. Por fin, y estando la chica ya del todo inconsciente a causa del dolor, se puso sobre ella a ancas, como si fuese un caballo, y la estranguló con sus propias manos. Pero aún antes le desgarró el cuello con las uñas, todo ello sin dejar de gritar e insultarla ni un instante. El espectáculo fue muy duro —añadió Ficzkó con aspecto abatido—, mucho, y todo por una moneda que la otra simplemente se había atrevido a tocar. Yo juraría que ni tenía intención de robarla. Quizá sólo pretendía mirarla de cerca, pues nunca habría visto una de ésas.
El
haiduco
tenía abierta la boca de asombro. Habría oído, sin duda, contar muchas vicisitudes respecto al genio de la Condesa, incluso a su crueldad, pero la confesión de aquel testigo presencial le impresionaba vivamente. En verdad parecía que Ficzkó estuviese confesándose de todas sus culpas, aun indirectamente. Le acosaba, quizá, la mala conciencia de quienes, teniendo todavía algo de sentido común, por miedo o intereses, o por ambas cosas juntas, colaboran en lo que acaba convirtiéndose en atrocidad. Por eso no se mostraba dispuesto a callar:
—Con las joyas es igual, Nadie, absolutamente nadie puede tocarlas. Ha de estar ella presente, y cuando alguna doncella debe ponerle un collar, la Señora no le quita ni un segundo la mirada de encima. Hubo una chica, hace años, que acabó muy mal por eso…
—¿Qué pasó? Cuenta… —El
haiduco
ya no podía reprimir su curiosidad, y acercó un poco más su cuerpo al de Ficzkó.
—Nada, una tontería. Estaban allí, ellas cuatro,
siempre ellas cuatro
—vocalizó Ficzkó con signos de evidente rencor en la voz y aludiendo a la Condesa, Jó Ilona, Dorkó y Darvulia—, y habían hecho subir a varias chicas, creo que tres. Las… las emborracharon. Yo estaba como siempre en un rincón, a la espera de que se requiriese algo de mí. Siempre deseando que se pidiera de mí lo menos posible. Yo también había bebido, como todos allí. El caso es que esas chicas, que habían llegado la noche anterior y nada sabían de lo que les aguardaba, se relajaron con el vino. Una rió y la risa se contagió a las otras. Incluso la Condesa hizo asomar una sonrisa en su boca. Pero era una sonrisa horrible, doy fe de ello. Cuando ella sonríe, malo. Una de las chicas, totalmente mareada por los efluvios del alcohol, empezó a hacer cabriolas, pasos de una danza campesina que decía conocer. Y, mientras, la Señora seguía mirándolo todo con apariencia complacida. De repente esa chica vio sobre la cómoda un bonito collar de perlas perteneciente a la Condesa. Sin dejar de bailar, y con gesto instintivo, lo tomó entre sus manos y se lo puso sobre el pecho. No se lo colocó siquiera, sencillamente se lo puso encima mientras bailaba ante los ojos de todos. Entonces sonó un grito de la Señora. Ordenó que atáramos a las tres con correas. Prestaron resistencia, pero estaban demasiado bebidas como para mantenerse en pie sin perder el equilibrio. Asustadas, se pusieron a llorar, pero ya era tarde. Una vez estuvieron atadas, ella personalmente cogió el atizador del fuego y, luego de tenerlo un rato en la chimenea hasta que se puso candente, lo restregó por varias partes del cuerpo desnudo de aquella chica. ¡Si la hubieras oído lamentarse…! Era difícil de soportar. Las otras parecían haberse quedado mudas, con los ojos saliéndoseles de sus órbitas. Luego mandó que la extendiésemos en el suelo, siempre atada. Se retorcía de dolor por las quemaduras. Entonces vino lo peor. Dejó el atizador y cogió otro instrumento que reposaba junto a los troncos que debían ser echados a la chimenea, en la que cabía de pie una persona. Era la más grande que nunca he llegado a ver. Cogió ese gancho de hierro que se usa para remover los troncos y las brasas. Tenía la empuñadura de madera y en su extremo estaba el gancho. Se dirigió a la chica, que se retorcía en el suelo, y empezó a propinarle fuertes golpes con esa herramienta. A veces el gancho se le incrustaba en la carne, y debía hacer grandes esfuerzos para arrancarlo, con lo que iba desgarrándola poco a poco. Siguió golpeando a la altura de los pies y fue subiendo, dejándola totalmente marcada. Después se ensañó con la cabeza, se la reventó al segundo o tercer golpe. Tras cada golpe el gancho volvía a arrancar partes de la cabeza y del cráneo. Se le desparramó allí mismo el cerebro, te lo prometo. Y ella no dejaba de golpear, acompañando con un grito seco cada nuevo golpe. La chica yacía muerta. La Señora jadeaba como un animal que es perseguido. Hasta las otras tres, incluida la vieja —dijo en referencia a Darvulia—, parecían impresionadas y sin saber qué hacer. La Señora se secó el sudor que cubría su rostro y ordenó que la echaran al fuego, ahí mismo, en la chimenea. Obedecimos, pues entonces sí requirieron mi presencia. El cuerpo de aquella chica estuvo mucho rato ardiendo. Fue muy desagradable, sobre todo el olor que despedía. Luego, con el gancho en ristre, se dirigió a las otras dos chicas, que temblaban como nunca en mi vida vi temblar a nadie. Se lo pasó frente a sus narices, primero a una y luego a otra, y les dijo, de nuevo con su sonrisa en los labios: