Ella, Drácula (23 page)

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Authors: Javier García Sánchez

Tags: #Histórico, #Terror, #Drama

BOOK: Ella, Drácula
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Y él, experto en no mirar, en mirar sin ver, la observó unos instantes. Su corazón palpitó con fuerza, pues intuía, ya entonces, que aquella inquietante mujer había llegado al castillo en sustitución de la otra. La que recogió un pie blanco ribeteado de hilillos rojos y lo introdujo dentro del saco que transportaban. De pronto Májorova se detuvo y le preguntó su nombre. El tono era imperativo, pero no amenazador. Seguramente era el primer niño que veía en Csejthe, y eso debió de extrañarla:


János nak lívnak
… —repuso él, cabizbajo, mientras con la uña rascaba una de sus piezas de madera. «Me llamo János». Nada más podía decir, nada más debía decir. A partir de ahí una nebulosa se hizo fuerte en su conciencia. Cree, aunque ése es un recuerdo muy confuso, que la mujer le preguntó cuántos años tenía, ante lo que él se encogió de hombros. Entonces Májorova, mientras se iba, dijo algo en dialecto
tôt
, con el que solía dirigirse a las chicas, al igual que Darvulia o Jó Ilona, dialecto que la Condesa entendía a la perfección, aunque sólo lo hablaba de tanto en tanto y midiendo mucho sus palabras. Era como si la excitara oírlo, sobre todo mientras se prolongaban las torturas. Dorkó también lo hablaba, aunque poco, y muchas de las jóvenes que habían sido secuestradas entendían o se expresaban en tal dialecto. Aquella tarde János se quedó quieto como una piedra sin moverse de donde estaba, un rincón del pasillo, entre varios toneles, permaneció hasta que los pasos se alejaron definitivamente. Fue entonces cuando le sacudió un ligero temblor, al ser consciente del peligro en que había incurrido por estar jugando ahí. Pero resultaba desesperante pasarse todas las horas del día en los dormitorios de los lavaderos, con aquella humedad y frío, siempre en penumbra.

La bruja de Miawa, pues, hizo su aparición en Csejthe como la segunda señora de aquellos dominios. Así lo había ordenado Erzsébet, dejando el asunto sin que quedase el menor género de duda. Cuanto Májorova pidiese o necesitara, debía concedérsele de inmediato, cosa que nadie osaría poner en entredicho ni por un segundo. Además, allí todos juzgaban verdaderos sus poderes.

Como Darvulia, adquirió desde muy joven los secretos de las plantas. Creía en el acónito y el beleño, creía en la mandrágora, la belladona y el extracto de amapola, pero es posible que, luego de hablar un rato con Erzsébet y saber lo que ésta llevaba en mente, ya no tanto la inmortalidad sino algo más prosaico como demorar en lo posible su envejecimiento, evaluase a lo que debía enfrentarse. Quizá ella hubiera domesticado a lobos y osos salvajes, posiblemente dándoles de beber de esas pócimas hechas con hierbas del bosque, apresándolos luego, alimentándolos después y apaleándolos simultáneamente. Así hasta que reducía a nada su fiero instinto y se volvían dóciles perrillos. Quizá. Pero ahora, y por una inesperada jugada del destino, se enfrentaba a la madre de todos ellos, la loba con forma de mujer cuya sed de sangre parecía no tener fin. Y ahí, como también debió de pensar Darvulia al llegar a Csejthe, había un problema de supervivencia. Era necesario ofrecer a Erzsébet lo que ésta demandara. A costa de lo que fuese, había que engañarla. Mediante jarabes o ardides, tanto daba. Mediante conjuros o rituales satánicos que le hiciesen creer que estaba trabajando en su favor. Porque tuvo que comprenderlo nada más conocerla. Esa loba humana se había atrevido a aquello a lo que no se atreven los animales salvajes: atacar gratuita e implacablemente a sus congéneres.

La bruja de Miawa, por tanto, adecuó su táctica a las circunstancias en las que de súbito se vio inmersa, o más bien atrapada. Se enfrentaba a alguien que había roto por completo con el mundo exterior. Era peligroso en extremo pues, exponerla a tales peligros, que en cualquier momento podían desencadenar el desastre. Ella misma la había visto reaccionar ante determinadas noticias que algún visitante al castillo, aunque fuera de paso, le hacía saber de cuanto acontecía en el mundo y que a cualquier otra dama habrían intrigado hasta el punto de hacerle preguntar más detalles sobre temas que interesaban a las gentes nobles.

Ni los acontecimientos más espectaculares que seguían acaeciendo en el continente lograban captar nunca el interés de Erzsébet. Así, tenía diecisiete años cuando se enteró de una noticia que, extendiéndose como la pólvora, vino a conmocionar a todas las cortes de Europa: la ejecución de María Estuardo en Inglaterra. Esta reina, fervorosa católica, era nieta de Margarita Tudor, la hermana mayor de Enrique VIII, y por tal razón la más sólida heredera al trono inglés. Incluso, mientras fue esposa de Francisco II de Francia, se hizo denominar reina de Escocia e Inglaterra. Viuda a los dieciocho años, y de regreso a Escocia, casó con lord Darnley, quien moriría asesinado en su residencia. De esa muerte fue acusado lord Bothwell, aunque nunca pudo probarse tal hecho. La nobleza presbiteriana se indignó contra la reina, a la que hizo encerrar en un castillo obligándola a abdicar en su hijo Jacobo, pero por ser éste de corta edad quedó como regente el Conde de Murray. Al poco María consiguió huir, y buscó refugio en Inglaterra. Pero allí Isabel Tudor, a la sazón reina de ese país, se negó a recibir a María, manteniéndola casi veinte años presa, siempre temiendo que se acogiese a las cortes de España o Francia para desatar la guerra. El Papa de Roma declaró bastarda a Isabel, y las sublevaciones se sucedieron por todas partes. Ni su hijo Jacobo VI de Escocia ni Enrique III de Francia parecían partidarios de acudir en auxilio de María. Sólo Felipe II de España se enfrentó a los ingleses con su terrible armada, pero ésta sufrió un gran descalabro, lo que envalentonó a los partidarios de Isabel, quien nunca dudó en servirse de las argucias de famosos piratas que actuaron a las órdenes de Drake, Howard o Raleigh. Así, siendo considerada Isabel Tudor el gran baluarte de la Reforma protestante y Felipe II el paladín del catolicismo, el caso de María Estuardo se convirtió en una cuestión de política y religión, mezcla que acostumbra a ser letal para que se imponga la cordura. No fue dificil inventar un complot cuyo fin era asesinar a Isabel, y tras el que estaba, supuestamente, lord Babington, afín a la Estuardo. Era la ocasión para condenarla a muerte y ejecutarla, sentencia que Isabel firmó sin que vacilase su pulso en ningún momento. María, a la que también se acusaba de intentar la sublevación de los nobles católicos escoceses y de la deserción de su ejército en Carberry Hill años atrás, fue decapitada en Fotheringhay. El relato de tan lamentable acontecimiento, que habría de influir tanto no sólo en Inglaterra sino también en Europa, emocionó a todas las cortes sin excepción. Se hizo de ella casi una santa, y llegaron a contar que en el momento en que ponía su cuello bajo el hacha del verdugo, una vez su cabeza había sido cortada, todos los presentes se espantaron al ver salir de entre sus enaguas al pequeño perro caniche que la acompañaba habitualmente, y que al parecer había seguido a su dueña hasta el patíbulo sin que nadie se apercibiese de ello. Ver a aquel diminuto can empapado de sangre y profiriendo lastimosos gemidos fue algo que contribuyó a mitificar cuanto rodeó a aquella desgraciada reina. Es muy posible que Erzsébet oyese los detalles referentes a la decapitación de María Estuardo y el episodio de su perrito. De ser así, posiblemente, y al contrario de lo que sin duda ocurriría con otros nobles, se sintiera cautivada por tan macabra anécdota. Ella estaba mucho más allá de lo que aconteciera en la lejana Inglaterra, más allá de los problemas resultantes de la Reforma y de quienes la combatían, más allá de reinas espurias y reinas intrigantes, más allá de perrillos y sangre. Ella vivía cegada por sus propias experiencias, y todo lo venido del exterior se le antojaba insustancial.

Poco o nada pareció importarle a Erzsébet que el Papa de Roma, Urbano VII, hubiese fallecido recientemente, o las interminables disputas entre la casta eclesiástica para hallar un sustituto en la curia vaticana.

Poco o nada le importó que hubiesen quemado en la hoguera a varios sabios, entre ellos uno llamado Giordano Bruno, por cuestionar, siquiera ligeramente, ciertos presupuestos inherentes a la fe en relación al movimiento de los astros. Poco o nada le interesó el nacimiento del que sería futuro monarca de Francia, Luis XIII, hecho que dio que hablar en todas las cortes de Europa, como tampoco le habían importado las desavenencias que en dicho país sembraron la discordia y la muerte, al enfrentarse las casas de los Anjou, los Guisa y los Valois. Ni le importó en su día la ejecución de María Estuardo, ordenada por Isabel Tudor de Inglaterra, ni siquiera el asesinato del rey Enrique de Francia a manos de un tal Ravaillac. Ni el fin que tuvo ese regicida, desmembrado por varios caballos que acabarían troceando su cuerpo.

Poco o nada le impresionaría que Matías II hubiese accedido al trono de Hungría, algo que tanto debía de afectarla ya que, a diferencia de su inmediato antecesor, Rodolfo de Habsburgo, este nuevo rey parecía firmemente dispuesto a perseguir a brujas y nigromantes, así como a abolir de una vez por todas las prácticas contrarias a la religión cristiana. Ya no creía en nadie. ¿O acaso el propio Lutero no había llegado a pactos y secretas connivencias con algunos
pachás
turcos con tal de combatir a sus propios hermanos de fe? Vivía entre una saga de cainitas, de ahí su total desapego por todo.

Poco o nada parecía importarle a Erzsébet que falleciese Stefan Illesházy, quien ocupaba el cargo de Gran Palatino, y que su sucesor fuera un pariente de la propia Condesa, György Thurzó, asimismo hombre piadoso y enemigo mortal de la magia negra y sus creyentes. O, si le importó, ya era demasiado tarde.

A ella nada podían afectarle ni esos personajes ni esos acontecimientos. Ella estaba muy por encima de cuanto acaeciese, en su ola de locura y placeres de cariz maligno. A ella seguía preocupándole únicamente lo que a diario veía en el espejo. Una nueva y apenas insinuada arruga, un pliegue de la piel que antes no estaba. Esa carne de brazos, cuello o muslos que se volvía fláccida por momentos. A ella seguía obsesionándole, sobre todo, la sangre, fuente de toda vida y esperanza.

La bruja de Miawa constató que el poder que sobre Erzsébet ejercían los brebajes y pócimas era cada vez más leve. Estaba tan llena de ellos que, con toda certeza, su organismo se había empezado a inmunizar. Májorova, astutamente, sondeó a la Condesa acerca de sus estados de ánimo y sus visiones. También respecto a lo que más le placía y hasta qué extremo se hallaba dispuesta a llegar.

Pero para aquel entonces Erzsébet Báthory hacía ya bastante tiempo que rebasó el límite, incluso su propio límite. Se trataba de, al menos, hacerla creer que no retrocedería en sus progresos en lo alcanzado hasta la fecha. No cesaron ni los ungüentos hechos con vísceras y órganos de animales, ni las pócimas elaboradas a partir de raras plantas, pero se cuenta que la bruja de Miawa decidió retomar un camino que ya Darvulia emprendiese con su pupila, aunque siempre temerosa de cruzar la frontera de la razón. Así, paulatinamente fue consiguiendo que Erzsébet tomase más cantidad de esos pequeños pasteles hechos de extracto resinoso de la planta llamada cáñamo, y cuya ingestión oral ella conoció de algunos magos turcos. Aquello era lo que, según le contó la propia Erzsébet, había logrado ponerla en trances que duraban horas. Era entonces cuando se desataba toda su lascivia, que siempre iba confundida con la cólera. Era entonces, sólo entonces, cuando alcanzaba las más altas cotas y su ser entero se desplegaba como las alas de una águila. Podía ver las cosas desde su interior o salirse del cuerpo, era posible captar los infinitos matices del miedo y del dolor, aunque también del propio placer, hasta apurar la copa de ese sacrílego cáliz.

Ezra Májorova se las ingenió para que Erzsébet, que estaba dispuesta a todo con tal de que no descendiese su vuelo, siempre a la caza de presas, siguiera tomando aquellos pastelillos que olían a musgo y tenían sabor a hierba mojada, pero con un penetrante e inconfundible aroma silvestre que los hacían diferentes a todo.

Y los trances continuaban. Es posible que, en cantidades mucho menores, también Dorkó, Jó Ilona, Ficzkó y la propia Májorova tomasen aquello, pues estar en trance parecía necesario para hacer lo que hacían. Lo que seguro que tomaban era
schnapps
, un poderoso y dulzón aguardiente que los, desinhibía del todo. Lo importante, sin embargo, no residía en las visiones. Estas no eran sino un estado más. El fin, el abrumador corolario de aquella búsqueda incesante y de aquellas sesiones de tortura y muerte, era la sangre.

Pronto Májorova le descubrió otra joya que no estaba relacionada con las gramíneas y las solanáceas: cierto brote que a modo de cizaña sale de las espigas del cornezuelo, y cuyas semillas, trituradas y hervidas, provocaban fuertes alucinaciones. Ya los asirios mencionaban en sus textos lo peligroso de una pústula nociva que nace en la espiga del cornezuelo. También perfeccionó la ingestión de la resina del cáñamo, calentándola, y de la que tres mil años antes de Cristo un libro chino, el
Sheng Nung
, decía: «Tomada en exceso tiende a mostrar monstruos, y si se usa durante mucho tiempo puede comunicar con los espíritus y aligerar el cuerpo». En efecto, para Erzsébet el tiempo se detenía durante horas o se concentraba portentosamente en una fracción de segundo. Májorova no olvidó hacerla frecuentar los diversos tipos de hongos, tanto los que le propiciase Darvulia a veces como otros que nacían en las defecaciones del ganado vacuno, o entre el estiércol. También probó con la amanita muscaria, de la que llegó a decirse, según versiones paganas, que el propio Jesucristo era jefe de una secta que consumía dicha seta. Erzsébet era anfibia y a todo se acomodaba, todo quería probarlo.

Comprendió la bruja de Miawa que Erzsébet, muy por encima de los productos nacidos de la tierra, estaba completamente obsesionada por el hecho en sí de la sangre, por su milagrosa existencia, incluso sin contar los poderes que ésta podía transmitirle. Hasta que no había sangre de por medio la Condesa no se apaciguaba, además de que su cuerpo parecía una esponja capaz de admitir de todo. Pero en cuanto aquélla aparecía, su semblante se transformaba en el acto. Entonces, siempre dominando a duras penas sus movimientos y diríase que perfectamente consciente de sus deseos, entraba en otro trance. El trance del trance. Entonces, sólo entonces, dejaba libre la bestia que llevaba dentro. Y si primero se conformaba con ver cómo iba manando esa sangre inocente, ordenando incesantemente a fin de que manase más sangre de las heridas, no tardaba mucho en arremangarse o quedar desnuda y entrar ella misma en el sacrificio.

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