Allí, en el interior del caserón de la Blütgasse, Erzsébet se deleitaba en las más crueles y refinadas torturas. Sentada en mullidos almohadones de plumas contemplaba el ritual, dando órdenes escuetas y sin la menor vacilación. «Pincha allá». «Déjala un momento». «Corta ahí». «Quema allá». Poco a poco iba entrando en la dinámica de los suplicios, que para ella poseían una geometría y una filosofía particular. A veces, nerviosa y hasta desesperada de ver la ineficacia con que operaban Ficzkó, Jó Ilona, Dorkó y Darvulia, ella misma se despojaba de su lujoso vestido, o incluso simplemente se arremangaba y empezaba a torturar como consideraba oportuno.
Hasta entonces, en los castillos perdidos entre valles y abruptas montañas, se había limitado a planchar las plantas de los pies a alguna sirvienta, produciendo horrorosas quemaduras, a azotarlas o a untarles el cuerpo con miel y dejarlas después en pleno bosque, atadas a un árbol. Allí aguardaba a que los animales terminaran la tarea. Su gozo era asistir al sufrimiento de aquellas chicas, por lo cual iba a ver cada varias horas cómo seguían.
Atrás quedaron los bastonazos, los golpes con el látigo, los puntuales alfilerazos, las graduales puñaladas que daba, ella misma o sus acompañantes, en zonas del cuerpo que no supusieran una muerte rápida. Atrás quedó el tiempo en que se conformaba con abofetear o arañar a las chicas. Eso se extravió entre los muros de ignotos castillos, donde tantas y tantas veces había perdido los estribos. Y si alguna de las muchachas se mostraba especialmente rebelde, se la conducía, si era invierno, al yermo helado, sin ropaje que la cubriese. Entonces las hacía atar y, uno tras otro, iban cayéndoles encima cubos de agua que prácticamente cristalizaba antes de rozar la piel de las infelices víctimas. Su perfidia era tal que, si estaba de mejor humor, mandaba que las reanimasen, les procuraba algo de abrigo y calor a la vera de una improvisada hoguera, incluso les daba alimento. En cuanto se habían recuperado, de nuevo se reiniciaba el suplicio. Le encantaba hacer esculturas vivientes, en ese caso agonizantes. Sentía verdadera pasión por ver los espasmos de aquellos muñecos de nieve de forma humana, con largos cabellos que se petrificaban minuto a minuto, con cada cubo de agua. Nunca abandonó esa tendencia a hacer estalactitas que gemían y suplicaban hasta el último soplo de vida que les restase. Y, como sucedió con la chica secuestrada camino de Sárvár, a menudo seguía golpeando aunque ya hubiesen expirado.
Atrás quedaban las sesiones con la vara de tejo y con otra de fresno que ordenó hacer a tal efecto. Castigándolas con saña procuraba dejar marcas a lo largo y ancho de sus cuerpos. Diríase que intentaba dibujar o escribir algo en aquellas pieles llenas de magulladuras y hematomas. Entonces hacía verter vinagre o sal sobre las heridas.
Todo aquello resultaba fatigoso para ella misma, pues debía exponerse muchas horas al frío y las ventiscas. Por más que se abrigaba con pieles de martas cibelinas y armiños, por más que sobre éstas se pusiera su capa de piel de oso, el frío era a veces tan intenso que hasta a ella le parecía incómodo aquel modo de obtener diversión. Empezaba a aburrirse.
Erzsébet quería intervenir, hacerlo de otra manera. Causarles dolor con sus propias manos, y eso implicaba salir a la intemperie exponiéndose a las inclemencias del tiempo.
En el palacio de la Blütgasse, sin embargo, se sentía más a gusto. Ahí era posible mirar o intervenir, según le pluguiese. Al principio a las chicas les amordazaban la boca para impedir que sus chillidos pudieran oírse. Pero de nuevo su instinto de dragón y su hambre de loba la traicionaron. Y por partida doble.
Cada vez eran más las muchachas a las que se torturaba simultáneamente. Primero lo hicieron de una en una. Luego ella exigió que entre las chicas hubiera juegos sexuales o que se desgarrasen unas a otras, aun con las manos libres pero ya desnudas. Luego, que lo hiciesen atadas, con los dientes.
«Salvaré a quien mate a la otra», sugería, lo que nunca fue verdad, pues no quería testigos. Pero aquellas desgraciadas, que ya habían sido torturadas previamente, sabían que no tenían otra oportunidad. Así que se despedazaban mientras Erzsébet a duras penas lograba contener sus carcajadas. Con la superviviente, si la había, empezaban otros suplicios. Lo cierto es que alguna de ellas, en su lucha, se quitó la mordaza de la boca, aunque fuese por pocos instantes. Entonces gritaban. Y eso se oía fuera.
Del mismo modo en que por su perfidia consintió que aquellos lamentos pudieran ser oídos desde el exterior, ya que empezaban a tener demasiadas chicas cautivas en las diversas estancias de la casa y alguna debió de pedir auxilio desde las ventanas, también su sed de mal la llevó a contravenir las indicaciones de sus acompañantes: ella disfrutaba oyendo los gemidos de sus víctimas. Amordazadas, pues, no le servían. Un fraile agustino llamó cierta mañana a las puertas de la siniestra mansión de la Blütgasse. Habían oído gritos toda la noche, se quejó.
Una vez más se le dijo que habían matado a unos cerdos. Era una burda mentira. Burda porque hasta los más necios son capaces de distinguir, por poco que se lo propongan, los ruidos que emite un cerdo al ser sacrificado y los aullidos de espanto y de dolor que salen de la garganta de chicas que están padeciendo suplicio. Mentira porque hasta a los cerdos y otros animales de granja se les provoca una muerte más rápida e indolora. Doble mentira dentro de la mentira, ya que no sólo infringía las leyes de la moral, sino que atentaba contra toda noción de piedad y de sentido común.
Aquel fraile agustino, probablemente, comentó sus sospechas a algún compañero. Pero también seguro que pasó cierto tiempo hasta que esas quejas y recelos llegaron a oídos de sus superiores. Y también seguro que alguno de éstos, aprovechando la cobertura de cualquier ceremonia, por ejemplo, se lo comentase a un alguacil conocido. Y aun éste habría de dar parte a las más altas instancias. Con lo que iban pasando los días, las semanas, los meses, los años. Si alguien de la autoridad judicial se presentó allí, cosa incierta, la Condesa, como es natural, ya no estaba. Y si por casualidad ese alguacil hubiese insistido en inspeccionar de punta a punta el palacete de la Blütgasse, no habría encontrado más que a un par de viejas sirvientas que nada sabían, pues acababan de ser destinadas allí desde cualquier otro alejado lugar sito entre montañas y frondosos valles. La limpieza de la casa, para borrar huellas de sangre, habría sido realizada con esmero por Kata Benieczy y un par de lavanderas de su extrema confianza, entre las que, por lo que János llegó a saber, nunca estuvo Vargha Balintné, su madre. Para afirmar eso se basaba en una frase que con frecuencia la oyó decir durante la convalecencia que finalmente la llevaría a la tumba: «¡Cuánto me habría gustado conocer Viena!». Era obvio que si hubiese estado allí en aquel tiempo, jamás esas palabras hubieran salido de su boca.
Cuando Erzsébet se iba con su séquito de desalmados acompañantes y su arsenal de instrumentos de tortura, allí no quedaba nada que no fuesen esos rastros en las piedras de la Blütgasse, que extendiéndose como un arroyo bermellón corría hacia la Dorothergasse en dirección al solar que estaba frente al convento de los agustinos, como si quisiera pedir ayuda. Pero ya era tarde.
Sólo quedaban rumores.
El paso de los meses, o incluso de los años, haría caer todo en el olvido.
Hasta que de nuevo, y por sorpresa, Erzsébet regresaba siempre en plena noche a la Casa Harmish para iniciar el ritual.
Ella, pese a que le habían prevenido al respecto, no pensó siquiera un instante en los delatores surcos de ese arroyo que se veía en la calle. Estaba demasiado enceguecida con el ritmo que le había puesto a los acontecimientos como para prestarles atención. Ella, en las largas horas de silencio que inundaban su carroza, camino de Viena o de regreso de la ciudad, y cuando no se dedicaba a torturar a alguna de las chicas, seguía recitando de carrerilla, casi adormecida de tanto hacerlo, el
Conjuro de las nueve hierbas
. Aunque lo hacía sin mover apenas los labios. Le gustaba, sobre todo, su ritual:
Si viene un veneno del Este
o del Norte o del Oeste entre nosotros,
sólo yo conozco un arroyo que fluye,
y las nueve víboras que lo saben también.
Crezcan las hierbas de sus raíces.
Entonces los mares se dividen y cede el agua salada
cuando soplo este veneno fuera de ti.
Despertaba sospechas, sí, pero éstas terminaban por diluirse en el éter y la memoria de las gentes con el transcurso del tiempo. Ella se movía constantemente, y esa baza jugaba en su favor. Por el momento.
En realidad muchos sospechaban, en efecto, pero era tal la magnitud de lo que Erzsébet hacía que nadie de entre ellos pudo imaginar de qué se trataba. Se sabía de nobles damas que gustaban de hacerse traer mujeres jóvenes de prostíbulos, lupanares y mancebías de los arrabales, pero todo quedaba ahí: era el vicio que se consentía a las clases altas, sus privilegios de casta.
György Thurzó, el Palatino, se había preguntado con frecuencia por la causa que podría haber para que Erzsébet no viviera junto a su hijo, el pequeño Pál, y eso mismo hizo recelar a Megyery, su tutor, a quien apodaban el Rojo por el color de su cabello. ¿Por qué no vivía con ella su hija Katherine, aún muy joven, por qué nunca sugirió que su hija Anna y su marido, el noble Miklós Zrinyi, hiciesen lo propio? Éste, que temía enormemente a su suegra, aunque sin conocer todavía la razón de tal aversión, ya le había comunicado a Megyery el hallazgo de aquel cuerpo enterrado en las afueras del castillo de Pistyán, camino de Sárvár. Y éste, a su vez, se lo dijo al Palatino. Poca cosa más haría por aquel entonces el Palatino que decírselo a su ayudante György Zavodsky, quien se mostraría igual de perplejo que su superior.
Todos intuían, pero nadie hacía nada. ¿Quién podía atreverse a dar el primer paso, y en base a qué? Su hija Orsolya, llamada así en recuerdo y honor de su difunta suegra, vivía muy lejos de Erzsébet. Y poco o nada le interesaba de cuanto ocurriese en el castillo. En cuanto a Katherine, nunca se llevó bien con su madre. Ésta consiguió casarla con un noble francés llamado Georges Drughet, Señor de Homonna. No molestaban. Con Anna sucedía otro tanto. La invitaba cada mucho tiempo, pues Miklós Zrinyi siempre fue reacio a ir a Csejthe, y sólo acudía allí cuando alguna celebración especial lo requería. Aun así, avisaban con varias semanas de antelación. Daba tiempo a borrar huellas. A adecentar los escenarios de los crímenes.
Erzsébet, mientras vivió su marido, hacía esfuerzos por disimularlo. Así, queda constancia de una misiva que le envió, y que concluía del siguiente modo: «Yo estoy bien, pero me duelen la cabeza y los ojos. Dios te guarde. Te escribo desde Sárvár, en el mes de Santiago de 1596.» Invocaba a Dios, se atrevía a hacerlo cuando en realidad de Sárvár iba a ir a Viena, o regresaba de allí, tras hartarse de manchar su Sagrado Nombre. Le dolían la cabeza y los ojos. Eso probablemente fuese cierto. Pero era de cuanto había visto y hecho.
El propio clérigo del pueblo de Csejthe, el anciano András Berthoni, septuagenario y enfermo como ahora János, llevaba bastantes años sospechando. Pero era él, precisamente, quien más atemorizado debía de hallarse por lo que estaba pasando, y de lo que su escasa feligresía sin duda iba poniéndole al corriente conforme las desapariciones se sucedían y los rumores cobraban forma.
Al principio era la propia Erzsébet, ella misma en persona, quien irrumpía en plena noche interrumpiendo su sueño para ordenarle que enterrase a varias muchachas. Y así, vez tras vez, Berthoni lo anotaba en su Diario: «Ayer por la noche hube de dar cristiana sepultura a varias chicas, fallecidas en el castillo de la Señora». Y: «Anoche tuve que salir precipitadamente para bendecir parcelas de campo donde algunas mujeres serían enterradas». O: «Hoy he vuelto a enterrar a nueve muchachas del castillo, cuyo óbito, según parece, se ha debido a una enfermedad misteriosa». Todo eso, y seguro que con otras notas más directas y aclaradoras del tamaño de sus sospechas, lo leyó el que sería su sucesor, el pastor János Ponikenus, quien supo que la cripta de Csejthe no admitía nuevos cadáveres, mientras que los campos adyacentes iban llenándose de cuerpos sin vida de habitantes del castillo, que, paradoja donde las hubiese, siempre pertenecían a chicas del servicio. Nunca un hombre. Nunca una mujer mayor. Nunca un niño de la decena que, como János Pirgist, vivían allí y con los que, por ser de edades distintas a la suya, él no soliese jugar con ellos. Los había más pequeños y algo mayores. Ponikenus, que llegó a Csejthe hacia 1608, cuando ya la dinámica de los crímenes había adquirido su mayor intensidad, no tuvo tantas oportunidades como su anciano antecesor para descubrir algo que implicase a la Condesa, pues entonces se deshacían de los cuerpos quemándolos en cualquiera de las enormes chimeneas que había en el castillo, o los enterraban de madrugada en los campos. Y si al pastor Berthoni la Señora le daba entre ocho y diez florines de oro anuales, así como más de cincuenta quintales de trigo y diez toneles de vino, a Ponikenus aún le otorgó mas compensaciones. Ella debió de creer que era una forma de tener su boca cerrada, pero se equivocaba, porque Ponikenus ya había leído lo que Berthoni escribió para él en unas notas que, por desgracia, se perdieron para siempre. Estaba al acecho, y Erzsébet lo sabía. Por eso en todo momento procuraba eludir su presencia. A diferencia de Berthoni, al pastor Ponikenus ya nunca le mandaba subir al castillo para oficiar algún responso, ni siquiera en las fechas más señaladas del calendario cristiano. Tampoco ella bajaba, como antaño hiciera, a la pequeña iglesia del pueblo, también en esas fechas significativas. Vivía recluida entre los muros del castillo, y esas reclusiones sólo se rompían con alguna salida inesperada, hecha en la furtividad de la noche.
Así fue cómo, después de una de aquellas estancias en Viena, y seguro que encolerizada por algo que había salido contrario a sus deseos, llegó de improviso a su castillo de Ecsed. Allí se hizo acompañar de sus fieles y de una muchacha de la que, según parece, se encaprichó nada más verla. Robusta, rubia y muy trabajadora. Se llamaba Petra Kolinskáya. Era de corta estatura pero muy bella, y se la había hecho traer en un viaje de casi un mes desde las tierras de más allá del Eger. Primero pensó en ponerla en la lista de espera de las que aguardaban su turno en Csejthe, pero pronto se impacientó. De modo que, en compañía de esa única chica, pero siempre contando con la colaboración de su guardia pretoriana de honor, se dirigió a Ecsed. Una vez allí, perdió definitivamente la paciencia con ella. Ya la noche en que llegaron a Ecsed la hizo subir a su aposento. Mandó que la ataran con correajes, tendida en el suelo. Luego la emprendió a mordiscos y arañazos por todo su cuerpo, mientras ella misma, desnuda, se frotaba lúbricamente contra el de la chica. Mucho debió de gritar la desgraciada, pero ahí no era como en Viena. Ya podía implorar, que nadie la oiría. En un momento dado, Erzsébet se abalanzó de nuevo sobre ella, y, con sus propias manos, empezó a tirar de la boca de la muchacha hacia ambos lados. La otra chillaba cada vez más. Furiosa, Erzsébet le desgarró por completo la comisura de los labios y posteriormente, cuando la tuvo desvanecida de dolor, besó repetidamente aquella boca desfigurada. Extrajo sus ojos con las uñas y recitó frases incomprensibles incluso para sus propios ayudantes, que asistían sorprendidos a la escena, pues aquello era novedoso: la Señora atacando como una loba, precisamente como una loba, a su víctima, hasta descuartizarla con sus propias manos. Ellos debían de temerla más que nadie.