El recuerdo de Kata, a la que János Pirgist llegó a querer como si fuese su segunda madre, le ha llenado de lágrimas los ojos. Se los seca con un pañuelo de batista que lleva en el bolsillo de su chaleco. Es entonces cuando se ve obligado a sorberse la nariz, pues oye un ruido en la puerta. Llaman con suaves golpes.
—Adelante… —dice haciendo carraspear su voz.
Es el padre András, que llega a recoger la bandeja con restos de comida.
Le pregunta cómo lleva su trabajo.
—A menudo pienso que aún no he empezado… —murmura él con abatimiento, y apoya su cabeza en una mano.
El joven sacerdote, de pie en mitad de la habitación, deja divagar la mirada sobre los objetos que allí se apelmazan. Pone gesto de preocupación.
—Aquí el aire está enrarecido, padre… Permita que abra un poco esa ventana…
No tiene fuerzas para negarse. Que entre algo de la fresca brisa, a ver si así le vuelven las ideas. Cierra los ojos en señal clara no sólo de agotamiento, sino de que haga lo que quiera. El cura abre un momento los postigos de madera y luego la ventana. Fuera llovizna con mansedumbre, pero pronto se nota el aire en la estancia. Ese joven clérigo ha visto el montón de cuartillas que Pirgist va dejando, perfectamente colocadas, en un extremo de su mesa de escritorio, y exclama:
—¡Pues no lo parecerá, pero esos papeles van creciendo de manera rápida!
El le mira con atención, intentando leerle el pensamiento. No lo consigue. Al final musita:
—Sólo temo que mi esfuerzo resulte baldío.
El joven cura frunce el ceño y pregunta algo que Pirgist nunca hubiese esperado, y para lo que no tiene respuesta sincera:
—¿Piensa darlo a la publicación algún día?
—No es ése mi propósito —ha dicho él en tono de sentencia.
—Entonces, ¿por qué sumergirse en tan fatigosa tarea?
Pirgist desvía su vista hacia la ventana, por la que asoma un fragmento de cielo. ¿Por qué? Eso es lo que lleva décadas preguntándose, ¿por qué? Y no ha obtenido respuestas, o no convincentes…
—Lo desconozco —empieza a decir de modo cansino—. Ya le comenté que es mi testimonio de una época que desafortunadamente me tocó vivir.
El joven cura sabe, por habérselo oído contar a Pirgist en alguna ocasión, de la existencia de la Condesa Báthory y del castillo de Csejthe. También, así se lo comentó un día, había oído ciertas historias tremendas relacionadas con aquella dama. Entonces le pregunta:
—Padre, ¿era tan cruel como se dice?
Y él, abatido interiormente, no puede sino responderle:
—No hay palabras, hijo, se lo aseguro yo. No hay palabras…
Hasta ahora ha estado intentando ponerle palabras a aquello que no tiene ni palabras ni explicación posible. Pero ¿cómo explicárselo a ese sacerdote veinteañero que apenas nada ha visto de la vida y que cree en la bondad esencial del ser humano? ¿Cómo?
La voz de éste ha vuelto a sacarle de sus recuerdos:
—Si lleva ya tanto escrito, ¿por qué su descontento?
Tampoco está preparado para responder a esa pregunta, aunque sabe que ha de hacerlo, siquiera por elemental cortesía. Toma aliento y dice lo primero que le viene a la cabeza:
—Porque me invade una gran desesperación al pensar que esto —y señala el montón de cuartillas ya redactadas, sobre todas y cada una de las cuales va pasando el cartón secante una vez han sido llenadas— de nada servirá a la gente que entonces sufrió.
—¿Y a los que vendrán, padre, a las generaciones futuras?
—Dudo que a éstas les sirva. Quizá sólo les asuste, o no crean… —se lamenta Pirgist moviendo la cabeza en señal de fatiga y resignación.
—Eso no es usted el más apropiado para afirmarlo, como no lo son, aunque parezca una contradicción, quienes escriben algo para que mañana lo lean otros ojos…
—Sé lo que digo, hijo, y también lo que he escrito…
El joven sacerdote no parece conformarse con esa explicación. Insiste:
—No obstante, y según compruebo, es mucho lo que parece haber avanzado en su labor. Eso debiera animarle… —Dice con la mejor voluntad, pero desconoce de lo que habla.
—No es suficiente —arguye Pirgist, nervioso por el rumbo que está tomando la conversación.
—¿Por qué, padre? —Esas palabras, por qué, suenan en su cerebro con una penetrante vibración. Se coge la frente con ambas manos y responde:
—No estoy contando todo lo que sé. —Y hunde la cabeza al decirlo.
—¿Carece de valor, padre, eso es?
Medita unos instantes y al cabo del rato Pirgist, que se había sumido en el más absoluto silencio, abre lentamente la boca para responder. Si en ese momento su joven ayudante hubiera preguntado cualquier otra cosa, si le hubiese dicho algo dando por concluido su diálogo, nunca habría salido de él lo que aflora al exterior como una flor que abre sus pétalos en la quietud del estanque. Pero el joven sacerdote sigue callado. Por eso Pirgist, arrastrando casi las palabras, dice:
—Tengo secretos.
Es cierto. Tiene secretos. No uno, sino varios. Y hasta ahora jamás se atrevió a mencionarlos a nadie. Hasta hoy ni tan siquiera se atrevió a reconocerlos como tales, ni a enfrentarse a ellos en toda su crudeza.
—Cuéntelos, padre, cuéntelos. Su espíritu no hallará paz hasta que lo haga —oye al sacerdote con voz sentida.
—Lo intentaré —responde él indicándole que le deje solo con un ademán de su mano—. Lo intentaré…
Instantes después la puerta se cierra a su espalda, sigilosa. Entonces oye su propia voz en un murmullo:
—Pero no sé si voy a ser capaz.
Tose y moja su pluma en el tintero. Le dice al papel:
—¡Dame fuerzas, Señor!
Secretos.
Esa palabra ha cruzado por su conciencia, a través de la vista, como uno de esos fosfenos que al cerrar los ojos exponiéndolos a una fuerte luz, surcan el campo visual igual que filamentos trazando siempre idéntico recorrido, de derecha a izquierda, o de izquierda a derecha, de abajo arriba o de arriba abajo, en un monótono camino de ida y vuelta que, aun en la más absoluta soledad, hacen que nos sintamos acompañados. Son los pensamientos, los recuerdos que nos son más caros y entrañables. Pero a veces, como en su caso, también pueden significar recuerdos amordazados, prisioneros de la retina y del nervio óptico. Por momentos nota que se amodorra, e incluso que se le empaña la visión, apareciendo ante él borrosas las cuartillas aún por llenar.
Tiene que hacerlo. Cueste lo que le cueste tiene que hacerlo, se dice a sí mismo Pirgist una vez se queda a solas, y agita su cabeza como para darse ánimos.
Se lo debe ya no a sí mismo, como otrora pudo pensar, ni mucho menos a supuestas generaciones futuras que con toda probabilidad ignorarán su relato, si es que algún día decidiese entregar estas cuartillas a los impresores. Para eso debe ponerles un fin, y sabe que sería moralmente ilícito hacerlo ahora, habiéndose guardado aún parte de esos secretos que le acompañaron siempre y que con nadie quiso compartir.
Se lo debe a ellas, a las víctimas, que estarán a buen seguro en el Cielo de los Bienaventurados, pues mucho fue lo que sufrieron en este su triste paso por la terrena vida.
Tiene que hacerlo aunque para ello emplee añagazas y rodeos, aunque, como va dándose perfecta cuenta mientras escribe, sea incapaz, como le dijo al padre András, de enfrentarse cara a cara a la magnitud de tales secretos.
A fin de cuentas, él mismo, a su feligresía, ¿no le había hablado a veces de las penas de los condenados al Infierno? Lo cierto es que tampoco en esto debe llevarse a engaño. Se recuerda abrazando los hábitos desde que era adolescente, se recuerda celebrando el Santo Oficio de la misa desde que era aún un joven alto y barbilampiño. Pero también recuerda que cuando en sus homilías desde el púlpito debía hablarles de algún pasaje relacionado con el Infierno, siempre veía ocasión para hacerlo de pasada, como dándolo ya por sabido. Entonces les hablaba del cielo y de la eterna dicha que allí les aguardaba si cumplían con los preceptos de la fe, sobre todo con la caridad, con el simple hecho de haber consumido esta vida que nos fue dada sin dañar a nadie. Sin herir, sin robar, sin matar. Se recuerda hablando con lágrimas en los ojos de que el cielo es, principalmente, para los que sufren. Lo otro lo eludió, como eludió siempre cuanto se refiriese a ese lugar al que las Sagradas Escrituras, sus profetas y hombres sabios denominan Infierno. Sencillamente, creyó injusto narrar cosas de un supuesto Infierno, que él no duda que exista si así lo afirman los ilustres padres de la Iglesia que le precedieron, pero que a la vez nunca supo cómo describir.
Porque para János Pirgist el Infierno fue Csejthe. Lo que allí oyó, lo que allí olió, lo que allí llegó a ver. No pudo haber Infierno peor que le ilustrase sobre los horrores y penurias del ser humano. Aquello mismo le tiró abajo de un plumazo su posterior idea del Infierno, pues ¿por qué los inocentes debían sufrirlo, en vida, sin la menor posibilidad de defenderse? ¿Por qué? ¿Para ganarse así una vida plena y feliz en el más allá? Seguía pareciéndole descorazonadoramente injusto, y ponía en cuestión todos sus valores al respecto cada vez que pensaba en ello.
A Erzsébet Báthory la llamaron la Alimaña de los Cárpatos y la Tigresa de Csejthe, pero cuando ella ya no estaba. Así la imaginería popular decidió denominar a alguien a quien nunca llegó a ver. Pero es que hasta en eso el pueblo se quedó corto. Las alimañas del bosque, criaturas que se mueven entre la maleza, incluso las que el azar de su nacimiento ha hecho carroñeras, no hacen otra cosa que alimentarse de despojos de otras criaturas ya muertas. Ellas no se ensañan con sus víctimas, ellas no se deleitan prolongando inútilmente su sufrimiento, como tampoco las fieras que cazan a un animal vivo y asustado. Cazan para vivir. Matan para vivir. A su manera, respetan el ciclo sagrado de la vida en lo que les concierne. ¿Por qué entonces el ser humano no lo hace, siendo, como parece, la más elevada de cuantas criaturas existen?
Ella fue siempre una cazadora. Eso iba a marcarla de forma irremediable. De vez en cuando, por lo menos hasta que quedó viuda, mantenía la costumbre de disponerlo todo cada varias semanas para salir de caza. Le entraba el súbito deseo de hacerlo. Y entonces se creaba un gran revuelo a su alrededor. Partía, pues, acompañada de un reducido séquito formado por cualquiera de sus fieles, como Ficzkcó y algunos milites avezados en tales menesteres, buenos conocedores de la región y de las piezas que podían capturarse. Iban dejando atrás aldeas en las que se veían unos pocos labriegos y arrieros con recuas de mulas. Circunvalaban gándaras y pedriscales, ejidos y llanuras a las que difícilmente podían acercarse el zorro, el jabalí o el corzo. Erzsébet no se mostraba sosegada hasta que se adentraba en la tupida floresta de los sotobosques, más allá de los veneros refulgentes de mica y el tremolar de los cañaverales. Era entonces, al aparecer los primeros riscos, cuando podía verse el bejuco y el escaramujo entre la maleza, el momento en el que su rostro sufría una profunda transformación. Había pasado de estar hierático a tenso, porque la caza en sí misma la atraía como falena a la luz. Entonces podía ignorar cualquier peligro, un almez o un roble a punto de derrumbarse, la presencia de algún brete o cepo dejado allí por otros cazadores. Más que nunca se convertía entonces en la lamia de aquellos lares, en la mujer-dragón cuyo único objetivo era cazar cuanto ante sus ojos se moviese. Pudiendo utilizar armas de fuego, como el arcabuz o el mosquete, ella solía optar por las ballestas que lanzaban bodoques y, sobre todo, por el arco, en cuyo manejo era una consumada experta. Una vez había acertado a una pieza, los
haiducos
, provistos de largas picas, la ultimaban con rutinaria habilidad, pero ella ni siquiera mostraba interés por tales piezas. Sólo la excitaba el hecho de cazar, y cuando sus acompañantes le sugerían realizar un pequeño descanso mientras hacían una fogata con sarmientos y támara a la que iban añadiendo pedazos de leña seca, ella parecía por completo ausente. Entonces se dedicaba a pasear por los alrededores abstraída, con una diminuta pero afilada destral en la mano, con la que iba cortando ramas al azar. Cualquier gesto que realizase, pues, era destructivo, y de ello se daban cuenta todos, así que evitaban dirigirle ya no sólo la palabra, sino siquiera la mirada. Esas salidas destinadas a la caza tenían lugar tanto en primavera, cuando los campos rebosan amapolas, violetas y margaritas a las que da vida la lluvia y alimento el viento, como en invierno, cuando todo queda cubierto por un manto blanco y los cimientos del mundo parecen conmoverse con furibundas ventiscas. Mala cosa era regresar de esas cacerías sin que la Señora hubiese obtenido ninguna pieza, ya que entonces su malhumor podía pagarlo con cualquiera. Sabían a la perfección en esas ocasiones en que la fortuna no la había sonreído propiciándole una buena caza, que en cuanto llegasen al falansterio del miedo que era Csejthe, sacaría toda su ira contenida, volviéndola contra las muchachas allí cautivas. De ahí que cuando regresaban con algún animal apiolado por sus ancas todos respirasen aliviados, pues eso constituía una relativa seguridad de que ni esa noche, ni acaso las jornadas siguientes, ella debería aplacar su instinto dedicándose a la otra cacería, la que la práctica totalidad de los habitantes del castillo tenía en mente pero que nunca se atrevía a verbalizar, ni tan siquiera entre ellos, por temor a convertir en fatal desliz lo que, de entrada, había sido una atolondrada indiscreción.
Pirgist había leído libros de Historia. Conocía el terreno. Guerras, rapiña, usura, envidia, una interminable serie de crímenes, muchos de ellos cometidos en nombre de la fe, de cualquier fe. Eso era la Historia. ¿Por qué entonces, siendo el más perfeccionado e inteligente de los seres terrestres, pues poseemos un espíritu que nos hace ser conscientes de la singularidad e importancia de todo lo vivo, ya que en mucho apreciamos nuestra propia vida, somos precisamente nosotros, las personas, quienes llevamos a nuestra espalda el insoportable peso del Mal? Acaso por tener espíritu. Pero y esto, así se lo había preguntado desde muy joven sin obtener respuesta alguna que le satisficiese, ¿por qué lo permite el Creador, por qué?
Él mejor que nadie, porque nadie en absoluto siquiera lo sospechó nunca, sabe que abrazó la fe para dar con respuestas que calmasen tales dudas, pero ahí siguen, cual abiertas llagas por las que supura el pus. Infectadas.