En los instantes iniciales de cada sesión de torturas permanecía sentada en un sillón, o se quedaba de pie, estática y como ausente, limitándose a decir que hiciesen esto o lo otro, pero casi de inmediato, y seguramente pensando que lo hacían incorrectamente, ella, con sus propias manos, se ponía a la labor. Entonces se encarnizaba con sus desvalidas víctimas. Si estaban golpeándolas con correajes, o pinchándolas aquí y allá con afiladas púas de hierro, ella gritaba: «¡Más, más fuerte!», o: «¡Detente. Clava ahí abajo!». Entonces podía poner los ojos en blanco, cosa que una noche sucedió de repente y sin que nadie supiese qué hacer y cómo continuar. Eran sus momentos de suprema enajenación, cuando el placer que sentía no sólo era anímico sino también sexual. Balbuceaba palabras incoherentes sin apartar del todo la vista de las supliciadas. Había aprendido a lograr el clímax manteniéndose a cierta distancia y sin intervenir directamente, algo que si en principio dejó perplejos a sus ayudantes, con el tiempo acabaría siendo normal.
Algo así, según llegó a saber Pirgist en sus averiguaciones, le sucedió en el castillo de Puchorw, adonde había llevado a tres campesinas recientemente contratadas para entrar a su servicio, y cuyas vidas se truncaron apenas unos días después de haber sido arrancadas de sus hogares y familias. Puchorw era un pequeño
hrad
situado entre colinas, al final de una llanura que iba desde Trnava a Modva. En su éxtasis contemplativo, Erzsébet se desvaneció unos instantes, causando un considerable revuelo entre su lúgubre comitiva. En cuanto la hicieron reaccionar con sal volátil, se reanudaron las torturas. Pero aun así, ella, renqueante, se rebozó en la sangre de aquellas muchachas a punto de expirar, pues se habían desangrado momentos antes. Y por mucho que les introdujeran la cabeza en agua, por más que durante algunos ratos las dejasen en paz, sus cuerpos se hallaban lo suficientemente magullados y debilitados como para no resistir nuevos tormentos. Erzsébet se desesperaba porque ella hubiera querido agonizantes que no murieran del todo. Su furor crecía en tales momentos, siendo ella quien solía darles el golpe, la cuchillada final.
Se había convertido en una experta en anatomía. Sabía qué vena rajar o qué arteria cortar para que de allí brotase un borbotón de sangre que recogía con sus manos restregándosela por el pecho y el rostro. Cuando por fin las chicas morían, tras un último gemido, la Condesa acostumbraba a emprenderla a patadas, arañazos y mordiscos por todo el cuerpo de sus víctimas.
La sangre de una muerta ya no le resultaba tan útil. Era impura. Así que, dominando de nuevo la situación, ordenaba que se deshicieran pronto de ellas, pues su simple vista, paradójicamente, le repugnaba.
Esto tuvo que verlo forzosamente Májorova, pues estaba allí, así como el delirio en que Erzsébet caía al comprobar que lo que en verdad importaba a la Señora era la sangre.
Si el monstruo pedía más, más había que ofrecerle. Ya no podían volver atrás. Pero el problema, ya incluso un problema humano, pues las chicas tenían un número limitado, era que el monstruo nunca terminaba de saciarse. Fue entonces cuando la bruja de Miawa, a ciencia cierta constatando, como antaño pasara con Darvulia, de cuyo talento y sapiencia mucho había oído hablar Májorova, que en uno de aquellos arrebatos de locura era su propia vida la que estaba en peligro, y que la ingestión de cualquier sustancia que la Condesa tomara no hacía sino excitar aún más los ánimos de Erzsébet. Májorova llegó a la conclusión, de funestas consecuencias pero a fin de cuentas un nuevo error en la estrategia destructora de aquellos seres, de que había que modificar sustancialmente lo de los baños de sangre. No tanto economizarlos, pues de hecho iba a ocurrir todo lo contrario, cuanto canalizarlos.
Hasta entonces, y con la salvedad de aquel episodio de su «Doncella de Hierro», Erzsébet no se había bañado, literalmente, en sangre de muchachas. Simplemente se untó con ella, esparciéndola por todo su cuerpo y permaneciendo así largos ratos, en espera de la purificadora acción del líquido vital. Pero eso ya no bastaba. Había que dar un paso más, y de ese modo se lo expuso Májorova a Erzsébet.
Llegaba el momento de tomar auténticos baños de sangre, pues todo lo anterior no había sido más que un simple y tosco acercamiento, inadecuadamente realizado.
Las muchachas debían ser más, y más lozanas, y más jóvenes. De once, doce años. Nunca rebasando la quincena. Chicas que, a ser posible, nunca se hubieran enamorado, pues entonces su corazón estaba ya embrutecido por la pasión, y su sangre era menos pura. Habría incluso que recurrir, se atrevió a decir Májorova, a hijas de
zémans
, campesinos que habían hecho una pequeña fortuna a costa de sus tierras y ganado. Gentes que ya tenían la condición de respetables entre sus conciudadanos. Por aquella época existían muchos de estos incipientes
zémans
a lo largo y ancho de toda Hungría. Y cuanto más importantes fuesen estos
zémans
en el ámbito estricto de sus latifundios, de más calidad sería la sangre de sus hijas. Y si podía conseguirse alguna muchacha noble, mejor.
Erzsébet debió de oírlo todo entre excitada, atónita y desesperada. El ala de la locura batió de nuevo fuertemente en su interior. Aquello era muy difícil y arriesgado, pero le atraía. Si se quedó atónita al oírlo fue porque en realidad ella pensó esto mismo desde siempre. De hecho había fantaseado lo indecible con tal posibilidad. ¿Qué bien podía hacerle a su, cada vez más desgastada piel la sangre de simples campesinas, quienes a la postre para ella no eran muy distintas de los animales de sus granjas y cuadras, que en número elevado se extendían allí hasta donde alcanzaba su poder? En cambio, lo otro,
eso
, ya era distinto. Chicas en cuya sangre corría el latido de la nobleza. Sangre azul, se la llamaba. Como la de ella misma. Le parecía enormemente razonable, pues a fin de cuentas todo quedaría entre los de su condición. Sin embargo, y en su fuero interno, seguía considerando a los
zémans
como burda chusma. Hábiles personas que, por un golpe de suerte, lograron amasar una cierta riqueza y que ahora aspiraban a codearse con los nobles de siempre, algo que ya habían empezado a hacer de un tiempo a esa parte por todo el país. Igual sucedía en el resto de Europa. Una nueva clase social se estaba gestando, y Erzsébet, aunque lo veía, aún no quería admitirlo.
No obstante se le antojó excitante, o al menos novedoso, cuanto Májorova le proponía. Tal vez esa bruja tenía razón, y había sido inútil lo hecho hasta ahora. No iba a perder nada por probar. De hecho, una de aquellas tres chicas que fueron supliciadas entre los muros de Puchorw era hija de un
zéman
de Levice, alejada comarca a orillas del río Hron. Al hombre hubo que darle mucho y prometerle más para que dejase partir a su hija.
Pronto iba a cumplirse un siglo desde la promulgación de la ley llamada
tripartitum
y desde entonces, pese a estar aún estipulado, el poder nunca se había planteado beneficiar a la clase campesina, que siempre fue considerada como patrimonio feudal. Con la llegada de Matías II a la corona de Hungría, la realidad había empezado a cambiar. De las primeras cosas que llevó a cabo este rey son de destacar sendos decretos reconociendo a la clase campesina, así como su libertad de culto, con la prohibición expresa de las prácticas denominadas satánicas. Sus antepasados, Rodolfo y Maximiliano, habían sido fervorosos católicos, pero mucho más preocupados por las intrigas palaciegas que por el bienestar de sus súbditos. Incluso Segismundo Báthory, el propio primo de Erzsébet, casado con María Cristina de Austria, había abrazado con entusiasmo el catolicismo, adecuándose a los nuevos tiempos. No era ese Segismundo el de Transilvania, sino otro.
Májorova, por unos motivos, y Erzsébet por otros, minusvaloraron el poder de los
zémans
. Habría de reportarles problemas en el futuro.
De momento ella seguía ensimismada con ciertos detalles en los que hasta ahora no había pensado. Esa chica, la hija de un rico campesino, había sido la última en morir. Tuvo que presenciar el final de sus dos compañeras. Y si al igual que éstas gritó y suplicó, en sus últimos instantes de vida, sabiéndola ya perdida, mostró una encomiable entereza de espíritu. Dicen que se limitó a rezar todo el rato, entre estertores y convulsiones. Aquello había llamado poderosamente la atención de Erzsébet. Su mente enferma unió ese dato a las explicaciones de Májorova, y sacó conclusiones: era cierto que la sangre de chicas más distinguidas que las campesinas, con cierta cultura, les confería no sólo aplomo, sino un ilimitado número de posibilidades.
Por otra parte se sentía desesperada, ya que cada vez resultaba más costoso dar con chicas. La región de Csejthe había sido trillada en sucesivas ocasiones y se llegó a un punto en el que cuando ella y su comitiva se acercaban, las gentes escondían a las muchachas en parajes alejados, en campos y bosques. Eso pudo comprobarlo con preocupante frecuencia en los dos últimos años. Antes no era así. Antes las gentes sencillas salían a recibirla con temor pero también con entusiasmo, pues era su Señora No costaba excesivamente convencerles para que le ofreciesen a sus hijas o hermanas, ya que aquel destino había de ser una vida más cómoda, mejor.
Pero su instinto de loba le decía al oído que con las campesinas, y cuanto más pobres más facilidades tenía en su búsqueda, las cosas siempre fueron relativamente fáciles. Casi nunca esas familias oponían seria resistencia. A lo sumo se mostraban algo remisas, pero algunas monedas o ropa, o un animal de crianza, bastaban para aplacar su reticencia inicial. Y el instinto, que hasta entonces fue su más leal servidor, seguía diciéndole que con las hijas de esos malditos
zémans
, todo podría complicarse. Las trabas, sin duda, empezarían aquí y allá. Debía mostrarse más cautelosa y disuasoria. Así, atendiendo a los consejos de Májorova y de sus ayudantes, pero también siguiendo su propio criterio respecto a ese tema, varió el rumbo de sus pesquisas en pos de nuevas chicas. Si antes las buscaba en la región de Csejthe, y luego amplió esos círculos de búsqueda por toda la extensión de los Pequeños Cárpatos y los Tatras, los cientos de aldeas que allí habían estado desde siempre, pronto tuvo que ampliar esos círculos que en realidad eran semicírculos, ya que hacia el oeste estaban Praga y Viena. La cuenca del Danubio representaba una simbólica frontera que nunca se atrevió a cruzar. Era su Rubicón. Tenía que ir, pues, hacia el este. Así fue ampliando sus incursiones hasta lugares como Modva, Seneç, Galanta o Korly y Jablonica. Después fue aún más lejos, hasta Bánorve, Topolcany, Vráble y Nytra. Todavía más tarde esos semicírculos rastreando sangre fresca se extendieron hasta Detva, Stiarnica y Lubietová. Llegó incluso hasta Jászbereny en el sur, y los alrededores de Miskolc o Szendrö, junto a los montes Bukk, o Kosive y Presov, en el norte.
Estaba apartándose demasiado de su guarida, y en esa perpetua cacería en la que creía vivir invertía semanas, meses enteros, con toda la incomodidad propia de los viajes. Pero aun así mataba sobre la marcha, en la carroza o en los bosques. Tuvo que sortear grupos de bandidos, las inclemencias del tiempo y, sobre todo, la terquedad de los campesinos, esa sarta de badulaques y gañanes malolientes que no parecían muy conformes con alejar a sus hijas a un lugar tan distante como Csejthe. Aunque aún la salvaba que casi todos habían oído hablar de su inmenso poder y la temían.
De manera que se vio obligada a cometer un nuevo error: como recelase de quedarse sin chicas, hizo acopio de ellas en una nueva batida, y fue repartiéndolas entre sus castillos, pero fundamentalmente en Pistyán, Sárvár y Csejthe, donde tenía ya decenas de ellas, por aquel entonces se dijo incluso que centenares, presas en los calabozos, aunque probablemente no pasaran de unas decenas. Muchas veces se olvidaba por completo de las mismas, y cuando iban en su busca las hallaban muertas, famélicas o tan enfermas que no podía hacerse con ellas sino dejarlas perecer o darles una muerte rápida, estranguladas o degolladas.
Fue ésa la época en que Kata, la lavandera, casi nunca estaba ya en Csejthe, pues la llamaban sin cesar desde lugares diversos. Cuando de tanto en tanto aparecía, la madre de János y las otras lavanderas no hacía falta que preguntasen. Se lo veían cincelado en el rostro. Estaba sucediendo algo terrible, tan terrible que Kata ni siquiera se atrevía a mencionarlo, como sí hiciera antes, aunque fuera para desahogarse. Algo mucho más terrible que lo que ocurriese años atrás. Algo que, según sus entrecortadas palabras, no tenía nada que ver con «esto de ahora», y entonces se santiguaba para caer acto seguido en agudas crisis de llanto. Ella seguía siendo la responsable máxima de borrar huellas.
No acababa de limpiar restos de sangre en un sitio o de quemar y enterrar cuerpos sin vida y ya se la requería a toda prisa en otro, alejado a muchas millas. Por ello Csejthe, pese a ser el sitio en el que se consumaba en mayores proporciones el goteo de aquel holocausto que se había convertido casi en una rutina diaria, era el marco donde Kata prefería estar. Al menos ahí se podía refugiar en el mudo consuelo de sus amigas lavanderas, quejarse en silencio con ellas, que la comprendían aterradas, pero sin saber cómo ayudarla.
Kata, exhausta y demacrada, había perdido bastantes kilos de peso en los últimos meses. Trabajaba desde el atardecer, durante toda la noche y la madrugada, hasta bien entrada la mañana. Para su labor usaba los lavaderos traseros, los más grandes y oscuros, que hasta hacía una década fueron utilizados como cuadras o calabozos, y que conservaban en su estructura piedras transportadas de los roquedales de Suabia varios siglos antes. Lo demás había sido sucesivamente reconstruido. A esa zona de los lavaderos nadie tenía acceso, fuera cual fuera el motivo por el que se pretendiera entrar. En ese trabajo Kata solía reunir a tres o cuatro de las lavanderas, las que llevaban más años en el castillo. Las que sabían. Era como si hubiese querido librar a Vargha Balintné, la madre de János, y otras lavanderas más jóvenes, del horror que significaba todo aquello. Incluso llegaba a enojarse si éstas preguntaban demasiado, mordidas por la curiosidad. Esta frase la oyó frecuentemente János durante su infancia:
—¡No preguntes, estúpida! ¡Limítate a lo tuyo si quieres seguir como estás …!
Kata y sus ayudantes dormían unas pocas horas, entre el mediodía y la tarde. Rara era la noche en la que no se demandaban sus servicios, siempre con urgencia. Lo cual podía significar que la Condesa pretendía controlarse un poco, pero no era capaz de hacerlo varios días seguidos.