Ella, Drácula (22 page)

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Authors: Javier García Sánchez

Tags: #Histórico, #Terror, #Drama

BOOK: Ella, Drácula
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Petra Kolinskáya tuvo que ser enterrada en alguna fosa improvisada por los alrededores del castillo de Ecsed. Al llegar de nuevo a Csejthe, Erzsébet dejó escrito en su cuaderno de notas, que era un breviario de la sevicia: «Petra. Era muy baja». Tal fue el destino de esa inocente muchacha.

Ahora János Pirgist vuelve a pensar en cierta frase de San Agustín, y que durante todos estos años le sirvió como punto de apoyo en sus dudas e incluso en los remordimientos por no haber sido capaz de enfrentarse a sus recuerdos: «Ya que Dios es el bien supremo, Él no permitiría la existencia de mal alguno en el mundo a menos que su omnipotencia y bondad fueran tales que lograran sacar algo bueno aun del mal».

¿Tenía razón San Agustín al escribir tan piadosas palabras? Malhadadamente el caso de Erzsébet le quitaba todo crédito a dicha aseveración. Pero ¿y Dios? ¿Por qué había consentido impasible, aun siendo omnipotente, todo aquello, por qué? ¿Qué Dios podía ser ése, que asistió impávido a los suplicios sin fin de tantas criaturas puestas por Él en el mundo, y que nada malo habían hecho, sino todo lo contrario, se limitaron a ser alegres, jóvenes, trabajadoras y a vivir? Esos pensamientos le llevaban al borde de la desesperación. Entonces se aferraba a otro. El buen Dios seguía moviendo sus fichas. Apretaba el cerco sobre el Monstruo, aunque para ello debieran sucumbir otras muchas inocentes. Así sucedería algo que desencadenó lo que al principio no hizo más que acelerar la pulsión sangrienta de la Condesa, pero que a la larga iba a girarse contra ella.

Darvulia, la maldita bruja de los complicados conjuros, la que introdujo a Erzsébet en los enigmas de las plantas, la primera que le recomendó bañarse en sangre de jóvenes para conservar la tersura de su piel, murió una noche en Csejthe. Aquella misma madrugada salió la carroza de la Condesa con el cuerpo de Darvulia. La llevaron a un bosque lejano y allí, en un recóndito paraje, fue enterrada como ella misma deseó, entre maléficas invocaciones que, sin embargo, no servirían para salvar su alma. Erzsébet se quedaba huérfana, aunque esa pérdida en el fondo la alivió, pues ya estaba harta de Darvulia y su bagaje de conocimientos de lo oculto.

Todo a su alrededor se desmoronaba con lentitud. Tan lenta y suavemente como había ascendido.

Ahora era ella la Tigresa. Ella quien debía reaccionar. Ida para siempre su maestra, no pensaba quedarse quieta.

Y no lo hizo.

PARTE SEGUNDA

LLEGO LA GOLONDRINA

Por fin llegó la golondrina, allá arriba,

a la ranura de la ventana; miró hacia

adentro entre la luz verde de la habitación,

y no le gustó lo que vio.

Valentine Penrose

PUCHORW

Era la época del cuclillo y las mimosas.

Pasaba el tiempo y Erzsébet cada vez salía con menos frecuencia a dar aquellos largos paseos a caballo que antes la vieran cruzar al galope los campos.
Visar
, en los establos repletos de heno y alfalfa, engordaba y se volvía perezoso. De vez en cuando, si decidía a salir al exterior, lo hacía en su carroza, siempre bajados los cortinajes de terciopelo negro y granate. Negra aún la gran capa de piel, negros los vestidos, ya sin ceñidos corpiños, como cuando aún quería gustar. Negro el sombrero que llevaba alrededor una cadenilla de fino oro y un rubí engarzado en la frente. De ahí pendía, algo torcida, la pluma blanca, como si fuese un presagio de su antigua lozanía, que ya iba marchitándose mientras las estaciones se sucedían unas a otras, plegándose una sobre otra, fundiéndose una en otra. Erzsébet, si aún le quedaba un resquicio de lucidez en sus ojos, si aún, sorprendiéndola en algún momento, era capaz de ver el curso de las cosas racionalmente, aunque esto le acaeciese en proporción justamente inversa a la que en las personas normales sobreviene la fiebre, es decir, cada bastante tiempo y durante unas horas, por fuerza tuvo que darse cuenta de que envejecía sin remedio.

El ala blanca del sombrero era lo único puro que quedaba en ella, porque todo en su entorno era oscuro y descorazonador. El ala de la locura batía con denuedo, asfixiándola. Como ella había asfixiado a tantas muchachas a las que odió, aun comprendiéndolo conforme lo hacía, eso resultaba en vano, por el simple hecho de ser jóvenes. No quiso entender que eran jóvenes de momento, pero que en el futuro también envejecerían. Puede, incluso, que en su absoluta locura llegase a creer que arrancándoles la vida les hacía un favor: privarles del mayor de los castigos, que era envejecer. Puede. Pero a ninguna de ellas le preguntó al respecto. Tan sólo les privó, a su manera salvaje, de lo único que tenían, la existencia.

Llegó así la época del bochorno y la campiña reseca, cuando los estorninos dibujan formas indescifrables en el cielo, que son como augurios de amor alado. Cuando los labradores se toman descansos a la sombra de olmos y álamos. Cuando ella misma, años atrás, detenía durante un rato sus galopadas en las que nadie era capaz de seguirla, para tumbarse sobre la hierba a los pies de una acacia de dulces y embriagadoras flores, en la vasta llanura. Y después volvió de nuevo el frío, cuando ya no cantan los pájaros matutinos, aunque sí el mirlo y la corneja entre las ramas de algún árbol protector.

A Erzsébet le daban igual la abubilla, el verderón, el cuervo, el jilguero o los gorriones. Ya no se hacía poner el cuerpecillo sin vida de uno de esos pájaros en la frente para aliviar sus jaquecas, que iban en aumento. Llevaba la enfermedad dentro, muy dentro, y para esa enfermedad no eran necesarios los médicos ni las manos expertas en acicalar a las mujeres, haciendo que parecieran tener menos años de los que en verdad tenían.

Esa enfermedad era la vida, su propia vida, que remitía lentamente. Podía contemplarla como hacemos ante una flor que se marchita y pudre con rapidez una vez ha cumplido su ciclo. Pero ella se sentía arrancada de su tallo. El ciclo aún no se había cumplido, no el suyo. Y, al sentirse arrancada de su tallo, notó que perdía contacto con la tierra, con su humedad benefactora, sus raíces llenas de esa otra vida que hasta ahora siempre supo encontrar. Pudiendo haber hecho otra cosa, como resignarse o seguir haciendo lo que hacía, dar rienda suelta a sus bestiales apetitos de tanto en tanto con la inútil esperanza de frenar un imparable proceso físico que iba deteriorándola a ojos vista, hizo justo todo lo contrario, aunque esto no dejaba de ser consecuente, siendo quien era y haciendo lo que ya había hecho: enloqueció más aún.

O, para ser exactos, enloqueció del todo. Puso el pie, con firmeza, con desesperación, en el camino del no-retorno, de la huida hacia adelante. Para ello hizo dos cosas que tendrían capital importancia el resto de su vida, y que de algún modo marcarían lo que le quedaba de ésta.

En primer lugar, y luego de un fugaz viaje a Viena realizado con el mayor de los sigilos, pues sabía que allí era acechada tanto por ciertos vecinos de la antigua Casa Harmish como por los frailes agustinos, sacó del lugar su «Doncella de Hierro», haciendo que un relojero vienés se la adecuara según sus consignas. Había que cambiar los clavos que tapizaban el interior, poniéndolos algo más largos y afilados, entre otras cosas. Esperó ansiosa a ver el resultado de este encargo y, una vez lo tuvo ante sí, se mostró satisfecha. Ardía en deseos de utilizarlo, pero aún debía disimular ante el artesano. ¿Habló a alguien el relojero encargado de adecuarle esa versión de uso particular de la «Doncella de Hierro» que había en un palacio de los Habsburgos? Pero, si fue así, nada se llegó a saber. El capricho de una viuda, noble y medio loca. Se equivocaría al juzgarla. Lo hizo de ese modo, tan frívolamente como tantas personas influyentes tuvieron que hacer durante años, permitiéndole, sin saberlo, seguir con sus crímenes, por credulidad.

No era un capricho ornamental sino un instrumento de trabajo, tan necesario para la vida de Erzsébet como el azadón para un campesino o la pica para un albañil.

No era viuda, pues nunca sintió que estuviese realmente casada con el tosco Ferenc Nádasdy, ya que a ella le atraían los cuerpos de su mismo sexo, pues eso era lo que verdadera y únicamente adoraba: su propio cuerpo. Además, siempre había estado convencida de que aquellos bonitos cuerpos que seccionaba y mutilaba eran un mismo cuerpo. Se dividían, ella los dividía en busca de hallar una unidad superior, en comunión con el suyo. Al final de todas las imitaciones aparecía siempre el Maligno pidiéndole más y más.

No era noble. De ninguna manera podía sentirse como una de tantas damas de la nobleza, que no sabían hablar de otra cosa que de joyas, vestidos y fatuidades, cuando no de las proezas bélicas de sus cónyuges. Su mera cercanía la exasperaba, sin mas. Ella pertenecía a otra aristocracia, a otra realeza muy distinta a la de los Beckov o esos odiosos Illesházy, que poco antes se habían hecho dueños de la región de Trenĉiansky, y cuyos dominios se extendían hasta Zilina, por el norte, y Bojnice y Velkritis por el este, habiéndola encerrado a ella, que aunaba en su egregia persona el poder de los Báthory y los Nádasdy, dejando atrás las casas más influyentes de Hungría, en aquella inmensa zona boscosa salpicada de planicies que quedaba entre las cuencas del Vág y del Morava. Cerca de Presburgo y de Viena, no excesivamente apartada de Praga y Budapest pero lejos de todas partes, lo cual era en sí mismo mucho mejor para sus fines. Erzsébet, desposada en curiosas nupcias con las fuerzas ocultas, era una aristócrata del Mal, y esa condición nadie se la podía arrebatar.

Tampoco estaba medio loca. Siempre aborreció los términos medios. Siendo aún niña no se limitaba a torturar animalillos que hubiese apresado. No, ella quería matarlos, extinguirlos, aunque fuera lentamente. Así se reafirmaba su sentido de la vida. Destruyendo, llevando el miedo y el dolor doquiera estuviese. Y aun cuando en los ojos de sus sanguinarios colaboradores pudiera ver de tanto en tanto un rictus de temor, el desconcierto que produce lo horroroso inimaginable y sin embargo frecuentemente consumado, aunque en tales miradas leyese: «Está medio loca», ella debió de decirse a sí misma que no era cierto. O que, de estarlo, ella estaba absoluta y lúcidamente loca. Le exaltaba la certidumbre de ese tipo de locura, si es que en sus sentidos lo era, lo cual parece dudoso.

La segunda cosa que hizo, una vez pudo recuperarse de la pérdida de Darvulia, más emblemática que útil para sus perversos menesteres, fue buscar con tesón un punto de apoyo que la ayudara en sus nuevos proyectos. Quería una sustituta, quería a la mejor. Sondeó aquí y allá. Mandó a sus fieles a que preguntaran a las gentes de apartados lugares. Así, durante meses estuvo indagando por las regiones del Tribec y los montes Vértes y Bakony. Aún envió emisarios más lejos, hasta las cadenas montañosas de Făgetului y Căliman, hasta los riscos de Lăpusului y los Făgăras, en los Grandes Cárpatos. Así fueron llegándole informaciones de Ratot, de Aba, de Pók, de la casi inhabitada región de Borsa. Estaba empezando a desesperarse, lo que hacía aumentar su ira y mal humor, que indefectiblemente solía traducirse en accesos de renovada crueldad. Pero si las torturas y los crímenes podía cometerlos ella sola, con la escasa pero eficaz ayuda de sus tres incondicionales servidores, necesitaba ese otro punto de apoyo espiritual que justificase sus acciones. Ella era sacerdotisa, pero aún no maestra. Tal papel por fuerza debía representarlo alguien como Darvulia, avezada en lides ocultas. Y por fin halló. Exultante, nada más verla supo que había dado con lo que buscaba.

Su nombre era Ezra Májorova, aunque las gentes del remoto confín desde el que se la hizo llegar la conocían desde hace mucho como la bruja de Miawa, lugar que paradójicamente no estaba muy lejos de Csejthe, donde acaba el río Nytra, aunque fue hallada en un sitio distante de esa región. Un diamante en bruto extraído con simbólicas pinzas de los bosques de Miawa, donde apenas entra la luz. Una filósofa de las tinieblas. Parca de palabras y llena de sabiduría. Fría como el hielo ante la contemplación del dolor ajeno. Visionaria. Una iluminada y prestidigitadora del pánico. Lo que Erzsébet anhelaba.

Májorova contaba ya una elevada edad, pero no era tan anciana como Darvulia, siempre achacosa y, al parecer, reticente en un principio ante ciertos excesos que estaba presenciando y con los que no contaba. Darvulia caminaba como si se arrastrase, e iba en todo momento cubierta con un capuchón que le cubría el rostro. Májorova, por el contrario, no utilizaba su larga capa con capucha salvo cuando salía al exterior, aunque fuese por breves momentos. No tenía un rostro agraciado, pero lo lucía con provocadora ostentación, pese a que una desagradable y ancha cicatriz le cruzaba el mentón de lado a lado, lo que a muchos resultaba repulsivo. No a Erzsébet, quien de ese modo hallaba motivos para valorar su propio cutis, pese a todo bien conservado.

Cuentan que una de las primeras preguntas que le hizo la Condesa, en lo que sería más un interrogatorio que un simple intercambio de pareceres, fue por esa cicatriz que, se dice, Májorova tenía desde su infancia. La escueta contestación de la otra fue:

—Un oso reticente…

Eso debió de cautivar a Erzsébet, porque tenía visos de ser cierto. Aquella mujer, no enjuta ni doblada sobre sí misma como Darvulia, sino alta y llena de energía, se había enfrentado con un oso siendo aún casi una niña. Como la Condesa quisiera saber más de ese episodio, Májorova le dijo:

—Se mostró indócil, pero al poco tiempo era ya mi fiel animal de compañía.

Aquello era definitivo. Confirmaba la leyenda según la cual a Májorova se la había visto acompañada de lobos salvajes a los que acabó sometiendo con el solo poder de su mirada. De Darvulia, en cambio, se oyeron cosas parecidas, pero eran únicamente rumores. A Darvulia siempre le fueron afines los gatos negros. Lo cierto es que ahora Erzsébet necesitaba creer cuanto Májorova le contase. Que fuera del todo cierto o no, ¿qué más daba, si lo era en su febril imaginación?

El propio János Pirgist tuvo oportunidad de ver a Májorova varias ocasiones, bajo la lluvia, en el lodazal del patio del castillo, pero iba cubierta con su capucha y por eso no logró distinguir ninguno de sus rasgos. Caminaba con decisión, pese a utilizar un largo cayado con el que, como Darvulia con el suyo, daba órdenes precisas. Ese cayado imponía respeto, pues no en vano debía de tratarse de la única arma con la que se había enfrentado a lobos, osos y otros animales salvajes. Sólo una tarde, correteando por los pasadizos contiguos a los lavaderos, Pirgist vio pasar junto a él a Májorova, que iba sin la capucha puesta. Extremadamente delgada, el pelo cano y recogido en un moño desigual, duros los rasgos del rostro, arqueó ligeramente las cejas al ver a ese niño mientras jugueteaba en el suelo con varias piezas de madera.

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