»—¿Veis lo que ocurre cuando alguien intenta robarme una joya…?
»Todos sabíamos que aquello no era cierto, pero callábamos —siguió Ficzkó—. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Después, alzando de nuevo la voz, dijo:
»—¡Lleváoslas a los calabozos!
»Así lo hicimos, pero aquellas chicas parecían haber perdido ya la razón. Creo que la imagen de la cara reventada de su compañera las había trastornado por completo.
El
haiduco
preguntó por el destino de esas chicas. Ficzkó repuso:
—Como las demás. Fueron a los calabozos. De ahí, según creo, días después pasaron a otra estancia. Las teníamos almacenadas como si fuesen cabras. Una noche cualquiera, la Señora iba a verlas. Dudaba. Decía: «Esa… ¡No, ésa no! Esa otra». Y así iba eligiendo. Se les daba poca comida, apenas para sobrevivir. Aquí mismo —dijo refiriéndose a Csejthe—, pero también en otros castillos, la Señora gustaba de tener chicas, como ella decía, «en conserva». Las obligaba a comer carne asada de sus propias compañeras, reduciéndolas por hambre.
El
haiduco
se pasó una mano por la frente y resopló, incrédulo. Al fin se atrevió a preguntar si nunca lo había hecho con hombres.
—Jamás. Yo no sé de hombre alguno, por apuesto y poderoso que fuese, que la atrajese lo más mínimo. Al principio oí que tenía relaciones con alguno, pero viendo lo que he visto después, me atrevo a asegurar que los utilizó para hacerse subir alguna chica. Me han contado —añadió, bajando un poco la voz— que se deleitaba viendo cómo esos hombres hacían el amor con ellas y luego, por sorpresa, la Señora la emprendía a golpes con las chicas. Pero eso fue cuando era muy joven. Desde entonces, y que yo sepa, no yació con hombre alguno, a excepción de su marido, el Conde.
—¿Y ninguna de las chicas se salvó? —preguntó el
haiduco
.
—Ni una. Ni una sola, por lo que yo he visto y oído. No es tan estúpida como para dejar testigos. A lo sumo, y esto se lo vi hacer años atrás, las engañaba haciéndoles creer que se encariñaba con alguna. Entonces provocaba a éstas para que hiciesen juegos lascivos con otras recién llegadas. Pero de súbito les ordenaba pelearse con uñas y dientes. Hasta morir. Les decía que la que quedase victoriosa sería su «favorita». Y así se despedazaban con saña entre ellas. A la Señora nada se le escapa, puedes creerlo, nada. Fíjate que al principio, cuando las cosas aún no se habían puesto tan feas, cuando aún no las mataba, o al menos no las mataba rápidamente y ella misma se dedicaba a juegos sexuales con esas chicas, una noche, mientras aguardábamos a que trajesen varias muchachas, de pronto me dijo:
»—Mi leal Ficzkó… ¿Te has dado cuenta de que eres el único hombre entre tantas mujeres hermosas? —Y al decir esto miró a la vieja y desdentada Darvulia, la bruja. Luego soltó una espantosa carcajada. Siguió—: Debes de tener… deseos… ¿no es verdad?
»Yo contesté como pude. Dije que antes, cuando entré a su servicio, alguna vez sí sentía los lógicos deseos de un hombre ante todas esas chicas desnudas, pero ya no. Insistí en que sólo quería cumplir con mi trabajo, que era servirla a ella. La Condesa exclamó:
Marha jó
! Eso dijo: «Muy bien». Nada mas. Sé que nunca me ha visto como un hombre, pese a que lo soy. Utiliza mi fuerza física, tan sólo eso, porque pese a mi estatura tengo más energía que las otras tres.
El
haiduco
le preguntó entonces si las otras mujeres no se habían quejado nunca de todo aquello.
—Entre ellas cuchichean de tanto en tanto, pero cierta noche en la que se me escapó una queja, aunque sin ser oído por la Señora, que estaba cambiándose de vestido, pues el anterior lo tenía completamente empapado de sangre, una de ellas, Jó Ilona, me cogió del brazo y me advirtió:
»—No seas necio… haz como nosotras y calla, enano imbécil. Estás vivo de milagro, y nada te falta. ¿O es que no imaginas lo que podría pasarnos si no obedecemos?
»Entonces intervino la otra, Dorkó, añadiendo:
»—Algo mucho peor, mucho más lento de lo que les ocurre a esas…
Guardaron unos momentos de silencio, que al pequeño János se le hicieron interminables. De pronto se oyó la voz pastosa de Ficzkó:
—¿Entiendes ahora por qué no puedo huir?
El otro le contestó que todo eso le parecía inconcebible, y que tarde o temprano la ley los castigaría, a Ficzkó incluido, y que él, en su lugar, se escaparía. Si antes de oír todo aquello aún albergaba dudas, dijo, ya no.
—Aquí la única ley es la que dicta la Señora —se lamentó Ficzkó.
Luego salieron al patio. János los vio de espaldas. Hablaron un rato más. Él, procurando no ser visto, dejó el sitio en el que se hallaba escondido y se fue hacia el lavadero. Primero pensó en decírselo a su madre, pero luego estuvo seguro de que ésta le reñiría, y posiblemente le diera unos azotes por haber hecho algo indebido y sumamente peligroso. Así que, una vez más, decidió callar. Por la noche tuvo sueños horribles, y en varias ocasiones se despertó sobresaltado. Pero le habían pedido que fuese mudo y, ya que sordo no podía ser por más que se lo propusiese, al menos seguiría siendo mudo mientras estuviese allí.
Al principio sintió pena de Ficzkó, cuya imagen ya no le resultaba tan odiosa después de haberle oído. En el castillo todo el mundo le esquivaba. Ni siquiera se dignaban mirarle, pues todos sabían. Pero a las pocas semanas János se enteró de que había un cierto revuelo en Csejthe. Al parecer dos
haiducos
se habían escapado en plena noche, robando sendos caballos. Pensó que uno de esos dos hombres sería quien habló con Ficzkó. A éste pudo vérsele muy agitado, yendo de aquí para allá y preguntando si se sabía algo de los fugitivos. Incluso se pasaba largas horas del día subido a las almenas del castillo, como temiendo que en la lejanía aparecieran los dos hombres, cautivos, pues lógicamente la Condesa envió de inmediato a un grupo de soldados en su búsqueda. Eso significaría la instantánea sentencia de muerte para Ficzkó. Pero nunca aparecieron, y el tullido fue calmándose. Probablemente ya nunca más volvería a cometer el error de confesar sus remordimientos a alguien, ya que era su vida la que estaba en juego.
Pero János, que hasta entonces había sentido pena de ese hombrecillo miserable y contrahecho al que nadie hablaba si él no requería algo concreto, y cuya sombra renqueante parecían eludir hasta los perros del castillo, vio cómo en su interior ese sentimiento de piedad se transformaba en otro de enojo y odio. El
haiduco
sí se escapó, aun arriesgándose a ser capturado. Él, al menos, lo intentó, y al parecer con suerte. Ficzkó no. Éste también pudo haber huido, de haberlo intentado. Y se quedó.
Habían pasado siete noches desde aquella jornada en que la Condesa se fuese al castillo de Erdöd sin Ficzkó. A la mañana del octavo día apareció el séquito. El ajetreo en la lavandería fue considerable, pues ya suponían cómo iba a llegar Kata. En efecto, al rato apareció ésta en los lavaderos, demacrada y con signos de haber llorado. Las mujeres, incluida la madre de János, se apiñaron a su alrededor, inquiriéndole pormenores del viaje, aunque no era eso lo que querían saber. Él, como siempre, lo observaba todo desde un rincón, donde fingía juguetear con varios pucheros vacíos. Apenas oyó nada de lo que comentaban, pero sí distinguió la voz de Kata, que les decía moviendo las manos:
—No preguntéis, por favor, no preguntéis…
Le dieron una porción de
szalona
y vino para reanimarla. Ella apuró de un trago el vino, pero apenas pudo probar bocado del tocino ahumado que le ofrecían. Al poco vieron cómo Kata se arrodillaba frente a su lecho y se ponía a orar con los ojos cerrados. Nadie la importunó en aquellos momentos. Eso era lo único que podían hacer. Respetar su tormento, dejar que rezase.
Por aquel entonces, el Conde Ferenc Nádasdy ya había muerto, y Erzsébet perdía paulatinamente las bridas del caballo que la conducía directamente a la locura. Nadie sabía cómo acabar con todo aquello. Se limitaban a esperar, aterrorizados. Como Kata, como su propia madre, como diversas personas del castillo y, es de suponer, también del pueblo y las aldeas limítrofes. Sencillamente, aguardaban a que la Providencia les librase de aquel azote que no creían merecer. Pero la Providencia no llegaba. Había de llegar, sin duda, pero aún no daba muestras de aparecer por ningún lado. Y los días iban pasando de modo desesperante. János se preguntó si aquel
haiduco
contaría a alguien lo oído. Posiblemente así fuese, pese a su temor a hablar. Tarde o temprano sería incapaz de vivir con su secreto y lo contaría. Pero mientras ese momento llegase y alguien se decidiera a tomar las medidas pertinentes, el tiempo iba transcurriendo. Porque en Csejthe todos guardaban secretos.
El propio János, y de eso vuelve a darse cuenta al repasar de una rápida mirada lo anteriormente escrito, sigue teniendo sus secretos. Sus secretos dentro de los secretos. Porque, así debe reconocerlo, aún pudo oír algo más de la conversación entre Ficzkó y el
haiduco
que acabó huyendo. Fueron unas palabras apenas escuchadas con claridad, pues el tullido las dijo cuando estaban vueltos de espaldas a él, mientras se dirigían al patio, donde posteriormente se separaron. Era algo que sucedió en Erdöd, ese castillo del que ahora regresaba la Condesa y su séquito. Al final de ese comentario, Ficzkó dijo que por nada del mundo quería volver a Erdöd, ya que ese sitio le traía recuerdos muy desagradables.
János oyó a medias. Y eso que oyó lo tenía clavado en su conciencia como una espina. Desde entonces, para combatir contra su desazón se dedicaría a aparentar que jugaba y, siempre que le era posible, salir a los campos cercanos. Allí correteaba entre las campanillas y dientes de león, entre los ciclámenes y los juncos. Procuraba distraerse con el vuelo de algunas mariposas o miraba los agujeros que dejaban los topos en la tierra. Intentaba soñar con una vida más tranquila, lejos de aquel lugar, lejos de todo.
Tardaría aún muchos años en pensar que Csejthe era una metáfora de lo que sucedía en los campos, tan llenos de vida. Las chicas eran como las mariposas. Eran la alegría cuando llegaban. Eran el puro cántico en honor de la existencia. Y ellos, los habitantes del castillo, los topos que vivían en el subsuelo de la realidad, ocultándose bajo tierra para no ver y no saber. Siempre escondidos por temor a que la luz del día les fuese funesta.
También tardó mucho en saber de la transformación que estaba produciéndose en el modo de actuar de la Condesa, influida por los consejos de Májorova. A ese respecto sólo cabía resignarse y admitir que la Providencia seguía perdiendo su tenaz pulso con el Maligno, quien de momento le ganaba la partida. Porque la irrupción de la bruja de Miawa en la vida de Erzsébet tuvo unas consecuencias mucho mayores de las que seguramente ni ella misma pensaba.
Estaba claro que Darvulia no era mujer ilustrada. Probablemente no sabía leer, o quizá tuviese unas nociones elementales de ello. Poco podía saber, por tanto, de los baños de sangre que, se cuenta, el emperador Tiberio se hacía dar de vez en cuando, ni de las bacanales que a costa del preciado líquido vital tenían las pitonisas griegas. Seguramente ni Májorova lo sabía, aunque a ésta sí la habían visto trajinar con algún viejo volumen encuadernado en piel. Es muy posible que se tratase de libros con recetas medicinales o de conjuros, de los que en aquella época circulaban muchos por toda Europa. La propia Erzsébet, en los años previos a su viudez e inmediatamente después de producirse ésta, se hacía traer libros de Viena, Praga o Budapest, pues hay que recordar que leía a la perfección el alemán y el latín. También utilizó sus conocimientos de francés y de italiano, algo que sin duda debía agradecer a la educación que le dio Orsolya Kanisky, quien se había empeñado en hacer de ella una dama culta y políglota.
Ésa es otra de las cuestiones que han mortificado a János Pirgist durante años. ¿Leía Erzsébet? Y si era así, ¿cuáles podrían haber sido esos libros? De hecho, en temporadas en las que parecía hallarse algo calmada, porque su sed de sangre ya se había aplacado con varias muchachas, tenía por costumbre encerrarse en sus aposentos. Entonces no podía molestársela bajo ningún concepto. Dorkó y Jó Ilona se daban un respiro, seguramente convencidas, con buen tino, de que en breve volvería a desencadenarse la tormenta, y con renovada furia. Así había sido desde que ellas entraron a servir a la Condesa. Pero entonces, y János recuerda habérselo oído comentar a una sorprendida y aliviada Kata, esas dos mujeres se limitaban a decir: «Está leyendo. Nadie puede importunarla». Y ésa era una muy seria advertencia.
Pero ¿qué leía exactamente Erzsébet Báthory, qué renglones de qué textos recorrían los ojos de la loba, eventualmente amansada tras el estrépito de una nueva crueldad? He aquí uno de los dilemas que ha ocupado la mente de Pirgist durante decenios de investigación. Con Májorova hablaba frecuentemente del tema de la sangre, y entre ellas, al parecer, mencionaban ciertos nombres que, por supuesto, nadie oyó nunca. ¿Sabría de las tesis del médico Charas, galeno francés que aconsejó untarse con sangre de víboras para sanar ciertas heridas, o que desde tiempos remotos y en diversas culturas se utilizaba la sangre menstrual de las mujeres, mezclada con grasa de cuervo, para prevenir y curar ciertos accesos, herpes y el carbunclo que podían contagiar los animales? ¿Sabría de la figura de Imhotep, que fue el primer médico egipcio especialista en desentrañar los misterios de la sangre? ¿O de Herófilo, el griego pionero en tales secretos, acaso de Erisístrato que, también en la antigua Hélade, dio con importantes hallazgos en lo referido a la sangre? ¿Sabría de los trabajos del árabe Ibn-an-Nabis, o del chino Hwang-ti? Pudo haber sabido al respecto, pues de ellos se hacían múltiples referencias en grimorios, libelos y todo tipo de libros que sobre el tema podían hallarse sin demasiada dificultad en las ciudades. Incluso, llegó a pensar Pirgist, quien sí había profundizado en el tema para de ese modo acercarse un poco más al mundo anímico de Erzsébet comparando fechas de publicación y llevando gran cuidado a la hora de establecer un calendario de posibles lecturas, ésta pudo haber leído, dado lo mucho que el asunto le incumbía, los tratados más relevantes que por aquel entonces circulaban, unas veces a modo de material prohibido, otras no, a saber: ¿los estudios de Carlo Ruini de Bolonia, los de Fra Paolo Sarpi de Venecia, los de Canano de Ferrara, los de Fabrizio d'Aquapendente, los del gran Andrea Vesalio, verdadera autoridad en la materia, el
De plantis
de Andrea Cesalpino de Pisa, el
De Re Anatomica
de Colombo de Padua? En efecto, pudo haberlos leído porque tales textos existían ya, impresos y divulgados, mientras ella vivió. En cambio, y por pocos años de diferencia, Erzsébet ya no vivía cuando los médicos de la sangre realizaron nuevos y sorprendentes descubrimientos. Así, no pudo conocer los trabajos de Gaspar Aelli, de Adrian Leuwenhoek, de Olaf Rucibeck, o Thomas Barthuli, o de Marcelo Malpighi. Se quedó sin saber, pues, el circuito exacto por donde discurre la sangre, el complicado ensamblaje que la lleva a través de venas, arterias y válvulas.