RECIENTEMENTE ME escribía un joven, que se dirigía a mí tratándome de «anciano y sabio». «Tengo confianza en usted —me decía—, porque sé que es usted anciano y sabio.» Yo pasaba precisamente por un momento algo más alegre de lo normal y tomé la carta —que por lo demás era muy parecida a centenares de otras de distintas personas— sin desecharla a bulto y espigué aquí y allá alguna frase y entresaqué algunas palabras, las consideré con toda la atención posible y me pregunté por su significado real. Las palabras «anciano y sabio» figuraban allí en varias ocasiones y eran algo que podía mover a risa a un anciano cansado y gruñón, que en su larga y rica vida con mucha frecuencia había creído estar infinitamente mucho más cerca de la sabiduría que ahora, en esta condición reducida y poco satisfactoria. Sí, yo era anciano, eso estaba claro, anciano y achacoso, desilusionado y cansado. ¡Y, sin embargo, la palabra «anciano» también podía expresar algo distinto por completo! Cuando se hablaba de sagas antiguas, de casas y ciudades viejas, de árboles viejos, de comunidades y cultos antiguos, el adjetivo «anciano», «viejo», no expresaba en absoluto nada desvalorado, ocioso o despreciable. Además, las cualidades de la ancianidad yo sólo podía pretenderlas de una manera muy parcial; y me inclinaba a hacer valer y aplicarme únicamente la mitad negativa de los muchos significados de la palabra. Ahora bien, para el joven redactor de la carta la palabra «anciano» que me aplicaba también podía tener un valor y un sentido pintoresco de vejete barbicano, de aire tranquilo y sonriente, un valor en parte sentimental y en parte respetuoso; al menos ése era el sentido adicional que para mí siempre había tenido en los tiempos en los que yo personalmente no era todavía un anciano. Así que la palabra podía funcionar perfectamente en ese sentido y entenderla y valorarla como un tratamiento respetuoso.
Pero ¿qué decir de la palabra «sabio»? ¿Qué podía significar propiamente? Si lo que pretendía indicar era simplemente eso, algo genérico y difuso, un epíteto convencional, un simple adjetivo, bien cabía permitir que siguiera funcionando con ese valor. De no ser así, si realmente quería significar algo, ¿cómo podía entrar yo tras ese significado? Recordaba un método antiguo, que había aplicado con frecuencia: el método de la asociación libre. Descansaba un poco, daba un par de vueltas por la habitación, me repetía una vez más la palabra «sabio» y esperaba a ver qué era lo primero que se me ocurría. Y hete aquí que la ocurrencia llegaba con otra palabra: con la palabra Sócrates. En cualquier caso era algo más que una mera palabra, era un nombre, y detrás de ese nombre no había una abstracción, sino una figura, un hombre. ¿Y qué tenía que ver el tenue concepto de sabiduría con el nombre jugoso y tan real de Sócrates? Eso era fácil de establecer. Sabiduría era aquella propiedad que los profesores de instituto y de universidad, que los personajes prominentes que pronunciaban conferencias frente a un salón atestado, que los autores de editoriales y de ensayos han atribuido irremisiblemente a Sócrates tan pronto como se referían a él. El sabio Sócrates. La sabiduría de Sócrates o, como diría el conferenciante destacado: la sabiduría de un Sócrates. No había más que decir sobre esa sabiduría. Pero, tan pronto se había escuchado la frase, se abría paso una realidad, una verdad, la del Sócrates real, una figura perfectamente vigorosa y convincente, pese a todo el revestimiento legendario. Y aquel personaje, aquel anciano ateniense con su rostro bonachón y feo, había dado una información inconfundible por completo sobre su propia sabiduría, se había dado a conocer de forma vigorosa y explícita en el sentido de que no sabía nada, absolutamente nada, y que en modo alguno aspiraba al atributo de la sabiduría…
Aquí estaba yo, anciano y sabio, frente al Sócrates anciano e ignorante y tenía que defenderme o debía avergonzarme. Para avergonzarme había algo más que causa suficiente, pues a pesar de todas las tretas y argucias yo sabía perfectamente bien que el joven, que me trataba como a un sabio, en modo alguno lo hacía desde su propia necedad e ingenuidad juvenil, sino que yo le había dado pie para ello, lo había seducido y medio autorizado a través de muchas de mis palabras poéticas, en las cuales puede rastrearse algo así como experiencia y reflexión, algo así como doctrina y sabiduría de anciano, y si yo también, según creo, había puesto en duda, había cambiado y hasta revocado la mayor parte de mis «sabidurías» formuladas poéticamente tras haberlas puesto de nuevo entre comillas, después de todo a lo largo de mi vida y actuación había afirmado más que negado, había asentido o guardado silencio más que combatido y con bastante frecuencia había mostrado mi reverencia a las tradiciones del espíritu, de la fe, del lenguaje y de la costumbre. En mis escritos es innegable que se podía rastrear aquí y allá un relampagueo, un desgarro en las nubes y colgaduras de las imágenes traídas del altar, un desgarro detrás del que alentaba amenazador un fantasma apocalíptico, en éste o en aquel pasaje se sugería que la posesión más segura del hombre es su pobreza, que el pan más propio del hombre es su hambre; pero a fin de cuentas, y exactamente igual que todas las demás personas, yo me había dedicado preferentemente a los mundos y las tradiciones de las bellas formas, había preferido los jardines de las sonatas, fugas y sinfonías a todos los fuegos artificiales apocalípticos, y los juegos y consuelos mágicos del lenguaje a todas las vivencias en las que el lenguaje cesa y se hace nada, porque por un momento espantosamente bello, tal vez dichoso, tal vez mortal, nos contempla lo indecible, lo impensable, la interioridad del mundo que sólo se puede vivir como misterio y como asombro. Si el joven redactor de la carta no veía en mí a un Sócrates ignorante, sino a un sabio en el sentido de los profesores y de los ensayistas, en líneas generales no tendría más remedio que haberle dado la razón…
Así pues, el análisis de las palabras «anciano y sabio» me había reportado escasa utilidad. Ahora, y para acabar de alguna manera con la carta, recorría el camino a la inversa e intentaba buscar una explicación no a partir de cualquiera de las distintas palabras, sino desde el contenido, desde el conjunto del propósito que había inducido al joven a escribir su carta.
Ese propósito era una pregunta, muy fácil en apariencia y por lo mismo también aparentemente fácil de responder, cuyo tenor era el siguiente: «¿Tiene la vida un sentido, o sería mejor meterse una bala bajo la tapa de los sesos?». A primera vista no parece que semejante pregunta permita muchas respuestas. Yo podría responder: «No, querido, la vida no tiene sentido, y de hecho es mejor…» etcétera. O bien podría decir: «Querido, la vida tiene ciertamente un sentido, y la solución de la bala no viene al caso». O bien: «Cierto que la vida no tiene sentido alguno, mas no por ello es preciso quitarse de en medio». O bien: «La vida tiene desde luego su perfecto sentido, pero es tan difícil justificarlo o simplemente reconocerlo, que es preferible meterse una bala en la cabeza», etcétera.
En una primera consideración cabría pensar que éstas eran las posibles respuestas a la pregunta del muchacho. Pero en cuanto pienso un poco en las distintas posibilidades, me doy cuenta de que no son cuatro u ocho las respuestas, sino ciento y aun mil. Y así cabría jurar que para aquella carta y su corresponsal en el fondo sólo había una única respuesta, una única puerta al campo, una única liberación del infierno de la propia necesidad.
Para encontrar esa única respuesta no hay sabiduría ni ancianidad que ayuden. La pregunta de la carta me deja por completo a oscuras, porque las sabidurías sobre las que yo dispongo, y también aquellas sabidurías sobre las que disponen otros pastores de mayor edad y experiencia, sin duda que se aplican preferentemente en libros y prédicas, en conferencias y artículos, pero no a este caso concreto y real, no a este paciente sincero, que ciertamente sobreestima el valor de la ancianidad y de la sabiduría y al que la realidad le resulta más enojosa y que con las sencillas palabras de «Yo tengo confianza en usted» me arrebata de las manos todo tipo de armas, tretas y artificios.
Así las cosas ¿cómo encontrará su respuesta esa carta con una pregunta tan infantil como seria?
De la carta irradió algo sobre mí, algo me iluminó y yo lo rastreé y asimilé más con los nervios que con la inteligencia, más con el estómago o el simpático que con la experiencia y la sabiduría: un soplo de realidad, un relámpago desde el abierto desgarro de las nubes, una llamada desde el otro lado, desde más allá de las convenciones y apaciguamientos, sin que haya otra solución que apretarse y callar o bien obedecer y aceptar la llamada. Quizá tenga yo todavía la elección, quizá pueda decirme todavía: al pobre muchacho ciertamente que no puedo ayudarle, pues sé tan poco como él, quizá puedo poner la carta debajo de todas, bajo un montón de otras cartas y procurar así, medio inconsciente, su abandono y progresiva desaparición hasta su olvido completo. Pero, mientras pienso eso, sé ya también que la carta de marras sólo podré olvidarla cuando de hecho la haya respondido y la haya respondido de forma correcta. Que lo sé personalmente y que estoy convencido de ello no es algo que deba a experiencias ni a sabiduría, más bien se debe a la fuerza de la llamada, al encuentro con la realidad. Por consiguiente, la fuerza de la que yo sacaré mi respuesta ya no procede de mí, de la experiencia, de la sagacidad, de la práctica, de la humanidad, sino de la realidad misma, de la minúscula esquirla de la realidad que aquella carta me atribuyó. La fuerza, por tanto, que dará respuesta a dicha carta, está en la propia carta, se responderá a sí misma, será el propio joven quien se dé la respuesta. Si arranca una chispa de mí, que soy la piedra, el anciano y sabio, será su martillo, su golpe, su necesidad, exclusivamente su fuerza los que hagan saltar la chispa. Yo no debo silenciar que esa carta con esa misma pregunta la he recibido ya, leído y respondido o no respondido muchísimas veces. Únicamente que la fuerza de la necesidad no es siempre la misma, pues no son únicamente las almas fuertes y puras las que en algún momento formulan tales preguntas; cuentan también los jóvenes ricos con sus medios sufrimientos y su media entrega. Muchos ya me han escrito diciendo que ponían en mi mano la decisión; que un sí de mi parte lo sanaría y que un no lo mataría…
Y por duro que esto suene yo descubría la llamada a mi vanidad, a mi propia debilidad y llegaba al veredicto: el tal corresponsal ni sanaría con mi «sí» ni moriría con mi «no», sino que continuaría cultivando su problemática y tal vez dirigiría su pregunta a muchos otros de los denominados ancianos y sabios, se consolaría y se divertiría un poco con las respuestas y colocaría en una carpeta su colección de las mismas.
Si hoy no confiase esa idea al corresponsal en cuestión, si le tomase en serio, replicase a su confianza y tuviera el deseo de ayudarle, todo ello no se me debería a mí sino a él, sería su fuerza la que guiaría mi mano, sería su fuerza la que quebraría mi sabiduría convencional de anciano, sería su pureza la que también me forzaría a la sinceridad, no a cualquier tipo de virtud, a un amor al prójimo, a un tipo de humanidad, sino en aras de la vida y de la realidad; al igual que cuando hemos respirado, a pesar de todos los propósitos o concepciones del mundo, después de una pequeña pausa de nuevo es necesario inspirar. Si no lo hacemos, todo termina para nosotros.
Y si ahora, impresionado por la necesidad, iluminado por el relampagueo de la verdadera vida, me dejo forzar a la actuación rápida por la sutileza difícilmente soportable de su aire, ya no tendré idea ni duda alguna que oponer a esa carta, no tendré ya que someterla a ningún análisis ni diagnóstico, sino que tendré que seguir su llamada sin tener que introducir mi consejo y conocimiento: sólo debo exponer lo único que realmente puede ayudar, a saber, la respuesta que el joven quiere tener y que él sólo necesita oír de otra boca para descubrir que es su propia respuesta, su propia necesidad, la que él ha evocado allí.
Se necesita mucho para que una carta, una pregunta de un desconocido llegue realmente al receptor, pues en efecto el corresponsal puede expresarse con unos signos puramente convencionales, pese a la necesidad genuina y apremiante. Pregunta: «¿Tiene la vida un sentido?», y eso nos suena como algo vago y tan insensato como un pesimismo juvenil. Pero él no pregunta por la vida, no está interesado en filosofías, dogmáticas ni derechos humanos; piensa única y exclusivamente en su vida y en modo alguno pretende escuchar una tesis o una enseñanza encaminada a dar un sentido a la vida. Nada de eso, lo que quiere es que su necesidad real la vea una persona de carne y hueso, la comparta por un momento, y con ello pueda momentáneamente superarla. Y si le garantizo esa ayuda, no seré yo quien lo ha ayudado, sino la realidad de su necesidad, que a mí, el anciano y sabio, me ha despojado por un momento de la ancianidad y de la sabiduría y me ha recubierto con una ola fría y cortante de realidad.
De «Geheimnisse», 1947
Una vez más el verano, al que habíamos renunciado,
ha recuperado su fuerza;
cual compendiado en días cortos irradia,
resplandece con soles radiantes y sin nubes.
Así puede un hombre al final de su esfuerzo,
ya retirado en su desengaño, confiar
de pronto una vez más en las olas,
arriesgando en el salto lo que le queda de vida.
Tanto si se prodiga en un amor,
como si se arma para una obra tardía,
en sus obras y placeres brilla una claridad
otoñal y su hondo saber sobre el final.
EL VERANO INCOMPARABLE de este año, para mí un año abundante en regalos, fiestas, vivencias cordiales, aunque también en ajetreo y trabajo, hacia el final empezó a perder algo de su humor amistoso, simpático y alegre, recibió asaltos de melancolía, de tribulaciones y de disgustos, y hasta de hastío y de barruntos de muerte. Uno se iba por la noche a la cama con un cielo luminoso y estrellado, y a veces a la mañana siguiente te recibía una luz difusa, gris, cansada y enfermiza, la terraza estaba mojada y por doquier se desbordaba un frío húmedo, el cielo dejaba caer unas nubes desmadejadas e informes hasta lo más profundo de los valles y cada instante parecía listo para un nuevo aguacero y el mundo, que acababa de respirar en la plenitud y seguridad estival, olía, inquieto y receloso, a otoño, putrefacción y muerte, aunque los bosques y hasta las laderas cubiertas de hierba, que generalmente por estas fechas están quemadas y presentan un color amarillento y marrón, conservaban su verde intenso. El verano había enfermado, nuestro tardío verano tan lozano y tan de fiar, se había cansado, tenía antojos y «maullaba», como se dice en suabio. Pero seguía vivo. Casi a cada uno de esos ataques de flojera, de dejarse ir y de mal humor seguía una autodefensa y florecimiento, un retorno hacia el hermoso anteayer, y tales días —a menudo no pasaban de ser unas horas— de recuperación vital tenían una belleza especial, conmovedora y casi asustada, una transfigurada sonrisa septembrina, en la que se mezclaban admirablemente verano y otoño, energía y cansancio, voluntad de vivir y debilidad. Muchos días se combatía lentamente y con pausas de respiro esa belleza anciana del verano; con pausas de agotamiento, la luz delicada y transparente conquistaba temblorosa el horizonte y las cumbres de los montes, y al atardecer mundo y cielo yacían en una claridad serena y apacible prometiendo días frescos, claros y luminosos. Pero a lo largo de la noche todo volvía a perderse. De madrugada el viento arrastraba pesados aguaceros sobre el paisaje empantanado, olvidando la sonrisa alegre y prometedora de la tarde, borrando los colores vaporosos y apagando de nuevo y ahogando en el cansancio la valentía luminosa y la voluntad de victoria tras la lucha del día precedente.