Eminencia (21 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

BOOK: Eminencia
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—La mayor parte de las reformas las he hecho yo mismo. —El orgullo que mostraba por su trabajo era fascinante—. Podéis ver dónde empecé, y cómo fue mejorando el trabajo a medida que iba adquiriendo destreza. Me gusta tener herramientas en las manos.

—¿Lo diseñaste tú mismo? —Luisa ya estaba probando los grifos, abriendo cajones y armarios, y revisando los cubiertos y la vajilla.

—Sí, por supuesto. Para la fontanería me ayudó gente de por aquí, pero el resto es obra mía. Echad un vistazo mientras yo voy a buscar la caja de las provisiones.

Cuando cruzó la puerta, las mujeres se miraron. Luisa meneó la cabeza en un gesto de incredulidad.

—Es tan feliz con tan poco.

Isabel la regañó con aspereza.

—¿Acaso nosotros somos más felices porque tenemos mucho más?

—¡Mamá, por favor! Has estado irritable toda la mañana.

—Lo siento. He pasado una mala noche. Mientras tú recorrías Roma, yo estaba recorriendo mi pasado y tratando de entrever el futuro. No es un bonito paisaje.

—Luca tiene que lidiar con su propio pasado, y tú eres parte de él. ¡No! ¡No vuelvas la cara, por favor! Normalmente la expresión de su rostro es rígida y seria. Cuando te mira a ti, cambia por completo. No alcanzo a comprender cómo encaja en tu futuro, pero espero poder encontrar un hombre que me mire así.

—Yo lo encontré y luego lo perdí.

—Nunca lo perdiste, mamá.

Rossini entró en ese momento y depositó la caja de las provisiones sobre la mesa.

—Olvidémonos de esto por ahora. Vayamos a dar un paseo por el huerto. La casa estará más cálida cuando regresemos.

Caminaron cogidos de las manos, como un trío familiar en el que campeaba una mutua armonía, aunque cada uno, individualmente, estaba preocupado por sus propias cuestiones personales. Luisa preguntó:

—¿Nunca te sientes encerrado, aquí? Nadie puede mirar para adentro, pero tú tampoco puedes ver más allá de tu propia cerca.

—Así es como me gusta, pero tienes que entender que la mayor parte de mi vida la paso en contacto con gente, ocupado siempre en discusiones o negociaciones. Regreso vacío como una vasija de arcilla, y aquí me vuelvo a llenar.

—¿Pero nunca te sientes solo?

—La vida en celibato es un camino solitario, Luisa.

—Mamá nunca ha sido célibe, y, sin embargo, también se ha sentido sola, aunque odia hablar de ello.

—Yo tampoco hablo de ello. —Rossini la trataba con afabilidad—. De una manera o de otra, todos tenemos que enfrentarnos con la soledad esencial de la condición humana, tanto si somos célibes como si estamos casados.

—Si eres una buena persona. ¿Dios no llena tu soledad?

—La llena, creo, con una divina insatisfacción.

Isabel se hizo cargo de la frase con una intensidad que sorprendió a ambos.

—Es la insatisfacción que nos mantiene vivos. Cuando el último deseo se apaga, estamos listos para cruzar el río.

—Entonces tú y Luca aún tenéis un largo camino por recorrer.

—¿En qué sentido?

—¡Por favor, mamá! Hasta un ciego se daría cuenta de que vosotros dos os amáis. Me alegro por ambos, pero no entiendo por qué lo habéis hecho tan difícil.

Esta vez fue Rossini quien la regañó.

—¡Estás pisando terreno privado, jovencita!

Luisa no estaba dispuesta a quedarse callada.

—Tú dijiste que esta casa era también mi casa. Así que si hay terrenos que no puedo pisar, indícamelos. No conozco toda la historia que hubo entre tú y mamá, porque nadie consideró que tuviera derecho a saberla. Pero ahora estoy con los dos, en este huerto. Creo que es algo que requiere alguna explicación, ¿o no? No es ningún secreto que mamá y papá viven vidas separadas, y mamá también ha tenido sus amantes, de vez en cuando.

—¡Luisa, por favor! —Isabel estaba furiosa—. Ahora sí que te has pasado de la raya.

—Déjala terminar —dijo Rossini con suavidad—. Tiene razón, yo le di libertad para sentirse como en su casa. Por favor, di lo que quieras, Luisa.

—Yo no culpo ni a mamá ni a papá. Los dos me han amado y me han cuidado, cada uno a su modo. Así que no tengo quejas, mamá. Pero Luca también ha sido parte de mi vida: una leyenda, un misterioso personaje sobre el que el abuelo Menéndez solía hablar algunas veces. Sólo ayer se convirtió en alguien real. De modo que ya no podéis hacerme callar, ninguno de los dos. No permitiré que lo hagáis.

Isabel estaba a punto de intervenir otra vez. Rossini la disuadió con un gesto.

—Os propongo una cosa. Preparemos la comida juntos. Mientras cocinamos, hablamos. Si tienes preguntas que hacerme, trataré de responderlas. Tu madre podrá hablar o quedarse callada, como ella quiera. ¿Te parece justo?

—Sí, es justo, siempre que ninguno de los dos me trate con condescendencia. Eso me resultaría odioso.

Mientras las conducía de regreso a la casa siguió hablando, interrumpiéndose sólo para arrancar aquí y allá algunas peras maduras del árbol, que estaba rebosante.

—Hay algo que debes entender desde el principio. Parte de lo que oirás ocurrió antes de que tú nacieras. Parte ocurrió cuando eras muy niña, y Argentina y su pueblo se encontraban acerba y brutalmente divididos. Estuvieras del lado que estuvieras, había enemistad y sufrimiento. Tú no tuviste que pasar por todo eso, de manera que trata de no juzgar a nadie con demasiada severidad. Quiero decirte algo antes de que empecemos. Es cierto que amo a tu madre. La amaré hasta el día de mi muerte. Ella también me ama. Durante años nos hemos escrito. Pero en aquel tiempo, y bajo aquellas circunstancias, cada uno de nosotros era una amenaza mortal para el otro. En cierto modo todavía lo somos. —Se volvió hacia Isabel y preguntó—: ¿Puedo enseñarle la espalda?

—Si tú puedes soportarlo, yo también.

Luisa observó cómo Rossini se desabotonaba la camisa y se quitaba la camiseta hasta quedar desnudo de cintura para arriba. Luego Isabel lo hizo girar para que Luisa pudiera ver las cicatrices y verdugones que le cruzaban la espalda. Ella ahogó una exclamación, horrorizada. Isabel dijo con serenidad:

—Ahi es donde empieza la historia para los dos. Raúl estaba de viaje por Chile y Perú. yo me había quedado con tu abuelo Menéndez. Desde nuestro apartamento se veían la plaza y la iglesia en la que Luca era párroco…

Después de ese primer y brutal momento de revelación, el resto de la historia fue fluyendo con naturalidad a medida que ambos iban alternándose en la narración, mientras Luisa trabajaba silenciosamente con ellos en las labores de la cocina, sin preguntar nada, sin comentar nada, hasta que el relato terminó, con el regreso de Rossini a Roma y el regreso de Isabel con Raúl.

—Y bien, ahora ya lo sabes —dijo Rossini.

—Gracias a los dos por contármelo todo. —Luisa estaba serena pero contenida—. ¿Ya podemos comer? Tengo mucha hambre.

Rossini escanció el vino mientras las mujeres servían la pasta. Luego pidió una bendición para la comida y para ellos tres. Después de los primeros bocados, Isabel alzó su vaso.

—¡Felicitaciones para el chef!

—¡El chef da las gracias a sus ayudantes!

—Esta ayudante ha trabajado bajo cierta presión. —Luisa los reprendió con afabilidad—. Lo que me habéis contado es un drama de aquellos…

Con ternura, Isabel le apoyó una mano en la mejilla.

—Lamento que tuvieras que esperar tanto. Luca me dijo que esta casa estaba habitada por una cierta gracia.

—Lo que hay en ella hoy es amor —dijo Rossini.

—¿Y qué había antes, Luca?

—Un poco de fe, un poco de esperanza, apenas el recuerdo del amor. Pero éste es nuestro ágape, la comida con la que celebramos juntos el amor.

—Y mañana ¿qué? —La pregunta de Luisa quedó suspendida entre ellos como una clara gota de agua a punto de caer en una oscura fuente.

Isabel se quedó callada, con la vista fija en el suelo. Le tocaba a Rossini dar una respuesta.

—Hay un antiguo adagio entre los diplomáticos: abordad las preguntas difíciles entre la pera y el queso. ¿Por qué no hacemos eso? Disfrutemos ahora de la comida y el momento, y hablemos más tarde.

—¿Me prometes que no quedará postergado?

Rossini miró a Isabel. Ella asintió. Él le dijo a Luisa:

—Te lo prometemos los dos.

Se incorporó para sacar de la mesa los primeros platos, pero Luisa lo obligó a volver a sentarse.

—¡Déjamelo a mí! Mamá y yo somos las que estamos sirviendo la comida. ¡Tú, ocúpate del vino y procura parecer un príncipe de la Iglesia!

Transcurrió una hora alegre y matizada por una amena conversación antes de que la fruta y el queso ganaran la mesa y el café estuviera listo. La charla fue languideciendo mientras Rossini, en una pequeña ceremonia, cortaba una pera y ofrecía «la primera degustación de la fruta de mi jardín». Después de que ellas hubieron probado y aprobado la fruta, se volvió hacia Isabel:

—Ahora, mi amor, tenemos que cumplir nuestra promesa. Hablemos del futuro.

—Todavía no. —Luisa lo detuvo con un gesto—. No hemos terminado con el pasado.

—Pensé que sí habíamos terminado —dijo Isabel—. Cuando Luca regresó a Roma, yo volví a vivir con tu padre. Luca y yo nos hemos escrito, pero el de anoche fue nuestro primer encuentro desde…

—Desde hace veinticinco años —dijo Luisa—. Eso lo sé; pero mientras hablábamos, yo he estado haciendo un simple cálculo aritmético. Sé cuándo nací y dónde fui bautizada. Sé que te hicieron una cesárea en Nueva York. De modo que me pregunto si existe alguna posibilidad de que yo pudiera ser hija de Luca.

—Naciste, fuiste inscrita, y fuiste bautizada, como Luisa Amelia Isabel Ortega.

—Eso no contesta mi pregunta, mamá.

—¿Por qué lo preguntas ahora?

—Porque es la primera vez que os veo a ti y a Luca juntos, y es la primera vez que veo a dos personas de mediana edad tan desesperadamente enamoradas, y eso me rompe el corazón.

—Creo que deberías contarle exactamente lo que me contaste a mí anoche —dijo Luca Rossini—. Es tu historia. Ella puede interpretarla como le parezca. Yo iré a trabajar un poco en el huerto. Llámame cuando me necesites.

Las dejó solas, se quitó la camisa y comenzó a pasar el azadón por las hileras de verduras, tratando de apaciguar el remolino de sus pensamientos al ritmo de los golpes de azadón con los que iba desmenuzando la seca costra de la tierra. Era el remedio más primitivo y eficaz que conocía contra los maníacos conflictos de ideas y argumentos, de cuestiones importantes e irrelevantes, de intereses y prejuicios y de reclamos y contrarreclamos que acaparaban su atención día tras día.

Fueran cuales fuesen, las disputas o discusiones que Isabel y Luisa estaban manteniendo en la casa lo salpicarían, pero en última instancia él no estaba en condiciones de controlar sus destinos. La cuestión de su reconocimiento de Luisa como hija natural era una cuestión menor, y ya estaba decidida. Que ella lo reconociera como su padre ya era otro asunto, y estaba decididamente más allá de la simple entrega afectiva. Pronto su madre se habría ido de su vida, pero esa ida podía prolongarse, y ser dolorosa y destructiva. ¿Qué podía ofrecerle él a Isabel para hacer más llevadera su partida, y qué a Luisa para compensar su pérdida?

Esto lo condujo, a su vez, a una cuestión que había debatido muchas veces con el Pontífice y que había discutido con sus colegas de la curia: los sempiternos problemas de un clero consagrado al celibato en la disciplina romana del cristianismo. En la vida de un clérigo célibe, cada etapa traía su propia cosecha de problemas. En el período de formación, sus instintos sexuales eran reprimidos; sus expresiones de afecto, inhibidas; su lenguaje, purgado de pasión, de manera que cuando volvían a encontrarlo, si es que alguna vez les ocurría, en los escritos de los grandes místicos, siempre adquiría la dimensión de una conmoción. En la edad mediana de la vida pastoral, el compañerismo o la ambición compartida aportaban un apoyo parcial; pero en los últimos años, la enfermedad, o el hastío, o simplemente la soledad, transformaban el paisaje de sus vidas en una gris desesperación… Y hacía ya mucho tiempo que habían perdido las artes elementales del compañerismo tanto con las mujeres como con los otros hombres. Lo que enfurecía a Rossini con frecuencia era el elemento de hipocresía que afloraba en las discusiones en todos los niveles, y aquello era también una destreza muy latina: agregarle el color de la virtud al argumento menos convincente, del mismo modo que los falsificadores agregaban años a sus bronces y mármoles en estercoleros y pozos negros.

Esta idea tan rumiada lo acompañó hasta el final de las hileras de judías, y estaba ya limpiando su azadón cuando Isabel y Luisa salieron de la casa, tomadas de la mano. Se acercaron a él, que las esperaba, sudoroso y cubierto de polvo.

Isabel se detuvo a unos pasos. Luisa se detuvo fuera del alcance de Luca. Él se apoyó en el mango de la azada y esperó.

De pronto ella parecía pequeña y vulnerable, una criatura perdida en una playa desierta. Sin embargo, no lograba encontrar palabras para consolarla ni para dar una explicación. Cuando ella habló, lo desconcertó totalmente:

—¿Cómo deberíamos sentirnos, Luca?

—No lo sé. Luisa, sólo puedo decirte cómo me siento yo.

—¡Entonces dilo, por favor!

—Me alegro de que la verdad haya salido por fin a la luz. Me preocupaba haber permanecido tanto tiempo en la ignorancia. Me entristece pensar en los años que he perdido. Sé que eso es puro egoísmo. Me alegro de que nos hayas visto a tu madre y a mí juntos. Creo que comprendes el amor que nos ha mantenido unidos todos estos años. Espero que comprendas que eres realmente hija del amor, y que me permitas brindarte parte de mi amor. Confieso que no se cómo pero sé que tengo mucho amor para dar. ¿Cómo te sientes tú?

—Confundida, aunque no desdichada. Me siento como si hubiera vuelto a nacer, y todos los acontecimientos de mi vida han cambiado súbitamente.

—¿Para bien o para mal?

—Cuando mamá se haya ido… y sé lo enferma que está… será para mal. Pero ahora que os he visto juntos, sé lo importante que ha sido vuestro amor en su vida. Aunque me quedan unos pocos enigmas.

—¿Por ejemplo?

_¿Cómo me las compongo con dos padres en mi vida? Con Raúl, nada cambiará. Sé que no puede, y no debe cambiar nada. ¿Cómo puedo vivir con un secreto tan enorme? Porque sé que tendrá que ser así. ¿Cómo puedo llegar a conocerte mejor? Porque eso es algo que quiero también. Luego está el problema de cómo debería sentirme contigo.

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