—En el Grand Hotel. Anoche, la señora de Ortega se indispuso. Llamé al doctor Mottola para que la viera. Su recomendación fue que vuelva de inmediato a Estados Unidos. Partirá con su hija por la mañana.
—Lo lamento. ¿Cuándo supones que quedarás libre?
—Cerca del mediodía.
—Bebamos un café y comamos un bocadillo en mi oficina, a la una. Hay cosas que debemos discutir. Aquino me ha llamado esta mañana. Me ha contado vuestro encuentro de ayer con la señora Lodano. Evidentemente todo salió bien.
—Sí; pero, como siempre, hay un precio que pagar.
—¡Ah, sí, la presencia de la prensa! Una lástima que no me lo hicieras saber antes. Te habría aconsejado que no lo hicieras.
—En ese caso, todavía tendrías una guerra entre manos, Turi. De este modo, al menos tienes una tregua, y siempre puedes culparme por cualquier catástrofe.
—Me pregunto por qué, dadas las circunstancias, no le pediste a Ángel Novalis que controlara la reunión.
—Porque los documentos de las mujeres, y los nuestros, Turi, arrojan ciertas sombras sobre la conducta del Opus Dei. Ángel Novalis es un buen hombre. No quise ponerlo en una situación incómoda; ni a él ni a nosotros.
—Es probable que tengas razón. Me han dicho también que anoche hiciste una aparición como invitado en el Angelicum.
—¡Qué rápido corren las noticias en esta ciudad!
—Y hay muchas circulando en este momento. Recibimos una nota de nuestro nuncio en Brasil. Claudio Stagni ha aparecido en Río. Ha alquilado un apartamento muy elegante. Un guardaespaldas lo acompaña a todas partes.
—Ésa es una verdadera demostración de elegancia. —Rossini rió—. Me pregunto quién vigila al guardaespaldas. Me han dicho que en Río hay gente violenta. ¿Algo más, Turi?
—El resto puede esperar hasta que nos encontremos. Lamento lo de la señora de Ortega, pero estoy seguro de que lo más prudente es que vuelva a su casa lo antes posible. Con todos los prelados que nos visitan, Roma se está convirtiendo rápidamente en una ciudad inhabitable. Hasta luego, entonces.
Cuando Luca regresó al dormitorio, encontró a Isabel despierta y fuera de la cama. Se había puesto una bata, se había cepillado el pelo y olía a azahar. Lo besó graciosamente, pero cuando él la tocó ella se sobresaltó. Él se apartó instantáneamente.
—Estoy mejor ahora —explicó ella—, pero me duelen las articulaciones y tengo la piel muy sensible. Lamento haberme portado tan mal. ¿Dónde está Luisa?
—Descansando en su habitación. Quiere hablar conmigo antes de que me marche.
—¡Lo siento, Luca! —Lo condujo hasta la sala—. La intención era que ésta fuese una ocasión feliz. ¡Y míranos ahora! Estamos complicándote la vida con problemas.
—Por favor, amor mío. Mi problema es que estoy trabajando con una mano atada a la espalda. Me reclaman a todas horas. No tengo práctica en materia de vida familiar.
Luego, sin que nada lo anunciara, ella se vino abajo. Las palabras surgieron como en un torrente incontenible.
—¡Tengo miedo, Luca! ¡No soporto la idea de volver a casa! Todas esas horas en el avión, toda esa espera para sellar el pasaporte, todo ese trajín con el equipaje. Ahora casi todo el tiempo me duele alguna parte del cuerpo. No es un dolor insoportable, pero no cede en ningún momento. Cuando lleguemos a casa, allí estará Raúl. Será encantador y solícito. La casa estará llena de flores. El personal de servicio me colmará de atenciones. —Rió con una risa ligeramente temblorosa—. Has de saber, mi amor, que los Ortega regentan un hotel muy distinguido. Pues eso es lo que es, un hotel en el que cada cual tiene su propia habitación. La mía habrá que convertirla en una clínica, hasta que me trasladen para los cuidados terminales. Y sin embargo, pensándolo bien, ¿de qué tengo que quejarme? ¡De nada, realmente! Desde que era joven, me aferré al árbol de la vida, y lo sacudí, y me harté con los frutos que caían en mis manos. Ahora, muy pronto, llegará el momento de partir… ¿Cómo era aquel verso latino que me enseñaste,
Satis
no sé qué más…?
—
Satis bibisti, satis ludisti, tempus est abire
.
—Ah, sí. «Hemos bebido, hemos gozado, es hora de partir.» Eso es lo que más miedo me da, Luca. ¿Partir hacia qué? ¿Y quién estará esperándome en la otra orilla?
Allí estaba, clara e ineludible como el ojo de Horus, la pregunta de la amada aterrada por el viaje sin retorno. No estaba dispuesto a mentirle, y sin embargo no podía privarla del consuelo de la Palabra, de la que él, el cardenal Luca Rossini, todavía era un siervo acreditado y en funciones. Ella le buscó las manos y las tuvo entre las suyas mientras él hablaba, suave y persuasivamente.
—Nadie sabe lo que pasa después de la muerte, amor mío. Sólo tenemos símbolos y parábolas para expresar nuestros deseos, esperanzas y creencias. No sólo lo desconocido nos atemoriza, sino también la pérdida de lo conocido, de las cosas a las que nos aferramos como si nos hubieran sido dadas para siempre y no como un soporte temporal. Cuando nacemos, unas manos extrañas, pero amorosas, nos reciben en un mundo nuevo y extraño. Cuando morimos, creemos, aunque no lo sabemos, que seremos recibidos con amor en un mundo del todo diferente. Cuando agonizaba, Nuestro Señor gritó, agobiado por la agonía y la desesperación: «¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado!». La muerte lo alivió, y murió encomendándose a las manos de su Padre.
—Yo no soy Jesucristo. —Había un tono de cansancio en su voz—. Me parezco más a María Magdalena.
—A quien le fueron perdonados muchos pecados porque había amado intensamente.
—¿Querrás oír mi confesión, Luca, por favor? .
La petición lo sorprendió más que la declaración de sus temores. Aquello significaba una prueba más dura. Del invierno de dudas en que vivía, se vio empujado a volver al formalismo que Piers Hallett le había reprochado. Sin embargo, una vez más, no pudo negarse.
—Si estás segura de que eso es lo que quieres, sí. Pero no deberías imponerte una larga enumeración. Di simplemente lo que piensas que has hecho mal. Expresa tu arrepentimiento, tu deseo de cambiar. Luego te daré la absolución.
Isabel se encogió de hombros y meneó la cabeza.
—Sé que quieres hacérmelo más fácil, Luca, pero no tengo intención de recitarte una lista: cuántos pecados de lujuria, cuántos de ira, cuántas mentiras. Quiero contarte las auténticas verdades: qué soy para mí misma, qué he sido para Raúl y Luisa, sí, incluso para ti, que eres lo que más quiero en el mundo. ¿Me escucharás, por favor? No quiero volver a pasar por esto nunca más. No podría…
—No será necesario. —Una vez más, la entonación ritual tiñó su voz—. Cada absolución es un nuevo comienzo. —Liberó las manos, que ella todavía tenía aferradas entre las suyas, buscó la cruz pectoral bajo la chaqueta y la sostuvo para que ella la viera, como si fuera un tabique que se alzara entre el pasado compartido y la relación que los unía en el presente—. Dime qué es lo que te está atormentando.
Esta vez no fue un torrente de palabras cargadas de pánico, sino una lenta y gradual declamación, como si el relato le provocara un sabor amargo en la boca.
—Desde que puedo recordar, siempre he querido ser una ganadora. Hiciese lo que hiciese, tenía que ser la mejor y la más lista. Si no podía serlo, perdía interés en el juego. No, eso no es totalmente cierto. Si no podía ganar hoy, esperaba hasta el día siguiente, o el otro, hasta el momento en que todos los demás creyeran que había perdido el interés. Entonces volvía a mi marca y me llevaba el premio. A medida que recuerdo, me doy cuenta de que, como los antiguos bandoleros y los atracadores, siempre anduve armada y fui temeraria. No era inquina, creo. No había nada a lo que le tuviera inquina. Era la excitación de la jungla: matar o morir. Por eso mi padre y yo estábamos tan unidos. Él era un hombre osado. Aquel día, cuando me dio el rifle y me pidió que matara al sargento, puso su vida y la vida de todos los habitantes del pueblo en mis manos. ¡Pero él sabía que yo podía hacerlo! No estoy alardeando. Es parte de la verdad. He dicho muchas cosas malas de Raúl, y todas son ciertas. La única cosa que no he dicho, y que también es cierta, es que él nunca quiso jugar al juego que yo estaba jugando, de modo que nunca pude vencerlo. Y puesto que nunca pude vencerlo, nunca pude perdonarlo. Lo terrible fue que hubo momentos, incluso meses, en que supe que con un poco de generosidad de mi parte habríamos podido estar más unidos. Incluso cuando descubrí que estaba muy enferma, fui demasiado orgullosa para pedir una tregua, y estaba demasiado invadida por la ira para ceder un solo centímetro más de terreno. El otro día me preguntaste si él estaba enterado de lo nuestro. Sabía que yo había matado. En cuanto al resto, pareció dispuesto a aceptar que tú eras un hombre herido a quien yo había estado cuidando. Dijo simplemente: «Era lo menos que podías hacer por un pobre diablo como ése. ¡No hablemos más del asunto!». Y así fue: nunca más volvimos a hablar del asunto. Fue amargo tener que tragarme eso. Tú eras importante para mí, pero no para él. Me puse furiosa cuando te despreció, como un duelista que se niega a enfrentarse a un oponente al que juzga indigno de él.
—Si ansiabas con tanta desesperación una venganza —dijo Luca Rossini—, me pregunto por qué no le contaste lo de Luisa. Dijiste que siempre viajabas armada y eras temeraria, ¿por qué no utilizaste esa arma?
—Sabía que si la usaba podía perderos a los dos. No pude hacerlo.
Rossini no hizo ningún comentario. Todavía era el ministro que dirige un ritual. Lo que quedaba de él se había ocultado tras un camuflaje. Preguntó:
—Me estás diciendo que te negaste a una posible reconciliación con tu marido, ¿no es así?
—Sí.
—¿Cómo puedes pedir, entonces, la reconciliación con Dios?
—Precisamente por eso necesito tu ayuda.
—¿Estás arrepentida de lo que has hecho?
—Estoy sinceramente arrepentida.
—¿Recuerdas el acto de contrición?
—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que lo dije.
—Dilo ahora, por favor.
Recitó las palabras con la misma formalidad con que él había pronunciado las suyas.
—Dios mío, me arrepiento de todo corazón de las ofensas que he cometido…
Cuando la breve oración hubo concluido, Rossini la reprendió una vez más.
—Ahora debes tratar de reparar, si puedes, el daño que has hecho. Además, te corresponde una penitencia.
—No tengo demasiado tiempo para ninguna de las dos cosas.
—Un solo acto bastará para ambas. Cuando llegues a tu casa, dile a tu marido lo que has podido poner en palabras ante mí.
—¿Y rogarle que me perdone?
—¿Por qué no decirlo de otro modo? ¿Podemos nosotros, al menos perdonarnos. mutuamente, por favor?
—Es la parte más difícil, ¿no? Una palabra: por favor. ¿Puedes contárselo a Luisa por mí?
—No. También eso debes hacerlo tú. Mi corazonada es que ya lo sabe casi todo.
—Trataré. Ahora, por favor, ¿me dirás que estoy perdonada?
Él alzó la mano, hizo la señal de la cruz y pronunció las palabras de absolución.
—Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.
Isabel se levantó. Su cara estaba desencajada y pálida. Sus ojos estaban húmedos de lágrimas no derramadas, pero su voz era firme.
——Gracias, pero ¿no has olvidado algo?
—Creo que no.
—¿No deberías decir: «Ve en paz»? Los dos sabemos que esto es un adiós.
—No hay adioses —dijo Luca Rossini con suavidad—. El amor es lo único que nos llevamos con nosotros al cruzar el río. Esto ya nos ha pasado antes. Recuerdo lo que me dijiste: «Hagámoslo con clase, Luca. Alta la frente, sin lágrimas, y sin mirar atrás».
—Abrázame dulcemente cuando me beses, amor mío. Me duele todo el cuerpo.
Rossini encontró a Luisa sentada al escritorio de su dormitorio, escribiendo postales. Había maletas abiertas sobre la cama. Tuvo que hacer sitio para poder acomodarse en una esquina del colchón. Luisa giró la silla para poder mirarlo a la cara, pero no hizo ningún movimiento para acercársele. Preguntó:
—¿Cómo está mamá?
—Ahora está tranquila. Está lista para volver a casa. Sólo necesitaba un poco de ayuda, y que le dieran un poco de tranquilidad.
——Gracias por dársela.
—También necesita tu ayuda. Está desesperada por reconciliarse con Raúl antes de morir.
—¿Reconciliarse? —Luisa parecía conmovida—, ¿Qué espera, exactamente?
—Quiere decirle que está arrepentida. Su problema es encontrar el momento y las palabras.
—Ése también es mi problema, Luca. No puedo encontrar las palabras que necesito decirte.
—Tal vez yo pueda ayudarte. —Aquí ya no había ritual. No había fórmula para recitar. Respondió con una sonrisa burlona—. No sabes qué hacer conmigo. Soy como una china en tu zapato, que te lastima al caminar. ¿Es así?
—Sí.
—Y amas a Raúl, que para ti es mucho mas un padre de lo que yo podría llegar a ser jamás, y pronto el dolor será un habitante más de la casa cuando tu madre parta. Así que ahora no tenemos tiempo para construir nada entre tú y yo.
—¡Todo eso, sí! Pero parece un desperdicio tan grande… Tú me gustas, Luca. Creo que podría empezar a amarte. Supongo que debería leer un poco de historia y enterarme de cómo se relacionaban los prelados del Renacimiento con sus hijos e hijas.
Rossini sonrió.
—Enriquecían a sus hijos y concertaban casamientos importantes para sus hijas. Las cosas ya no funcionan así. Los tiempos han cambiado.
—Pero no tengo tiempo. ¡No puedo abarcarlo todo! Y tú eres propiedad de ese monstruo incontrolable que es la Iglesia.
—Desempeño el servicio que ella me ordena. —Hubo cierto tono de irritación en la respuesta—. No soy de su propiedad.
—Lo siento. No quise decir eso.
—Sé lo que quieres decir. Soy como el centurión del Evangelio. Me dicen «ven», y yo acudo, «ve», y yo voy. Pero hay algo más, más importante. Tú tienes tu propia vida por delante. Si quieres ser una buena artista, tendrás que viajar, conocer a los viejos maestros y a los nuevos. Es necesario que viajes ligera de equipaje. Un padre cardenal es un equipaje demasiado pesado, pero aquí, o en algún otro lugar, puede que te resulte útil.
—¡Por favor, Luca! No quiero que me borres de tu vida.
—¿Cómo podría hacer algo así? Eres mi hija. Soy parte de tu vida para siempre. Cuando tengas hijos, seré parte de ellos también. Habrá siempre una inscripción genética que dirá: «Luca Rossini: ¡su marca!». ¡Bastante impresionante si te pones a pensarlo! Ahora, ¿puedo darle un beso de despedida a mi hija?