Hubo un silencio en la línea que le hizo pensar que la había perdido. Luego, con una voz extrañamente forzada, ella preguntó:
—¿Tú rezas, Luca?
—Digo las palabras. No sé quién las oye.
—¿Las dirás por nosotras, por mí y por mamá?
—Por supuesto.
—Y nosotras rezaremos por ti. Estaré en contacto desde Nueva York. —Hubo un breve silencio antes de que ella pidiera—. ¡Dime que me quieres, por favor!
—Te quiero, hija mía.
—Y yo te quiero a ti, papá.
La comunicación se cortó. Rossini guardó el móvil en el bolsillo; luego se inclinó sobre la balaustrada de piedra y clavó en el agua gris una mirada nublada por las lágrimas.
Monseñor Domingo Ángel Novalis era un hombre puntilloso. También era un hombre colérico. No había fuego en su cólera, sino más bien una fría astucia. Las cosas estaban torcidas; había que enderezarlas. Las ideas estaban confusas, había que aclararlas. El tiempo se acababa: quedaba menos de una semana para que los cardenales electores se internaran en el cónclave. Después de eso, las palabras y los hechos de un Pontífice muerto serían noticias de ayer que nadie recordaría. Por lo tanto, había que poner las cosas en su lugar de inmediato. De modo que, desde que abandonó la oficina del secretario de Estado, Ángel Novalis había estado muy ocupado.
Primero, llamó a un colega de Río de Janeiro, uno de aquellos laicos a quienes en el Opus Dei se llamaba «numerarios». Su nombre era Eduardo da Souza y era el editor de un importante diario conservador. Ángel Novalis le pidió que buscara en sus archivos toda la información disponible acerca del recién llegado Claudio Stagni y se la enviara. Querría tenerla dentro de tres horas. ¿Era posible? Por supuesto, de acuerdo con el beato fundador, nada era imposible si la causa era buena y uno tenía a Dios de su lado.
La siguiente llamada fue más difícil, porque él era un hombre orgulloso y odiaba tener que estar en deuda con alguien. El orden de cosas normal era que los medios de comunicación acudieran a él para obtener información. Él nunca tenía que rogar que le concedieran espacio o atención. Hoy estaba dispuesto, si no a rogar, sí al menos a pedir algunos favores. Quien estaba en mejores condiciones para ayudarlo era Frank Colson, del Daily Telegraph, que había sido su interlocutor en el Club de la Prensa Extranjera. El Telegraph no había participado en la puja por el diario papal. Colson podría estar dispuesto a publicar una última historia, antes de que la inminente elección sepultara el pasado inmediato. Colson se interesó en la idea. Concertaron un encuentro en el Caffè Greco a las cinco y media.
Ángel Novalis pasó las dos horas siguientes en su despacho preparando un relato sucinto y razonado sobre la sospechosa procedencia del diario papal y la posibilidad de que los textos fueran usados para cambiar radicalmente la política disciplinaria del difunto Pontífice. Eran casi las cinco en punto cuando llegó desde Río, por correo electrónico, la respuesta a su petición:
Claudio Stagni ha alquilado por tres años un costoso apartamento en un edificio de alta seguridad en la rua Lisboa. Su personal doméstico consiste en un cocinero, una asistenta y un chófer guardaespaldas, contratado a través de una agencia autorizada. Dada la tolerancia moral que caracteriza a esta ciudad, no hay nada que despierte comentarios sobre el estilo de vida de Stagni. Tiene afición por los jóvenes apuestos, que en esta ciudad se consiguen fácilmente, y se dice que busca relacionarse con gente de los círculos artísticos y literarios. Ha comenzado a frecuentar las galerías de arte locales y ha sido agasajado por un par de editores locales, interesados en la obra que está escribiendo sobre su vida como asistente del difunto Pontífice. Parece tener plena conciencia de los riesgos de una vida demasiado pública o demasiado disipada en esta ciudad. Cultiva el perfil discretamente bajo de un caballero dedicado a la literatura que dispone de una situación desahogada. Por otra parte, no desprecia la compañía femenina, siempre que se trate de mujeres de cierta edad y adictas al chismorreo de moda. En síntesis, es un individuo tranquilo que sabe exactamente lo que quiere, y lo consigue con mucha inteligencia.
No obstante, hay un par de notas al pie que pueden resultar útiles. Brasil está a punto de firmar tratados de extradición con algunos países, como Gran Bretaña. Stagni ha consultado a un abogado muy conocido, con quien nosotros estamos conectados, para que lo asesore sobre todos los riesgos a los que podría estar expuesto en ese sentido. No creo que Italia o el Estado del Vaticano estén en la lista para ese tratado, pero puedo averiguarlo, y no nos perjudicaría en nada comenzar una pequeña campaña de hostigamiento para desestabilizarlo.
Es una práctica muy común en este país que ha engendrado algunos siniestros subproductos, como los «Escuadrones de la muerte» y otras formas violentas de tomarse la justicia por su mano. Por el momento
no le sugiero que contemple esos métodos para alcanzar sus objetivos. Sin embargo, hay formas más simples de desestabilizar a un residente indeseable. Si se me ocurre alguna buena idea, se lo haré saber. Entretanto, seguiré hurgando.
Fraternalmente suyo,
Eduardo da Souza.
No era mucho, pero le daba materia para su charla con Frank Colson. Imprimió el texto, lo guardó en su maletín con sus otros materiales y luego escribió en su ordenador una respuesta a Da Souza:
Muchas gracias por el tiempo y la molestia. Stagni parece haberse construido un búnquer muy sólido. Sólo cabe esperar que un día pueda verse obligado a salir. No hay forma de justificar el hostigamiento violento, pero un zumbido de abejas puede provocar cierto malestar.
Fraternalmente suyo,
Domingo Ángel Novalis.
.
Cuando acabó de transmitir el mensaje, apagó la máquina y se encaminó a toda prisa al Caffè Greco, para su cita con Frank Colson.
Colson bebió su café y leyó cuidadosamente los documentos. Luego meneó la cabeza.
—Aquí no hay nada nuevo ni suficiente para un artículo, ni corto ni largo.
—¡Se equivoca, Frank! Stagni siempre ha sido sospechoso de robar el diario del Pontífice y de falsificar los documentos que lo avalan como propietario.
—Sospechoso, sí, pero nunca acusado, porque no hay una sola prueba de ninguna de las dos cosas.
—Pero es obvio que algo teme. De otro modo, ¿por qué habría de consultar a un abogado en Brasil?
—Y por qué ese abogado estaría dispuesto a defraudar la confianza de un cliente?
—Es amigo de amigos comunes. Fue una excepción para hacernos un favor.
—¡Dios nos libre de abogados semejantes! Y usted, monseñor, debería cuidarse de amigos así.
—Sigue equivocándose, Frank: hay una prueba interna en el texto. El Pontífice retractándose del trabajo de su vida. Yo he trabajado mucho tiempo para él. No puedo imaginarlo embarcado en un proyecto de destrucción en colusión con un ayuda de cámara.
—¡Él escribió el texto! —Colson estaba disgustado—. ¿Por qué? Seguramente no para que quedara enterrado durante siglos en el Archivo Secreto. Todos escribimos para comunicar algo a alguien. El ayuda de cámara era el último ser humano con quien él hablaba por la noche. Era el mediador más natural entre el Pontífice y la feligresía, fuera cual fuese, a la que quería llegar.
—Si usted cree que esa feligresía es la Iglesia en general, está equivocado. Todos sus esfuerzos estuvieron encaminados a confirmar la autoridad de la jerarquía y reducir la intervención del laicado. ¿Por qué iba a entregarse a arruinar el trabajo de toda su vida?
—Porque en última instancia no estaba satisfecho con él. Hay escultores que destruyen sus obras. Pintores que acuchillan sus telas. Para mí, esto debe interpretarse como una confesión y una advertencia: «La estructura que he construido es defectuosa. No la obliguen a soportar muchas más tensiones. Extiéndanse en otras direcciones. Presten atención a los cimientos».
—¡Yo no lo interpreto así, Frank!
—¿Cómo entonces?
—Una debilidad repentina de un hombre anciano y abrumado por el trabajo. Invadido por el pánico, confesó un temor íntimo. Lo que escribió cayó en manos de un ladrón. Ahora puede ser usado para subvertir la vida espiritual de la Iglesia.
—¿Subvertir? Ésa es una palabra muy fuerte, muy categórica. Está diciendo que el propio Pontífice escribió la fórmula para la subversión.
—No creo que su intención fuera que se lo usara así.
—El texto es muy claro. Si no es válido, ¿quién está autorizado a interpretar su intención?
—El nuevo Pontífice. Mientras la Sede esté vacante, nada cambia.
Frank Colson no pudo reprimir una sonrisa.
—Eso, mi querido monseñor, es puro mito, pura fábula. ¡Por supuesto que las cosas cambian! Opiniones, tácticas, matices, cambian a medida que hablamos, a medida que los prelados se reúnen en los institutos religiosos de la ciudad entera. El mundo no se queda esperando al nuevo residente que ocupará los aposentos papales: no deja de girar, y nosotros, pobres diablos, pendemos de él prendidos con alfileres.
—Lamento que se sienta así, Frank. Había abrigado la esperanza de…
—Tranquilícese, amigo mío. Tendrá su historia. Tendré que amañarla un poco, usar algunas de las cosas de las que hemos estado hablando, pero sí, le daremos al tema el espacio que se merece.
—Gracias. Al menos puedo pensar que he cumplido con un acto de piedad por este hombre. No olvidaré este favor, Frank.
—Nunca lo había visto ansioso por colocar una historia.
—Estoy enfadado. Se ha perpetrado un mal. Quiero verlo enmendado.
—La mejor forma de hacerlo es volver a poner el acontecimiento en el centro de la escena y dejar que el público decida por sí mismo. ¿Le molesta si me marcho ahora? Tengo que escribir esto y enviarlo a Londres.
—¿Estará en la edición de mañana?
—Espero que sí. Pedí que reservaran el espacio.
—Pero, si no me equivoco, usted dijo que no había nada nuevo en el material que le di.
—Un viejo truco, monseñor, para hacer que el narrador justifique su línea argumental. Su texto era bueno. Su actuación fue mucho más elocuente.
Monseñor Ángel Novalis pidió otro café y tarta de chocolate. Era un hombre demasiado inteligente para no darse cuenta de que había sido forzado a cometer una indiscreción. Ya no estaba transmitiendo la opinión oficial del Vaticano: estaba agregando un comentario personal. Por otra parte, ¿qué importaba? Sus horas en el cargo estaban contadas. Bajo un nuevo Pontífice, bien podría ocurrir que el propio Opus Dei se viera empujado a una travesía por los desiertos de la enemistad oficial. Así era la vida en una Iglesia imperial. Los institutos religiosos eran los ducados y baronías, los marquesados y corporaciones del pueblo llano, en los que las propiedades y el dinero, y el poder de hombres y mujeres, se ponían a disposicion de un Pontífice para el pueblo de Dios. A veces gozaban del mayor favor. Otras veces se les despojaba tanto de la gracia como del favor. No obstante, era raro que se les rescindieran sus privilegios oficiales. Sólo una mancha superlativa en su reputación podría hacer que les fueran retirados.
«De modo que paciencia y tranquilidad. Has procurado proteger el honor de un hombre a quien tú mismo serviste con honor. Si en este servicio final tropezases y derramases vino sobre la mesa, puedes disculparte, pasar el trapo y luego retirarte con toda la gracia de que seas capaz. Si Dios quiere, mañana será otro día.»
Ahora que su propia historia estaba a buen recaudo, Ángel Novalis pensó que podría hacer una excursión al Club de la Prensa Extranjera para saber qué otras historias se estaban lanzando al mundo, y cómo estaban empezando a conformarse las apuestas respecto al nuevo Pontífice. Le echó una mirada a su cartera para asegurarse de que tenía el efectivo suficiente para invitar a un par de rondas en el bar. Él, por su parte, sólo bebía agua mineral, pero creía que un clérigo asalariado debía pagar sus gastos como cualquier hijo de vecino. Observó con satisfacción que Frank Colson le había dejado la cuenta del café. La pagó, y se internó en la plácida noche otoñal.
En el Club de la Prensa, Fritz Ulrich festejaba la presentación editorial de su material sobre los jenízaros del Imperio Otomano. Un editor astuto había descubierto las posibilidades del artículo y lo había desplegado en una doble página con ilustraciones de un conocido caricaturista satírico, Georg Albrecht Kirchner.
La simple analogía que Ulrich había propuesto entre los jenízaros —niños cristianos cautivos convertidos en encarnizados soldados del islam— y el clero célibe de la Iglesia romana, cada vez menos numeroso, plagado de escándalos sexuales que daban lugar a resonantes juicios por daños, había sido interpretada en el contexto de una confrontación global entre la cristiandad y un islam fundamentalista en plena etapa de resurgimiento. Era un artículo vigoroso y cosechó muchos elogios.
Steffi Guillermin lo alabó con generosidad.
—Te confieso, Fritz, que no le presté demasiada atención al tema cuando me lo mencionaste. Pero, con este despliegue, y las caricaturas que subrayan la alegoría, resulta magnífico. Despertará discusiones sobre muchos otros temas: Argelia, Serbia, Indonesia, Paquistán…
—Me hace sentir orgulloso. —Ulrich estaba contento como un estudiante—. Y Kirchner es muy inteligente. Mira qué simple lo hace parecer: cambia las mitras por turbantes, luego destaca las vestiduras sacerdotales de un lado y los trajes ceremoniales de las tropas otomanas del otro.
Presto!
El motivo es claro, y mi texto aporta el argumento. ¿Cómo ha quedado tu artículo, el retrato del cardenal Rossini?
—No estoy segura. Tiene algo bueno, pero hay zonas oscuras del hombre a las que todavía no he llegado. Pero no dispongo de más tiempo. Tengo que entregarlo mañana por la mañana.
—¿Te importa si le doy un vistazo? Ya sabes que vamos a publicarlo en alemán.
—Estás invitado.
Abrió el documento en la pantalla de su
lap—top
. En el momento en que Ulrich se sentaba a leerlo, llegó a la mesa Ángel Novalis, saludó a Steffi Guillermin y a Fritz Ulrich. Preguntó si estaba interrumpiendo algo. Guillermin le aseguró que no, y le explicó lo que estaba haciendo.
—Una última revisión al retrato que hago del cardenal Rossini.
—¿Le molestaría si leo por encima de su hombro? Se acordará que yo estaba allí, supervisando la entrevista. Me encantaría ver lo que ha hecho.