Eminencia (35 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

BOOK: Eminencia
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—Tal vez usted pueda ayudarme a pulirlo.

Ángel Novalis ocupó su puesto detrás de ellos y leyó el texto a medida que se desplegaba en la pantalla. Guillermin bebió un trago y esperó. Lo que pudiera decir Ángel Novalis podría ser valioso o irrelevante. Fritz Ulrich, en cambio, era un profesional, y su gente, en Alemania, había pagado una buena suma por los derechos. Él tenía un interés muy particular por el texto definitivo. Su primer comentario fue elogioso.

—Es un buen retrato, Steffi, a pesar de que tuviste que cincelarlo en una piedra muy dura. Pero hay una pregunta que no has contestado.

—¿Cuál es?

—Su difunta Santidad era un hombre sin términos medios. «Intrínsecamente bueno, intrínsecamente malo.» Esas dos frases aparecen en todos los documentos de su reinado. De modo que ¿por qué promocionó a un hombre dañado como Rossini? ¿Por qué le ofreció el capelo rojo? ¿Por qué lo envió como su delegado personal a cumplir misiones confidenciales en todo el mundo?

—Creo que he respondido a eso con bastante claridad —dijo Steffi Guillermin—. Si retrocedes hasta el tercer párrafo, verás que está en el texto. En los muchos años que han pasado desde que regresó a Roma, la vida que ha vivido Rossini ha sido intachable. No está dispuesto a negar su deuda con la mujer que le salvó la vida, ni tampoco el perdurable afecto que siente por ella. El difunto Pontífice respetó esa actitud. ¿Cómo podría no haberlo hecho? De eso se trata en el cristianismo: la reconciliación, el crecimiento, los progresos que hacen los peregrinos sobre la marcha, y siempre el amor.

En ese preciso momento, Ángel Novalis decidió intervenir en la discusión. Preguntó:

—¿Cuál es su balance final sobre Rossini?

Steffi Guillermin frunció el entrecejo con resignación.

—Ése es mi problema. No tengo un balance final. Usted estuvo presente en la entrevista. Vio lo que sucedió. Él nunca eludió una pregunta. Respondió a todo lo que le pregunté. Pero no explicó nada de nada, y mucho menos de sí mismo. En parte, lo comprendo. He visto pruebas de lo que le hicieron en esos años. Fue una afrenta terrible.

—Hace veinticinco años —dijo Fritz Ulrich—. ¿Cuánto tiempo necesita un hombre para curarse?

Steffi Guillermin se volvió hacia él, súbitamente encolerizada.

—¡A veces, toda una vida no es suficiente!

—¿Y cómo sabes eso?

—Porque tuve un padre que era un animal —dijo Steffi Guillermin fríamente—. Hizo que me apartara de los hombres para toda la vida.

—Lo siento —dijo Fritz Ulrich—. Perdón por todos mis malos chistes. Lo siento de veras.

—¡Por amor de Dios, Fritz! Vuelve a tus malditos jenízaros y déjame tranquila.

Ulrich se puso de pie sin abrir la boca y se fue hacia el bar con el rabo entre las piernas. Ángel Novalis cambió de tema.

—Entiendo el problema que se le plantea para definir a este hombre, Steffi. Desde hace más de un cuarto de siglo, Rossini ha tratado de hacerse invulnerable. Se ha convertido… ¿cómo decirlo? En un enorme iceberg en cuyo centro arde una hoguera. Uno alcanza a ver el fuego, pero no puede acercarse lo suficiente para sentir el calor. Uno se pregunta si un buen día el fuego terminará por derretir el hielo, o si el hielo acabará por apagar el fuego.

—¿Le gustaría arriesgar una hipótesis, monseñor? Después de todo, usted ha contado su propia experiencia tras la pérdida de su esposa, y cómo encontró la salvación, o al menos un puerto seguro, en una fraternidad religiosa. ¿Diría usted que la Iglesia ha satisfecho esa necesidad en el caso del cardenal Rossini?

—Yo diría que probablemente no, al menos hasta esta altura de su vida.

—¿Por qué no?

—Porque él nunca se ha entregado por entero a la Iglesia: en su propio país vio demasiado a menudo cómo ella conspiraba con los gobiernos militares. Es una Iglesia que tuvo sus mártires, por cierto. Rossini mismo sufrió por la fe, pero aquellos mártires eran lo que son los mártires en general: marginales que se convierten en héroes y heroínas después de su muerte. A pesar de su ascenso al poder, y él sin duda ejerce el poder de que dispone, el Rossini que hoy conocemos sobrevivió gracias a la mujer que fue su auténtica

salvadora, la restauradora del cántaro roto. ¿Sabía usted que ella estaba en Roma?

—Lo sabía. Traté de concertar una entrevista. Se negó. Me han dicho en el hotel que se ha puesto enferma y que sale mañana hacia Nueva York con su hija.

—De hecho, su enfermedad es mortal —dijo Ángel Novalis—. Rossini llamó al médico papal, el doctor Mottola, para que la atendiera.

—¿Qué ocurrirá cuando ella lo haya abandonado definitivamente?

—No lo sé. A veces me he preguntado qué me pasaría a mí si perdiera todos mis apoyos. A veces me he preguntado si podría haber sido un hombre más sabio, un hombre mejor en última instancia, si me hubiese visto obligado a adoptar otro proyecto de realización personal. Y otras veces he pensado en…

—¿En qué, monseñor? .

—En la parábola de la casa vacía, pulcra y engalanada, y en los siete diablos que se instalaron a vivir en ella.

—¿Piensa usted que Rossini tiene diablos viviendo en su casa?

—Todos los tenemos, Steffi. Pero a los demonios de Rossini va a tener que ponerles nombre usted.

Mientras lo decía, recordó que un diablillo travieso estaba golpeando en la ventana de su propia alma. Su fraternal colega de Río había instalado a aquel diablillo, no como inquilino permanente sino más bien como a un bufón.

Era divertido imaginar a Claudio Stagni, a salvo en su exilio de nuevo rico, repentinamente acosado por moscardones y punzantes avispas. Luego, debido a que era un hombre dotado de una conciencia refinadamente lúcida, Ángel Novalis comprendió que no se trataba de un diablillo bufonesco, sino de todo un señor diablo, con lo que resultaba evidente que las perversiones del poder podían servir la causa de la justicia. Sintió que un involuntario estremecimiento lo recorría.

Steffi Guillermin lo escrutó con una mirada inquisidora.

—¿Ocurre algo?

Ángel Novalis atinó a sonreír en medio de su turbación.

—Un pensamiento inoportuno. Estamos hablando de diablos. Acabo de divisar uno por el rabillo del ojo.

—¡Vaya pensamiento! —Steffi Guillermin se volvió hacia la pantalla—. Tal vez ésa sea la clave. Rossini es un hombre que ha visto al diablo cara a cara y no puede relacionarlo con ninguna visión de la bondad. La creencia en un creador que hace el bien es difícil de sostener. Eso es algo que entiendo muy bien.

—¿Ha leído usted
El Quijote
? .

—Hace años. ¿Por qué lo pregunta?

—Hay una frase que se me ha quedado grabada en la memoria: «Tras la cruz está el diablo».

—No la recuerdo. Pero tiene sentido. Déjeme jugar un rato con esto. ¿Me podría conseguir un trago por favor? Gin tonic. Y ofrézcale uno a Fritz Ulrich con mis saludos. El hombre estaba tratando de ser agradable y yo le gruñí. Pero, por Dios se lo pido, no lo traiga otra vez aquí.

Se volvió hacia la pantalla y escribió un nuevo comienzo:

«Luca Rossini, posible candidato papal, es un hombre complejo, nada fácil de descifrar."

En la intimidad de su despacho, Frank Colson elaboraba su versión de la teoría de Ángel Novalis respecto a la subversion. Sabía muy bien que la procedencia y la autenticidad de los documentos eran temas muertos que pronto serían sepultados por una avalancha de especulaciones a propósito de la elección, y de páginas de periodismo gráfico dedicadas al nuevo titular de la Sede de Pedro. Tenía dos razones para retomar el final de la historia: el propio Ángel Novalis y el futuro del Opus Dei en un nuevo pontificado.

Su propia historia personal explicaba muy bien a Ángel Novalis. Hombre despojado, se había comprometido hasta la obsesión con una fraternidad que le había dado sentido y orientación a su vida. Se había formado en un mundo de banqueros en el que cada artículo debía ser cuidadosamente contabilizado. En consecuencia, el Opus Dei se le presentó como el último y el más seguro de los refugios de la ortodoxia en un mundo que se encaminaba rápidamente al infierno. La peligrosa noción de una Iglesia de unos pocos elegidos, fieles en medio de la decadencia universal, estaba inscrita en el pensamiento que los guiaba. El énfasis que ponían en aquella palabra tan exagerada, «subversión», parecía ser la clave de vastas zonas de su pensamiento y de la sensación de ultraje del propio Ángel Novalis. Colson comenzó, como era su costumbre, por esbozar una introducción general.

El diario papal, que según se cree fue robado, y cuyos derechos de publicación se basan en un documento aparentemente amañado, bien puede ser algo más: un anteproyecto para la subversión de la vida espiritual y la disciplina de la Iglesia.

Ésta fue la opinión personal que arriesgó hoy monseñor Ángel Novalis, Jefe de la Oficina de Prensa y portavoz oficial del Vaticano. Conviene aclarar que el comentario no respondió a una solicitud de este corresponsal. Fue monseñor Ángel Novalis quien pidió que se diera a conocer su punto de vista personal. Acudió a nosotros porque no estamos entre los medios que publicaron el mencionado diario.

Preguntado respecto al término que empleó, «subversión», Ángel Novalis insistió en que era exacto. Afirmó que el fragmento del diario del difunto Pontífice correspondiente a la noche anterior a su colapso era «la confesión de un hombre asaltado por el pánico, una súbita debilidad de un hombre muy anciano y abrumado por el trabajo». Y manifestó su temor de que esta momentánea pérdida de confianza pudiera ser utilizada para destruir la autoridad del propio Pontífice.

Se le señaló que esa interpretación encerraba una contradicción en sí misma, ya que se trataba justamente de las palabras que había escrito el Pontífice. Ángel Novalis se refugió inmediatamente en un legalismo: la Sede de Pedro está vacante. Todas las disposiciones existentes siguen en vigor hasta tanto un nuevo Pontífice no las modifique. Y fue más allá: aseguró una vez más que los documentos habían sido robados, y que por tratarse de expresiones privadas carecían, de hecho, de toda validez canónica.

Ante nuestra insistencia, Ángel Novalis admitió que no se habían reunido pruebas contra el vendedor de los documentos, Claudio Stagni, quien vive actualmente con cierta suntuosidad en Río de Janeiro. Sin embargo, sabemos que un colega de Ángel Novalis en Brasil se dedicó, al menos oficiosamente, a buscar dichas pruebas.

Para este corresponsal, los rasgos más curiosos de esta situación son la evidente indiferencia de las autoridades del Vaticano, que parecen resignadas a considerar el diario como un incidente desafortunado que será olvidado con el tiempo, y la repentina explosión de ira y preocupación del propio Ángel Novalis.

Su lealtad personal al difunto Pontífice es cosa sabida. Su comportamiento se ha caracterizado siempre por una fría indiferencia en las controversias y una precisión de purista en la comunicación de los puntos de vista del Vaticano.

No podemos dejar de preguntarnos si se ha tornado repentinamente sensible a las inevitables luchas partidarias del período «sede vacante», o si acaso él mismo ha tomado partido, hasta el punto de hacer lo posible para desacreditar a aquellos que no coinciden con las políticas vigentes y procuran cambiarlas a través del proceso electoral. Habida cuenta de que ha dedicado su vida a la fraternidad del Opus Dei, mi opinión es que se siente perturbado por cualquier desafío a los rígidos condicionamientos que ella impone. Aquellos que viven en estrecho contacto con la sede del poder, se intranquilizan cuando el poder está en suspenso o cuando empieza a cambiar de manos…

A medida que iba escribiendo se volvía más elocuente. Cuando puso el punto final, Colson comprendió que lo que había escrito era el obituario de un leal servidor que había arriesgado su carrera para defender una posición a la que su difunto amo ya había renunciado. Sin embargo, no sentía remordimiento alguno. Así era el juego en el mundo de las noticias. Todos querían ganar. Alguien tenía que perder.

Releyó el artículo y decidió que no rectificaría nada de lo que había escrito. Después de todo, ésa era la norma habitual del Vaticano.
Quod scripsi, scripsi
. Lo escrito, escrito está. No había que descartar la posibilidad de que hubiera algún cambio, pero llevaría siglos completarlo, a menos que un nuevo Pontífice se decidiera a hacerlo. Pero hasta su nombre seguía siendo un secreto, a buen recaudo en la mente de Dios.

Frank Colson firmó el artículo y lo envió a Londres.

Esa noche, Luca, cardenal Rossini, llegó a su casa temprano. Todavía se sentía agobiado por aquel estado de ánimo crepuscular que se traducía en una sensación de desolación e impotencia. Sabía por experiencia que el único remedio para aventarlo era la rutina, un rosario de monótonas labores que emprendería sin la menor expectativa de alivio.

Saludó a sus empleados, pidió que le prepararan una cena ligera, y luego se recluyó en su dormitorio para darse un baño y ponerse el pijama y la bata. Después leyó las últimas horas de su breviario: vísperas y completas. Las cadencias de los salmos con las que su voz estaba familiarizada, y que eran tan sedantes para sus oídos, le sonaban sin embargo como si fueran pronunciadas por otro. Más que oraciones eran conjuros. Parecía como si su voluntad se tensara ante ellas, como podría tensarse ante el redoble de unos tambores y el chocar de unos platillos en el templo de unos dioses desconocidos.

Su única compañía mientras comía fue la sinfonía
Oxford
de Haydn, en la versión de la Filarmónica de Viena. La música logró lo que los salmos no habían conseguido, acalló a los locuaces fantasmas, silenció todas las cavilaciones e impuso la estructurada sinrazón del puro sonido a los complicados razonamientos de los teólogos y los filósofos y a los obstinados legalismos de los canonistas.

Cuando la música concluyó y él terminó su cena, llevó la bandeja a la cocina, dio las buenas noches a sus empleados, y fue a sentarse ante su escritorio, armado de lápiz y papel. Normalmente habría usado su procesador de textos, pero la tarea en la que estaba a punto de embarcarse era de un carácter tan íntimo y privado que la máquina se le aparecía súbitamente como un intruso. Comenzó por escribir, sin el menor tropiezo ni vacilación, las palabras que el secretario de Estado le había sugerido. «Soy Luca, vuestro hermano…»

Sin embargo, a medida que las escribía, sabía que no serían bien recibidas por todos los que habrían de escucharlas. Pensándolo mejor, tal vez no fuera un comienzo tan bueno. «Hermano» y «hermana» eran palabras cargadas de connotaciones, incluso en la Iglesia milenaria. Había en ellas un matiz de populismo del que todavía no se habían desprendido. Orden y jerarquía eran una moneda más estable y más reconocible. Hasta en el Colegio Electoral había grados y títulos: cardenales arzobispos, cardenales obispos, cardenales sacerdotes, cardenales diáconos, y mucho tiempo atrás había habido también laicos que disfrutaban del título y los beneficios del rango. En el Colegio Electoral todos eran iguales pero, tal como estaban las cosas, algunos eran más iguales que otros. De modo que cambió un poco la frase: «Soy Luca, vuestro hermano. Como vosotros, soy un siervo del Verbo».

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