Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (19 page)

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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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Muchos otros recodos de la vida, en los que recordaba haber pasado crisis peores que la que por entonces me agobiaba, fueron evocados esa tarde, sin resultado alguno, como es obvio. Resolví salir a la calle para andar un poco y aprovechar el buen tiempo. Dejé las callejas con los bazares hindúes y me iba acercando a la zona de los grandes hoteles cuando, sin señal alguna que lo precediera, empezó a caer un aguacero que bien pronto se convirtió en verdadera tromba que amenazaba arrastrar con todo. Me guarecí en la primera entrada que encontré. Se trataba de un pequeño hotel con ciertas pretensiones de lujo, en cuyo vestíbulo, fuera de las sillas de costumbre y las mesas con periódicos y revistas más o menos atrasados, había algunas máquinas tragamonedas alineadas en el costado que daba a la piscina y al patio principal. Traté de no hacerme muy notorio, aunque el lugar parecía desierto. No solamente estaba empapado sino que mis ropas hacía mucho habían perdido la última oportunidad de ser presentables.

La vi de espaldas, manipulando una de las máquinas que producía toda suerte de sonidos y campanilleos anunciadores de un acierto en las figuras. Dudé un instante. Era casi imposible que estuviera en Panamá, si me atenía a las últimas noticias que de ella tenía. Me acerqué y volvió el rostro con esa expresión tan suya de regocijada sorpresa que a cada instante le afloraba con cualquier pretexto. Sí, era ella. No cabía la menor duda:

—¡Ilona! ¿Qué haces aquí? —acerté a decirle torpemente.

—¡Gaviero loco! ¿Qué diablos haces tú en Panamá?

Nos abrazamos y luego, sin decir palabra, fuimos a sentarnos en un pequeño bar que había en el patio, protegido por una marquesina invadida por enredaderas. Pidió dos vodka-tonics. Se quedó mirándome un rato que pareció interminable. Luego, me dijo con un tono en el que se insinuaba cierta alarma casi piadosa:

—Ya veo. No andan bien las cosas, ¿verdad? No, no me cuentes ahora nada. Tenemos todo el tiempo del mundo para ponernos al día. Lo que me preocupa es encontrarte precisamente en el lugar en donde jamás debieras haber anclado. De aquí no sale nadie y menos si llega hasta donde veo que tú has llegado. Aquí hay que estar de paso, nada más. Sólo de paso. Pero, dime, allá adentro, ya sabes a lo que me refiero, allá, en el fondo, donde guardas lo tuyo, ¿cómo está todo? —me miraba con atención de pitonisa fraterna, de hembra que conoce muy bien al hombre al que interroga.

—Eso, ahí —le contesté con voz que a mí mismo me sorprendió por regocijada y serena—, sigue muy bien. Todo en orden. Lo malo es lo otro. Lo de afuera. Tienes razón, aquí era justamente donde no había que vararse, pero así sucedió, no tuvo remedio. Tengo dos dólares en el bolsillo y son los últimos. Pero ahora que te veo, que te siento aquí, frente a mí, te confieso que todo eso se convierte en un pasado que se esfuma en este instante gracias al vodka, al olor de tu pelo y al acento triestinopolonés de tu español. Vuelvo otra vez a sumergirme en algo muy parecido a la felicidad.

—Muy mal deben andar las cosas para que te pongas sentimental y galante. Además, no te va —comentó riéndose con ese sarcasmo que solía usar siempre para esconder sus sentimientos. Entrábamos de lleno al tono normal de nuestras relaciones, hecho de un humor que, a menudo, podía llegar a lo macabro y de la regocijada constatación de los lazos que nos unían y de los saltos de carácter que, sin separarnos, acababan siempre lanzándonos hacia caminos opuestos.

Con las monedas que había ganado pagó la nota de las bebidas, dejó una propina de rajá y se puso de pie. «Ven —me dijo—, sube a secarte la ropa y a darte un baño. Pareces amante de gitana pobre». La seguí hasta el ascensor y subimos a su cuarto. Me obligó a entrar en la tina llena de agua caliente y metió mi ropa en una bolsa de lavandería del hotel. Me afeité con el rastrillo con el que se rasuraba las piernas. Por las ventanas abiertas tornaba el calor espléndido después de la lluvia, que otra vez se alejaba manchando el mar con una ceniza sombría. Se acostó a mi lado en la gran cama doble y comenzó a acariciarme, mientras murmuraba a mi oído, con voz profunda imitando la del benedictino que nos guió una vez por la Abadía de Solesmes: «Gaviero loco, Maqroll jodido, Gaviero loco, Maqroll ingrato», y así hasta que, entrelazados y jadeantes, hicimos el amor entre risas; como los niños que han pasado por un grave peligro del que acaban de salvarse milagrosamente. Con el sudor, su piel adquiría un sabor almendrado y vertiginoso. La noche llegó de repente y los grillos iniciaron sus señales nocturnas, su cántico pautado de silencios irregulares que recordaban el ritmo de alguna respiración secreta y generosa del mundo vegetal. Por las ventanas abiertas entraba un olor a tierra mojada, a hojarasca que empieza a descomponerse. La música de un restaurante chino, contiguo al hotel, nos recordó un episodio compartido en Macao del que salimos vivos de milagro. Ninguno de los dos lo mencionó. No hacía ninguna falta.

Ilona. Todo un personaje, la mujer. Cuántas cosas he vivido a su lado y cuántas podían aún sucederme en su compañía. Había nacido en Trieste de padre polaco y madre triestina, hija de macedonios.

—Pronuncia bien. Así, mira: Thesaloniki —y apoyaba la lengua bajo los dientes delanteros. Ilona Grabowska—
grande famille
—solía comentar con sorna. El apellido pasaba por distintos avatares, según las circunstancias. En cierta ocasión la encontré en Alicante, circulando como Ilona Rubinstein. Cuando le comenté que estaba exagerando un poco, arguyó razones que tenían que ver con un complejo negocio de tapetes que habíamos emprendido para decorar un banco de Ginebra y, en verdad, el apellido ayudaba al asunto por las vías más inesperadas. Era alta y rubia. Tenía ademanes un tanto bruscos. El pelo corto, color miel, se lo acomodaba constantemente con un gesto de la mano que la hacía reconocible a primera vista aunque estuviera a mucha distancia. Cuando la vi en el vestíbulo, ella tenía las manos ocupadas en el tragamonedas y de allí mi desconcierto momentáneo. A los cuarenta y cinco cumplidos sus piernas esbeltas y firmes avanzaban imprimiendo al cuerpo ese elástico balanceo propio de los adolescentes. El rostro redondo, los labios sobresalientes y bien delineados, denunciaban la sangre macedónica. Los dientes delanteros grandes y ligeramente prominentes le daban una perpetua expresión burlona e infantil. La voz, algo ronca, pasaba de los acentos graves a una gama cantarina cuando deseaba afirmar algo con énfasis o relatar algún hecho que la emocionaba especialmente. Nunca se le conoció un hombre por mucho tiempo. Pero conservaba con sus amigos, algunos de los cuales habían sido amantes ocasionales, una lealtad a toda prueba y una preocupación por lo que pudiera sucederles que llegaba, a menudo, hasta el sacrificio. No tenía la menor idea del valor del dinero y lo usaba indiscriminadamente sin parar mientes en quién era el dueño. Tampoco tenía apego alguno por las cosas, de las que podía prescindir con una facilidad instantánea. La vi una vez quitarse una bella pulsera que compró en Estambul, para dársela a un chofer que nos había llevado hasta Mendoza a través de los Andes, por una carretera prácticamente intransitable. Había algo que la sacaba de sus casillas, era la tontería, la necia estulticia mezclada con la pomposa suficiencia, tan comunes entre gentes apegadas a las opacas rutinas de la pequeña burguesía y que suelen también pulular en la burocracia, idéntica en los cinco continentes. A un infeliz gerente de banco en Valparaíso, que intentó dictarle cátedra sobre la imposibilidad de hacer ungiro al exterior, le soltó, de repente, en voz tan alta que oyeron hasta los que pasaban por la calle: «Váyase a la mierda con todo y sus anteojitos de moldura dorada y sus "transacciones bancarias reguladas", ¡huevón!», y le volvió la espalda después de hacerle una seña con el brazo que dejó al hombre aún más perplejo.

La conocí en una
crêperie
de Ostende, donde me había refugiado huyendo de la lluvia. Una de esas lloviznas heladas, menudas, persistentes, típicas de Flandes, que nos dejan empapados en segundos sin que nos demos cuenta. Entró poco después de mí. Yo me hallaba sentado en una frágil mesita, recostado en la vidriera que daba al muelle, saboreando una crepa con
ricotta
. Ella, sin verme, sacudió la cabeza para secarse el pelo y el agua me cayó encima. «¡Ay, perdone! Me da la impresión que le arruiné la crepa. Pidamos dos y lo acompaño mientras cesa de llover». Era imposible negarse a una invitación hecha con tan cordial desenfado. Nos hicimos amigos. Vivimos juntos varios meses, andando por los puertos de la Mancha y de Bretaña enfrascados en un complejo negocio de contrabando de oro. Idea de un austriaco que fue su amante y había caído en manos de la policía en Zurich. «Quiso involucrarme en otras estupideces suyas, cometidas en New York. Se portó como una rata, pero la idea del oro puede funcionar por un tiempo». Con esas palabras había liquidado el asunto del austriaco. Nunca lo volvió a mencionar. Tenía esa capacidad de olvido absoluto para quienes habían violado las leyes no escritas que imponía a la amistad y que se extendían, en buena parte, a toda relación de negocios o de cualquier orden que se le presentara en la vida. Terminamos instalándonos en Chipre y allí se nos unió Abdul Bashur. Traía la idea de los banderines de señales para la marina mercante que, con leves modificaciones en sus formas y colores, servían a los contrabandistas para comunicarse entre sí y darse el alerta sobre las actividades de los guardacostas. Lo ensayamos con el
Hansa Stern
de Wito y con dos cargueros libaneses y el asunto marchó a la perfección. Ilona acabó estableciendo con Bashur una relación amorosa en la que tomaba un tono protector y mi buen Abdul jugaba a que eso le parecía lo más natural del mundo. Él, que dominaba hasta las más intrincadas y laboriosas artes de la astucia que suelen practicar los levantinos desde niños. Como sólo Ilona sabía hacerlo, todo sucedió sin la menor dificultad entre nosotros y sin que la antigua y mutua consideración que a Bashur y a mí nos unía, sufriera menoscabo alguno. Me instalé un tiempo en Marsella para promover lo de las señales y ellos se fueron a Trieste a liquidar una herencia de nuestra amiga. Herencia que luego se evaporó entre impuestos y multas pendientes que pesaban sobre la propiedad en litigio. «Yo que creía —comentaba Ilona— que iba a heredar al menos el castillo de Miramar. Sólo me tocaron las deudas de la cabaña del guardabosque», y soltaba su risa estrepitosa y jocunda.

No volvimos a vernos por varios años hasta que, un día, me la encuentro al subir al
ferry
que lleva a la Isla de Man. Caía esa permanente lluvia escocesa que tanto ayuda a resaltar los verdes de la vegetación y ataca los bronquios con implacable puntería. Nos refugiamos en una modesta pensión de Ramsey, yo con cuarenta de fiebre y una laringitis que me mantenía mudo y ella aprendiendo a tejer unos improbables suéteres cuyas mangas jamás lograban coincidir. De allí nos rescató Wito, enviado por Abdul. Viajamos a Rabat para curarme los bronquios e iniciar lo de las alfombras para el Banco de Ginebra. Ilona viajó luego a Suiza y meses después nos dimos cita en Alicante. Fue allá donde la hallé transformada en Ilona Rubinstein.

Tenía la condición de aparecer y desaparecer de nuestras vidas. Al partir, lo hacía sin que pesara sobre nosotros ninguna culpa ni hubiera, de nuestra parte, motivo para llamarnos a engaño. Al llegar, traía una especie de renovada provisión de entusiasmo y esa capacidad tan suya de disipar, en un instante, todas las nubes que se hubieran acumulado sobre nosotros. Con ella se partía siempre de cero. La inagotable provisión de recursos que tenía a la mano para salir del mal paso nos daba la impresión de que a su lado inaugurábamos cada vez la vida con todos los obstáculos resueltos providencialmente.

Le conté el episodio del
Hansa Stern
y la muerte de Wito. «Ya lo sabía —se limitó a decir—. Lo sabía desde cuando lo vi por primera vez. A la vida no le gusta que la traten así, como si estuviera sentada en el banco de la escuela». Terminé relatándole mis intentos en Panamá para hallar la salida del túnel en que me encontraba. La historia del cochero vienés le produjo una hilaridad incontenible. «Los conozco muy bien —comentó—. Me parece verlo. Lo miran a uno como si no fuera a pagar. En Trieste quedaban algunos. Los veía cuando iba a la escuela de mano de mi padre. Siempre se quitaban el sombrero al saludarlo y le decían con mucho respeto y esa voz gruesa de bajo ruso: "Buenos días, señor conde". Ya sabes que mi padre no era conde, desde luego, pero en Trieste todos lo llamaban así por su porte y sus ademanes de oficial de lanceros». Cuando le conté de Abdul y las libras que me facilitó, justo cuando él mismo pasaba por malos tiempos, se limitó a mover la cabeza y a sonreír cariñosamente, como indicando que conocía de memoria esa fase entrañable de nuestro común amigo. Al terminar mi historia, que ella había insistido en escuchar antes de relatar la suya, Ilona se puso de pie, fue a darse una ducha y regresó envuelta en una toalla. Sentada a los pies de la cama, frente a mí, comenzó, con una expresión entre seria y ausente: «Lo mío es más sencillo, Gaviero, y menos interesante. Después de lo que tú llamaste la "operación alfombra" y te fuiste al Perú con la necedad esa de las canteras de Chiclayo, viajé a Oslo donde vive una prima que tiene un negocio de artículos de belleza fabricados a base de algas marinas. Una historia de esas que los franceses llaman
á dormir debout
. Allí pasé dos años como socia suya. Un fracaso, como era de esperarse. A quién se le ocurre un negocio de esa especie en un país en donde más de la mitad del año es de noche y las mujeres tienen piel de niña y estatura de artillero. En Oslo volví a encontrar a Eric Bandsfeld, aquel luxemburgués que quería casarse conmigo en Chipre y a quien tú pasaste toda una noche explicándole que yo no sería nunca esposa de nadie y que llevaba ya quemada media vida en cosas muy diferentes a las tareas del hogar. Parece que lograste convencerlo, a pesar de su sajona tozudez incorregible. En esta ocasión llegó con intenciones un poco menos ambiciosas y lo acompañé en dos viajes a Hong-Kong. Seguía con el asunto de las perlas, que le había dado tan buenas ganancias cuando lo conocimos. Las cosas cambiaron y tuvo que mudar de actividad. Instaló en Bruselas un restaurante vegetariano. Al comienzo, aquello fue como las cremas de algas en Oslo, pero luego, las belgas entraron por el aro de las dietas para adelgazar. Bien lo necesitan, ya las conoces. Eric se instaló allí definitivamente con una mina de oro en las manos. Me fui al África del Sur y puse un cabaret con
strip-tease
que trataba de copiar el Crazy Horse. Todo marchó bien hasta cuando comenzaron los problemas raciales. Las autoridades me exigieron que despidiera a dos preciosas haitianas que imitaban un acto de amor mientras una hablaba por teléfono. Era el número fuerte del negocio. Preferí liquidar y regresé a Trieste. Bueno, no te voy a contar todo en detalle. Dos o tres aventuras de rutina, de esas que uno comienza a sabiendas de que no van a funcionar y, sin embargo, se lanza de cabeza para hacer algo, por pura inercia y porque tal vez aquello sirva de puente para entrar en otra cosa; en lo nuestro, ya sabes. Un año después fui a las islas Canarias con un fulano que se decía niño rico, heredero de una fortuna en Tenerife. Ni niño, ni rico, ni herencia. Un imbécil con muy buena planta. Tenía más conversación un poste de telégrafo. Pero en Canarias encontré una viuda húngara quien me propuso que instaláramos en Panamá una
boutique
de modas con modelos auténticos de los grandes modistos y ropa interior también de marcas muy exclusivas. Nada de piezas de segunda ni falsificaciones. Me explicó que Panamá ya estaba listo para esa clase de negocio. De los países vecinos acudían cada vez más clientas ricas, con gusto exigente y refinado. No ya la clase media que hasta ahora pasaba por aquí. Nos pusimos de acuerdo, tan de acuerdo que terminamos en la cama. En ese campo debo reconocer que era maestra. Pero cayó en la tontería de enamorarse en serio, con escenas de celos, llantos y dramas en magyar que ahuyentaban la clientela y me dejaban agotada y sin ánimos para nada. Ya sabes aquí cómo actúa el clima sobre los nervios, acolchándolos, forrándolos en una especie de espuma elástica que hace que las señales del mundo exterior lleguen tarde y apagadas. Me costó mucho convencerla de que yo no era la persona que ella había forjado en su calenturienta imaginación y que tampoco tenía vocación para instalarme en una pesadilla. Yo no había tenido otra intención que pasar algunos ratos divertidos y nada más. Puso el grito en el cielo. Liquidamos el negocio. Hace dos semanas regresó a Londres. Iba resuelta a reanudar un viejo amor con una pianista chilena a la que una vez le disparó. No le dio, por suerte, pero tuvo serios conflictos con la policía inglesa. Y, bueno, aquí me tienes. En este Hotel Sans Souci, con una cuenta en el Indian Trade National Bank que me permite vivir, sin mayores lujos, desde luego, pero tampoco acosada por la miseria. Ahora, te propongo una cosa: vamos al Miramar mañana, pagamos tu cuenta y traes aquí tus cosas. Si es que tienes algo porque, viendo lo que tenías puesto, me imagino que no queda mayor cosa. Hacemos una sociedad, como siempre. Repartimos lo que ganemos como producto de nuestros reconocidos talentos y ya veremos. ¿De acuerdo?». Ni siquiera necesité responderle que sí. Era el mismo trato que nos había unido en otras ocasiones ya fuera con mi dinero o con el suyo. Bien sabía que iba a funcionar sin tropiezos. Como siempre.

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