Un asomo de inquietud lo movió a preguntar de inmediato:
—¿Ha pasado algo? ¿Ellos están bien?
Newen se sorprendió. Debía ser él quien preguntase por lo sucedido y no al revés, pero era evidente que la princesa no estaba en casa y su abuelo —no podía ser otro el formidable anciano que tenía ante él —estaba preocupado.
—No hay señales que digan lo contrario —dijo simplemente.
M. Ducroix estuvo a punto de atragantarse con su propio humo y lo disimuló con una tos de circunstancias. No sabía qué relación podía tener aquel hombre con sus nietos y menos aún con su hija, que lo había sorprendido con un rasgo de carácter que él no pensaba que tendría. Sin embargo el corazón, al que rara vez daba oportunidad de participar en su vida, le estaba diciendo que le convenía escuchar y no sólo ordenar, de manera que invitó al muchacho de tez morena que aguardaba paciente su respuesta a que entrara a la casa. Si traía noticias de la familia, sería bienvenido.
Así fue como Newen entró por la puerta grande de la mansión Ducroix, del modo más inesperado para todos, con el brazo del abuelo cayendo pesadamente sobre su hombro, envuelto en el humo de la pipa y seguido por la mirada horrorizada del jardinero, que se preguntaba si la soledad no habría nublado el juicio del patrón.
* * *
—¿Dónde estamos, querido?
—Muy cerca, tía. ¿No escuchas a las gaviotas?
—Música para mis oídos. Hacía tanto que no veníamos....
La tía Jose, después de haber dormido durante casi todo el viaje, buscaba a través de la ventanilla indicios del lugar tan amado: los médanos, las aves marinas, los primeros acantilados.
En la bruma del atardecer, el mar se divisaba como una línea confusa, pero su presencia se palpaba en el aire, en la brisa salobre, que traía el graznido de las gaviotas y en el rumor de la espuma en el interior de las grutas que la marea cavaba, año tras año, en el acantilado.
Las Cuevas. Un lugar mágico en el que ella había sido feliz como nunca. Sólo que el abuelo era poco afecto a permanecer mucho tiempo de vacaciones y ella jamás había tenido la valentía de contrariarlo. Hasta ahora.
Aspiró con fruición la humedad del ambiente. Sentía que estaba empezando una nueva etapa en su vida. Había podido romper aquel vínculo silencioso que la mantenía prisionera de la voluntad férrea de un padre demasiado dominante.
Cordelia estaba muy callada en el asiento trasero. La tía Jose, pletórica con esa dicha nueva y desconocida, se volvió para compartir con su sobrina el entusiasmo que sentía. La cara de Cordelia no reflejaba la misma emoción: su mirada vagaba perdida en el horizonte y su boca suave estaba contraída en un frunce de disgusto.
—Pero ¿qué te pasa, mi querida niña? ¿No te alegras de volver a la casa del mar?
—Déjala, tía. Está enfurruñada como cuando tenía cinco años —intervino Emilio.
Su tono daba a entender que ya había discutido con la hermana y que en esa discusión Cordelia no había resultado ganadora.
—Vamos, no es momento para pelear, cuando estamos a punto de pasar una temporada de playa, aunque sea en otoño. Me pregunto si la casita estará en condiciones. Hace tanto tiempo...
—Si no lo está, nos arreglaremos, tía, no te preocupes. Cordelia debe estar ansiosa por ponerse a trabajar, ¿no es cierto, hermanita?
La broma de Emilio obtuvo una mirada feroz que se clavó en su nuca y, por un momento, el muchacho temió recibir un golpe. Pero no cejaría en esto, por mucho que sufriese su hermana. No permitiría que su alocado temperamento la enredara con un indio salvaje, aunque ella se declarara enamorada y él supiera —porque le constaba —que aquel sentimiento era mutuo. Llevó el auto con suavidad hacia un camino lateral que trepaba entre médanos y pinares, para luego descender hacia un terreno plano entre dos acantilados.
Las Cuevas. Pese a que ni figuraba en los mapas, era un bello sitio para disfrutar del mar y la soledad. Emilio tenía también hermosos recuerdos de su niñez allí, sobre todo porque, contra toda prevención médica, el aire marino jamás lo había perturbado en su dolencia. Se había sentido mejor que nunca cada vez que vivían en la casa del mar. Esperaba que ocurriese lo mismo en esa oportunidad, ya que el último ataque lo había dejado debilitado en cuerpo y espíritu.
—Bueno, aquí estamos. ¿Preparadas para bajar, chicas?
La tía Jose casi saltó del coche, mientras que Cordelia se limitó a mirar a su alrededor con interés. El lugar estaba como siempre, quizá más desolado aún, porque la temporada veraniega había expulsado hasta al último visitante. El mar solía ser borrascoso en esa época y sólo aquellos que apreciaban lo agreste podían disfrutar del páramo que se extendía ante la vista.
Newen lo disfrutaría. Ese pensamiento movilizó a Cordelia, que bajó del auto y se encaminó hacia la playa. El viento frío enmarañaba su cabellera y levantaba su falda, mojándole el rostro con multitud de gotitas invisibles. Sintió que los pulmones se henchían y la piel se le erizaba. Cuando levantó la cabeza para abarcar al cielo de la tarde junto con el mar y la arena, una visión detuvo su movimiento: un cóndor. Lejano, sí, pero inconfundible. Ahora que conocía más de aquellas aves gigantescas, después de haber leído varios libros y visto innumerables fotografías, le resultaba imposible no distinguirlas de cualquier otra. Nunca antes había visto un cóndor en el mar. Sólo las gaviotas y los cormoranes sobrevolaban las olas.
¿Cómo podía ser? ¿Sería uno de los cóndores liberados de los que hablaba Newen? Cordelia siguió al ave en su vuelo circular hasta que la perdió detrás de los acantilados.
De improviso, aquel viaje a Las Cuevas tuvo un significado más claro para ella. Como un hálito de nueva vida, tomó forma en su interior la firme decisión de visitar la sierra de Pailemán, con o sin la compañía de Emilio.
Era un juramento. El mar y el cielo serían testigos, junto con aquel hermoso cóndor de los Andes, que volvía a ocupar su sitio en la costa, como tanto tiempo atrás.
* * *
M. Ducroix ofreció un cigarro a Newen mientras se acomodaba en el sillón de cuero de la biblioteca. Con disimulo, Newen miraba los anaqueles abarrotados de libracos tan oscuros como las cortinas y las paredes. Tampoco había visto jamás una habitación como aquélla. Parecía que dificultaba la respiración, de tan cerrada y amenazadora.
La casa toda era un lugar temible. No podía imaginarse a la dulce Cordelia jugando alguna vez en la escalera de mármol o en el salón de abajo, repleto de cuadros y bustos de gentes que él no conocía. El jardín tampoco era apropiado para una niña. A menos que jugase a las escondidas, porque de seguro jamás la encontrarían. Por primera vez, se preguntó si Cordelia habría sido feliz en su niñez. Él había dado por sentado que era una mujercita mimada y caprichosa, y como tal la había tratado, pero ver de cerca el ambiente opresivo en que se había criado le dio una nueva visión de aquella joven que había puesto del revés su mundo.
Y ahora su abuelo, con seguridad el creador de todo ese universo severo, estaba hablándole y tratándolo como si fuesen viejos conocidos.
—Entonces, usted dice conocer a mis nietos.
Newen tomó el cigarro y lo pasó por debajo de su nariz como el mejor catador de puros. El abuelo apreció el gesto.
—Como verá, me han dejado solo. Pero creo que me lo merezco, señor... Cayuki, ¿no es así?
—Así es.
—Bien. Veo que su apellido no es de aquí. ¿Tiene usted antepasados indios?
Newen enderezó su espalda, repentinamente alerta. No se esperaba la consabida pregunta tan pronto, ni tan directa. El abuelo debía ser una persona especial, sin duda.
—Yo soy indio.
M. Ducroix miró al hombre que de pronto mostraba ante él un rasgo de dureza que lo hacía verse más alto y peligroso de lo que en un principio le pareció.
—Me alegra que lo reconozca. Yo soy cualquier cosa menos un simulador, señor Cayuki. "Al pan,
pain
y al vino,
vin",
como decía mi propio abuelo. O, como dicen aquí, "cada cosa por su nombre". Siendo usted indio y viniendo como dice de un pueblo pequeño de la Patagonia, ¿puede decirme cómo es que conoció a mis nietos?
Newen entendió que no podía ni debía usar fingimientos con ese hombre ceñudo que, sin duda, sopesaría cada una de sus respuestas. Era el momento de jugarse el todo por el todo. Si había llegado hasta allí, empujado por una visión, los dioses debían querer algo. Para bien o para mal, él cumpliría ese designio. Se apoltronó en el sillón, que le resultó curiosamente cómodo para su enorme tamaño, y sin dejar de mirar fijo el rostro del anciano, soltó lo imposible:
—Su nieta y yo hemos convivido en la montaña.
El silencio que siguió y se prolongó durante varios minutos tuvo una cualidad misteriosa. Parecía desprenderse del presente, viajar hacia atrás en la mirada del abuelo y a la vez descender con pesadez sobre ambos hombres, que no dejaron de mirarse, a través del humo que enturbiaba el ambiente y ardía en los ojos. Un reloj de péndulo llenaba ese silencio amenazador con un leve rasguido en cada oscilación. Newen escuchaba su propio corazón bombear adentro de su cabeza.
El abuelo, en cambio, sintió que el suyo se paralizaba. Por un momento, hasta tuvo un leve mareo, como si la cabeza no recibiese suficiente sangre para seguir pensando. Y cuando la oleada de sangre regresó, fue demasiado para recibirla sentado. Se incorporó de golpe, en toda su dimensión, y su figura se inclinó sobre la de Newen, que aún lo miraba desde el sillón.
—¿Qué ha dicho?
También Newen se incorporó, quedando sus ojos rasgados a la par de aquellos otros ojos claros que cada vez le resultaban más familiares. Su voz sonó hueca pero firme cuando respondió:
—Lo que usted ha oído.
—Podría matarlo por decir eso.
—Y yo a usted. Pero no dejaría de ser cierto.
Las miradas se sostuvieron un momento más, hasta que el abuelo desvió la suya y se dejó caer sobre el sillón de nuevo.
—Si tuviera otra edad, si estuviéramos en otro tiempo y otro lugar, yo... —M. Ducroix apoyó la blanca cabeza en las manos, derrotado— ...lo retaría a duelo, señor, no le quepa duda. Pero somos lo que somos y estamos donde estamos y sé que no voy a resolver nada si sigo comportándome como el viejo tonto y extravagante que fui siempre. Toda la culpa es mía. Sólo espero —y aquí el abuelo se ir guió otra vez como un general, cosa que Newen prefería ver antes que su imagen de derrota— que usted me esté diciendo esto por alguna razón.
Newen se sentó a su vez y pensó en sus posibilidades. El era indio y Cordelia una joven blanca de alta cuna, al parecer. Él había estudiado sólo los niveles elementales de educación. Su principal escuela había sido la vida y las enseñanzas de sus mayores, cuando estuvo con ellos. Cordelia había sido educada en un colegio distinguido, a juzgar por sus modales y su manera de hablar, aunque también era cierto que no sabía algunas cosas que a él le resultaban básicas. Él era un hombre hecho y derecho, mientras que Cordelia estaba floreciendo. Él había tenido muchas mujeres, en tanto que Cordelia...
Apretó la mandíbula y jugó su última carta con el abuelo Ducroix. Si no lo había juzgado mal, podía ser la definitiva, la del honor.
—Tengo una razón, una que es muy importante para mí.
Al ver la expectación del abuelo, se apresuró a jugarla:
—Tengo motivos para pensar que puede estar esperando un hijo mío.
Si aquello no lo mataba, nada lo haría. El abuelo mantuvo su pose rígida como si no hubiese escuchado nada, pero un temblor en el párpado delató ante Newen su conmoción. Sólo restaba aguardar el estallido... o la resignación.
Sin embargo, el abuelo todavía podía sorprender a Newen Cayuki.
—Usted dice tener motivos, pero hay algo que no me ha dicho.
Satisfecho al haber provocado cierto desconcierto en ese interlocutor tan seguro de sí mismo, el abuelo hizo una pausa de efecto antes de proseguir:
—No me ha dicho si quiere a mi nieta.
"Touché",
pensó M. Ducroix al captar el destello en los ojos negros del indio. No se esperaba esa pregunta. Creía que el viejo Ducroix, que moraba en un castillo decrépito, cruzaría espadas antes que ver a su nieta deshonrada como madre soltera, abandonada por un amante circunstancial. Pues iba a llevarse una sorpresa el hombre. Él no obligaría a Cordelia a aceptar al padre de su hijo si ella no lo deseaba y, si no se equivocaba con aquel extraño muchacho, aquélla era una empresa alocada en la que estaba más involucrado el corazón que cualquier razonamiento o conveniencia. Nada sabía de Newen Cayuki. Su instinto le decía que el hombre era entero. Si quería a Cordelia, él mismo lo llevaría adonde su nieta se encontraba, para que la enfrentara y aclarara su situación. Quedaría por ver qué sentía la muchacha, algo de lo que el abuelo no estaba tan seguro.
—¿Y entonces? ¿La quiere usted o no?
Newen tragó saliva, inseguro. Tan sencillo parecía buscar a Cordelia, preguntarle sobre el papel que jugaba en su vida, averiguar los nombres de los raptores y saber también si ella estaba al tanto de su pasado, que la simple y directa pregunta del abuelo le pareció un golpe bajo. ¿Quería a la muchacha? Recordó en un instante la sonrisa confiada con que lo recibía todas las tardes, la amorosa dedicación con que lo cuidó cuando estuvo herido, el enojo al recibir la visita inoportuna de Llanka, y su tacto... su suavidad de terciopelo bajo sus manos, la manera en que lo hechizaba con su cabellera enredada entre sus brazos al estrecharla contra el pecho, el sabor frutal de su boca, su sabor íntimo, picante y enloquecedor... el latido apresurado de su corazón después de lo sucedido aquella noche, cuando asustada se aferró a él, esperando consuelo, mientras que él le había dado la espalda, rechazándola, asustado también al comprobar que la princesa no era la mujer liviana y caprichosa que él creía, sino una joven inocente que había caído bajo sus garras, presa de sus odios y rencores.
No dudó más.
—Sí, la quiero. Y voy a casarme con ella.
El abuelo no dejó entrever la satisfacción que le produjo la última frase desafiante. No había dicho "quisiera casarme", sino "voy a casarme". Ése era un hombre que no pedía permisos, un hombre como los de su talla. Creía recordar casi las mismas palabras cuando arrebató a su esposa del seno de aquella cálida y amorosa familia de artistas. Ante la mirada atónita de la madre y el disgusto del padre y los tres hermanos, él, Jean Marie Ducroix, un hombre joven y temerario entonces, había dicho casi exactamente lo mismo: "Con o sin su consentimiento, señor, voy a casarme con ella".