En alas de la seducción (51 page)

Read En alas de la seducción Online

Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

BOOK: En alas de la seducción
4.4Mb size Format: txt, pdf, ePub

Más calmados, Llanka buscó un cigarrillo entre sus cosas, mientras Mario se concentraba de nuevo en sus problemas. Un comentario de ella lo distrajo:

—De ahora en más, cuando vengas debes avisarme, ¿entendido? Puede que no esté sola.

Lo de siempre. ¿Por qué se lo advertía?

—Ahora que la mujer del patrón se irá a la ciudad, él va a quedarse conmigo algunas veces —agregó.

Mario sintió que el rencor le arañaba el pecho al escuchar que Llanka mencionaba de nuevo al patrón.

—No digas que no te avisé. Si eres su capataz, no le va a gustar verte por aquí cuando venga. ¿Qué pasa, no lo sabías? La patrona se marcha.

Necul negó, con aire distraído. La mujer del patrón... apenas si la había visto aquel día, cuando lo hicieron pasar a la oficina. Le pareció una señora muy fina, de ésas que miran de costado y por debajo la nariz. ¿Por qué se iba?

Llanka continuó informándole, con un retintín de orgullo en la voz.

—Parece que no es oro todo lo que reluce. La esposa de Zavaleta, tan elegante, tan estrecha, es capaz de ordenar matar a alguien.

Mario se petrificó.

—Bueno, tal vez matar no —concedió Llanka, pensativa—, pero sí golpear, y quién sabe, a veces eso puede matar. Le salió torcido a la pobre, porque no se esperaba la jugada de Cayuki.

La mención del nombre odiado le produjo más escozor que saber de las visitas del patrón a Llanka, pero Necul mantuvo silencio.

Con voz acaramelada, mientras con una mano lo acariciaba y con la otra fumaba, la mujer fue desgranando una historia inverosímil.

Y las palabras que pronunciaba fueron cayendo como piedras sobre la conciencia de Mario Necul.

* * *

Ignacio Zavaleta soltó una imprecación al descubrir que sus peones "para todo encargo" lo habían abandonado. Esa tarde, cuando los mandó llamar después de la partida de su esposa, vinieron a informarle que los dos contratados habían desaparecido sin dejar rastros. Le debían unos informes sobre el tal Cayuki, aunque confiaba en obtenerlos por medio de su nuevo ayudante de capataz. Si esta renovada investigación sobre sus tierras obedecía al impulso de Cayuki, tendría que ajustarle cuentas. Nada muy cruento, él no utilizaba la fuerza bruta para sus fines, sino el dinero y las amenazas. Algo tendría ese Cayuki en su haber, como todos.

Dirigió sus pasos a la caseta amarilla en busca de Mario Necul y se sorprendió al encontrarla vacía. No era extraño que Necul faltase, ya que el tipo seguía removiendo el avispero con sus reclamos, en lugar de trabajar de verdad en la estancia, aunque le resultó sospechoso no encontrar a la madre ni a la hermana con su crío. Habían vivido en la casita apenas unos días.

Después de sopesar posibilidades, Ignacio Zavaleta tomó su camioneta y salió rumbo al pueblo. Sabía dónde encontrar a Mario.

Lo halló acodado a la mesa del único bar de Los Notros, un piringundín alejado de la zona céntrica, manoseando un vasito con un líquido oscuro. Estaba solo. Al ver a su patrón, el joven hizo ademán de incorporarse, pero Ignacio lo contuvo con la mano en el hombro. Beber juntos era la mejor manera de sonsacar a un hombre.

—Otro igual —le dijo al dueño, cuando se les acercó.

Inconsciente de la atención que provocaba el patrón de "La Señalada" bebiendo en compañía de Necul, Ignacio lo abordó con impaciencia:

—¿Qué ocurrió, por qué no está tu familia en la casa?

Mario bajó la vista al vasito.

—¿Te ha faltado algo? ¿No estás conforme con la paga? Debiste decírmelo —continuó Zavaleta.

—No es eso y usted lo sabe —respondió torvamente Necul.

—¿Qué es lo que sé? ¿De qué demonios hablas? ¿No te aseguré un buen pasar, el mejor que has tenido?

Mario observó al patrón con mirada turbia.

—Hay un límite para todo —barbotó, con voz pastosa.

—No estoy para adivinanzas. Si hay algo que te molesta, dilo ya y acabemos. No me voy a fundir por no tenerte de empleado. Ni siquiera te vi el pelo estos días, así que el trabajo duro no es lo tuyo. Hicimos un trato y esperaba que cumplieras. A cambio, recibo la noticia de que volviste a las andadas con el asunto del arroyo y las truchas, la historia ésa de que la tierra pertenece al parque.

—¡Yo no dije eso! —gritó Necul, ofendido.

—Baja la voz. Mis informantes, antes de desaparecer como la niebla, me dijeron que anduviste desparramando nuevos infundios sobre mí. Una cosa es pagarte por no hacer nada y otra muy distinta pagarte para que me perjudiques. No soy un idiota.

—Ni yo soy un asesino —exclamó Necul, intentando no elevar el tono, aunque la bebida le había nublado un poco la razón.

—¿De qué carajo me hablas?

—Supe lo del guardaparque y su novia.

—¿Qué guardaparque? ¿Qué novia? —Ignacio subió la voz también, exasperado.

—Newen Cayuki.

Hubo un silencio pesado entre ambos. Ignacio temió lo peor. A su mente vinieron imágenes de sus peones liquidando al tal Cayuki por un malentendido. ¡Si él sólo les había pedido que lo vigilasen y le enviasen informes de sus actividades!

—¿Cayuki es un guardaparque? —Necul asintió, agobiado—. ¿Por qué no me lo dijiste, por qué te guardaste esa información?

La ira de Ignacio Zavaleta estaba teñida de temor. Él había supuesto que Cayuki era otro revoltoso como Necul, de otra comunidad tal vez, un hombre sin ninguna importancia, al que se podía amenazar sin que a nadie se le moviese un pelo. También Yusuf se había guardado el dato, el muy ladino, dejándole creer que Newen Cayuki era un conservacionista o algo así. Si era un empleado de Parque Nacionales, el asunto tenía otro color y uno muy feo. Respiró hondo, intentando serenarse para mantener una conversación sensata y pensar rápido una salida.

—Este Cayuki ¿sufrió un accidente o algo? —indagó con cautela.

Mario apretó el vasito y miró al patrón con rabia contenida.

—Él no, la muchacha
winka.

Las palabras penetraron como dagas filosas en la conciencia de Ignacio. Una mujer inocente había sufrido un daño y las autoridades no tardarían en comprobar que los autores eran hombres contratados por "La Señalada". A su mente voló el recuerdo de cómo los había contratado: presentados por Omar Yusuf, su inescrupuloso vecino. Las piezas empezaban a encajar y no le gustaba el diseño que formaban. Se sintió un idiota útil.

—¿Murió? —atinó a preguntar con voz trémula.

—La secuestraron, no diga que no lo sabe, si mandó a su esposa para hacer el trabajo.

Era evidente que el alcohol trastornaba la mente del indio.

—Cuidado, Necul. Una cosa es que te emborraches y sueltes la lengua con los asuntos de las tierras y otra muy diferente que te metas con mi mujer. Pisas terreno peligroso.

De pronto, Mario Necul torció el gesto en una risa forzada.

—El que pisa terreno peligroso es usted, patrón, y no estoy hablando de las truchas. Conozco a Cayuki y no se va a tomar en broma el secuestro de la señorita.

—Por última vez, Necul, si quieres conservar el puesto, me dirás de qué se trata todo esto —bramó Ignacio, ya sin cuidarse del escándalo, golpeando el puño sobre la mesa.

Los pocos parroquianos del bar contemplaron, mudos de asombro, el belicoso intercambio entre dos personas tan disímiles y sacaron sus conclusiones. La frase "si quieres conservar el puesto" se había oído con claridad y causó indignación en Mario Necul, que se sintió descubierto justo cuando quería desligarse. El mapuche se puso de pie, corriendo la silla con estrépito, y dijo con voz pastosa:

—Pregúntele a su mujercita, Don. Ella se encargó de todo.

Sin pagar su bebida y sin que nadie reparara en ello tampoco, Mario Necul salió al fresco del anochecer, cuidando de conservar el paso firme, rumbo a su chocita, de la que jamás debió salir para entrar en tratos con los
winka.

Capítulo XXXI

Newen contemplaba la imponente fachada de la mansión Ducroix, detrás del no menos imponente jardín de formas elaboradas. Jamás había visto un lugar como ése: las plantas no conservaban su aspecto natural, sino que se enredaban entre sí, formando arcos y columnas, mezclando sus flores blancas con otras lilas en un sector, mientras que en el del lado opuesto se veían combinados el rosa y el amarillo. Había fuentes y arbustos que parecían pájaros o corazones. El artesano debía ser aquel hombre mayor que se empinaba con esfuerzo para recortar un seto especialmente crecido. Newen observó que se trataba de un cerco de abelia al que, en un descuido, se había dejado crecer a sus anchas.

Sus pasos lo llevaron, bordeando la reja, hasta el lugar donde el jardinero trataba de vencer la fortaleza de la abelia.

—No hay trabajo, muchacho —le dijo de pronto el hombre.

El aspecto de Newen, vestido humildemente y cubierto del polvo del camino, con su bolsito al hombro, debía haber causado la impresión de necesitar ayuda. Aprovechó la ocasión para sonsacarle a aquel anciano algunas cosas.

—Gracias, pero estoy buscando a la dueña de casa.

El hombre mayor detuvo su trajinar y enderezó su sombrero de paja sobre la frente para mirar mejor al recién llegado. Se le presentó un rostro recio y curtido, que hablaba de jornadas al aire libre y también, de modo soterrado, de un temple de acero.

—¿Usted conoce a la señora?

El jardinero hablaba de Josephine Ducroix quien, para todos, a pesar de su soltería, era "la señora". Ignoraba qué relación podría tener una dama tan fina con aquel mozo de campo bastante más joven que ella, además. La incredulidad debió ser muy evidente en su expresión, pues Newen se vio obligado a aclarar:

—La señorita Cordelia.

Sus palabras conmocionaron aún más al jardinero. Que la señora tuviese conocimiento de un hombre como aquél, tan alejado de su ambiente, podía deberse a razones de empleo o hasta de caridad, dado que era una mujer de alma generosa y contribuía siempre con la parroquia, pero que la señorita Ducroix lo conociese... ya era un asunto en el que no le convenía meterse. De modo que siguió con su tarea como si la cuestión estuviese más allá de sus posibilidades.

—Yo no sé, la señorita no está.

—¿No está? ¿Y cuándo vuelve?

La insistencia de Newen puso nervioso al buen hombre que, desprevenido, falló en el tijeretazo y perdió el equilibrio, cayendo sobre su espalda con un quejido ahogado. Más rápido de lo que hubiera demorado en levantarse el anciano, Newen dejó su bolso en el suelo y trepó a la reja como si fuese una escalerilla, sin ninguna dificultad, para dejarse caer del otro lado, flexionando las rodillas y enderezándose, todo en una. Se acercó y ayudó al jardinero a sentarse y luego a ponerse de pie, sacudiéndole las ramas que se habían enganchado en su ropa de fajina.

* * *

Ajeno a lo que sucedía en su jardín, M. Ducroix rumiaba su soledad en la biblioteca. Los cortinados ocultaban la luz y esa oscuridad lo complacía. No deseaba ver el día radiante ni la belleza de los canteros rebosantes, pues la lobreguez del estudio armonizaba con la de su alma.

Encendió la pipa y revolvió entre los papeles de un cajón hasta que dio con lo que buscaba: el marco del retrato se hallaba descolorido de tanto manosearlo a través de los años. La foto mostraba a un hombre joven, algo delgado, cuyos rizos oscuros caían con indolencia sobre la frente, dándole un aspecto aniñado. El abuelo rozó con su dedo ese mechón rebelde, como si pudiera devolverlo a su sitio, en un gesto repetido otras veces y que jamás hizo cuando el hijo vivía. En aquel entonces, su severidad no le había permitido esas demostraciones de cariño que ahora necesitaba con desesperación.

Guardó el retrato que lo contemplaba con aire de reproche y se echó atrás en la silla exhalando el humo, que lo envolvió como un sudario. Aquel hijo enfermo le había suplicado sin palabras un afecto que él, viejo tonto y egoísta, rehusó ofrecer por creerlo debilidad. Volvió a sacar el retrato y clavó la vista en aquellos ojos oscuros que destellaban inteligencia y bondad.

—Hijo... —murmuró, con voz enronquecida.

Ningún consuelo hubo para él al morir Jacques, sólo rabia y amargura por la vida segada tan pronto, y aunque la presencia de los gemelos en la mansión fue suavizando el dolor poco a poco, la herida se reavivó al descubrir que Emilio era portador de la misma debilidad que su padre.

Emilio. Tan parecido a Jacques y tan distinto a la vez. En los ojos del retrato se veía la misma agudeza que en los del nieto, y sin embargo...

M. Ducroix cerró el cajón de un golpe y se puso de pie. Caminó hacia la ventana y con gesto enérgico corrió el cortinado. La luz le dio de lleno, cegándolo al principio, hasta que comenzó a distinguir los detalles cotidianos.

Ciego. Así estuvo todos esos años. Ciego a las miradas de su hijo muerto que, desde el retrato, le reprochaba que no supiese ver en el nieto lo que también había ignorado en él. Jacques había sido un artista, un romántico. Y él, un idiota. Ya se lo decía su adorada Colette: "viejo empedernido" lo llamaba, en sus raptos de enojo. Él había creído poder superar aquel vacío doloroso y la culpa, pero su tozudez le tendía otra trampa: estaba a punto de cometer el mismo error fatal, ahora que la vida le ofrecía otra oportunidad.

Un movimiento abrupto en el costado derecho del jardín llamó su atención. Entrecerró los ojos para ver mejor a la distancia y descubrió que un extraño estaba saltando la verja.

* * *

—¿Qué está sucediendo aquí?

—¡Señor! —la voz del anciano jardinero sonó confundida y hasta culpable, por lo que Newen se apresuró a intervenir.

—Este buen hombre me decía que la señorita Cordelia había salido, cuando perdió el equilibrio y cayó. Por eso entré, para ayudarlo.

M. Ducroix miró fijo a aquel hombre, robusto y orgulloso, que explicaba de modo tan casual el haber entrado clandestinamente a su vivienda. Pocas veces encontraba a alguien de su misma estatura y proporciones, pues a pesar de su edad, el abuelo conservaba el porte erguido y la fortaleza proverbial de sus antepasados del ejército napoleónico. Calibró a través del humo la mirada decidida y hasta desafiante, así como la serena sencillez que emanaba de aquel individuo. No se le pasó por alto tampoco que su vestimenta acusaba detalles indígenas, cosa que le intrigó sobremanera, pues no entendía qué relación podía existir entre los Ducroix y los nativos, hasta que las palabras del muchacho reverberaron en su mente. "La señorita Cordelia", había dicho. Eso lo explicaba todo. Este hombre traería seguramente noticias de sus nietos, que habían partido hacía días sin despedirse de él, dejándolo sumido en la tristeza y el arrepentimiento.

Other books

Made in the U.S.A. by Billie Letts
Invasive by Chuck Wendig
The Devil You Know by Elrod, P.N.
The Legacy of Lehr by Katherine Kurtz
Can't Anyone Help Me? by Maguire, Toni
Kate's Progress by Harrod-Eagles, Cynthia
Wrangled by Stories, Natasha