El abuelo volvió a la lectura.
—¿Qué se supone que hice?
—Maltratar a Emilio, padre. Como siempre.
—Y si es lo que hago siempre, ¿para qué molestarse en señalármelo?
—Porque esta vez... esta vez casi lo mata.
El movimiento de las páginas del periódico se congeló. La tía Jose prosiguió, con voz más firme:
—Si no fuera por Julieta, que lo asistió en pleno ataque, ya no lo tendríamos entre nosotros. La Virgen Santa quiso que ella anduviera cerca. Pero eso no justifica lo suyo, padre. ¿Qué le dijo a Emilio?
El señor Ducroix giró completamente y enfrentó a su hija.
—Nada que no le haya dicho antes. Sin éxito, por supuesto. ¿No se te ha ocurrido pensar, hija mía, que este muchacho juega con nosotros, con nuestros miedos de que enferme? ¿Que ya es un hombre y no ha hecho nada útil de su vida? No hubo escuela a la que no haya debido concurrir para hablar con las autoridades. Que si se ahogaba cuando tenía exámenes, que si los compañeros lo marginaban por no saber jugar a la pelota... hasta la universidad fue testigo de su fracaso. Empezó dos carreras distintas y no pudo terminar ninguna. ¿Crees que tengo que sentirme orgulloso de eso?
—Yo sí me siento orgullosa de él, padre. Es un muchacho sensible...
—¡Sensible! Bah... Lo menos apropiado para un hombre. ¿Crees que la sensibilidad le va a servir de escudo contra los sinsabores de la vida? ¿O piensas estar junto a él eternamente? Maldito sea el momento en que te cedí la crianza de estos chicos, Josephine. Has sido un tremendo fiasco.
El golpe fue duro y costó soportarlo, pero la tía Jose se mantuvo erguida en su pose militar.
—De no haberme ocupado, probablemente Emilio estaría muerto ya. Como su padre.
Otro golpe, bien dirigido. El abuelo se encorvó apenas y arremetió:
—Entonces, ¡llévatelo! Bien lejos, donde yo no tenga que ver cómo se echa a perder la sangre de los Ducroix. Bastante tuve ya con tu hermano, viendo cada día cómo renunciaba a todas sus oportunidades. En aquel tiempo, era su madre la que me impedía actuar con mi hijo como hubiese correspondido. Ahora eres tú. ¿Qué diablos ocurre con las mujeres de esta familia? ¿Tienen agua en las venas? ¿Qué pasa contigo? ¿Por qué no tuviste un matrimonio que te llenara los días? De ese modo, tal vez habrías dejado de consentir a estos niños hasta estropearlos.
La tía Jose no podía resistir tanto. Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas, incontrolables. Toda su vida había pensado que su misión, después de morir su hermano y la joven madre de los mellizos, era ocuparse de los niños para que no les faltara cariño. Y creía haberlo conseguido. Emilio y Cordelia la adoraban y ella a ellos. Creía también que el abuelo aprobaba tácitamente aquel acuerdo. Jamás hubiese sospechado que le disgustaba cómo cuidaba ella a los niños. Tantos años entregados a su crianza, a su educación, tantos momentos felices y aciagos compartidos con ellos, sintiéndose útil y dichosa, todo ello era, a los ojos del abuelo, un rotundo fracaso. Ella misma era un fracaso. Acababa de echarle en cara que no hubiera contraído matrimonio. ¡Como si le hubiera resultado fácil! Dedicada a esa casa que le consumía la sangre en las venas, esa casa que era la esencia misma de los Ducroix y que había que mantener como una fortaleza, impecable y en funcionamiento, un castillo en medio de la modernidad. Salones vacíos que nadie visitaría, cuartos donde nadie dormiría, recovecos que había que limpiar minuciosamente, enormes jardines donde plantar las especies de verano y de invierno, según la ocasión, y luego la cocina... Ah, sí, la cocina, que debía ser mantenida en prístina condición: antigua, pero inmaculada y productiva, con los utensilios de la Segunda Guerra, aproximadamente. El abuelo quería que las comidas tuvieran el
charme
de los viejos tiempos. Cualquier artefacto moderno les quitaría el sabor original. Sólo ella sabía el esfuerzo que demandaba cocinar a la antigua usanza cuando todo el mundo se facilitaba la vida con modernas invenciones.
La inutilidad de tanto sacrificio fue más de lo que creyó poder soportar y una oleada de rabia y rebeldía se agolpó en su pecho, empujando las palabras a borbotones:
—¡Claro que me iré, padre! Me iré, pero no sólo con Emilio, como usted desea. Me llevaré también a Cordelia, su nieta. Porque ella sí es la mujer Ducroix que usted aprueba, ¿no? ¿Cree que no sé de su secreta admiración por Cordelia? Le habría gustado que Emilio fuese como ella y, como no es así, porque Dios nos da aquello que debemos tener y no otra cosa, entonces usted se enfurece y lo ataca, como si de él fuera la culpa de haber nacido enfermo. ¿Quiere saber algo, padre? He leído bastante sobre enfermedades y medicina, y sé que el asma de Emilio podría haberse curado al crecer. Pero usted no lo permitió. Su desprecio, sus exigencias, no lo permitieron. ¿Cómo es que no puede ver lo que hay de bueno en su nieto? Su inteligencia, su talento artístico. Emilio es brillante, padre, y usted no lo sabe. Usted preferiría un soldado, claro. ¿Para qué guerra? ¡Qué triste vida la de un hombre que sólo sirve para alardear de su hombría! Quédese con ello, padre. Nosotros nos vamos.
Y desapareció tan rápido que el abuelo apenas alcanzó a vislumbrar un revuelo de faldas cubiertas con un delantal de cocina.
Cordelia encontró a la tía Jose envuelta en la penumbra de su dormitorio. Le resultó extraño verla encogida, sin hacer nada en particular, justo ella, siempre tan industriosa.
—¿Tía? —susurró.
La mujer se incorporó y guardó en su delantal el pañuelito empapado que desde hacía rato manipulaba en su desconsuelo. A pesar del intento, a su perspicaz sobrina no se le escapó que había llorado.
—¿Pasa algo, tía? Émile ya está mejor —le dijo con dulzura, pensando que era la crisis de su gemelo lo que la había sumido en desesperación.
Ellas nunca se acostumbraban a las recaídas de Emilio.
Josephine sacudió la cabeza y contempló a la joven con los ojos todavía trémulos, pero con la cabeza alta y la espalda erguida.
—Pasa que nos vamos, querida. Por una temporada. Es mejor que nos distanciemos del abuelo hasta que esta rabieta se le pase. ¿No te gustaría volver a la casita de la playa?
La voz anhelante de la tía José puso en guardia a Cordelia.
—¿La casa de Las Cuevas? ¿Tan lejos? Justo ahora, que...
Se cortó de repente al darse cuenta de que el plan de su tía no contrariaba el que ella había ideado, sino que hasta podía favorecerlo: si viajaban hacia el sur, cabía la posibilidad de que pasaran cerca de Pailemán, las sierras donde se liberaban los cóndores. Ella había recortado las noticias de los periódicos que mencionaban los lanzamientos. Si podía convencer a Emilio de visitar aquel lugar, quizá él reconsiderase el proyecto de trabajar en Los Notros. Y si lograba entusiasmarlo con el salvataje de los cóndores, tal vez aceptase colaborar en él.
Junto a Newen.
Puso su mejor cara de entusiasmo y envolvió a la tía Jose en un abrazo cariñoso.
—Me parece una idea maravillosa. Los tres solitos, como en otros tiempos. Ya mismo corro a decírselo a Emilio. Verás cómo se repone de inmediato.
Josephine permaneció unos segundos contemplando la puerta por donde Cordelia había salido como una exhalación.
¿Cuánto del ímpetu de aquella chica poseía ella misma?
Los días transcurrieron en medio de la tristeza de la separación.
El abuelo se había convertido en un ermitaño que ni siquiera salía de su estudio y los gemelos pasaban las horas ocupados en los preparativos para el repentino viaje. Una decisión tan inusual podría haberlos conmocionado, sobre todo viniendo de aquella mujer pacífica que rara vez manifestaba alguna disconformidad con la vida que llevaba, pero cada uno estaba sumido en su propio conflicto. Emilio deseaba distanciarse del abuelo, calmar su resentimiento y ordenar sus ideas después del trance sufrido. No se engañaba al pensar que estaba vivo gracias a los cuidados de la pequeña Julieta, y eso lo ponía frente a otro torbellino de sensaciones que todavía no conseguía descifrar. En cuanto a Cordelia, la melancolía que la embargaba desde que dejó los cerros de Cayuki la obligaba a formularse preguntas para las que jamás encontraba una respuesta adecuada: ¿qué sentía por aquel hombre? ¿Era esa desazón el mentado amor de las novelas? ¿Cómo saber sin poder comparar?
Tres días después del enfrentamiento de la tía Jose con el abuelo, la pequeña comitiva partió de la mansión rumbo al sur, en el deportivo de Emilio. Sería un trayecto de muchas horas que tomarían como un viaje iniciático, para depurar el espíritu. Lo más difícil fue despedirse de Julieta, que había acudido a cenar con ellos la noche anterior. La joven ocultó su desencanto al saber que su mejor amiga y su secretamente adorado Emilio partirían tan lejos, si bien no en forma definitiva. Supo ocultar ese sentimiento para no acentuar la congoja que se palpaba en el ambiente por la ausencia del señor Ducroix. Temible en su testarudez, el abuelo no había cedido un palmo y estaba dispuesto a dejar partir a su familia sin despedirse siquiera.
—Los voy a extrañar —fue lo único que admitió quedamente Julieta.
—Querida niña, serás bienvenida cuando quieras visitarnos. Otras veces has ido a la casa del mar, ¿no? —dijo consoladora la tía José.
—¡Por supuesto que te esperamos, Juliette!
Ya Cordelia se entusiasmaba con la perspectiva de compartir sus nuevas emociones con su amiga, en un clima más distendido que el de la mansión.
—No sé si podré —dudó Julieta—. Tal vez mis padres tengan otros planes para esta Semana Santa.
—Hablaré con ellos, "conejito". Yo también quiero que vengas. Hace mucho que no pasamos una temporada junto al mar y será el doble de divertido si contamos contigo.
Las palabras de Emilio, dichas con sinceridad, amenazaron con nublar los ojos de Julieta. La muchacha asintió, emocionada, y el resto de la comida transcurrió con placidez, proyectando un futuro que bien podría ser compartido.
La ruta del sur se extendía como una cinta y a la vera del camino sólo se veían roquedales y arbustos espinosos. Era un paisaje desolado, aunque reconfortante para Cordelia. No sabía la razón, pero aquellos troncos retorcidos de los caldenes y los montículos de arena siempre cambiantes le producían una sensación de
déjá vu
turbadora. Hacía largo rato que no se interrumpía la monotonía del panorama, acentuada por el ronroneo del motor y los leves ronquidos de la tía José, que dormía reclinada en el asiento delantero.
—¿Cuánto falta, Émile?
Los ojos azules se reflejaron en el espejo retrovisor.
—No mucho para la próxima parada. Pero para llegar nos falta un buen trecho. ¿Cansada,
ma chérie?
Cordelia se encogió de hombros.
—Preguntaba por preguntar.
Unos kilómetros más de traqueteo y la joven insistió:
—¿Conoces unas sierras llamadas Pailemán por aquí?
—Eso es más al sur, en la costa de Río Negro. Las Cuevas está mucho antes. ¿Por qué?
—Por nada. Me intrigan, eso es todo.
—Si te intrigan es porque ya has estado metiendo tu nariz en algo. Vamos, hermanita, la tía duerme como una marmota. Puedes contarme lo que sea.
Entusiasmada como una niña, Cordelia se acodó sobre el respaldo del conductor, dispuesta a lograr su propósito. Había estado leyendo, como bien sospechaba Emilio, sobre la suelta de cóndores en la costa patagónica, y sabía que en Pailemán se encontraba una de las plataformas de liberación más recientes, como parte del proyecto "vuelta al mar" del cóndor andino.
Su cabecita intrigante ya había imaginado la forma de convencer a su hermano: si Las Cuevas, el lugar de la costa donde la familia tenía desde hacía mucho una casa de verano, no quedaba demasiado alejado de aquel sitio, tal vez pudieran desviarse un poco para visitarlo. Después de todo, él le debía una. No era demasiado pedir un circuito por la costa frente a su arriesgado intento de sustituirlo en el trabajo de ayudante de guardaparque, ¿verdad?
Tayta Ullpu
no estaba en su casa del valle cuando Newen llegó, después de dos días de viaje. Haciendo honor a su raza puelche, no había tenido reparo alguno en hacer a pie grandes tramos del camino, por dificultoso que fuera. Ni tampoco en ayunar la mayor parte del tiempo.
Era tradicional entre su gente hacer largas caminatas como si tal cosa y sin padecer hambre o frío. Pero atardecía y Newen sentía ya deseos de guarecerse bajo un techo abrigado y beber algo caliente. Sabía que el quechua no objetaría que él mismo se sirviera de lo que había en su vivienda, de modo que entró tranquilamente y se dispuso a pasar la noche en la casita de su viejo amigo.
La morada era sencilla, porque un hombre sabio como
Tayta Ullpu
no precisaba gran cosa, si bien estaba provista de las comodidades que un peregrino como Cayuki apreciaba: una cama baja con sus mantas, leña fresca, una vieja pipa artesanal fabricada a la antigua usanza junto a una bolsita de arpillera que contenía tabaco perfumado, tortas secas de maíz colgadas de un gancho junto a la chimenea y una vasija con tapa que mantenía al resguardo unos bastoncitos de azúcar que a Newen se le antojaron deliciosos, todo un lujo en su dieta cotidiana.
Bebió aguardiente de un botellón que había sobre la repisa, comió el maíz y las golosinas y fumó de aquella pipa en torno a la cual él y el chamán habían conjurado antaño tantos malos espíritus. Sin proponérselo, repitió el rito que se acostumbraba: tendido en el suelo, soltó una bocanada de humo a cada uno de los puntos cardinales, luego murmuró una antigua oración evocativa y tragó las siguientes bocanadas, conteniendo la respiración hasta alcanzar cierta insensibilidad. Después soltó el humo y se echó a la garganta un buen trago.
Estaba saboreando la sensación del trance, cuando sucedió algo extraordinario: frente a sus ojos se perfiló la imagen de
Tayta Ullpu,
con su rostro redondo y afable, surcado de pliegues, que lo miraba benevolente. Newen se enderezó abruptamente, pues le constaba que el dueño de casa no se encontraba allí y, sin embargo, estaba viéndolo. La imagen se mantuvo nítida unos momentos más, para difuminarse después, dejando al puelche la sensación de que el chamán había querido decirle algo.
La visión le produjo tal inquietud que apenas concilio el sueño.
Y a la mañana siguiente, muy temprano, al partir siguiendo su rumbo, cuando cerraba la puerta tras de sí, percibió que algo lo retenía. Volteó la cabeza y miró hacia arriba: un cóndor. Tan alto que apenas se distinguían los característicos bordes estriados de sus alas. Newen observó que no se dirigía hacia la meseta costera sino directamente hacia el norte, y le extrañó ver a aquel ave solitaria en el cielo del valle, tan lejos de cualquiera de sus lugares habituales. La siguió con la vista hasta que la lejanía la engulló.