En alas de la seducción (44 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

BOOK: En alas de la seducción
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—Adiós —pronunció con voz queda, y echó a andar con presteza colina abajo hacia donde ya Emilio la aguardaba, impaciente.

Newen permaneció inmóvil hasta que el ruido del motor se perdió en el aire. Miraba el lugar donde el polvo que había levantado el auto se hallaba todavía suspendido, y no se dio cuenta del modo en que su mano apretaba el trozo de telar hasta casi triturarlo. Walter, que ya caminaba hacia la cabaña para servirse un buen café, fue muy consciente del gesto.

* * *

Esa noche, cuando la presencia de Dashe ovillado en la alfombra y el crepitar del fuego acentuaban la ausencia de aquella en la que no quería pensar, Newen tuvo un sueño: caminaba por una selva enmarañada sin rumbo, con las manos extendidas por delante. No podía tocar nada, porque las manos estaban ensangrentadas. Era la hora de la siesta, la hora en que ocurren los sucesos funestos en el monte. Alguien lo perseguía, pero él no quería ser alcanzado y echó a correr. Al mirar hacia atrás, vio un extraordinario caballo blanco cuyos cascos parecían no rozar el suelo, acercándose veloz. No podía huir, lo sabía, así que se dejó caer en la tierra. Entonces el caballo pasó raudo a su lado, sin tocarlo, y él pudo ver que llevaba una amazona con los rubios cabellos al viento. Desesperado, quiso llamarla, y la voz no salió de su garganta. Cuando por fin pudo lograrlo, fue sólo un graznido que nadie escuchó. Se miró las manos, angustiado, y las vio completamente limpias.

Capítulo XXVI

Uno... dos... tres.

Tres cóndores surcaban el cielo aquella tarde. Con ayuda de sus binoculares, Newen reconoció a dos de ellos: Pachacutek y Pailimín, ambos jóvenes y recientemente liberados a los cielos, después de largos meses dedicados a incubarlos y a criarlos.

El tercero parecía ser una hembra adulta. Probablemente Nebai, un ave rescatada, restablecida y devuelta a la libertad gracias al esfuerzo conjunto de las Direcciones de Fauna de las provincias, el Zoológico de Buenos Aires y la Fundación Bioandina de la que Newen, como voluntario, formaba parte.

En cierta manera, aquellas aves majestuosas que unían la cordillera a grandes alturas lo habían rescatado a su vez. Al igual que él, estaban heridas de muerte.

El alma Cóndor estaba herida. El espíritu mismo de la cordillera, el que los antiguos veneraban en la forma de esa extraordinaria ave que llamaban "mensajero" porque era su lazo con lo sagrado.

Los tres cóndores planearon unos minutos más sobre su cabeza, muy alto, buscando la carroña que les serviría de alimento ese día.

—Éstos ya están crecidos —se dijo satisfecho.

Si habían podido atravesar la Patagonia en toda su anchura, desde la meseta cercana al mar donde fueron liberados hasta los Andes, era porque se encontraban en perfectas condiciones. No tendría que ocuparse de buscarles carne muerta para depositarla en lugares estratégicos durante la noche, como solía hacerlo con los ejemplares menos diestros.

Tres largos años demoraba preparar un cóndor para ser liberado en la magnificencia de las montañas y un solo minuto bastaría para acabar con él. Cualquier cazador, por mero deporte, podía hacer puntería sobre el "mensajero de Dios", porque el hombre blanco no había aprendido las enseñanzas de los antiguos. Creía, ciego en su error, que los cóndores mataban animales en procura de alimento o, peor aún, que eran capaces de arrebatar niños de pecho de los brazos de sus madres para llevárselos a los riscos y proporcionar un festín a sus pichones. Y por eso, el imponente cóndor había estado a punto de desaparecer.

Newen torció los labios en una sonrisa que resultó una mueca. Pensar que muchos llamaban ignorantes a los indios...

La muchacha blanca, sin embargo, no lo había mirado con desprecio cuando él sufrió la muerte de Antiman tiempo atrás. ¿Cuánto tiempo? Casi tres semanas.

Tres eternas semanas en las que se había arrojado al trabajo como un loco, buscando recuperar la paz que aquella criatura aparecida en la puerta de su cabaña había turbado sin remedio.

Dejó colgando los binoculares y tomó la antena transmisora que le servía de seguimiento de los vuelos de los cóndores. Como habían sido liberados hacía poco, todavía conservaban el transmisor de radio entre las plumas del ala. Al descargarse la batería, tendrían que seguirlos a través del transmisor satelital. Ésa ya era tarea de los expertos en las oficinas de la Fundación. A él le tocaba escudriñar los cielos y, eventualmente, proveer a las necesidades de los cóndores más pequeños.

Sonrió a pesar suyo al recordar el semblante descompuesto de Cordelia cuando le habló de la carroña y la muerte de las aves. Él se había asustado un poco, es verdad. La muchacha parecía tan frágil... Aunque no lo era en absoluto.

No quería pensar en ella. Bastante había revuelto su pacífica existencia.

Newen describió unos arcos en el aire con la antena antes de decidir que ya los cóndores estaban demasiado lejos para seguirlos. Con sus enormes alas volarían tanto como quisieran. No hay distancias imposibles para un cóndor.

Emprendió el regreso calculando las horas de luz que le quedaban. El otoño ya estaba declarado y los atardeceres, aunque pródigos en resplandores naranjas, fucsias y rojos, duraban apenas un pestañeo.

Hacia el oeste, las altas montañas se erguían como gigantes de color violeta, con el último sol recortándolas desde atrás.

El aire podía olerse, fresco y húmedo, más perfumado que nunca.

Si no se sintiera tan vacío, Newen Cayuki podría haber sido feliz en un día como aquél.

* * *

Sentada junto a la ventana del dormitorio de su hermano en el piso de arriba, Cordelia hojeaba un libro a la luz tenue del velador de alabastro. Frente a ella, la ventana cerrada mostraba un melancólico jardín de setos recortados, caminos rectos limpios de maleza y maceteros de boj estratégicamente dispuestos a lo largo del muro de ladrillos. Quedaba poca luz para apreciarlo. Pronto la servidumbre se encargaría de encender los faroles ocultos entre los árboles para mantenerlo iluminado durante la noche. Los gemelos Ducroix siempre habían sentido cierto temor en la hora de los faroles. Atravesado por esa luz fantasmal, el jardín se les antojaba lúgubre.

Sólo Cordelia podía apreciar ese efecto en aquel momento, pues Emilio yacía en su lecho, agotado por los violentos espasmos que le habían atacado durante el día. El otoño tenía ese maligno efecto en su asma: la exacerbaba, de seguro a causa del cambio de aire y la caída de las hojas. Ni las tisanas más probadas de la tía José ni los baños de vapor habían logrado mejorarlo en esa ocasión. Su cuerpo largo y delgado apenas abultaba la colcha de satén que lo cubría, y el cabello rubio, enmarañado, lucía descolorido sobre la funda almidonada.

En la habitación sólo se oía el tic-tac de un antiguo cucú suizo y el murmullo rasposo de la respiración del hombre.

Cordelia daba vuelta a las hojas satinadas, tratando de no hacer ruido. Su dedo fino seguía las líneas donde el libro hacía referencia a las características del cóndor de los Andes. Luego se extasiaba contemplando las ilustraciones que mostraban al ave en toda su imponencia. Había encontrado ese tomo titulado
Las aves de presa
en el último anaquel de la biblioteca del abuelo. En él se veían fotografías y dibujos de diversas aves, pero las que se referían al cóndor le parecían las más bellas.

Se avergonzaba de comprobar qué poco sabía de algo que para Newen Cayuki significaba tanto.

"Newen." Qué bonito sonaba al decirlo... Había buscado en un diccionario de voces indígenas y había descubierto que "Newen" quería decir "espíritu fuerte". ¡Qué bien le cabía el nombre al señor Cayuki! Fuerte como una roca, inconmovible.

Volvió a recordar los momentos en que él la enfrentaba con su mirada acusadora, y cómo ella había adivinado la tragedia detrás de la ira. ¿Qué sería aquello que enturbiaba su pasado? Cordelia no había permanecido allá el tiempo suficiente para averiguarlo.

Sin advertirlo, sus ojos se perdieron en la oscuridad sobreviniente tras la ventana. Intentó dibujar mentalmente una cadena de montañas escarpadas en el límite del jardín, pero el reflejo de la propia lámpara sobre el vidrio destruyó el efecto. Sentía un desasosiego muy grande, como si aguardase algo que no llegaba. Si al menos estuviera allí su querida Julieta... Sólo a ella podía confesar su estado de ánimo. Con Emilio se había refrenado, porque durante el viaje de regreso lo notó demasiado huraño. Tal vez ya se estuviera sintiendo mal, aunque le pareció que rumiaba algún descontento. El auto devoraba kilómetros y kilómetros y ellos permanecían en un silencio desacostumbrado entre los hermanos.

Ya en la casa, la efusividad de la tía Jose había ahogado cualquier confidencia. Ella sólo tenía ojos para sus queridos sobrinos y mientras los abrazaba, repetía una y otra vez que no permitiría nunca más que viajasen tan lejos completamente solos, puesto que ella se encontraba viejita y el abuelo más todavía. A lo que el abuelo, aislado como siempre en un rincón del salón, con su pipa y su copa de cognac, respondió gruñendo que hablaría por ella sola, ya que de viejo él no teñía un solo hueso en el cuerpo.

No obstante, rozó la mejilla de Cordelia con su dedo, fingiendo no mostrarse cariñoso, y luego observó a Emilio a través del humo perfumado con ojo crítico. El joven, sabiendo que no resistiría el escrutinio, decidió subir a su dormitorio para descansar un rato. Allí fue cuando el asma lo traicionó, oprimiéndole el pecho y asustando a las mujeres de la casa.

Varias horas después, Cordelia velaba el sueño intranquilo de su hermano mientras dejaba que fluyeran los recuerdos recientes de su aventura, que le dejaron un sabor agridulce.

¿Por qué se sentía desgarrada al abandonar aquel paraje desolado, si el único hombre que habitaba aquel rincón había demostrado que deseaba librarse de ella? ¿Y qué habían significado para él sus besos? ¿Un juego? Tal vez había querido ponerla a prueba, demostrar que ella era una mala mujer, como debía serlo la que lo llevó a odiar a todo el género femenino, Isabel Fournier o cualquier otra. A pesar de su falta de experiencia en amoríos, Cordelia intuía con claridad que la furia de Newen tenía antigua raigambre y que ella sólo era una pieza en el engranaje de su odio. ¡Cómo le dolía darse cuenta de eso! Creyó, en cierto momento, que podía inspirar algo a aquel hombre rudo, sobre todo cuando estuvo postrado y ella actuó de enfermera para él. Sin embargo, no había sido suficiente. El corazón de Newen Cayuki era duro como la escarpada montaña que recorría cada día.

Suspiró y cerró el libro. Sólo entonces se dio cuenta de que su hermano la observaba fijamente.

—Émile. ¿Estás bien?

—Mejor. ¿Y tú?

—¿Yo?

—No puedes disimular conmigo, hermanita. Soy un adiestrado cazador de gestos. No olvides que mi condición de inválido me deja mucho tiempo libre para la observación.

—No eres un inválido.

—No del todo, es cierto. Pero no juegues a desviar mi atención. ¿Qué te sucede?

Cordelia se sintió incómoda de repente. Estaba habituada a contar con Emilio para todo y su gemelo era como su contracara: si ella estaba triste, él la animaba; y si era él el atribulado, ella era la única que podía devolverle la sonrisa. Presentía, sin embargo, que la razón de su desvelo esta vez no sería comprendida por Emilio. ¿Y cuál era esa razón, después de todo? ¡Si ni siquiera ella conocía lo que albergaba su corazón!

—¿Qué va a sucederme? Estoy preocupada por ti, desde luego. Siempre lo estoy cuando te pones así.

Emilio continuó mirándola. Sus ojos claros destilaban sagacidad.

—Mentira.

Cordelia se puso de pie, ofuscada, y avanzó hacia la cama de hierro blanco. Del respaldo pendía un rosario de cuentas de nácar que la tía José había colgado desde que llegaron. Cordelia miró un momento la imagen que ofrecía su hermano, tan joven y tan guapo, lastimosamente limitado en su vida diaria, y se dejó llevar por un arrebato de ternura. Se arrodilló junto a la cabecera y tomó una de las delgadas manos de Emilio.

—¿Puedo preguntarte algo sin que me hagas otras preguntas después?

—Bueno, eso es difícil de prometer.

—En serio, Emilio. Tengo una gran duda.

—A ver... soy especialista en eso también, en contestar preguntas y resolver dudas, sobre todo viniendo de una curiosa insaciable como tú.

Emilio puso su mejor cara de hermano condescendiente porque sabía que eso provocaría a Cordelia y, en efecto, ella no pudo resistirse a pellizcarlo.

—¡Ay! ¡Cuidado con el enfermo! ¿Qué clase de enfermeras hay en esta casa? Una me lava el estómago con brebajes inmundos y la otra me despierta con sus ruidos y me pellizca.

La risa de Cordelia brotó espontánea y fresca, que era lo que Emilio buscaba.

Estaba preocupado en serio por el estado de ánimo de su hermana, sobre todo porque sabía que estaba muy relacionado con el hombre taciturno que vivía solo en la montaña.

—De nuevo te pregunto: ¿estás dispuesto a contestar sin condiciones?

Emilio suspiró con aire teatral y puso cara de mártir.

—¿Qué puedo decir? Estoy aquí, inmovilizado bajo las mantas, casi sin poder respirar. Debería ser yo quien pidiera una última voluntad.

—¡Malvado! No digas esas cosas. Me harás enojar en serio.

—Está bien, está bien. Adelante con esa pregunta tan misteriosa.

Cordelia apretó la mano de su hermano sin darse cuenta cuando se dispuso a confiarle parte de sus dudas:

—Dime sólo esto: ¿qué se siente al estar enamorado?

Aun con toda su destreza en el arte del disimulo, a pesar de haberse preparado para cualquier excentricidad de su apasionada hermanita, Emilio no pudo ocultar la sombra que pasó por sus ojos al escuchar la pregunta.

De modo que se trataba de eso. Cordelia se había enamorado del guardaparque indio.

Tragó saliva y contuvo el inicio de otro ahogo en el pecho, antes de responder con serenidad:

—Eso, mi querida hermana, es algo que no puedo responderte.

La miró a los ojos buscando señales, antes de agregar:

—Jamás estuve enamorado.

Cordelia permaneció confusa y avergonzada. Temió haber herido los sentimientos de Emilio al preguntar aquello. Y también haberse descubierto. Abrió la boca para decir algo ocurrente que aliviara la tensión, cuando breves golpes en la puerta anuciaron la llegada de la tía Jose con una bandeja.

La mujer, entrada en años y en carnes, revoloteó alrededor de sus sobrinos con la ligereza de un cuerpo más menudo que el suyo. Ahuecó la almohada de Emilio, acomodó la manta sin necesidad, destapó la sopera de porcelana que despidió un delicioso olor a verduras y corrió a entreabrir la ventana para eliminar los "malos humores", como le gustaba decir.

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