En alas de la seducción (43 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

BOOK: En alas de la seducción
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Aquel cristiano había resultado ser el perito Francisco Moreno, un hombre sabio, amante de las tierras del sur, que donó parte de los terrenos que el gobierno le concediera para crear un parque nacional allí, en la Patagonia. ¡Qué coincidencia que el destino le hubiese dado la oportunidad de trabajar en ese mismo sitio!

Newen sonrió para sus adentros, pensando cómo se había maravillado de pequeño al saber que su ancestro era amigo de un hombre tan importante. Él, Newen Cayuki, se había sentido importante también, porque su abuela le enseñaba que su sangre era pura, de bravo linaje. ¿De qué había servido?

—¿En qué piensas? —dijo de pronto Cipriano.

El sobresalto de Cayuki hizo reír al indio.

—Te asusté.

—Estaba recordando —declaró Newen con sencillez.

—Los viejos tiempos.

—Más o menos.

—Eso sólo puede traerte dolor, muchacho. La paz está en el olvido.

Newen inspiró hondo, pero no respondió. Su amargura era un peso tal en el corazón que le impedía sincerarse.

—La muchacha es un espíritu bueno. Tiene el corazón grande, no pequeño —aventuró Cipriano.

—Da lo mismo, se irá mañana.

Hubo un silencio en el cual Newen percibió que Cipriano asimilaba la sorpresa.

—Entonces, te dejo esto.

La mano del mapuche depositó en el regazo de Newen el mechón de pelo dorado. Un hilo rústico lo mantenía unido. El mechón flotó un instante, antes de esconderse entre los pliegues de la camisa del guardaparque. Newen no lo tomó enseguida. Aguardó a que su corazón acompasara su latido y luego apretó el mechón entre sus dedos. Iba a devolvérselo al indio cuando éste lo sorprendió con otra cosa:

—Y te dejo también esto.

En la palma resquebrajada de Cipriano, un montoncito de billetes arrugados se abría lentamente, como una flor.

Newen lo miró fijo, sin comprender.

—Es por la estatuilla. Al final, la vendí.

—Ah... está bien, entonces.

—Pero quisiera vender la otra.

—¿Cuál otra?

—La otra, la que todavía no mostraste.

Newen apretó las mandíbulas. Cipriano no podía saber... no, era imposible.

Desde que Cordelia vivía en su casa, él había continuado con sus tallas a escondidas, pues era una actividad que le proporcionaba cierta paz. Gradualmente, había advertido que la mujer que tallaba siempre había cambiado. Ya no tenía el porte indiferente de las primeras estatuillas. Se había convertido en una figura más etérea y ya no la representaba en actitudes cotidianas, sino que la había tallado sentada sobre una piedra, con los brazos extendidos hacia arriba y la cabeza inclinada, dejando caer el cabello larguísimo hasta confundirlo con la falda. Era una imagen mística: la ninfa del bosque invocando a los espíritus, al
Pillán,
que protege desde la cima desierta de la montaña.

—Ésa... no se vende —declaró Newen, casi sin pensar.

* * *

Emilio Ducroix intentaba encontrar un rincón acogedor donde dormir esa noche, pero la cabaña del guardaparque estaba tan desnuda de comodidades, que le resultaba difícil. Finalmente, halló una alfombrita redonda de lanas coloridas que le sirvió de apoyo y empezó a cobijarse con ayuda de su campera de nailon y una manta, cuando un trozo de madera brilló frente a sus ojos. Sobresalía de una bolsa de arpillera y le llamó la atención su color rojizo
y
la delicadeza de la curva. Su alma de artista lo llevó a extraerla con cuidado de la bolsita.

El fuego chisporroteó sobre los ángulos endurecidos de su rostro, mientras contemplaba la imagen de Cordelia en madera perfumada, que adoraba a los cielos en pose pagana.

Amaneció neblinoso. La lluvia había cesado, y el aire conservaba una humedad pegajosa poco corriente en la región. Por eso, los altos picos estaban coronados de nubes que no dejaban ver las cimas y el sol no calentaba, apenas teñía de dorado las piedras que el auto deportivo de Emilio pisaría al dejar atrás el refugio del guardaparque.

Cordelia aún no había salido. Se encontraba en el altillo, terminando de arreglarse, mientras Newen preparaba sus elementos de trabajo junto al porche, como ella sabía que hacía cada mañana. Ese día sería distinto a todos: no habría café cargado para compartir, no discutirían sobre los horarios ni las comidas, ella no aguardaría con ansias que el sol llegase al porche para saber la hora en que debía visitar a Damiana y ya no aprendería recetas misteriosas ni tejidos nuevos. No habría necesidad de encender el fuego cada tarde, porque ella ya no estaría allí cuando Newen regresara, agotado, de su recorrida.

Emilio se había mostrado firme: "Debemos regresar —había dicho—. No voy a exponerte más y ni siquiera estoy seguro de querer quedarme yo en este lugar. Cayuki no es un hombre fácil de tratar y no parece recibirme de buen grado. Hablaré con Medina y es probable que él me recomiende otro sitio. Después de todo, hay muchos santuarios naturales como éste en el país, donde yo puedo ponerme a prueba y demostrarle algo al abuelo, suponiendo que el viejo quiera convencerse, cosa que ya estoy dudando".

Cordelia había intentado todos los argumentos que podían ablandar a su hermano, pero él se había mostrado extrañamente firme, con una determinación digna del abuelo. Por cierto, el viejo estaría orgulloso de ver un rasgo suyo en el carácter indolente del nieto.

Pero había tosido también, y eso preocupó a Cordelia.

La noche anterior, después de que ella se arrebujó entre las mantas, desolada al saber que su sueño no sería velado sólo por el guardaparque esa vez, escuchó cómo su hermano volvía a subir la escalerilla. Aguardó a que él le dirigiera la palabra y observó extrañada que Emilio se había sentado sobre el suelo de tablas, a pocos centímetros de la cama, contemplándola en la penumbra. Le pareció que la respiración sonaba fatigosa, como cuando se avecinaba un ataque, y dejó de fingirse dormida para incorporarse y tocar la mejilla de su hermano.


Emile, tu es bien?

Con un suspiro, Emilio le había tomado la mano, oprimiéndola sobre su propia cara, y había murmurado un "sí" no muy convincente.

—Entonces, ¿qué ocurre? —insistió ella.

—Me preocupas.

—¿Yo?

—¿Has estado bien aquí?

—Claro... Bueno, hasta hoy, por lo menos, jamás me habían raptado— bromeó ella.

Emilio se mantenía serio.

—Dime, hermanita, ¿cuánto de ti vas a dejar en este lugar al partir?

Cordelia desvió la mirada, aunque sabía que su hermano no podía verla nítidamente. Estaba a punto de responder cuando surgió la primera tos, apenas un estertor que Emilio supo contener a tiempo. Para Cordelia fue suficiente. La palidez acentuada, la respiración acelerada, la misma intensidad febril de su mirada, le revelaban que su hermano iba a sufrir un ataque en los próximos días. Las emociones de las últimas horas se lo habrían provocado.

En lugar de hablar, se arrodilló en la tarima que le servía de lecho y acunó la rubia cabeza masculina en su regazo, meciéndola como lo haría una madre. El se dejó mimar. Así era siempre entre ellos. El que sufría encontraba consuelo en el otro.

Los ojos cerrados de Emilio no vieron las lágrimas que acudieron a los de su hermana mientras lo abrazaba. Porque esa vez, ni siquiera él sería capaz de atenuar el dolor de su corazón.

* * *

Cordelia avanzó sobre la sala donde Dashe aguardaba, atento, y apoyó el bolsito de mano en el suelo, para palmear la cabezota del perro.


Bon ami
—murmuró.

El perro y ella habían entablado un vínculo silencioso, cómplices en la tarea de embaucar a Newen para que se mantuviera acostado hasta que la herida sanara. ¿Cuántos días habían pasado desde entonces? Parecían meses. El corto tiempo vivido en aquellos parajes ocupaba en el corazón de Cordelia el mismo lugar que toda su vida anterior.

Salió al porche, irguiendo los hombros y seguida de Dashe.

La luz matinal le dio de lleno y no pudo ver la expresión del guardaparque, que se mantenía atareado cerca de la leñera.

Una aparición.

Newen sintió que un puño le oprimía el pecho al ver a Cordelia con sus pantalones anchos, los mismos que había traído puestos para aparentar ser lo que no era, pero esta vez con una blusa blanca bien femenina, de cuello redondo y botones. Ella había recogido con gracia la tela sobrante de los pantalones en un frunce que acentuaba su cintura breve, y lo había sujetado con la faja de colores que le diera Doña Damiana. Llevaba el cabello peinado hacia atrás, sostenido en la coronilla por unas peinetas de plata. Regalo de Damiana, seguramente. La cabellera formaba así una cascada que rebotaba en las caderas de la muchacha a medida que se aproximaba.

Newen la observó sin mover un músculo, reteniendo todo lo que pudiera de ella. La intensidad de su mirada capturó la de la muchacha unos segundos, hasta que una voz amigable rompió el hechizo.

—Bueno, bueno, no esperaba verlos a todos reunidos tan temprano. Cordelia, no sabes cuánto me alegro de que estés bien.

El hippie viejo se acercó al porche, llevando una mochila y su mejor sonrisa para la muchacha que se había ganado un lugar en su corazón. Pensó con tristeza que quizás se hubiera equivocado respecto de sus sentimientos, ya que ella se marchaba, pero la expresión contenida de la joven parecía confirmar sus sospechas iniciales. Sin embargo se iba, de eso no cabía duda.

Y ese joven alto, delgado y aristocrático, que aguardaba junto al porche, apoyando con desgano su cadera en el barandal y con los brazos cruzados, debía ser el hermano mellizo de Cordelia. Eran dos gotas de agua, salvo por la mirada. Los ojos grises de Cordelia, limpios como el fondo del arroyo, se leían vírgenes de aventuras, mientras que los ojos azules del muchacho se mostraban entornados con aire cínico.

"He aquí el anverso y el reverso", se dijo Walter, a la vez que incluía al joven Ducroix en su inclinación de cabeza.

—¡Walter! —Cordelia corrió a su encuentro ante la sorprendida mirada de Emilio.

Estaba claro que su hermana había intimado bastante con todas esas personas.

—Cipriano tuvo la deferencia de pasar a contarnos todo anoche, pese a la tormenta —anunció Walter Foyer—. Y tengo entendido que Medina los espera para la declaración.

Al decir esto, miró también a Emilio, que ya se acercaba al grupo.

—El hermano de Cordelia, supongo.

—Así es. Emilio Ducroix. Encantado, señor...

—Walter, simplemente. Soy un artesano de por aquí... y amigo de su hermana. Por cierto, ella es toda una estrella en este sitio. No sé si sabe que salvó la vida de nuestro guardaparque.

Newen maldijo en su interior la osadía de Walter. No quería que el hermano de Cordelia se formara ninguna idea de nada.

—No lo sabía, pero eso explica que ella estuviera viviendo aquí, entonces —señaló Emilio—. Mi hermana siempre fue buena samaritana.

Newen se sintió próximo a la náusea. Quería que desaparecieran todos de allí, incluido Walter. Quería estar solo, recorrer el bosque y las laderas sin más compañía que la de Dashe. Quería volver a ser el de antes, el que no esperaba nada de nadie, no soñaba ni deseaba nada.

Inspiró profundamente y extendió la mano hacia Cordelia.

—Hasta siempre, señorita Cordelia —nunca había podido pronunciar correctamente el apellido. De lo contrario, lo habría usado en esa ocasión.

Cordelia se sobresaltó ante lo intempestivo de su despedida. En su confusión, dejó al guardaparque con la mano abierta y salió corriendo hacia la cabaña.

Todos, incluido Walter, contemplaron la escena incongruente sin atinar a decir nada, hasta que la muchacha volvió a salir con algo en la mano.

—Me olvidaba. Esto es para Damiana. Lo tejí en secreto. Quería que viera... quiero decir, que supiera lo que aprendí. Sé que no podrá verlo, pero si lo toca, será lo mismo. Es sólo un manguito para cuando empiece el frío, para sus manos —Cordelia dudó antes de proseguir—. ¿Se lo dará, señor Cayuki? No podría despedirme de ella. Lo lamento.

Se le quebró la voz y miró impotente a su hermano. Emilio Ducroix alternaba sus emociones entre la sorpresa y el disgusto. Cordelia solía ser excéntrica y aventurera, pero jamás se había dignado a emprender ningún trabajo manual, ni siquiera bajo la influencia de la dulce Julieta, su mejor amiga. En las noches de invierno, mientras él leía bajo la lámpara del sillón, se divertía escuchando cómo la pequeña pelirroja regañaba a su hermana por su falta de prolijidad en el bordado. "¡Mi Dios!", solía decirle, "son las puntadas de un zángano. Mi querida, parece que la aguja fuera una azada en tus manos".

Ambas reían entonces y Cordelia, hastiada de la labor, comenzaba a tiranizar a la
petite amie.

Falta le haría la compañía de Julieta en ese momento, para entender el ánimo de su hermanita. Estaba prendada de aquellas gentes como si las conociese desde hacía años. ¡Y casi lloraba! La enérgica Cordelia luchaba por contener las lágrimas al despedirse de aquellos rústicos. Impensable.

Emilio tomó la decisión al sacudir la mano de Newen con firmeza y después la de Walter.

—Vamos, entonces. Hasta siempre, señores. Gracias por devolverme a mi hermana. Señor Cayuki, de más está decir que declino el ofrecimiento de trabajo por ahora. Las circunstancias me han demostrado que es éste un empleo mucho más peligroso de lo que imaginaba. Casi ha costado la vida de Cordelia. Le deseo suerte y que encuentren pronto a esos villanos. Por nuestra parte, haremos lo posible por ayudar con nuestra declaración. ¿No es así,
petite?

Los pies de Cordelia la mantenían enraizada al pedregullo del patio. No creía que ni una ráfaga de viento pudiese desprenderla de allí. Fue la mirada helada del guardaparque lo que la impulsó a moverse. Clavó en ella sus ojos oblicuos, imperturbable, y pronunció con claridad las palabras que hirieron su corazón:

—Que tengan buen viaje. Por fin podrá reunirse con su gente, señorita Cordelia. Me imagino que habrá extrañado la comodidad de su casa y sus costumbres. No la retengo más. Mi trabajo me espera y, como usted sabe, hace tiempo que no lo hago como es debido. La intención estaba clara en el reproche. Desde que ella llegó, se había constituido en un estorbo para Newen Cayuki. Ahora podría recuperar su tranquilidad.

Así, pues, ella era la única que sentía la garra que le arañaba el pecho. Darse cuenta de esto le hizo recuperar la dignidad y la fría altivez de los Ducroix. Enderezó la espalda, recompuso su expresión desolada transformándola en una sonrisa y tendió su mano delgada hacia Newen. Él tardó unos segundos en estrecharla y, cuando lo hizo, el calor del contacto estalló entre ambos como un relámpago. Cordelia retiró la mano, asustada.

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