En alas de la seducción (41 page)

Read En alas de la seducción Online

Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

BOOK: En alas de la seducción
4.99Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Creo que no tenemos mucha afinidad usted y yo, señor...

Era la segunda oportunidad para que Newen se presentara.

—Newen Cayuki.

—Señor Cayuki, observo que su nombre es indio. ¿Usted lo es? Porque si es así, sabrá que la marihuana era conocida y utilizada desde tiempo inmemorial por las tribus indígenas de América. Hasta hay quienes dicen que es curativa.

—Puede ser. En varias comunidades se la utilizaba con propósitos religiosos, como planta sagrada. Y no se fumaba, se comía, se masticaba. Y eran los chamanes los que lo hacían, para alcanzar un estado especial.

—Ah... veo que está bien informado —Emilio dio una calada más al cigarrito que sostenía y lo arrojó al fuego—. ¿Y por qué le parece tan malo entonces?

—Porque los blancos han tomado eso sagrado y lo convirtieron en vicio.

Emilio miró fijamente a Newen, sopesando la calidad del hombre que tenía ante sí. Lo había visto llegar, desde adentro de la cabaña, y le había impresionado como un tipo de gran fuerza, pero al escucharlo hablar, otro aspecto del guardaparque se le estaba revelando: el de un hombre con cierta sabiduría, algo no aprendido sino asimilado, algo intangible que él admiraba.

—Perdone. No quise molestarlo.

La respuesta sorprendió a Newen y no supo qué decir. Ya Emilio proseguía:

—Sucede que... —se volvió levemente hacia el indio— no soy un hombre muy sano que digamos. No sé si Cordelia le dijo algo.

Como viera que Newen seguía impasible, continuó, mientras miraba hacia la oscuridad de afuera.

—Sufro de asma desde chico y los ataques son a veces... muy humillantes. Entonces, este humo especial me hace el efecto de un bálsamo. No diga nada a Cordelia, se lo ruego. Ella no lo sabe —y, como si recién reparara en ello, dijo:

—¿Ella vive en el pueblo? Me lo imaginé, pero quise primero conocerlo a usted. Si voy a trabajar...

—Cordelia no está.

—Aja, sí, ya veo. No había nadie en la casa. ¿Dónde...?

—La han secuestrado.

Un trueno en un mediodía de sol no habría provocado más conmoción en el rostro de Emilio. Pasó de la estupefacción a la desesperación y de allí a la furia desnuda.

—¿Qué dice usted?

—Digo que la han secuestrado —y el rostro de Newen traicionó el dolor que lo embargaba—. Vengo de buscar por todo el bosque.

—Pero... ¿cómo es posible? ¿Quién? ¿Y por qué? Oiga —dijo de pronto—, si usted es de esos que juegan con la credulidad de las personas, le aseguro, señor, que yo...

—Cálmese y escuche.

Emilio permaneció de pie mientras Newen atizaba el fuego y quedaba así, en cuclillas, ante la hoguera.

—Todas esas preguntas me las hice yo antes. Y el comisario de Parques también.

—¿Medina?

Newen dio un respingo. Había olvidado que Cordelia y su hermano habían tramado juntos la estrategia de hacerse pasar por ayudante.

—Sí. No entendemos por qué pasó esto, pero es seguro que fue secuestrada. Hay indicios en el bosque. Yo... —Newen aspiró hondo— me culpo por haberle permitido quedarse aquí. No era apropiado para ella.

Emilio comprendió de pronto el sentido de la frase.

—Por supuesto, señor Cayuki. No era nada apropiado.

La rabia que encerraba esa afirmación hizo que Newen mirase el rostro demacrado de Emilio. ¿Lo culpaba por haber permitido que Cordelia viviese con él? Si él mismo la había enviado para prepararle el terreno... Newen se incorporó lentamente, sin separar los ojos de los del muchacho.

—Señor, yo tengo mis propias culpas. Que no disculpan las suyas.

Se midieron, ambos hombres unidos por el amor de una muchacha, y luego ambos bajaron la cabeza, derrotados.

—Quiero seguir buscando —dijo de pronto Emilio— ahora. No me importa que usted haya buscado antes. Puede haber cosas que yo sepa y usted no, indicios... algo.

Newen sacó del bolsillo el manoseado retazo de vestido que habían utilizado durante la noche, y se lo presentó a Emilio.

—Esto es de ella. Gracias a esto, mi perro me guió hasta el final del bosque. Pero de ahí no pudimos pasar. El rastro se perdió.

Emilio tomó la tela y la estrujó entre sus dedos finos, de artista. Cordelia tenía las mismas manos delicadas. Por eso se habían lastimado al vivir como él, de modo salvaje. Newen desvió la mirada hacia el fuego, incapaz de ocultar su dolor.

—Señor Cayuki.

Emilio pareció recobrarse de la primera impresión y ahora mostraba una determinación sorprendente.

—Mi hermana suele hacer cosas alocadas, como... como esta empresa de sustituirme. Yo no estaba de acuerdo al principio, sin embargo puede ser tan convincente... Quiero decir, ella no encuentra obstáculos en nada, ¿sabe? Tiene toda la voluntad de la que yo
carezco.
Y, bendita sea, intenta traspasármela, aunque a veces las empresas en las que se embarca la desbordan. Éste es un caso de ésos. Es entonces cuando aparezco yo para solucionar los problemas. Como cuando comenzó un hogar de recogida de gatitos huérfanos, no sé si le contó. Bueno, el asunto se le fue de las manos, como es natural. Al cabo de quince días, había más gatos en la casa de mi abuelo que en toda la ciudad, incluidos gatos arteros, tuertos, hasta con tuberculosis. Tuve que llamar a un centro asistencial para animales, a fin de que me enviaran personal para atender y curar a los que tuvieran posibilidades. Los otros... — Emilio hizo una mueca— los otros pasaron sin dolor a mejor vida, aunque esto ella no lo sabe. Ahora pienso que delego en usted demasiada confianza. Ya hay dos secretos que debe guardarme. En fin, dejando de lado el hecho de que nos quedamos con varios de esos gatos y el resto los fuimos depositando en lugares donde presumíamos que estarían bien, Cordelia reconoció su error y admitió haberse dejado llevar por el entusiasmo. Suele suceder, porque ella lleva la sangre de mi padre y yo, la flema inglesa de mi madre. La idea de buscar un trabajo de este tipo fue también de ella y yo la dejé hacer, como un padre bondadoso con su hijita caprichosa. Luego, vino mi ataque de asma y la nueva idea de Cordelia de hacerse pasar por mí para ocupar mi puesto hasta que me recuperara. Con franqueza le digo, señor Cayuki, no sé cómo accedí a esto último. Creo que el asma me tenía liquidado y no lo pensé demasiado. Además, confiaba en que con el tiempo ella tendría miedo de venir hasta acá —Emilio hizo un gesto de derrota—. Me equivoqué, como nos equivocamos todos con Cordelia, como se habrá equivocado usted infinidad de veces, ¿no es así? Newen asintió, pensando en las veces en que la había hostigado por tratar de hacer cosas en su cabaña.

—Me parece probable —siguió Emilio— que este secuestro tenga que ver con algo que Cordelia quiso hacer. Por supuesto, en secreto. Nada adora más Délie que una buena sorpresa de ésas que a uno le dan en la nuca. Se me ocurre, señor Cayuki, que tal vez sepa usted algo que yo ignoro y pudo haber movido a mi hermana a estar en el lugar inapropiado en el momento menos indicado.

Emilio giró la cabeza de repente, enfocando con atención el rostro de Newen. No quería perder ni un rastro de su expresión.

Recién entonces, Newen comprendió que era muy posible que el hermano de Cordelia no confiase en él. No tenía por qué hacerlo, después de todo. ¿Quién era él? Apenas un ayudante del guardaparque, indio además. Un extraño en el mundo refinado de los hermanos.

Nada importaba en ese momento, sin embargo, nada más que encontrar a la muchacha. Ignorando las insinuaciones, Newen meditó sobre los sucesos del día. Lo más significativo había sido la visita de Llanka. No creía que la joven mapuche pudiese concebir siquiera la idea de secuestrar a la princesa de la nieve. No obstante, iría a ver a Llanka. Le hablaría de Cordelia e intentaría averiguar dónde había estado. Esa noche misma, y si el hermano de Cordelia quería acompañarlo, bueno... no podría evitarlo.

—¿Recuerda algo significativo?

—Sólo una visita inesperada. Alguien que su hermana no conocía. No tiene mucho sentido, pero...

—Vamos para allá.

La decisión de Emilio cambió un poco la impresión que de él tenía Newen. Por lo menos, sería un aliado en la búsqueda de Cordelia y no un enemigo dispuesto a acusarlo.

* * *

Llegaron a la casita donde vivía Llanka a medianoche. No era un horario oportuno para visitas aunque, dada la forma de vida de la muchacha, tampoco era inusual la llegada de dos hombres entrada la noche. Emilio captó enseguida la situación y se mostró mordaz al saludar a la joven cuando ésta se presentó en la puerta.

—Buenas noches, señorita. Y disculpe el atrevimiento de golpear a su puerta a estas horas.

Llanka miró atónita a Emilio y luego a Newen, como pidiendo una explicación. Newen tenía esa mirada severa que auguraba problemas, de modo que calló.

—Llanka, estamos averiguando dónde puede haberse metido la muchacha, Cordelia.

—Mmm... ¿la que vive contigo? —ronroneó la joven muy desenvuelta.

Se la cobraría. Le haría pagar a Newen el desprecio de esa mañana.

—La señorita Cordelia Ducroix, ¿la conoce? —intervino Emilio.

El joven Ducroix tenía el poder que dan la cultura y el dinero combinados. Un aire mundano capaz de intimidar a una muchacha humilde como Llanka, por bonita que fuera.

—No... La he visto, pero no la conozco.

—¿Podrías decirme si la viste hoy en el bosque en algún momento del día?

—¿Por qué, Newen? ¿Se ha perdido?

—Señorita, la persona de la que hablamos es mi hermana. Y me disgustaría mucho comprobar que usted sabe algo que no quiere decirnos. Algo como que hoy Cordelia se reunió en el bosque con alguien, o que vino a visitarla.

—No, claro que no. Ella jamás me visitaría. Y yo a ella tampoco.

Newen observó la expresión confundida de Llanka y decidió que era inocente. No necesitaba indagar más. Emilio, que no la conocía tanto como él, no se daba por vencido.

—¿Cuántas personas vienen hasta aquí por día?

—Eh... pues... no sé.

—Más o menos. ¿Cuántas pueden ser? Para ir evaluando posibilidades. ¿Cuántas personas pudieron haber visto a mi hermana hoy mismo?

—No sé, no sé nada —exclamó Llanka levantando un poco la voz. Se la notaba levemente histérica. Una cosa era hostigar a Newen Cayuki y otra muy distinta encarar a ese joven presumido que la miraba con ojos de hielo y le hablaba con lengua filosa. Agradeció mentalmente la interrupción que le proporcionó una persona que se aproximó desde el bosque, aunque por un momento temió que fuera un cliente. Si bien nadie le decía nada, tampoco ella quería ventilar su vida ante los extraños.

—Cipriano —dijo asombrado Cayuki.

El anciano avanzaba con la parsimonia a la que tenía acostumbrados a todos, mirando fijo hacia adelante, al rostro de Emilio Ducroix.

Hizo un gesto con la mano que Emilio interpretó como una bendición, pero que Newen sabía era una forma de aventar malos espíritus.

—Buenas.

—Buenas, Cipriano. ¿Lo sabe ya?

No hacían falta preámbulos. El anciano sacó de debajo del poncho colorido un paquetito y lo desenvolvió ante los ojos curiosos de todos.

Un mechón dorado surgió como un chispazo de luz en la oscuridad.

Newen fijó la vista como un lince en Cipriano, incrédulo, pero Emilio, que no conocía a nadie en aquellos parajes, se abalanzó sobre el viejo.

—¿Dónde está? Dígamelo, maldito, ¿de dónde sacó eso?

Newen separó a los dos hombres y dejó que Cipriano se recompusiera mientras se preparaba para hablar. Emilio, por su parte, aún delgado y enfermizo, forcejeaba sujeto por las manos de tenaza del guardaparque.

—Shhh... —lo urgió Newen—. Él sabe algo y va a decirlo.

Rogó porque a Cipriano no se le diera por sus actitudes grandilocuentes, las que tenía reservadas a los turistas.

El viejo mapuche puso el mechón de pelo sobre su frente y dijo:

—La Princesa de la Nieve no se fue porque quiso. Esto me lo dijo.

Emilio estuvo a punto de estallar.

—¡Claro que no! Eso lo sabemos todos. Y no necesito un mechón de pelo de mi hermana para saber...

Nuevo gesto de Cipriano que silenció al auditorio.

—También me dijo que no está aquí, sino en las bardas, muy lejos.

"¿En las bardas?", pensó Newen.

Era un lugar bastante alejado, un desierto rico en fósiles donde las estribaciones rocosas mostraban franjas de variados colores que correspondían a distintas épocas de la Tierra. Un lugar adonde acudían expediciones científicas y también estudiantes de Geología. Él mismo había actuado como guía en ese sitio.

Estaba a muchos kilómetros de allí.

—Cipriano —rogó Newen, tratando de que el viejo comprendiera la gravedad de la situación—, esto es muy serio. Cada minuto que pasa es peligroso para la muchacha. ¿Es cierto eso que dices?

Cipriano pareció ofendido.

—Muy cierto. Lo sabía antes que ustedes, pero me costó venir hasta aquí.

Emilio parecía olvidar su flema inglesa cuando se trataba de los asuntos de su hermana. Tal vez se parecieran más de lo que él mismo creía. Newen se apresuró a replicar:

—Iremos allá. Contigo, Cipriano, si gustas.

El viejo inclinó la cabeza, complacido. Nada deseaba más que ser el centro de algo, así fuese una operación de rescate.

Llanka parecía ofendida por no ser tomada en cuenta, pero Newen la silenció con otra mirada de obsidiana y se mantuvo callada una vez más.

Cuando los tres hombres emprendieron el camino de bajada al pueblo, la joven miró con melancolía el cuerpo robusto de Newen Cayuki, el que le había pertenecido tan pocas veces. Y el otro, el del
winka,
tampoco estaba mal, se dijo satisfecha.

"Quién sabe, a lo mejor, si encuentran lo que buscan..."

* * *

Salieron a la ruta de ripio en el automóvil de Emilio, un Audi plateado que relucía bajo la luna. Los primeros kilómetros por el fantasmal camino los recorrieron en el más absoluto silencio. Era un viaje hacia la nada, lo imprevisto, lo desconocido. Nadie podía asegurar que Cordelia estuviese allí. Sólo la tozudez de Cipriano, un viejo medio loco, y la actitud de Dashe, que viajaba con el mapuche en el asiento de atrás.

Newen, sentado en el lugar del copiloto, vigilaba con mirada de ave nocturna la vera del camino. Cualquier indicio de algo sería analizado en el terreno mismo.

Al cabo de una hora, Emilio rompió la sensación de irrealidad al encender la radio. La música suave los trajo de regreso al mundo de las personas, lo cotidiano. Newen odió eso. Necesitaba el silencio del desierto para concentrarse, para pensar. Pero supuso que Emilio estaba demasiado nervioso para tolerar ese silencio inhumano por más tiempo.

Other books

Shared Too by Lily Harlem
Little Princes by Conor Grennan
Jasper Fforde_Thursday Next_05 by First Among Sequels
Time Leap by Steve Howrie
Underground Time by Delphine de Vigan
The Invasion of 1950 by Nuttall, Christopher
Caramelo by Sandra Cisneros