En alas de la seducción (42 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

BOOK: En alas de la seducción
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—Aquí —dijo de pronto Cipriano.

Las ruedas del Audi chirriaron cuando Emilio pisó el freno y dobló en una curva cerrada, poniéndose atravesado sobre el camino.

—¿Dónde?

El dedo huesudo de Cipriano señaló un punto impreciso en la oscuridad. Fastidiado, Emilio encaró a Newen.

—Usted sabe lo que hace, ¿no es cierto, señor Cayuki? Porque le aseguro que yo no. No tengo la más mínima idea de adonde estoy yendo y no veo un rábano.

—Yo veo, señor Emilio. Ahora, eso de adonde vamos... —y se volvió hacia Cipriano, que seguía mirando fijo hacia afuera.

—Es allá —insistió el viejo.

Suspirando, Emilio acercó el auto a la banquina, procurando ver dónde se metía para no quedar varado. Bajaron en medio de la oscuridad y la luna eligió ese momento para esconderse.

"Carajo", pensó Newen, pero no dijo nada. Emilio, en cambio, manifestó todo su disgusto:

—Qué noche de mierda. Creo que va a llover.

Efectivamente, al cabo de media hora de caminata entre las rocas, se empezó a notar un olor húmedo en el aire y densos nubarrones corrieron bajo la luna, convirtiendo el sitio en un escenario de sombras fugaces.

Los tres hombres y el perro lobo avanzaban, guiados por Newen que abría la marcha y Cipriano un paso detrás, asegurando que estaban en la dirección correcta.

Sin luna, sin brújula, a Emilio le costaba aceptar que seguían el camino adecuado y no el pálpito de un viejo desquiciado, pero consideró que Newen Cayuki, a pesar de su parquedad y modales rústicos, era un hombre capaz. Y verlo dar zancadas por delante suyo, concentrado en cada palmo del suelo, lo tranquilizó en cierto modo. Si había alguien capaz de remover cielo y tierra para dar con Cordelia, ése era el guardaparque.

Por otra parte, la sagacidad de Emilio no pasó por alto los mensajes de interés posesivo que delataban los ojos de Cayuki cuando se hablaba de su hermana. Si algo había aprendido durante los largos años de padecimientos, a veces postrado incluso, era a leer el rostro de las personas. Y ese rudo indio del monte estaba enamorado de Cordelia. Faltaba ver qué sentía Cordelia hacia él. Rezó interiormente para que ésta no fuera otra empresa desesperada de la joven.

La pequeña comitiva se detuvo justo antes de entrar en un inmenso llano despojado de todo, hasta de rocas, que brillaba iridiscente en la oscuridad, debido a la cualidad blanquecina de la arenisca que lo cubría. Parecía un mar de nácar, blanco y brillante como una concha marina.

La voz de Newen, hueca y profunda, rasgó el silencio mortuorio.

—El océano seco.

—¿Qué es esto?

—Hace millones de años, esta tierra era el fondo del mar. Con los movimientos sísmicos que hicieron surgir la cordillera salieron a la superficie las rocas del abismo. Por eso están llenas de huellas marinas —explicó con sencillez Newen.

El paisaje causaba pavor por lo fantasmagórico. Reinaba un silencio poco natural, tan intenso que hacía zumbar los oídos, provocando una sordera molesta. Emilio se tomó la cabeza entre las manos.

—No puedo pensar siquiera que mi hermanita esté aquí.

—Esperemos que esté —respondió lacónico Newen, y avanzó con decisión hacia el desierto blanco.

Un gruñido de Dashe lo detuvo. Como si el perro fuese una persona que le hablara sólo a él, Newen lo miró y aguardó un movimiento. La bestia, cuyo pelaje erizado brillaba también, pues en él se entremezclaban pelos blancos y grises, comenzó a olisquear el suelo alrededor de las últimas rocas. Todos aguardaron, sin saber bien qué, hasta que Dashe, sentándose sobre sus cuartos traseros con el porte de un lobo, echó hacia atrás su peluda cabeza arqueando el cuello y lanzó un temible aullido que se perdió en los confines del océano seco, justo en el instante en que la luna asomó por última vez.

Cordelia, entre sueños, percibió un sonido extraño que horadaba el aire y llegaba hasta ella. Abrió los ojos, agotada de estar siempre en la misma posición y languideciendo de hambre, pero no había más que sombras en torno suyo. Con dificultad giró sobre sí misma para cambiar la cadera sobre la que se apoyaba. Los huesos se le habían entumecido y cualquier pequeño movimiento le arrancaba lágrimas de dolor. No tenía idea de la hora, aunque la oscuridad completa le decía que afuera era de noche. Los muy malvados no le habían dejado ni un farol.

Pensó en Isabel y en lo insólito que resultaba que fuera ella la secuestradora. Claro que la propia muchacha debía estar pensando lo mismo: qué maldita coincidencia que fuera ella, Cordelia Ducroix, la cautiva. ¿Hasta dónde sería capaz de llegar Isabel? La recordaba maliciosa, despreciativa, envidiosa y egoísta, y aun todos esos defectos juntos no convertían a alguien en asesino. ¿Sería ella capaz de deshacerse de un testigo molesto? Después de todo, su propósito original había sido darle una paliza a Newen. Eso ya era bastante malo, pero de ahí a matar...

Cordelia suspiró. Ella no soportaría ver cómo golpeaban al guardaparque. Seguramente Isabel dispondría que lo ataran para no correr riesgos y esos hombres brutales lo golpearían hasta desmayarlo. Sólo así someterían a Newen, tan fuerte y resistente. Sintió un retortijón en el pecho al imaginar una escena tan cruenta.

¿Y qué sería de ella? Si Newen no podía defenderla, ¿quién lo haría? Nadie, salvo su hermano, sabía que se encontraba allí. Ni el abuelo, ni la tía Jose. Pobre tía, le había inventado una historia de vacaciones con Julieta, secundada por Emilio, que era hábil para enredar a la tía. En ese momento, sola, con frío y asustada, lamentaba profundamente su arriesgada aventura.

"Newen... ven, ven a mí ahora, que nadie nos ve. Ven y sálvame, amor mío", rezó en silencio. Sólo en la oscuridad y para sus adentros podía admitir que sentía algo por el guardaparque. Aun si él no lo compartía, ella sabía que su corazón estaba tocado de amor por él. Jamás se lo diría, por supuesto. Una dama no traiciona sus sentimientos así como así. Primero debe asegurarse de ser correspondida. Y si Dios y los santos la ayudaban en ese trance, ella se las ingeniaría para ser correspondida, de modo que pudiera liberar todo lo que su pecho guardaba, sin remordimientos.

Otra vez el ruido que la despertó. Sonaba raro, como un lamento. Cordelia sintió erizarse el vello de la nuca. ¡Un lobo! Sin embargo, Newen le había dicho que los lobos no vivían allí, en la Patagonia. Sólo los pumas y los zorros, y de los primeros quedaban muy pocos, siempre en reservas, porque el hombre había conseguido casi extinguirlos.

Inclinó la cabeza para que su oído captase los sonidos del exterior de la cueva, y le pareció que el pedregullo era arrastrado no lejos de allí. Casi sin respiración, aguardó el próximo ruido, temiendo que se tratase de los salvajes que la habían capturado. No estaba segura de sus intenciones.

Fue entonces cuando, paralizada de terror, escuchó pasos en la dependencia contigua, la que comunicaba con la entrada de la cueva. Ciega en esa oquedad, temblando de miedo y de frío, musitó una plegaria para que el que llegara no fuera un espíritu maligno, como decía Doña Damiana. Y mientras las palabras temblorosas se deslizaban de sus labios, sintió algo frío y húmedo contra su hombro que le arrancó un pequeño grito.

—¡Cordelia!

—¡Newen! ¡Newen, aquí! ¡Aquí estoy!

Unas manos rudas palparon su contorno antes de que la linterna de alguien iluminase el recinto. Cordelia no veía más que el rostro desencajado de Newen recorriendo con la mirada su cara, su cuerpo, sus manos, cerciorándose de que estuviese sana y salva mientras la desataba con su cuchillo de monte.

Nadie hablaba. Dashe, pues de él era el hocico húmedo que la había sobresaltado, se interponía entre las manos que intentaban levantarla, desesperado por participar del encuentro. Cordelia reía y lloraba al mismo tiempo y, cuando se vio libre de ataduras, arrojó sus brazos doloridos al cuello de Newen Cayuki y se oprimió contra él como si en ello le fuese la vida misma.

—Eh... eh... que estoy yo también —dijo una voz tan conocida como la propia.

—¡Émile!

El joven Ducroix se arrodilló también junto a su hermana adorada y la abrazó, debilitado de sólo pensar que podría haberla perdido.

Entre los dos sacaron a Cordelia de la cueva, casi sin permitir que sus pies rozaran el suelo. Una vez en el frío de la noche, Newen cedió a desgana la posesión de la joven a su hermano, que se veía muy alterado por los acontecimientos.

—Vamos —fue todo lo que dijo el guardaparque, y la comitiva emprendió el camino de regreso a la ruta, escoltados por relámpagos y perseguidos por truenos.

Capítulo XXV

La tormenta que se desataba afuera creaba un capullo de intimidad y protección en el interior de la humilde cabaña de Newen. Éste se hallaba ocupado en atizar el fuego mientras, con el rabillo del ojo, vigilaba la manera amorosa en que Emilio Ducroix consolaba a su hermana del duro trance.

Habían mantenido un tenso silencio durante todo el viaje, interrumpido solamente por algún suspiro entrecortado de Cordelia. La muchacha parecía haberse derrumbado al saberse a salvo, como si sus fuerzas no la sostuviesen más tiempo.

Pero Newen no olvidaba aquellos brazos enlazados en torno a su cuello, ni la luz de aquellos ojos al verlo. Especialmente no olvidaba las palabras: "Newen, aquí estoy".

Ella estaba segura de que iría en su busca, ella lo esperaba. Ese pensamiento lo acompañó durante todo el camino y seguía martilleando en su mente. Lo fastidiaba no poder aclarar ese punto a causa de Emilio, que había acaparado toda la atención de su hermana.

—¿Seguro que no quieres dormir? —le decía con ternura mientras le acomodaba la manta sobre las piernas.

Cordelia se encontraba acurrucada sobre uno de los bancos de madera de la salita y Emilio había insistido en llevarle él mismo el café cargado.

Afuera, Cipriano contemplaba la tormenta en toda su furia como si fuese una esfinge, sentado sobre la tierra y mirando fijo sin pestañear. Dashe había elegido acompañarlo.

—Estoy bien. Quiero contarles todo primero —adujo Cordelia.

—Lo primero es que te recompongas. A ver, Cayuki, ¿no hay otra manta más gruesa que ésta? Está refrescando.

Newen sintió que la piel se le erizaba.

—Émile querido, no hace falta que me mimes tanto. Estoy bien así. Newen —agregó Cordelia mirando la espalda del guardaparque—, ¿no quieres saber quiénes querían raptarte?

La sorpresa se pintó en los ojos de Emilio.

—¿A él? —exclamó.

Newen tuvo la satisfacción de dejarlo con la intriga unos instantes, antes de decir con voz calma:

—Se ve que quisieron valerse de su hermana para atraparme.

—Pero, ¿por qué? —la expresión de Emilio se tornó suspicaz—. ¿Acaso creen que mi hermana es algo suyo?

Un disparo en la oscuridad no hubiese causado más estupor. Cordelia se apresuró a desmentir la idea:

—No, por supuesto que no. Ellos querían que el señor Cayuki tuviese que rescatarme. Saben que estoy viviendo acá y era su oportunidad. Eso es todo.

"Eso es todo." La rabia y el desprecio invadieron el corazón de Newen.

Él, que había permanecido pendiente de las últimas palabras de Cordelia al encontrarla. Él, que se había atrevido a soñar otra vez, como un imbécil, ahora tenía la confirmación de su estupidez ante sí.

Respiró hondo antes de aseverar con voz fría:

—Así es, por eso creo que será mejor que usted se la lleve de aquí cuanto antes, así no correrá peligro.

Ahora le tocó a Cordelia el turno de desmoralizarse. ¿Irse de allí, justamente cuando acababa de comprender sus sentimientos?

—No puedo irme. No sin saber antes lo que ocurre —Cordelia buscó con desesperación un motivo plausible—. Mi hermano correría el mismo peligro, señor Cayuki.

Newen le dirigió una mirada helada.

—Su hermano también se irá, señorita. Mañana temprano, si amanece despejado.

—¡Pero no podemos dejar esto así! —insistió Cordelia.

Se incorporó, dejando caer la manta y revelando la media pierna desnuda a través de la túnica rota. Newen desvió la mirada como si la imagen le hubiese quemado y Emilio se apresuró a taparla y a calmarla, como si se tratase de una niña pequeña.

—Hermanita, ya fue suficiente por hoy. Nunca debí aceptar esta locura. Ahora duerme, que yo iré preparando tus cosas. Mañana todo se verá más claro, te lo aseguro. Cayuki, ¿dónde le parece que podrá descansar mi hermana esta noche?

La sencilla pregunta tuvo el efecto de enmudecer tanto a Newen como a Cordelia. Emilio Ducroix daba por sentado que su joven hermana había dormido todos esos días en un lugar aparte. ¿Cómo decirle que ella ocupaba el dormitorio del guardaparque cada noche?

Newen se encogió de hombros, fingiendo indiferencia.

—Arriba estará bien.

—Bien, ¡arriba entonces, joven dama! —y, pese a su delgadez, Emilio levantó en brazos a Cordelia haciendo gala de optimismo y determinación.

Al bajar, le sorprendió encontrar la cabaña vacía. Solamente el resplandor y el crepitar del fuego llenaban los rincones.

* * *

Newen se sentó junto a Cipriano en el porche. El viejo indio parecía dormitar, pero se mantenía erguido mientras la lluvia repiqueteaba a su alrededor, empapando la tierra oscura. Newen contempló las ropas coloridas, el sombrero de paño, el mándala de plata que colgaba de su cuello. Sintió un dolor sordo en el pecho al pensar que todos esos elementos eran un mero adorno, un motivo de atracción turística. Que Cipriano los usaba como señuelo para dar pintoresquismo a su tienda mientras que, en los tiempos antiguos, sus antepasados habrían vestido las galas ceremoniales con orgullo, dándoles su verdadero sentido.

Y su gente puelche ni siquiera conservaba eso. Vivían arracimados en dos o tres reservas olvidadas, sin recordar nada de su pasado indómito. Él había tenido la suerte de vivir con su abuela, descendiente orgullosa de un linaje poderoso. Su abuela cantaba y enhebraba historias con su canto. Desde su mirada de adulto, Newen comprendía que aquélla había sido la forma en que su abuela le enseñaba a él, su nieto favorito, las viejas historias de la familia. Su curiosidad infantil había abrevado en relatos de su otro antepasado, el gran cacique Sayhueque, quien, con la hospitalidad proverbial de su gente, había recibido una vez a un hombre cristiano enviado por el gobierno. Al principio muchas mujeres lloraban al verle, asustadas, porque dicho hombre tenía "cuatro ojos", y eso podía significar que tuviese cuatro corazones también. Pero Sayhueque no le temía: había bebido en compañía de aquel hombre y lo había considerado su amigo y hecho su compadre.

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