Suspiró, llevada por una gran tristeza. ¿Qué estaría haciendo Newen en ese momento? ¿Se daría cuenta de su ausencia o se felicitaría por haberse librado de ella de manera tan fácil? Pero no podía dejarla ir así como así. ¿Qué le diría a su hermano si se presentaba después? ¿Que Cordelia se había marchado por el bosque sin decir nada? El guardaparque era un hombre extraño. Hubo momentos en que Cordelia habría jurado que sentía algo por ella, aunque él siempre lograba que esos momentos pareciesen un castigo, como si el verdadero móvil fuese otro. Recordó el último beso ardiente, cuando ella...
Se ruborizó con el recuerdo. Debió parecerle una desenfrenada, una cualquiera. Por eso la rechazó. Se sintió tan desolada entonces, como un niño al que le quitan la manta en una noche de invierno.
Odiar a Newen Cayuki le resultaba más fácil que anhelarlo. Ése era el pensamiento que tenía que alimentar, como lo había hecho Isabel. El afán de venganza había empujado a Isabel a remover cielo y tierra hasta dar con Newen. Puesto que la joven vivía en Buenos Aires, era evidente que así había sido. Y Cordelia debía reforzar su espíritu con la idea de sobrevivir para importunar a Newen, para demostrarle que no le sería fácil desembarazarse de ella. Esa intención la mantendría con fuerzas y le daría el móvil para escapar apenas pudiese.
Levemente reconfortada, se ovilló contra la piedra y esperó.
Dashe giraba en círculos en el claro del bosque de arrayanes. Hacía más de media hora que estaban allí y no sacaban nada en limpio. Newen no se atrevía a irse, pues Dashe gemía y se inquietaba cada vez que él se alejaba un tramo. Se acuclilló en el centro del claro y contempló los alrededores con la luz de su linterna. Pedazo por pedazo, cada rama del círculo del claro fue revisada por el haz de luz. Los ojos de un búho, amarillos y asustados, parpadearon un instante y luego desaparecieron. Los murciélagos aleteaban cerca de sus orejas sin tocarlo. Eran cosas bien conocidas. Nada distinto, nada especial, salvo... ese manchón azul enredado en las ramas de un arbusto. Se encontraba fuera del claro, pero con la luz de la linterna quedaba expuesto con nitidez. Newen se aproximó con sigilo y sus manos toscas desataron el trozo de tela. Una tela fina, de color azul claro, que no le traía recuerdos de nada. No recordaba haber visto a Cordelia vestida con algo así. ¿Y Llanka? ¿Sería de ella? Newen no observaba mucho los detalles, pero le pareció que Llanka lo había visitado esa mañana vestida de muchos colores. Recordaba bien lo ceñido del vestido, nada más. ¿Sería un trozo de él? ¿Lo habría esperado en el bosque? Intrigado, levantó la tela hasta su nariz y aspiró. Un escalofrío le llegó hasta la nuca. Una conocida loción emanaba del trozo de vestido. No era de Llanka, no, la mujer usaba perfumes muy densos, empalagosos. Este aroma, dulzón y fresco a la vez, era más propio de Cordelia, de uno de los frascos que ella traía en su bolso. Pensó en volver a la cabaña y buscar el perfume para comprobarlo, pero primero quería averiguar si estaba en la pista. Puso la tela delante de Dashe y el animal, después de olisquear, se lanzó frenético hacia el linde del bosque. Newen lo siguió corriendo y en el camino notó cosas poco frecuentes, como raíces aplastadas, ramas cortadas y una huella: la marca de una rueda en uno de los espacios que a veces quedaban entre los árboles. Se sintió mareado ante la perspectiva. Cordelia había huido. Alguien la había recogido en el bosque, en secreto, y ella se había fugado con él. O tal vez no se había fugado en realidad, claro que no. Él había visto sus cosas en la cabaña. La muy zorra se había ido para pasarla bien un rato y luego volver. ¿Con quién? Su mente enfurecida empezó a barajar posibilidades. Con Lemos. Era el único capaz de desafiar su ira, por la inconsciencia y la estupidez. Tal vez ya estarían de regreso y ella lo aguardase en la cabaña, creyendo que él recién llegaba de su ronda. Inventaría cualquier mentira y creería que podía burlar a un indio ignorante.
Ya la rabia le hinchaba la garganta hasta impedirle respirar. Silbó, llamando a Dashe, y dejó que sus pasos lo llevasen hacia el otro lugar donde podía saber de la sabandija aquella: la oficina de Parques.
La entrada de Cayuki a la oficina fue espectacular. Consiguió hacer saltar a Lemos en su rincón de siempre, y hasta alteró la expresión habitualmente serena de Medina. Walter Foyer estaba con ellos. Los tres hombres preparaban un encuentro que favorecería el turismo en la zona, a la vez que permitiría a los mapuche reafirmar sus tradiciones más antiguas. Cuando el guardaparque entró, golpeando la puerta contra la pared opuesta y plantándose firmemente en el marco, los tres se quedaron esperando algo, inmóviles, la cara de Walter levemente divertida. Era evidente que no esperaban a nadie a esas horas de la noche, y mucho menos al ayudante de guardaparque.
—Cayuki —empezó Medina.
—¿Dónde está ella?
—¿Quién?
—Es mi responsabilidad, Medina, mientras no venga el maldito ayudante que pedí. Si no, que se quede aquí en el pueblo y me desentiendo de ella. Bastante tengo ya con sus caprichos. Mi trabajo no es hacer de niñera.
Para todos resultó claro que se trataba de Cordelia, desde un principio, pero había que fingir sorpresa. Era lo que correspondía, dado el comportamiento poco ortodoxo de Cayuki.
—Aquí no ha venido, muchacho —aventuró Walter.
Cayuki miró con intención a Lemos. Éste tuvo el tino de ruborizarse y argumentó débilmente.
—No, no ha venido.
Cayuki no se conformaba. Se acercó a Lemos con paso de pantera y descendió su rostro hasta que el joven quedó frente a sus ojos oblicuos, que destilaban veneno.
—¿La vio usted?
—No vino, si es eso a lo que se refiere.
—No, no me refiero a eso. ¿La vio usted sí o no?
—Cayuki... —insistió Medina, conciliador.
—Responda.
—¡No! ¡No la vi! —gritó Lemos, desencajado de rabia—. Hoy, al menos —agregó, satisfecho.
Esa cerilla bastó para encender a Newen. Tomó a Lemos por las solapas de su camisa y tiró de él hasta sacarlo por encima de la mesa donde trabajaba.
Medina y Walter acudieron al mismo tiempo para detener la furia del guardaparque. Ni entre los dos conseguían que las manos de Newen soltasen a Lemos, que, además, parecía, estar deseando el enfrentamiento.
—¡Cayuki! —bramó Medina.
Hubo un instante de vacilación y luego Newen dejó resbalar la camisa de Lemos por sus manos crispadas. No era la furia de Medina lo que temía, ni el quedarse sin empleo. Lo que lo había hecho reaccionar era sentir el mismo furor violento que aquella vez, saber que el Walichu podía poseerlo de nuevo y hacerle hacer lo que quisiera, que él no sería nunca dueño de sí.
Lemos se acomodó la solapa, indignado, y Medina encaró a su ayudante con toda la severidad de su rango.
—Una explicación, Cayuki.
—Creo que la muchacha ha desaparecido —aventuró Walter, con aire preocupado.
Medina asimiló esa nueva noticia y se volvió hacia Lemos:
—¿Es cierto que no la has visto en estos días?
Lemos se encogió de hombros.
—Ella no baja muy seguido al pueblo. Y yo no soy bienvenido allá arriba —contestó de mala gana, mirando con odio a Newen.
Este le sostenía la mirada con idéntico resentimiento.
Medina se atusó el bigote rubio con preocupación.
—¿Cuánto hace que falta de la casa?
—Desde hoy, desde que regresé de mi trabajo.
—Entonces, no hace mucho. Podría estar...
—Fui a la casa de Damiana y hoy no la visitó. Eso también es raro.
Newen no quiso agregar que lo que más lo motivaba a pensar en la desaparición de Cordelia como algo malo era el presentimiento de Damiana. Ese tipo de cosas no hacían mella en el espíritu práctico de Medina.
Walter Foyer se desplazó al lado de Newen, apoyando su inquietud.
—Si la muchacha se fue sin dejar indicios, yo también lo encuentro raro.
Newen recordó entonces la tela y la sacó de su bolsillo.
—Encontramos esto en el bosque, enredado en una rama.
Medina estudió el trozo de túnica, pensativo. Una oleada de pensamientos nefastos atravesó su mente, pero no dijo nada. Se limitó a mostrarle la tela a Lemos.
—¿La viste vestida de este color estos días?
Lemos negó con la cabeza torvamente. En su interior, le satisfacía el sufrimiento de Newen. ¡Que reventara de rabia por haber sido abandonado! Se lo merecía. Pero él también sospechaba que en aquella desaparición había algo extraño. La muchacha le había parecido dulce y compasiva. No era propio de ella desaparecer sin dejar una nota, al menos, que explicara adonde iba.
—Cayuki, vamos a tener que organizar una búsqueda. Pero habrá que dejar pasar, por lo menos...
—Ya pasaron cuatro horas. Debió estar en la cabaña cuando regresé, a las siete.
—Vamos, entonces.
Medina tomó su cinturón reglamentario, su sombrero a pesar de que ya no había sol, y ordenó a Lemos que cerrase la oficina.
—De ningún modo. Yo también voy —aseguró el muchacho—. Tres pares de ojos ven más que dos.
—Cuatro pares —agregó Walter y abrió la puerta, invitando a los demás a salir.
Medina masculló algo, pero no se opuso. De todas formas, estaban fuera del horario de atención y podían hacer lo que se les ocurriese.
La pequeña comitiva emprendió la subida del cerro a pie. El rastrillaje de la zona debía hacerse con minuciosidad, sin perder de vista ni un centímetro del bosque.
Pasaron dos horas durante las cuales los cuatro hombres se dispersaban, se abrían en abanico y se volvían a juntar, avanzaban en diagonal o retrocedían, como para estar seguros de que esa zona había sido revisada hasta el fondo. Al llegar al claro donde habían encontrado el trozo de vestido, las huellas fueron analizadas con meticulosidad.
—Es una camioneta, una pick-up —dijo Medina.
—¿Habrá subido por su voluntad?
Newen dirigió a Walter una furibunda mirada, pero se contuvo. Aquella gente se preocupaba por el paradero de Cordelia, y estaba ayudándole. La situación había sido irregular desde el principio. Si había un culpable era él mismo, por haberse dejado convencer para que la chica permaneciera a la espera de su hermano.
—Lo dudo —contestó Medina, pensativo, y señaló un lugar donde las ramas yacían, cortadas, colgando de los árboles—. Quienquiera que haya sido, conducía muy rápido. Esto no fue un picnic en el bosque.
Newen sintió removerse las entrañas. ¡Cordelia secuestrada! Era lo que él temía, pero no tenía sentido. ¿Por qué? ¿Para qué?
Otro ramalazo de miedo le enfrió las manos. Cordelia era bella, muy bella, casi una aparición. Cualquier merodeador podría haberla codiciado para su placer. No hacía falta que tuviese un propósito determinado. Y después... Tragó el nudo doloroso que se le formó en la garganta. Había historias de muchachas desaparecidas en los Parques Nacionales, turistas que se aventuraban por parajes solitarios y no se sabía más de ellas. Y en los pocos casos en que se habían encontrado...
Newen desechó la imagen de Cordelia muerta.
Cordelia desangrándose junto a un río.
Cordelia con las ropas desgarradas y la mirada plateada fija en el cielo.
Tuvo el impulso de lanzar un rugido como si él fuese el león de la montaña, el puma. Rebotaría en los picos nevados y descendería hasta las piedras de los arroyos, la baza de los pinos y el sendero indio. Todos los espíritus de la naturaleza sabrían que él, Newen Cayuki, el puelche-guénaken descendiente del cacique Orke-ke, había perdido a su Ayinray allí, en el rincón más bello y salvaje del mundo.
Volvieron acongojados hasta la entrada del pueblo. Había que iniciar una búsqueda en un vehículo. La camioneta pudo haber recorrido grandes distancias desde esa mañana, y nada podría hacerse esa noche. El trabajo que quedaba era de reconstrucción y planeamiento. Había que organizar una búsqueda policial.
Newen regresó a su cabaña con el corazón atrapado en el pecho. La leve esperanza de que Cordelia hubiese hecho una travesura y ahora estuviese allí, esperándolo, se desvaneció ni bien percibió la oscuridad reinante arriba, en la cima de la colina.
Si estuviese allí, dormida, sin haber encendido el fuego ni preparado la cena, de todos modos él le besaría los ojos, los labios y el pelo como si ella fuese su mujer, como si fuese un regalo de los espíritus para compensarlo por tantos años de amargura. Claro que él no merecía eso. Su arrebato de esa noche lo confirmaba.
Sumido en el dolor, entró a la cabaña y sus fosas nasales se dilataron ante un olor peculiar, uno que hacía tiempo no percibía. Notó un puntito de luz en un rincón de la cocina y llevó su mano al revólver que todavía tenía en el cinto. Con gesto automático, enfocó la linterna y un rostro dolorosamente familiar se presentó ante él. Era familiar por lo plateado del cabello y el blanco de la piel, pero los ojos se veían oscurecidos y la expresión de la boca era displicente, como si el mundo ya no tuviera nada que ofrecerle.
Newen sintió inmediata antipatía por Émile Ducroix.
El hombre, alto y fibroso aunque bastante delgado, se separó de la encimera y se acercó a Newen con lentitud. Era evidente que lo estaba esperando desde hacía rato. Y Newen no había cerrado la puerta de la cabaña por si Cordelia volvía en su ausencia.
Emilio tomó la mano de Newen que todavía portaba la linterna y la dirigió hacia el propio rostro del indio, observando con detalle sus facciones.
—Bueno, creo que estoy frente a frente con mi jefe, ¿no es así?
El rostro de Newen parecía de piedra.
—Y veo que no es un jefe muy locuaz. En fin, nada es perfecto.
Hizo un ademán hacia el exterior.
—Pero aquello sí lo es. Las montañas, el bosque... "Délie" me lo decía, aunque ella es tan entusiasta... Es difícil resistírsele, ¿verdad? —el tono indolente del hombre se tornó más acerado—. ¿No es así, señor...?
Newen, todavía sin responder, se dirigió a la chimenea y en pocos minutos encendió un buen fuego que iluminó la estancia. Eso dio motivo de nueva distracción al muchacho Ducroix.
—Mmm... esto empieza a tomar color. ¿De modo que es aquí donde voy a permanecer yo?
—En mi casa no vive nadie que fume marihuana.
Hubo un instante de sorpresa que se reflejó en los ojos de Emilio, más azules que los de Cordelia, y enseguida desapareció para retomar su aire burlón.