Aturdida, indignada, luchó para librarse, pero no tuvo que hacer grandes esfuerzos. Él la soltó enseguida. Se puso en pie de un salto y, desde la altura de su metro ochenta y pico la miró, burlón.
—Espero que se haya enfriado su furia, señorita. Cuando esté dispuesta, venga a trabajar. Para mí —agregó, sabiendo que eso echaría sal a la herida del orgullo de la muchacha.
Y se alejó, más victorioso que antes.
La victoria no era suya, sin embargo, sino de ella. ¿Por qué, si no, estaba temblando de deseo insatisfecho? ¿Qué bruja tentadora era aquella que barría con su presencia todas las barreras que él tenía erigidas contra las de su clase? No podía permitir que el pasado volviera de sus cenizas. Ya no podía seguir huyendo. Tenía que lograr que esa mujer infernal se fuera, y pronto. Y la única solución que veía era hacerla trabajar tanto que ella misma decidiese huir, cobijarse en el pueblo hasta que llegara el maldito hermano. ¡Ya se encargaría él de hacerle pagar a ese infeliz los malos momentos vividos!
Aspirando con fuerza, Newen llegó a la cabaña, donde lo aguardaban sus pertrechos. Llevaba más tiempo de trabajo perdido en esos dos días que en toda su vida. Ofuscado, se puso la camisa, el cinturón donde colgaba el machete, la soga de salvamento, el arma y, sin mirar hacia atrás, se alejó del claro con las botas en la mano. Ya se las pondría durante la caminata. Después de todo, era un indio. No debía olvidarlo nunca.
Al regresar a la cabaña, Cordelia la encontró vacía. Incluso Dashe había partido, sin duda acompañando a su amo. Pero la presencia de ambos se sentía tanto que la muchacha creyó por un momento que estaban espiándola.
Desolada al verse abandonada en el lugar y librada a sus propios recursos, dedicó un rato a recorrer los rincones, para saber a qué atenerse.
El guardaparque no admitiría otro enfrentamiento, así que ella debería reservar sus fuerzas para sobrevivir en aquellas soledades. Si en ese momento el tal Medina subiese de nuevo para proponerle ir al pueblo, aceptaría sin dudarlo. ¡Bonita lección para el prepotente señor Cayuki! Quedarse sin su esclava por el resto de los días.
Suspiró, resignada. Al mal tiempo, buena cara, diría la tía Jose. Y ella debía velar por el trabajo para su hermano. Esa idea la reconfortó. Revisó la cabaña por partes, calculando lo que haría falta. Se veía descuidada, aunque confortable. No había detalles bonitos pero sí alfombras que calentaban los pies y herramientas más que suficientes para abastecerse.
Lo primero era lo primero. Como solía decir también su tía, una mujer no puede empezar a hacer nada si no se compone a sí misma. Aprovechando su soledad, buscó en sus bolsos lo necesario para darse un buen baño (el del arroyo no contaba) y se dirigió al cuarto donde había visto la serpiente. Bueno, él había dicho... ¿qué? La culebra, sí, eso era. ¡Vaya diferencia! Abrió la puerta con temor, pero no vio nada sospechoso. Sólo le quedaba una muda para vestirse con decencia, si es que vestirse de hombre se podía considerar decente: una camisa blanca que se arremangó hasta los codos y unos pantaloncitos cortos que ella había pensado usar como piyama, en realidad. No contaba con ver estropeada toda su ropa en los dos primeros días.
Tomó su jabón de aceite de almendras, especial para la piel deshidratada y, después de desnudarse frente al lavabo, frotó todo su cuerpo. No estaba habituada a bañarse de pie frente a una pared sin espejo, de modo que cerró los ojos y dejó que sus instintos la guiaran, deleitándose por primera vez desde su llegada en un decidido placer físico. El aroma embriagador de las almendras, combinado con la esencia perfumada del jabón, la llevó a evocar el enorme baño de su cuarto en la mansión. Azulejado en las tres paredes donde se hallaba incrustada la bañera de porcelana, rodeada de una cabina de cristal tallado, con un enorme espejo al frente en el que ella, voluptuosamente, solía mirarse desnuda, con el champú corriendo por su cabellera. Una hilera de focos dispuestos en torno al baño creaban la iluminación adecuada para que pareciese el de una estrella de cine. Había sido un capricho de su abuela, la dulce Colette, que el abuelo se había apresurado a satisfacer. Pobre abuela, tan pequeña, tan frágil, tan soñadora, casada con un rudo militar intransigente. Sin embargo, algunos mimos había recibido de aquel hombre intemperante. El cuarto de baño, por ejemplo. Y ella, la única nieta, lo había heredado. Por designio de la tía Joséphine, que la adoraba. "Eres como ella, Cordélie, sólo que más fuerte por dentro.
Mon Dieu,
si ella hubiera vivido lo suficiente, te habría enseñado tantas cosas... ¿Sabías que fue actriz en su juventud? Hasta que conoció al abuelo. Él nunca permitió que pisase las tablas, ni siquiera como espectadora.
Pauvre maman,
cómo sufría aquello."
Cordelia no sería sufrida como su abuela paterna, no, ella se haría valer frente a cualquier hombre, empezando por aquel energúmeno que le había tocado en suerte enfrentar. Abrió los ojos, como si pensar en él le cortase la inspiración. Terminó rápido de bañarse y luego arremetió con su pelo, tarea más difícil todavía, ya que se había acostumbrado a las manos suaves y diestras de su tía, que probaba sobre su cabellera platinada toda clase de mejunjes secretos. "Esto es para el brillo,
chérie,
un poco de vinagre mezclado con agua de rosas, así el olor fuerte del vinagre se anula. Y esto, aceite de coco, para que tu cabello se vea sedoso.
N'oublions pas l'essence, surtout l'essence",
y aquí la tía Jose prodigaba a su sobrina la alquimia más secreta que tenía. Nunca supo del todo Cordelia qué era aquella
essence,
pero olía de mil maravillas. La hacía sentir fragante como una flor después de cada lavado. Qué no daría ahora por un poco de aquella esencia mágica. Suspirando, tuvo que conformarse con el champú de trigo que había llevado. Al menos, su cabello no se oscurecería.
Pasó una hora y media antes de que se considerara lista para empezar sus tareas. Ataviada con la camisa blanca y los pantaloncitos, que casi no se veían dado el largo de los faldones de la prenda masculina, el cabello todavía húmedo recogido en una gruesa trenza que rebotaba en su espalda, sólo quedaba por resolver el tema de sus pies. Estaban descartadas las botas que le habían producido tales magulladuras, así que, después de buscar un poco, decidió subir al altillo para revisar las cosas del guardaparque y elegir un par de medias gruesas que protegieran sus doloridos pies. A la noche se ocuparía de darles un masaje con el bálsamo y el aceite de caléndula que siempre llevaba. Se aplicaba más que nada en quemaduras, pero para las heridas serviría también.
El altillo le sorprendió por lo acogedor. Era apenas un piso donde cabía una tarima a modo de cama, cubierta como todo allí con mantas coloridas de grandes dibujos. El techo estaba tan cerca que se golpeó la cabeza varias veces antes de dar con unas zapatillas suaves, de color claro, que le quedaban grandes, pero eran tan mullidas que se decidió por ellas. No iría el energúmeno a escatimarle algo para sus pies, ¿no? Después de todo, ¡hasta los esclavos llevaban zapatos de alguna clase!
Antes de descender con cuidado por la escalera de troncos que se apoyaba en el entrepiso, advirtió algo que no había visto en un principio. Eran trozos de madera de extraña forma. Estaban diseminados por el piso, colocados de manera que no parecía casual, como si alguien hubiese intentado formar algo con ellos. Se acercó más y observó que en unos habían tallado muescas, algunas tan certeras que daban la impresión de ser figuras femeninas, con la silueta bien marcada. Entonces cayó en la cuenta de que aquéllas eran futuras estatuillas. Que Newen Cayuki era, como había sospechado antes, uno de los artesanos talentosos a los que se había referido Medina, y que todas las preciosas tallas en madera que descansaban en los estantes de la cocina le pertenecían. ¡Y en todas la figura era femenina! Mujeres jóvenes, delicadas... mujeres como ella.
Un frío temor paralizó su corazón. ¿Sería el guardaparque un psicópata? ¿Tendría una obsesión con los cuerpos femeninos?
Todavía atontada por el descubrimiento, bajó la escalera sin el cuidado debido, resbaló y cayó al suelo, por suerte desde poca altura. No sabía cuántas agresiones más podría soportar su cuerpo ese día. Se levantó como en trance, deseando no estar tan sola, tan alejada de la civilización. Como no había relojes, no supo medir el tiempo que faltaba para que el señor Cayuki regresara. Se le pasó por la cabeza la posibilidad de huir. Si el hombre era un psicópata, ni su hermano estaría a salvo. Sería mejor que no llegase nunca a trabajar para él. Ya encontraría otro empleo que le permitiese demostrar fuerza física a su abuelo.
Algo en ese razonamiento la detuvo. Si Newen Cayuki hubiese sido un asesino de mujeres, no le habría perdonado la vida un rato antes en el arroyo. Ni tampoco la noche anterior, mientras dormía. ¿Acaso esperaría el momento oportuno para matarla? Algo no encajaba en todo eso. ¿Podía un pervertido curarle los pies con tanta dedicación? ¿Calentarle comida y prepararle una cama cálida junto al fuego?
Y si bien la sumergió en el agua helada no una... sino ¡tres veces!... debía reconocer que ella le había infligido una herida muy dolorosa. Se ruborizó al recordar el mordisco, y luego la respiración artificial... y el beso. Jamás podría olvidar las sensaciones que le despertó aquel beso.
Una vez, hacía tiempo, Julieta y ella intentaron imaginar lo que sentirían si algún hombre las besara. Habían bajado las luces, colocado una música suave y ensayado con la tapa de un disco que mostraba el rostro sonriente de un cantante de rock. Era un disco viejo, pero la imagen servía a sus propósitos. El morocho de cabello alborotado les sonreía, tentándolas, y ellas, entusiasmadas y excitadas, querían comprobar si era cierto que los ojos se entornaban cuando una era besada. Isabel les había asegurado que así era, y ella se consideraba muy experimentada con los hombres, la insoportable Isabel. Nunca comentaron con nadie su estúpido experimento, sobre todo porque a ella (Julieta, tan tímida, se había limitado a ocuparse de las luces y la música) se le habían cerrado los ojos inevitablemente. ¿Y cómo es que a ese odioso hombre no se le habían cerrado también? ¿De qué pasta estaba hecho?
Furiosa con ese recuerdo, Cordelia se decidió a no pensar más en Cayuki, ni como hombre ni como asesino. La había besado, no la había matado. Pero ella estaba decidida a matarlo si volvía a tocarla.
* * *
Eran las ocho y media de la noche cuando Newen regresó a la cabaña, agotado, sucio y malhumorado. El atraso en sus tareas le había significado recorrer el mismo territorio en menos tiempo, salteándose el almuerzo. Y volvía más tarde que nunca, puesto que el tiempo perdido no se recupera, como bien él sabía.
Desde lejos, avistó el farol encendido. Bien por la pequeña bruja. Había sabido desenvolverse al menos en eso. Pero su olfato entrenado no sentía ni el humo de leña ni el sabroso olor de la comida tostándose. Apretó el paso, seguido por Dashe, jadeante también, y se detuvo en seco al vislumbrar la imagen a través de la ventana.
Unas piernas largas, esbeltas y firmes, ocupaban todo el marco. La luz del farol de afuera las iluminaba en toda su torneadura. Eran piernas desnudas, blancas y perfectas, que asomaban debajo de un faldón blanco que se movía hacia arriba y hacia abajo, como si la portadora de aquellas extremidades estuviese haciendo un esfuerzo, intentando encaramarse al techo, o algo así. De pronto, algo cayó delante de la ventana, tapando la visión de las piernas. Un trozo de tela.
Newen masculló algo ininteligible y avanzó, decidido a terminar con las sorpresas de una vez por todas. La puerta se abrió con estruendo y él y el perro lobo entraron juntos, provocando en Cordelia un respingo que casi la arroja al suelo.
Newen contempló incrédulo cómo aquella muchacha inconsciente había invadido sus dominios de manera tan completa en tan poco tiempo. Subida sobre uno de los bancos de herramientas, intentaba sujetar en ambos extremos de la ventana un trozo de tela estampada. Para ello, había clavado antes dos clavos pequeños en el adobe, sin duda utilizando el martillo que él, con negligencia, había dejado a su alcance.
Lo peor de todo era que no había fuego ni comida alguna sobre la hornalla, ni siquiera café. Nada con que calentar la garganta ni satisfacer su estómago rugiente, ni el de Dashe, por cierto. Nada de nada. Había tardado dos horas más de lo previsto, y aquella inútil no había hecho más que mover de lugar las cosas y colgar una tela para tapar la visión de la ventana, tan necesaria. ¿Podía ser posible tanta estupidez?
—
¡Mon Dieu!
Me asustó. Creía que...
—¿Qué hace?
—Buenas tardes, ¿no?
—¿Qué hace?
—Ya escuché. Déjeme explicarle...
—¡No! Déjeme usted a mí decirle algo. ¡Deje todo como está! No toque nada, salvo los cacharros para cocinar.
—Señor Cayuki...
—¡Deje todo!
El grito de Newen fue tan estruendoso que Dashe, ya dispuesto a acurrucarse junto a la chimenea apagada, se incorporó de un salto.
Cordelia, aún parada sobre el banco, lo enfrentó con las manos en la cintura y sus espléndidas piernas desnudas.
—Mire, señor Cayuki. No estoy dispuesta a dejarme mandonear por usted. Usted es... ¿cómo se dice? Un... un... "machista". Un hombre que ve a las mujeres como esclavas, nada más. Ni siquiera sabe todas las cosas que una mujer puede hacer, además de cocinar y limpiar.
—¿Por ejemplo?
Cordelia detuvo su discurso al percibir el tono burlón. Y lamentó haber sacado el tema de las mujeres justamente ante un hombre que bien podría ser un asesino de mujeres, si ella se equivocaba al juzgarlo. Ya que las cosas habían llegado a ese punto, sin embargo, era menester continuar.
—Señor Cayuki, yo... yo quiero confesarle algo.
Newen se sorprendió del cambio de rumbo en la conversación, aunque no manifestó nada.
—Quiero que sepa que no sé cocinar.
El silencio de él no era alentador, pero ya no podía echarse atrás.
—En casa tenemos cocinera. Y si bien hice algunas
confitures,
por gusto, en realidad no sé preparar comidas. Ése no es mi fuerte, ¿comprende?
—¿Y cuál es, señorita Cordelia? ¿Cuál es su habilidad?
La voz del guardaparque, de pronto enronquecida, hacía que sólo una habilidad pareciese posible en ella, y Cordelia deseaba que él alejase esa imagen de su pensamiento. Rebuscó en su inventiva, que siempre les había resultado útil a ella y a su hermano, y respondió con fingida soltura: