Cordelia carraspeó de nuevo, esta vez de puros nervios.
—Como le decía, Emilio es quien completó el formulario de empleo para venir aquí, pero ha estado enfermo desde que empezó el cambio de tiempo. La primavera y el otoño son fatales para él. Sufre de asma desde que nació. ¿Usted sabe lo que es el asma?
Al no ver ningún signo en la expresión del hombre, Cordelia se apresuró a continuar. No quería ofenderlo suponiéndolo ignorante.
—Bueno, él sufre de asma desde niño y eso es lo que molesta tanto a mi abuelo. Mi abuelo es como un soldado, fuerte y enérgico. Él no se enferma nunca y considera a los que se enferman como personas débiles. Por eso es que mi hermano y mi abuelo no se entienden. Además, mi hermano y yo somos rubios como mi madre y eso tampoco gusta a mi abuelo. Le recuerda los tiempos en que mi padre se casó con mi madre y él no estuvo de acuerdo. Mi madre era hija de ingleses, pero la familia de mi padre es francesa, aunque nosotros somos del país, sólo que llevamos la sangre extranjera, ¿entiende? El caso es que mi hermano quiere demostrarle a mi abuelo que él es muy capaz de llevar una vida normal, y decidió buscar un trabajo... digamos, de fuerza física, ¿comprende? Fuerza bruta.
Al decir esto, miró sobresaltada el rostro de Newen, temiendo haber metido la pata, y al verlo inalterable, prosiguió:
—Vimos el anuncio del señor Medina en el periódico y respondimos por correo. Dimos las referencias de mi hermano, por supuesto, ya que se solicitaba un ayudante masculino.
—¿Y por qué no vino él?
"Voila,
el bárbaro entiende, después de todo", pensó Cordelia.
—Justo eso iba a explicarle. Como está empezando el otoño y el aire cambia, mi hermano se enfermó. Tuvo otro de sus ataques. No son tan graves como cuando éramos pequeños, pero lo debilitan y no podía hacer el viaje hasta acá.
—Entonces vino usted.
—Aja. Y yo pensé...
—Que el guardaparque era un indio estúpido que se creería cualquier cosa que le metieran por delante —dijo con fuerza Newen, pasando por alto el hecho de que era eso exactamente lo que había sucedido.
Cordelia debió pensar lo mismo, porque apenas pudo controlar un rictus antes de proseguir.
—Sólo sería por tres o cuatro días, porque los ataques de mi hermano ya no duran demasiado. Y cuando él viniera, yo me iría dejándolo a cargo. Mi tía Josefina se encargaría de explicar mi ausencia a mi abuelo. Él no se mete demasiado en nuestras vidas, así que...
—¿Cómo lo consiguió?
Cordelia no supo a qué se refería hasta que la expresión implacable de Newen le indicó el verdadero motivo de su enojo: él quería saber cómo había conseguido engañar a los otros. Lo necesitaba para su amor propio, para saber que no había sido el único estúpido, aunque en cierta forma sí el mayor estúpido, ya que los demás no habían llegado a permanecer tanto tiempo junto a ella.
Por supuesto, guardó sus pensamientos y contestó:
—Oh, la gente no mira demasiado a los otros.
Transcurrieron unos instantes en los que el único sonido fue el crepitar del fuego y el tronar lejano de la tormenta que se retiraba. Poco a poco, Cordelia empezó a advertir otro sonido que al principio atribuyó al perro echado a su lado, hasta que con horror comprobó que era... ¡la respiración del indio!... Irregular, esforzada, como si estuviese a punto de estallar.
Atemorizada, Cordelia empezó a levantarse del banco sin saber adonde dirigirse para quedar fuera del alcance de aquel energúmeno, pero Newen le adivinó el pensamiento. Una mano morena se cerró como un grillete en torno de su antebrazo mientras una sonrisa cruel se insinuaba en aquellos labios gruesos.
—Si no la miraron demasiado, entonces no saben que está aquí —dijo con voz gutural.
Y, por primera vez, Cordelia sintió verdadero miedo.
—¿Qué quiere decir? ¡Claro que saben que vine aquí! Se lo dije a la gente del hotel. Y le dije al conserje que... que mañana volvería a buscar el resto de mi equipaje. Si no voy, le extrañará y enviará a su empleado a investigar.
Newen se esforzó por no reír. Se notaba a la legua que la muchacha mentía. El temblor de su voz la delataba, así como la estupidez del argumento. No tenía sentido que ella llevara más equipaje ni tampoco que lo dejara en la conserjería. Si había pensado sustituir a su hermano por dos o tres días, los bolsos que él había visto eran más que suficientes.
—No le creo, señorita. Pero le voy a decir algo. La gente de aquí olvida fácilmente lo que ve. Y más si se trata de un asunto que tiene que ver conmigo. Así que nadie va a meterse a averiguar nada. Y yo no tengo motivos para compadecerme de usted. ¿No me dijo que iba a denunciarme a las autoridades?
Cordelia maldijo su falta de prudencia al amenazarlo. Ahora estaba a merced de un delincuente que lo único que tenía que hacer para deshacerse de ella era apretarle el cuello con sus grandes manos y luego arrojarla por el barranco.
Tragó saliva con dificultad, como si ya sintiese aquellas manos morenas oprimiéndola. Buscó rápidamente otros argumentos.
—Mire, yo sé que lo amenacé y eso estuvo muy mal, porque no tengo pruebas de nada. Y aunque las tuviera, eso no me corresponde a mí sino a la autoridad. Mi abuelo dice que me meto demasiado en las vidas ajenas, pero lo hago siempre para ayudar. En su caso...
—¿Qué sabe usted de mí?
Newen oprimió el brazo de Cordelia con brutalidad al tiempo que formulaba la pregunta y eso hizo que la joven respondiera apresurada:
—Nada, nada, sólo rumores. Abajo, en el pueblo, a la gente le sorprendió que usted hubiese solicitado un ayudante, nada más que eso. Y me hizo pensar que, si un hombre había decidido vivir tan solo en un lugar tan aislado, debía estar huyendo de algo. Lo dije sin pensar, porque iba usted a devolverme a Medina y yo necesitaba el trabajo para mi hermano. No se imagina lo duro que es para él tener que demostrar todo el tiempo su valor como persona. Mi abuelo es implacable con él. Y conmigo.
—¿Con usted?
Newen aflojó el apretón.
—Se pone furioso cuando ve que soy más fuerte y sana que Emilio. A él le gustaría invertir la situación.
Cordelia parecía fastidiada al contar aquello y Newen pensó al mirarla que, en efecto, debía ser sana y fuerte para haber aguantado una jornada como aquélla sin sufrir más que llagas en los pies.
La contempló con interés: era delgada aunque bien formada, y de su constitución delicada emanaba una fuerza interna que se manifestaba en la barbilla firme y en la mirada. Una mirada gris y aguda. Los bellos ojos poseían una profundidad que sólo podía dar el entendimiento. Esa muchacha era inteligente y decidida.
Doblemente peligroso para Newen. Lo que no sabía hasta ahora, podía descubrirlo. Pero el mayor peligro radicaba en él mismo, en lo que sentía cuando la veía, cuando estaba cerca de ella como en ese momento, tocando su piel satinada y percibiendo su aroma cálido con un leve sesgo floral.
Era una maldita mujer blanca de la ciudad con la que él no quería tener nada.
Debía alejarla lo antes posible, aunque primero debía cerciorarse de que no pusiera en peligro su situación.
—Venga conmigo —le dijo en forma abrupta.
Y tiró de ella.
—¿Adónde?
—Vamos a buscar sus cosas.
Sin otra explicación y sin admitir disenso, Newen arrastró a la exhausta Cordelia hacia el exterior, rumbo a la cabañita que él mismo había construido tiempo atrás.
Cordelia tiritaba de frío mientras avanzaba a los tropezones por el camino, procurando no mojarse de nuevo los pies. Su dificultad hizo que Newen se volviera hacia ella, impaciente, y cuando comprendió el problema se maldijo por no haber reparado en ello. Sin preámbulos, la tomó en sus brazos y continuó marchando, implacable. Pesaba como una pluma y estuvo a punto de escapársele por el aire debido al ímpetu con que la agarró. Si no controlaba sus impulsos y su furia, acabaría por hacerle daño sin proponérselo.
A grandes pasos llegó a la cabaña de Cordelia y entró por la puerta ya abierta por el viento. El interior se veía más desolado que nunca, con el piso mojado y cubierto de hojas, sin lámpara ni fuego y con el triste ventanuco ahora sucio de tierra.
Newen sintió remordimientos al ver dónde estaba pasando la noche la muchacha, mientras él se calentaba frente al fuego de su propia cabaña.
Pero no era culpa suya si ella era tan inútil que ni siquiera podía prepararse una sopa y, además, intentaba engañar al mundo haciéndose pasar por ayudante de guardaparque.
La bajó al suelo con suavidad y le ordenó que permaneciera sentada sobre el catre para que no se lastimara más los pies. Después, siempre seguido por el gran perro, excitado como nunca por la novedad de un visitante, se dispuso a juntar las pertenencias de la chica, arrojándolas al descuido adentro del bolso más grande que encontró.
—¡Eh! Un momento. Eso no, no va ahí. ¡Señor!
En su desesperación, Cordelia veía cómo sus frágiles potes de cosméticos caían en el fondo del bolso sin contemplaciones, lo mismo que un pequeño libro que había llevado con la ilusión de ocupar sus horas de descanso.
Newen no prestaba atención a sus protestas. Más bien parecía que éstas lo enardecían. Sus movimientos se hacían más bruscos y cuando giró hacia el catre y vio un sostén de encaje blanco colgado del gancho de la ventanita para secarse, la impresión lo paralizó. Era el símbolo de todo lo que esa mujer representaba: la seducción, lo prohibido.
La burla.
Como si la visión de aquella prenda lo sumiese en un trance, Newen la tomó con la punta de los dedos, sosteniéndola lejos de sí, y la dejó caer en el interior del bolso, junto con todo lo demás. Después se volvió hacia la joven, mirándola como si la viese por primera vez, o como si ella hubiese dicho o hecho algo inconcebible. Esa mirada enigmática puso los nervios de punta a Cordelia, y por instinto se deslizó hacia atrás en el catre, envolviéndose con los brazos en un gesto primitivo de protección. Cualquier cosa que dijera en ese momento podría causar un estallido. Ignoraba qué había cambiado para él, que ya no la miraba con la furia de antes sino con una calma fría y letal, como si estuviese mirando a otra persona. Tembló un poco al verlo avanzar y dio un respingo cuando él extendió sus brazos, aunque la intención de Newen había sido sólo levantarla de nuevo, esta vez con más cuidado. Con una sola mano la sostuvo apretada contra su costado, mientras que con la otra recogía el bolso.
En el camino de regreso ninguno habló. Cordelia todavía no se recuperaba del susto y Newen estaba demasiado conmocionado por lo que había sentido al ver las prendas interiores de la muchacha.
Ahora que la situación estaba aclarada y él no le había hecho daño como temía, Cordelia empezó a relajarse un poco y se sintió más dueña de sí cuando estuvieron de nuevo en la cabaña grande.
El guardaparque, envuelto en su mutismo, se había movido con rapidez, acomodando los bultos de la muchacha en el rincón más alejado del fuego y arrastrando los sencillos muebles hasta formar un semicírculo en torno al fogón. Trepó después por una endeble escalera y desapareció dos segundos de la vista de Cordelia, para reaparecer cargado de mantas. Hizo con ellas una especie de nido en el interior del arco formado por los bancos y luego avivó el fuego con el atizador.
Satisfecho, se irguió y contempló su obra.
—Acá —dijo—. Acuéstese.
Cordelia miró sin comprender del todo.
—¿Que me acueste? ¿Por qué?
—Para dormir, pues.
—¿Pero aquí, en su cabaña?
—¿Para qué creía que fuimos a recoger sus cosas?
—Pero ¿y usted?
Newen sonrió sin gracia.
—Pierda cuidado. Yo tengo mi propia cama.
Cordelia volvió a mirar alrededor, buscando el catre que suponía igual al suyo, pero no vio nada. Pensó por un momento que aquel salvaje dormiría en el suelo junto a su perro. Newen pareció leerle el pensamiento porque se puso rígido cuando agregó:
—Arriba.
Entonces, Cordelia cayó en la cuenta de que él había traído las mantas de un hueco bajo el techo. Ése debía ser su dormitorio.
—No quisiera quitarle sus mantas.
—Pero ya lo hizo, así que acuéstese.
Por cierto, modales no le sobraban. Cualquier gesto de amabilidad que mostrara era inmediatamente arruinado con su desabrida manera de ofrecerlo.
—Está bien. Acepto dormir aquí por esta noche, porque estoy mojada y fatigada y mi cabaña está muy fría, pero a partir de mañana...
—A partir de mañana usted hará todo lo que yo le diga, princesa. Esta noche dormirá aquí, mañana no sé dónde estaremos.
Ante aquellas crípticas palabras, Cordelia enmudeció. Empezó a caminar con cuidado hacia la improvisada cama, tratando de no rozar siquiera al hombre que ahora parecía haber tomado las riendas de la situación en forma definitiva.
Un dulce calor la recibió al acercarse a la chimenea y la textura esponjosa de las mantas bajo sus pies vendados le pareció deliciosa. Levantó apenas los ojos hacia la recia figura que permanecía inmóvil junto a ella y, por un momento, creyó ver cierta calidez en la mirada masculina, pero fue tan fugaz que la tomó por el resplandor del fuego bailando sobre las negras pupilas.
—Gracias —murmuró, antes de sentarse en el medio del montón de lana.
Newen no movió un músculo. Aun con los pies llagados, aquella criatura increíble se deslizaba como una reina en su coto y, además, tenía la presencia de ánimo para agradecerle a él, su carcelero, que le hubiese preparado una cama en el suelo.
Observó admirado cómo ella recogía las piernas para envolverlas con una de las frazadas, dejando la otra para cubrirse hasta la barbilla.
Las llamas doraban su pálido cabello, creando un halo encantador en torno a su cabeza. Acostada entre las rústicas mantas coloridas del pueblo mapuche, aquella mujer desconcertante parecía un ángel caído en el lugar equivocado.
Advirtió que ella trataba de permanecer despierta, sin duda porque no confiaba en él. "Y lo bien que hace", pensó Newen con amargura. Los acontecimientos de ese día pudieron con sus resquemores, sin embargo, y la joven acabó por dormirse de cara al fuego, mientras su vigilante permanecía de pie, a pocos pasos.
* * *
La tormenta ya era un recuerdo cuando Newen decidió dormir también.
Había estado meditando sobre la nueva situación sin resolver nada, hasta que se rindió y prefirió dejar al nuevo día el problema que tenía entre manos.