Embriagado por el aroma del jazmín celeste que trepaba el muro de piedra, Ignacio se detuvo una vez más y contempló a lo lejos el camino de gravilla, entre los macizos de violetas alpinas. Desde allí, el ruido de un motor se hizo cada vez más notable. Alguien llegaba a "La Señalada". Consultó su reloj de oro, intrigado. Las costumbres camperas respetaban el rigor de la siesta y, sin embargo, allí venía un visitante.
—Tenemos visita —dijo en voz alta, sabiendo que su esposa estaría en el porche, pintándose las uñas o leyendo una revista.
Nada parecía quebrar su perpetuo aburrimiento. Desde que se mudaron a ese rincón patagónico, su esposa y él compartían cada vez más silencios.
No esperó respuesta y se adelantó a recibir al recién llegado. Un elegante auto deportivo, de color rojo chillón, surgió entre la polvareda que levantaban las ruedas y se detuvo a pocos metros de la galería. Ignacio reconoció el sello de su vecino, Omar Yusuf. Aguardó a que el hombre descendiera para bajar hasta el último peldaño de la escalinata de entrada.
Omar Yusuf, de origen sirio, era un hombre enigmático y atrayente que había comprado enormes extensiones de tierra sin que se supiera con qué propósito, ya que jamás se lo veía discutiendo el precio de las semillas, ni se reunía con los demás productores para encontrar acuerdo en la venta de la lana. Lo que Omar Yusuf hacía en su imponente estancia "El Almojarife" era un misterio.
—Qué sorpresa —lo saludó Ignacio—. Adelante.
El sirio avanzó con la mano extendida y capturó la del hacendado en un caluroso apretón.
—Disculpe la intromisión. Sé que soy inoportuno, pero tuve urgencia de hablar de cierto asunto. De lo contrario, jamás me habría atrevido.
Pese a las corteses palabras y al acento zalamero, a Ignacio le parecía que Omar Yusuf no acostumbraba a pedir disculpas y de ningún modo el horario constituiría un obstáculo para él, si deseaba algo. La firmeza del apretón de manos y la mirada honda de sus ojos oscuros denunciaban un carácter difícil de contrariar. El hombre vestía ropa deportiva de excelente calidad, calzaba cómodas alpargatas de carpincho y lucía en su mano derecha un anillo de oro con una piedra extraordinaria: un zafiro que centelleaba en el sol que calentaba el extremo de la galería embaldosada.
—Pase, por favor. No acostumbramos a dormir siesta, de modo que no nos interrumpe.
El uso del plural por parte de Zavaleta hizo que Yusuf levantara una ceja interrogante. La respuesta apareció de inmediato ante él.
—Señor Yusuf, qué gusto —ronroneó la joven esposa de Zavaleta—. Siempre es un placer recibir a gente civilizada en estos lugares.
La mujer extendió un brazo y Omar tomó la mano delicada entre las suyas, inclinando su cabeza rizada, en un gesto cortesano que resultaba desubicado y a la esposa de Ignacio le pareció encantador.
—Querida —dijo el hacendado—, ordena que nos lleven un café al despacho, por favor.
Ella se hizo a un lado con desgano, admirando la prestancia del recién llegado cuando pasó, casi rozándola. Habría jurado que no le resultaba indiferente al sirio. Siempre que la saludaba, veía una chispa de interés en sus ojos aterciopelados. Si tan sólo su maridito se ocupase de algo más que de las tareas del campo, ella podría frecuentar la élite de los ricachones que estaban comprando tierras en esos tiempos. Claro que a Ignacio se le había ocurrido interesarse por la cría de ovejas, como un vulgar campesino.
Ella lo odiaba. De no haber ocurrido aquel turbio episodio que torció el rumbo de su destino, jamás se habría casado con Ignacio Zavaleta. Otra habría sido su vida, entonces. Aún en ese momento, después de varios años, el recuerdo le provocaba un sabor bilioso y el rencor la consumía. Tal vez, si cultivase la amistad de Omar Yusuf y su entorno...
El hombre que ocupaba los pensamientos de la esposa de Ignacio Zavaleta se encontraba sentado frente al gran escritorio de caoba del despacho de "La Señalada". La habitación, elegante, carecía del lujo sofisticado que a él le gustaba. "Esta gente rural", pensó divertido, "no sabe rodearse de cosas bellas". A excepción de la joven esposa, por cierto. Una hembra de calidad.
Ajeno a los derroteros del pensamiento de su invitado, Ignacio le ofreció un puro de una caja rectangular y se apoltronó en su sillón giratorio, de espaldas a la ventana, dispuesto a escuchar. Había elegido esa ubicación para su escritorio porque le gustaba verse favorecido por la luz que, al dar de lleno en la cara del otro, le permitía escudriñar mejor sus facciones. Las del señor Yusuf se veían algo tensas.
—Como le decía, me urge hablarle de un tema que nos preocupa a todos.
Al ver la sorpresa de su interlocutor, el sirio creó un clima de intriga para que el golpe de efecto fuese mayor.
—Sin duda, estará tan enterado como yo de lo que sucede.
Se echó hacia atrás, envuelto en una bocanada de humo, y miró hacia el techo, como si meditase.
Ignacio no deseaba que se advirtiese su inexperiencia en los asuntos del campo, a pesar de saber que el señor Yusuf también era un recién llegado a la región. Había adquirido sus tierras apenas un año antes que él.
—Suceden tantas cosas en estos tiempos —bromeó—. No sé a cuál de ellas se refiere, señor Yusuf.
—Por favor, llámeme Omar. Somos vecinos y estamos juntos en esta empresa de sacar provecho de la tierra. Yo lo llamaré Ignacio.
Parecía una orden, no un pedido. Ignacio asintió sin decir palabra y aguardó el siguiente movimiento.
—¿Cuánto sabe de un tal Necul? —dijo Ornar, de súbito.
A la mente de Ignacio acudieron cientos de nombres que barajaba en los últimos tiempos: productores, peones, gente del pueblo. No recordaba a ningún Necul.
Al comprobar que Zavaleta no estaba al tanto, Omar Yusuf prosiguió, más seguro de sí ahora que podía darles a los hechos el matiz que le conviniese:
—Sé que no es hombre de su círculo, por supuesto, pero creí que sabría que lo está denunciando públicamente.
Al oír eso, Ignacio se incorporó con rapidez.
—¿A mí? ¿Por qué?
Yusuf hizo un ademán despectivo, al tiempo que decía:
—Porque es un imbécil, un don nadie que busca fama a través del escándalo. Lo malo —añadió, inclinándose a su vez hacia delante, como si confiase un secreto— es que da la maldita casualidad de que es mapuche. Y eso, querido amigo, es un problema. Porque hoy en día trae mala prensa enemistarse con los nativos de estas tierras. Ésa es la cuestión que debemos resolver usted y yo.
Ignacio no entendía nada. En ese momento, lo salvó de ponerse en evidencia la aparición de su esposa con la bandeja del café. Ocultó su sorpresa al ver que lo traía ella en persona, en lugar de la criada. Sorpresa teñida de disgusto, pues le pareció ver un brillo de diversión en los ojos de Yusuf.
—Gracias, señora —murmuró el hombre con voz profunda, acariciadora.
Se mantuvieron en silencio mientras duró el tintineo de las tacitas al ser distribuidas sobre la carpeta. Apenas la mujer cerró la puerta tras de sí, Yusuf continuó:
—Este hombre, Necul, está difamándonos, diciendo a los cuatro vientos que las tierras que poseemos son en realidad tierras de la comunidad mapuche. Algo disparatado, pero que puede irritar a los habitantes de esta zona y, lo que es peor, a la opinión pública. De usted dice, por ejemplo, que ha ocupado la tierra que los mapuche usan para apacentar su ganado. Imagínese, sus miserables ovejitas ¿Cuánta tierra pueden precisar? De mí dice cosas aun peores, en fin...
Yusuf descartó la importancia de Necul con otro gesto y, de pronto, se irguió con una mirada de acero que achicó sus enormes ojos, rodeados de espesas pestañas.
—Eso no es todo. Tenemos otro problema, quizá más grave.
Oprimió el resto de su puro sobre un cenicero de plata con la misma fuerza con que, sin duda, querría aplastar el problema del que hablaba.
—Newen Cayuki.
Del otro lado de la habitación, la mujer que sostenía la bandeja ahogó un gemido. La inmensidad de lo escuchado la paralizó y su mano, en un gesto inconsciente, rozó su costado a través de la ropa. Segundos después, recuperó la compostura y se inclinó tras la puerta, decidida a espiar la entrevista de su esposo con el sirio.
—No conozco a ese hombre —contestó Ignacio, fastidiado de tener que lidiar con los acertijos de Omar Yusuf.
—Es natural. Se trata de un empleaducho, otro nativo, aunque más peligroso que Necul, puesto que tiene cierta influencia.
—¿Y por qué es peligroso para nosotros?
—Porque es de los que llevan su misión hasta las últimas consecuencias. Voy a serle sincero, Ignacio. He invertido mucho dinero en mi estancia y no voy a perderlo por culpa de un fanático de la vida silvestre. "El Almojarife" fue pensado para grandes cosas. Como usted sabrá, no he querido arruinarlo talando árboles ni sembrando pasturas, porque mi propósito es... ¿cómo decirlo sin ofender? ... más refinado. Quiero transformar mi propiedad en un coto de caza.
A Ignacio no se le movió un músculo. Por fin tenía la revelación del misterio de su vecino sirio. Y no le gustaba en absoluto.
Ignacio Zavaleta provenía de una familia amante de la tierra. Su bisabuelo había sido pionero en criar caballos de salto en una finca de Entre Ríos, y los herederos de varias generaciones habían mantenido esa tradición. Al ser el menor de la familia, su padre había optado por darle su propia tierra, ya que la finca de Entre Ríos estaba administrada por su hermano mayor. En el sur se daba mejor la cría de ovejas, pero seguía siendo una actividad rural que Ignacio aceptó de buen grado. La idea de un coto cerrado destinado a satisfacer el instinto depredador de algunos hombres ricos no entraba en sus planes.
—Desde luego, le propongo algo más que unir nuestras fuerzas para lidiar con estos alborotadores. Quiero compartir con usted los beneficios, que serán muchos. Ya mismo tengo pedidos de varios deportistas europeos que sólo aguardan mi señal para embarcarse hasta aquí a probar puntería con el ciervo. Ése es el punto del problema, mi amigo. Cayuki es un tipo listo y no se le pasan por alto las incursiones de mis hombres para buscar algunos animales. He probado de todo: trampas de red, rifle con silenciador, hasta el viejo sistema del lazo, y él desarma todo cuanto intento. Sólo quiero dos o tres ejemplares de ciervo colorado, no diezmar la población de la reserva. Sin embargo, no es un tipo con el que se pueda tratar. Es uno de esos fanáticos que se dedican a defender todo bicho que camina y reparten denuncias a diestra y siniestra. Yo respeto los tiempos de la caza. Entre marzo y abril está permitida, ¿no es así? No hay derecho a que un hombre respetuoso de las leyes se vea perjudicado por un lunático. ¿Qué empresa puede prosperar en medio de graves acusaciones como éstas? "Usurpadores", "depredadores" nos llaman, estorbando el normal desarrollo de la región. Ignacio —añadió Yusuf, con un brillo de codicia en la mirada—, no sé si sabe que los dividendos de una actividad como la que proyecto duplicarían varias veces las ganancias que usted puede obtener con sus ovejas, sin los riesgos de epidemias, nevadas y otras catástrofes que más de una vez arruinan a los hacendados. Esto es oro —y al decirlo, el anillo chispeó, dando énfasis al discurso del sirio.
Ignacio carraspeó, molesto por tener que tratar ese asunto con su vecino, y también por ser destinatario de una propuesta que le repugnaba.
—Vea, Omar. Mis intereses aquí recién empiezan. Reconozco que la cría de ganado siempre es asunto delicado, pero estoy dispuesto a emprenderlo. Además, he comenzado a criar truchas en el arroyo. Creo que, por el momento, me basta y sobra para estar ocupado.
—Ah, eso —repuso Yusuf, desestimando el valor de lo que Ignacio decía—. Ahí también tendrá usted un conflicto serio, pues ese arroyo atraviesa tierras que los mapuche reclaman. Me pregunto cómo conseguirá criar truchas sólo en la parte final del arroyo que baja de la montaña. ¿Acaso les dirá a las truchas que cambien su recorrido?
Sonrió, como si lo dicho sonara gracioso, sin que la sonrisa le llegara a los ojos. A Ignacio le dio escalofrío la expresión siniestra que creyó descubrir en ellos.
—¿Y qué espera que haga yo, entonces? —inquirió, fastidiado.
—Para empezar, me gustaría que conociese a los individuos que le mencioné. Siendo usted hombre de campo y empleando a gente del lugar, le resultará más fácil que a mí. Por otro lado, no congenio muy bien con los pueblerinos y ellos lo saben. No me facilitarán las cosas. Le pido que me mantenga al tanto de sus averiguaciones, sólo eso. Tenga en cuenta que usted también corre riesgos con esa gente. Odian a los ricos y utilizarán cualquier engaño para ensuciar nuestro nombre. No se fíe, Ignacio. Y recuerde —agregó, levantándose— que mi oferta sigue en pie. Es una persona influyente y apreciada en la zona y me halagaría contar con su apoyo. Imagínese, este emprendimiento significará también una instalación hotelera en mi predio, con mucho trabajo para los pobladores, si están dispuestos. Los que vienen a cazar presas silvestres son personas de mundo, muy relacionadas y, sobre todo, bien forradas —al decir esto, guiñó un ojo—. Rechazar semejante fortuna sería un despropósito, ¿no cree?
Omar Yusuf no estrechó la mano de Ignacio esa vez. Sin duda, esperaría una respuesta antes de hacerlo. Se encaminó hacia la salida, diciendo:
—No se moleste, Ignacio, conozco el camino.
La puerta se cerró con suavidad, dejando a Ignacio Zavaleta el sinsabor de un presagio.
Una vez afuera del despacho, Omar se dirigió al porche, sabiendo que allí encontraría a la mujer.
—Señora, esta vez la hemos descuidado. Le prometo enmendar eso la próxima. ¿Aceptarán una invitación a cenar, su marido y usted?
Ella inclinó la cabeza con gracia, fingiendo una modestia que Yusuf no creyó en absoluto, y respondió:
—Será un placer. Sólo díganos cuándo.
El hombre tomó la mano de la mujer y la llevó a sus labios, acercándose más de lo necesario.
—¿Mañana a la noche? —dijo en voz queda.
—Mañana, entonces. ¿A las nueve?
—Estaré encantado.
El hombre soltó la mano y mantuvo la mirada el tiempo suficiente para que la sangre subiese al rostro de la esposa de Zavaleta. Nada le excitaba más que seducir a las esposas ajenas, eran su debilidad.
Subió a su deportivo y se alejó, con gran ruido de la grava y chirrido de los neumáticos. La mujer se quedó un instante contemplando la mota roja que desaparecía tras la curva.