En alas de la seducción (8 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

BOOK: En alas de la seducción
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Mientras ella se sumía en esas cavilaciones, Newen ya había acomodado el catre a su gusto y examinado el entorno para comprobar que todo estuviese a punto. A punto de dejar solo e instalado a ese incómodo ayudante que lo desconcertaba y enfurecía a la vez.

"Incómodo" era la palabra que mejor lo definía. Cuando vio sus inútiles esfuerzos para cargar el catre sintió deseos de estrangularlo allí mismo y llevar enseguida el cadáver ante Medina para que admitiera el error cometido. Y cuando lo sorprendió mascullando contra él, y notó que su rostro afeminado se volvía pálido y confuso, se enfureció más aún, pues le recordó lo que era capaz de hacer, presa de la ira.

El temor reflejado en los ojos de su joven ayudante le trajo el amargo recuerdo de otros ojos, jóvenes y temerosos también, que lo habían mirado hacía tiempo. Se sintió incapaz de articular palabra ante ese retazo de su pasado.

Sólo después de que aquel joven se le adelantó rumbo a su cabañita pudo reaccionar y seguirlo, observando cómo andaba cabizbajo, intimidado.

Se sentía culpable, aunque no tanto como para reanudar una charla con el chico.

Que se acomodara primero y luego él le alcanzaría el resto de las cosas, que no eran muchas pero deberían bastarle.

Con un gesto señaló el catre armado.

—Ya está. Lo dejo para que se arregle. Más tarde volveré con más cosas. A menos que quiera venir a buscarlas ahora —agregó, pensando que tal vez le convenía terminar con las idas y venidas de una casa a la otra.

Cordelia, algo asustada todavía pero decidida a no flaquear, compuso su voz de Emilio:

—No, no hace falta nada más por ahora. Quisiera descansar un poco.

Contempló al hombre con anhelo. Si le decía que debía patrullar con él en ese mismo instante le obedecería, pero en su interior rogaba que no hiciera eso, pues no creía que su cuerpo aguantase más caminatas por el resto del día. Ya casi no podía tenerse parada.

Newen elevó el rostro y observó la posición del sol. Las once y media. Una mañana perdida. Sin duda, nada cambiaría si iniciaba al ayudante en sus tareas por la tarde, después de que comiera algo. Era preferible eso a tener que seguir junto a él un rato más, recorriendo los alrededores. Le traería el calentador y la cafetera ya mismo para evitar futuras visitas. Y volvería a buscarlo para el trabajo a las cuatro, así le daría tiempo de cocinarse su almuerzo y cambiarse de ropa.

Tendría que vestir prendas más livianas que las que llevaba puestas. Si bien las tardes se estaban volviendo frescas, no convenía acalorarse durante el patrullaje, pues se perdían energías y se corría el riesgo de pescar un enfriamiento. Lo único que faltaba era que tuviese que atender a su ayudante enfermo.

—Descanse. Volveré a las cuatro para enseñarle todo, el mapa y lo demás.

Sin otra despedida, salió de la cabaña dejando tras de sí la puerta abierta y a una desolada Cordelia.

Capítulo VI

En cuanto se encontró a solas, se desplomó. Carente de la energía que la había sostenido hasta ese momento, se dejó caer sobre el miserable catre y quedó con la mirada fija en el techo, donde un entreverado de cañas formaba un intrincado dibujo entre la paja fresca. Ese techo estaba recién construido, pero una enorme araña marrón ya había tejido su red y capturado varias presas.

¿Estaría ella presa ya en la telaraña de aquel hombre cruel? Hubo un instante en que pensó que él "sabía", que sólo la estaba poniendo a prueba para que se delatara. Fue cuando se volvió hada ella con el catre al hombro. Cordelia creyó que aquella mirada de águila la fulminaría.

Tal vez él no fuera un águila después de todo. Tal vez fuera una araña que preparaba su veneno y tejía una tela suave, a la espera de que la víctima cayera, con paciencia y crueldad infinitas. Tal vez...

A pesar de lo tenebroso de sus pensamientos, el cansancio y Lis escasas horas de reposo la vencieron, y se durmió profundamente.

* * *

Newen poseía un instinto poderoso, acaso heredado de sus ancestros o tal vez adquirido durante su vida salvaje. Lo cierto era que su instinto le advertía que algo andaba mal. No se trataba sólo de la irrupción no deseada de un intruso, por necesario que fuera, sino de otra cosa, algo sutil, inexplicable, que lo había puesto furioso desde la llegada de aquel ridículo muchachito.

Mientras recogía los trastos reservados para la cabaña de su ayudante, Newen mascullaba y maldecía, golpeando los cacharros y tropezando con Dashe en cada movimiento.

—¡Afuera! —bramó, indicando la puerta abierta.

Dashe lo interpretó como un juego y brincó alrededor de Newen. Al parecer, la llegada de aquel mocoso lo había vuelto retozón como un perrito faldero.

Lleno de frustración, Newen amontonó sin cuidado las pocas chucherías que había traído del almacén de ramos generales en una caja de cartón, cargó ésta sobre su hombro y salió a zancadas rumbo a la casita del ayudante.

Cuanto antes se independizara de él, mejor.

Era imprescindible que aquel joven comprendiera que no debía esperar nada de su jefe, salvo unas cuantas instrucciones. Vivirían vidas separadas y harían rondas por sectores distintos, a fin de abarcar más territorio en diferentes horarios sin superponerse.

Satisfecho con su razonamiento, no advirtió que, al estar cerrada la puerta de troncos, lo correcto sería golpear. Empujó la puerta con su bota y entró al recinto, que olía todavía a leña recién cortada y a paja fresca.

El contraste entre el sol en pleno mediodía y la penumbra de una habitación casi sin ventanas lo encegueció momentáneamente.

Los bultos del ayudante seguían en el suelo, sin abrir, la chimenea sin encender y al muchacho no se lo veía por ningún lado.

¿No tenía sentido común? Lo primero que debía haber hecho era encender un fuego suave que cortara la humedad de la tierra, todavía fresca, de las paredes. Él ya había comprobado el tiraje de la chimenea, pero el muchacho no lo sabía. Había dado por sentado que todo marcharía bien. Se veía que no estaba acostumbrado a los rigores de la vida al aire libre, o bien que era cómodo por naturaleza.

Dejó caer con estrépito su caja, con la maligna intención de hacerlo salir de donde estuviera, pero nadie acudió. Entonces, le llamó la atención un bulto de ropas sobre el catre. Escudriñando en esa dirección, encontró algo familiar en el bulto: un gorro tejido y una bufanda enroscada con tres vueltas.

¡Se había dormido con la ropa puesta! Y tan profundamente que ni siquiera pensó en cuidar su pellejo, pues, de no ser Newen, podría haber sido un animal salvaje, un cazador asesino o un ladrón, lo mismo daba. El ayudante de guardaparque dormía a pata suelta sin preocuparse por nada. ¡A menos de dos horas de su llegada! ¿Cómo podía ser tan inconsciente?

Un leve ronquido le indicó hasta qué punto era profundo su sueño.

¡Lindo ayudante le había tocado! Por cierto que Medina lo escucharía. Si no era hoy, sería al día siguiente. Newen estaba dispuesto a recurrir a quien fuera para sacarse de encima aquella calamidad.

El ronquido, suave e irregular, lo intrigó. Tal vez se encontrase enfermo. No era normal dormir de ese modo apenas llegado, en un lugar desconocido y en pleno día. Se acercó en silencio y se inclinó sobre el cuerpo tendido. El durmiente había quedado despatarrado boca arriba, con la cabeza vuelta hacia un costado, una pierna afuera del catre, rozando el suelo, y la boca entreabierta. Ésta era la causa del ronquido. Newen contempló atónito lo que podía verse del rostro, entre el gorro y la bufanda. Aquel muchacho era más joven de lo que había creído al principio. Tenía la piel demasiado suave, algo sonrosada por el sueño y los párpados, que temblaban un poco, estaban rematados por largas pestañas oscuras.

Dormido, le resultó más afeminado aún. Extendió un brazo para zamarrearlo y decirle unas cuantas cosas sobre sus tareas cuando, con un suspiro suave, el durmiente giró la cabeza hacia el otro lado, revelando una boca carnosa y sensual, del color del durazno maduro.

Esa visión paralizó la mano de Newen, que retrocedió espantado hacia la puerta. La incomodidad que había sentido desde un principio se convirtió en horror. Horror de sí mismo y de la presencia de ese muchacho que dormía confiado, inconsciente de la reacción provocada en Newen.

¿Sería un espíritu maligno? ¿Su aparición habría sido planeada por el Walichu para ponerlo a prueba? Si era así, debía aceptarlo y hasta sentirse dichoso de haber sido elegido. No podría pedirle a Medina que reconsiderase su elección ni nada. Soportaría aquello como una bendición. Había que aplacar la furia del demonio.

Newen practicaba íntimamente la religión de sus antepasados, los puelche.

Aunque habitaba tierra ocupada por los mapuche, llegados del otro lado de la cordillera en tiempos remotos, sus creencias seguían siendo las de su sangre. Si participaba en las ceremonias y rogativas de la gente de allí, se debía a que, para él, toda religión era sagrada. La tierra merecía devoción en cualquier lengua y los espíritus del bosque y la montaña eran tan venerables como los del desierto y la pampa. En su desarraigo, había tenido oportunidad de vivir culturas diferentes y había aprendido que, muchas veces, se utilizaban diversos nombres para señalar las mismas cosas sagradas.

Resuelto a aceptar su destino, Newen respiró hondo y se alejó del catre donde el ayudante dormía. Lo pondría a prueba. Si veía que no se adaptaba, entonces sí le reclamaría a Medina, porque ya no sería cosa de los dioses, sino cosa mundana. Él necesitaba un verdadero guardaparque, no una criatura enclenque.

Salió a la luz del día donde Dashe remoloneaba echado de costado, su enorme panza blanca y gris volcada sobre la hierba, y respiró hondo.

Haría lo que debía. Instruiría a su ayudante lo mejor que pudiera y trataría de no ensañarse con él y con los defectos que sin duda tendría. Después, si pese a sus esfuerzos el muchacho no resultaba apropiado, iría a ver a Medina y le pediría que lo reemplazara. En el peor de los casos, Medina no lo escucharía. En el mejor, le enviaría otro ayudante, o tal vez decidiera que no tuviese ninguno, lo cual, bien mirado, era lo que el fondo más deseaba.

Decidió dar por cumplida la jornada de instrucción y comenzar al día siguiente.

Cordelia nunca supo lo cerca que estuvo de ser descubierta aquel mediodía. Se despertó cuando el sol ya iniciaba su caída y al principio no comprendió bien dónde estaba. Le dolía todo el cuerpo y sentía la picazón causada por la lana en las orejas y el cuello.

Confusa, se incorporó a medias y observó su entorno con desconfianza. Las sombras de la tarde habían avanzado y el interior de la cabaña se veía lúgubre, sin muebles ni adornos que distrajeran la vista. Un frío pertinaz se colaba por la puerta entreabierta y por el ventanuco.

Cordelia tuvo un escalofrío y murmuró:
"Dieu",
al recordar cuál era su situación. Se levantó y comprobó que las botas le apretaban más que antes. Se las quitó con esfuerzo y gimió. Las gruesas medias de lana que llevaba debajo estaban ensangrentadas. Se había cortado los pies con aquel cuero rígido mientras trepaba por los senderos rocosos. Por suerte, ella había previsto accidentes como ése y llevaba consigo un equipo mínimo de enfermería, además de las botellitas mágicas "curalotodo" que ella y la tía José preparaban a escondidas en la mansión.

Retiró las medias con cuidado y arrugó la nariz al contemplar sus pies destrozados. Debía lavarlos primero, pero ¿dónde? No se veía cuarto de baño en aquel cuchitril.

Cordelia no quería ni pensar que no contara con un baño decente en los pocos días que estuviera allí. Ese hombre no podía ser tan salvaje como para no usar un baño, ¿no? Sin duda tendría uno, modesto pero completo, en la casa principal. ¿Se entendía que ella debía ir allá para usarlo cada vez que lo necesitase? Eso complicaría las cosas. Si bien la decisión del guardaparque de mantenerla separada en una cabaña propia le había parecido poco hospitalaria, reconocía que convenía a sus intereses. Claro que si debía recurrir a él para cada detalle que necesitara, esa ventaja se perdería.

Después de recorrer, descalza y dolorida, el perímetro de su vivienda temporal decidió que allí no había baño ni cocina. Por lo tanto, tendría que ir hasta la casa del guardaparque a pedir explicaciones.

Volvió a colocarse las medias manchadas y, con mucho dolor, de nuevo las botas. Compuso su personaje de muchacho desmañado otra vez y empezó a andar por el camino despejado que separaba ambas cabañas. Al salir, comprobó agradecida que la jornada estaba casi terminada y que nadie había ido en su busca.

El anochecer era bello. El violeta de las montañas se confundía con el cielo donde las primeras estrellas ya brillaban. No había brisa que agitase los árboles y, en ese silencio tan profundo, sólo el trino de algún ave rezagada rompía el encanto.

A medida que los pies maltrechos de Cordelia la acercaban a la casa principal, otros sonidos se agregaron: un ensordecedor coro de grillos y el ulular de una lechuza. Cordelia no quiso pensar en un aullido lejano que rebotó entre las laderas y se multiplicó hasta provocarle estremecimientos.

Apuró el paso y se tranquilizó al percibir otros ruidos reconfortantes, como el crepitar de un fuego y una voz humana que parecía arrullar a alguien.

Curiosa, se detuvo junto a la ventana que esparcía una luz suave hacia fuera, y atisbo el interior.

La habitación de la cabaña principal era más grande que la de ella, pero difería aún más por la escena doméstica que se desarrollaba adentro: sobre una alfombra redonda y colorida, el enorme perro lobo que tanto temor le inspiró al principio se encontraba echado sobre su panza con aire satisfecho, la lengua colgando hacia un lado y las orejas plegadas. Observaba a su dueño con expresión beatífica, ojos entrecerrados y actitud indolente.

Mientras tanto el hombre, acuclillado a pocos pasos, removía los leños con un atizador. Las lenguas de fuego formaban un fondo fantástico para las dos figuras que se recortaban iluminadas a medias por el resplandor anaranjado.

Cordelia notó que, en esa postura, aunque relajado, el hombre aquel seguía pareciendo salvaje, como un gran felino acechando algo.

Sin duda adentro de esa cabaña haría más calor que en la suya, pensó disgustada, pues él vestía ropa más liviana: una camisa de franela a cuadros rojos y negros y un ancho pantalón marrón que caía por afuera de las botas, formando pliegues.

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