Tomasito le alcanzó una bolsa de papel y Don Luis la llenó hasta rebasar.
Con paciencia, esperó a que el ayudante de guardaparque le indicara algunas otras mercaderías. Nada especial, por supuesto. Apenas lo necesario para no morir de hambre. ¿De qué se alimentaría ese hombre?
Cuando el montón de productos estuvo empaquetado y Don Luis se aprestaba a calcular el monto, Newen dijo de pronto:
—Necesito una lámpara, querosene y una hornalla de fogón. Y algo de... —miró en derredor, desconcertado—. Algo de loza.
—¿Loza? ¿Platos, tazas? Tengo una vajilla entera de...
—No. Sólo una taza, un plato y cubiertos. Ah, y una cafetera.
—Bueno, aquí me queda una de aluminio bastante grande. Vea.
—Está bien, la llevo.
Newen parecía molesto por tener que decidir sobre asuntos que no eran los habituales. Sin decir nada más, Don Luis preparó una caja con los pocos utensilios pedidos y la ató con hilo grueso. Se preguntaba si el hombre habría comido sin vajilla hasta entonces, pues no recordaba que le hubiera comprado artículos de bazar alguna vez. Hizo la cuenta con su lápiz, se la tendió a Newen y recibió el dinero sin intercambiar ni una mirada. Cuando estaba a punto de rodear el mostrador para ayudarle a cargar los paquetes, la puerta se abrió de un golpe y apareció el rostro flaco de Tincho, el muchacho del hotelito del pueblo.
—Necesito jamón, queso y nueces, Don... Mi patrón dice que se apure porque llegaron huéspedes y no tiene mucho para el almuerzo.
El chico parecía sofocado pero alegre, entusiasmado por la novedad de gente nueva en el pueblo.
—¿Qué le pasó a tu patrón, se quedó corto con el pedido de la otra vez? Ya sabía yo que le iba a pasar. ¿Y cuánto precisa, eh?
—Eh... no me dijo.
—¿Cuánta gente vino, entonces? ¿Eso sí te lo dijo?
—Creo que una persona.
Tincho se había sacado la boina y se rascaba la nuca con aire confuso.
—¿Sólo un huésped y tanto aspaviento? Si yo fuera a hacerme problemas cada vez que se me juntan dos clientes en el almacén...
—Es que parece un tipo pesado, de esos que exigen cosas.
—Ah, ¿sí? ¿Y de dónde viene para exigir cosas justo aquí, en un pueblito de morondanga?
Tomasito, que estaba escuchando con interés, intervino con algo que detuvo a Newen en su gesto de impaciencia por marcharse:
—¿No será el ayudante del guardaparque?
Don Luis miró a Newen. El puelche parecía inescrutable en su expresión, pero la mano que sujetaba uno de los paquetes apretaba tanto el papel madera del envoltorio, que crujió.
Tincho lo miró también. La curiosidad pudo más que el temor o la discreción.
—¿Será su ayudante, señor? —aventuró.
La noticia del pedido de Newen a la oficina de Parques ya era conocida en todo el pueblo. Cualquier noticia, en realidad, corría por todo el pueblo como la llama por una mecha empapada de combustible. Pero especialmente se cotorreaba sobre la llegada de gente de afuera para quedarse. Era lo que más expectativas creaba: si venía solo o en familia, si sería amable o reservado, si se adaptaría. Las preguntas y las respuestas se entrecruzaban de un lado al otro de Los Notros hasta que, por fin, la novedad se aplacaba con el conocimiento del recién llegado que, en la mayoría de los casos, optaba por volver a irse.
Newen sintió una oleada de aversión que recorrió todas sus fibras.
Tan pronto.
No esperaba que Medina solucionara su problema apenas veinte días después de planteárselo. Contaba con un período de gracia de dos meses, por lo menos.
Kooch,
ni siquiera había terminado la casita. Si recién llevaba la primera compra para proveerla: la loza y la cafetera. Era lo menos que podía ofrecer, para no presentarle al nuevo una vivienda desnuda.
Como todos parecían aguardar algo de él, se limitó a encogerse de hombros.
—Puede ser —respondió secamente.
Y se encaminó a la calle sin esperar ayuda de Don Luis. Tomasito, que era rápido y afable, se apuró a seguirlo, cargando una de las bolsas.
—¿Dónde la pongo, señor Cayuki?
El muchacho miraba en todas direcciones, buscando algo que transportase la compra y a su callado dueño hacia el cerro: un caballo o una camioneta, aunque jamás había visto al puelche montando un vehículo.
No había nada.
—Dame, gracias.
Newen cargó una bolsa sobre el hombro y colocó la otra bajo el brazo que le quedaba libre. Observó malhumorado el último paquete, el de la vajilla, que no podría levantar a menos que lo llevase sobre la cabeza o sujeto entre los dientes.
Tomasito se hizo cargo de la situación y se ofreció a acompañarlo, pero Newen fue tajante:
—No, lo dejo por ahora. Que tu padre me lo guarde. Mañana vuelvo.
Dios mío, eso sentaba un precedente extraordinario. ¡Newen Cayuki frecuentando el pueblo dos días seguidos! Tomasito murmuró algo amable y volvió al almacén, mientras sobre su hombro miraba al guardaparque encaminarse hacia el sendero que subía entre los pinos.
El camino de ascenso se hizo fatigoso por el peso de las bolsas y por la tensión acumulada. Si era cierto que había llegado su ayudante, tendría que trabajar hasta tarde acondicionando la casita, que era apenas una cáscara todavía. También podía dejar que el nuevo se la acondicionara él mismo. Después de todo, si servía para el trabajo, tendría que abastecerse como lo hacía él. Sería una buena manera de descubrir si era apto o no.
Lo que quería evitar, en realidad, era compartir su propia vivienda con otra persona. Fue por puro egoísmo que había decidido construir otra cabaña. Podía engañar a Medina con eso —quizás— pero no iba a mentirse a sí mismo. Quería mantener alejado de su apacible vida al nuevo ayudante y la única forma era facilitarle todo para que se las arreglara solo: casa, mantas, vajilla y chimenea.
No creía que esperase nada más, como tampoco él había esperado nada. Hasta le sorprendió que el comisario de Parques le hubiese enviado los materiales para construir su propia cabaña. Había sido un refugio de excursionistas abandonado, que Newen reparó y acondicionó a su gusto. La vivienda del nuevo no sería tan grande ni tan cómoda, pero tendría todo lo que Newen juzgaba suficiente.
Ceñudo, llegó a la cima de la colina con su carga, resollando y apenas consciente de los saltos de Dashe a su alrededor. Cuando él bajaba al pueblo, el animal se iba también, Newen no sabía adonde, y aparecía ni bien él regresaba, como si estuviera conectado con su espíritu.
Depositó las bolsas en el interior de su cabaña y encendió el fuego enseguida, aunque no tenía frío en absoluto. La larga caminata y el impacto de la noticia le habían calentado la sangre. Contempló las llamas unos segundos, ensimismado.
Tendría que asegurarse. Averiguar con disimulo si el recién llegado era o no su ayudante. Después de todo, había sido la suposición de un niño. Podía estar equivocado. Pero algo en su interior le decía que no, que se avecinaba un cambio. Y lo mejor era que se preparara para recibirlo.
Se levantó, tomó el hacha que apoyaba siempre atrás de la puerta y salió al patio de tierra para cortar más leña. Proveería la chimenea del nuevo por única vez. Después, debería cortarse su propia leña, como también cocinarse su propia comida.
"Y comérsela en su propia cabaña", pensó.
El primer hachazo hizo saltar astillas en todas direcciones.
El hotel de Los Notros no merecía siquiera ser llamado posada. Por supuesto, llevaba el nombre del pueblo. Cualquier otra cosa habría significado un alarde de imaginación impensable en aquel sitio.
Cordelia frunció la nariz con disgusto cuando miró a través de la empañada ventana de su habitación. Desde el primer piso se veía la calle de enfrente y, más allá, una lomada que ascendía suavemente, sembrada de arbustos florecidos en rojo y de pinos enanos. La vista podría haber sido bonita, pues a lo lejos se alzaban los primeros picos azules de la cordillera, pero la afeaban los negocios de la vereda: un kiosco de mala muerte que promocionaba sus artículos con paneles en la calle y un toldo de rayas amarillas y rojas; al lado, un pequeño local de lotería con la vidriera tapizada de billetes y rodeada de bombitas de colores que, Cordelia suponía, se encenderían por la noche. Más allá, un negocio de artesanías. No se veía gran cosa: era un galpón de chapa que ostentaba en la entrada un letrero de madera donde se había grabado una leyenda en una lengua desconocida para ella. Se trataba de un lugar bastante grande y, por lo que ella pudo deducir en el tiempo que llevaba mirando por la ventana, funcionaba como una feria, pues había visto armar catres de exposición y acarrear mantas coloridas y banquitos de madera.
Apartó la mirada para recorrer de nuevo la modesta habitación: una cama doble, dos mesitas de luz de madera de pino pintada de amarillo, un solo velador con pantallita torcida, dos sillas de diferentes juegos y una cómoda pequeña, también de pino, con tres cajones, que hacía las veces de ropero y de escritorio. Sobre las paredes encaladas habían colgado cuadros y tapices sin ton ni son. Los tapices eran bonitos, piezas artesanales que tendrían su valor. Los cuadros, hechos con pinceladas de acuarela, eran horribles: representaban tímidos paisajes montañeses de colores grises que causaban tristeza en lugar de alegrar el cuarto. "Si Emilio los viese", pensó Cordelia, "diría: gris, gris, gris, como el grillo del mal artista".
Cordelia se preguntó por enésima vez si no estaría loca al seguir adelante con el plan. Estaba dispuesta a todo con tal de ayudar a su hermano y, apenas logró convencerlo, emprendió la aventura sin detenerse a medir las consecuencias.
Siempre había sido así entre ellos: si él necesitaba ayuda, ella se la brindaba aún antes de que la pidiera; y si ella tenía problemas, él acudía de inmediato. Como algo natural que ni siquiera se pensaba. La tía Josephine decía que se debía a que eran gemelos y estaban unidos por un vínculo invisible anterior al nacimiento.
El abuelo soltaba maldiciones al oírla y decía que más valía que no existiese vínculo alguno porque Emilio era un inútil que arrastraría a su hermana a la perdición.
Cordelia frunció el ceño al recordar las violentas discusiones con el abuelo.
Desde pequeños, había sido ella la que lo enfrentó, gritando hasta perder el color y causando el pánico de la pobre Josephine, que corría en busca de las sales y el alcohol por si la chica se desmayaba. Aunque de constitución delicada, Cordelia era una niña fuerte. Todo lo contrario de Emilio, que había nacido sofocado y en peligro de asfixia. Pero la muerte lo había desdeñado para llevarse sólo a su madre, la bella Yolanda.
Cordelia era su viva imagen: lánguida, rubia, sonrosada. A medida que crecía, sin embargo, su carácter decidido y su temperamento vivaz habían demostrado que llevaba más de la sangre de los Ducroix de lo que se pensaba. Como su padre, espesas pestañas oscuras enmarcaban sus bellos ojos grises, "ojos de humo" que daban a su expresión, aun de pequeña, una madurez desconcertante.
Los ojos de Emilio, también hermosos, eran más azulados. Ésa era la única diferencia, aparte del temperamento, porque ambos poseían una extraordinaria cabellera rubia, casi platinada, con raros matices lunares, una nariz aristocrática y un cutis nacarado que los hubiera hecho parecer tan etéreos como de otro mundo si no fuera por sus bocas sensuales, de labios llenos y rosados.
Para disimular un rostro demasiado bello para ser masculino, Emilio usaba una barba a medio afeitar que, cosa curiosa, no era rubia sino rojiza. Así, según decía su hermana, parecía un capitán vikingo.
Emilio era su otra mitad y Cordelia haría cualquier cosa para protegerlo y ayudarlo.
Por eso estaba allí, en un pueblito perdido de la cordillera, representando un papel que no estaba segura de poder sostener por mucho tiempo. Debía resistir, por lo menos, hasta que su hermano se repusiese de su último ataque de asma.
Y todo por culpa del abuelo.
—Su almuerzo, señor —se escuchó tras la puerta.
Cordelia no había querido almorzar en el restaurante del hotel. Cuanto menos se expusiera, más segura estaría.
—Un momento.
Buscó el gorro tejido que había desechado minutos antes y se lo encasquetó hasta las cejas. Luego, subió el cuello del enorme pulóver gris que llevaba hasta que no pudo verse de su rostro más que la nariz y los ojos.
Tras una mirada al espejo del cuarto de baño, que le devolvió la imagen encapuchada de un muchachito enclenque, carraspeó y volvió a responder, con voz cascada:
—Ya abro.
Una jovencita ansiosa le sonrió detrás de una bandeja cubierta con una servilleta.
—Su almuerzo, señor. Lo que usted pidió.
Cordelia no había visto antes a la muchacha, pero supuso que se trataba de una camarera. Mantuvo el gesto huraño cuando extendió los brazos para tomar la bandeja. De ningún modo iba a permitir que la joven entrara en la habitación. La menuda camarera no advirtió la delicadeza de las manos de aquel joven misterioso. Estaba extasiada ante la perspectiva de cambiar unas palabras con él y su desilusión fue evidente cuando la puerta se cerró en sus narices.
Con el corazón batiendo adentro del pecho, Cordelia apoyó la bandeja, se quitó el gorro de un tirón y dejó caer sobre la espalda su espléndida cabellera platinada. Le picaba el cuero cabelludo de usar el gorro tejido todo el día.
Cerró la puerta con llave y arrimó una de las desvencijadas sillas para sentirse segura. Corrió las cortinas de la única ventana y se sentó sobre el borde de la cama para llenarse el estómago de una vez por todas.
Su camuflaje la había obligado, durante el largo viaje, a no detenerse en ningún parador del camino, por miedo a ser descubierta. La llegada al hotel había sido una prueba de fuego que, al parecer, había pasado con éxito, a juzgar por la expresión embobada de la chica del servicio, pensó malhumorada.
Destapó la bandeja y aspiró el vapor que emanaba del tazón de sopa.
"Por lo menos es algo caliente." Contempló dudosa el caldo anaranjado con lánguidos fideos flotando perdidos. El otro plato no era mucho mejor: rollitos de jamón acompañados de dos mitades de huevo rellenas con aceitunas y nueces picadas. Un pobre almuerzo para quien había viajado durante veintiséis horas sin probar más que un café o dos y un par de manzanas.
Una compotera llena de trocitos de fruta de la zona, coronada con un firulete de crema batida, completaba el servicio.