El grueso cabello negro estaba suelto, derramado sobre la espalda.
A la luz de las llamas, algo que llevaba en la cintura y sobre el pecho relucía.
Fuera de ese círculo mágico de fuego, el resto de la habitación estaba apenas iluminado por un farol que pendía de un gancho junto a la ventana. Cordelia supuso que haría las veces de faro para guiar a los caminantes en la oscuridad. "O para alertarlos", pensó mejor. No creía que aquel hombre fuese más hospitalario con los demás que con ella. Ese pensamiento la inhibió un poco. ¿Cómo tomaría el guardaparque su visita nocturna? Antes de reflexionar demasiado sobre eso, decidió llamar. Después de todo, tenía derecho a preguntar cosas, estando recién instalada y siendo nueva en el lugar.
Carraspeó para provocarse el tono ronco que había aprendido a manejar tan bien en los últimos días y golpeó con los nudillos en la puerta de troncos. Nadie acudió y Cordelia insistió con cautela. La falta de respuesta encendió su temperamento. ¿Acaso ese hombre era sordo? No lo creía, ya que eso sería un impedimento para el trabajo que desempeñaba, así que quizá estuviese tratando de ignorarla, seguro de que, si demostraba indiferencia, ella se acobardaría y volvería con el rabo entre las piernas a su miserable cucha.
Pues no.
Cordelia Ducroix no se amilanaba fácilmente, de modo que, impulsada por la furia, empujó la gruesa puerta y apareció ante los sorprendidos ojos de Newen como una criatura de la noche con aire vengador. Él lanzó una rápida mirada de reproche no exenta de asombro a su perro guardián. Era insólito que Dashe no anunciara la llegada de un extraño desde mucho antes de que se acercase a la puerta. Pero el animal había actuado en forma extraña con este muchacho desde el principio, tomándolo como un viejo conocido del que no cabía preocuparse. En ese momento mismo, golpeaba con fuerza su enorme cola contra la alfombra, festejando la entrada intempestiva del chico como si fuese habitual verlo.
El guardaparque se incorporó con el atizador en la mano. Cordelia notó entonces que lo que brillaba a la luz del fuego era un pectoral hecho con monedas y cuentas, las mismas que adornaban su cinturón ancho. Y lo que ella había tomado por botas eran en realidad unas alpargatas de cuero blando, sin duda más cómodas para andar por el interior de la casa. Anheló tener un par de ésas para sus pies heridos, porque no creía que pudiera volver a usar sus botas en los próximos días. Eso le recordó de inmediato la razón de su visita.
Carraspeó de nuevo, como medida de prevención, y habló primero:
—Buenas noches.
Newen no respondió. Asintió levemente como única bienvenida.
—Veo que tienen un fuego.
Un atisbo de humor chispeó en los negros ojos rasgados. "Tienen", había dicho. Eso significaba que el chico los consideraba a él y a Dashe en un mismo nivel. Y que le reprochaba haberlo dejado afuera de un buen fuego. En la casita había también una buena chimenea. Si no había sabido encender el fuego no era asunto suyo.
Cordelia prosiguió, más insegura:
—Supongo que también hay aquí un baño.
Eso sorprendió a Newen. ¿Un baño? ¿Es que pensaba bañarse a esas horas? Una decisión poco sensata, tomando en cuenta la temperatura. Convenía hacerlo durante las primeras horas de la tarde, cuando el sol pegaba de lleno sobre el lago. Así y todo, el agua estaba siempre fría.
Dejó que el chico se explayase un poco más sobre los motivos de su visita. Sabía que lo estaba poniendo incómodo y disfrutaba con ello. Una pequeña venganza por las molestias ocasionadas. Él había desistido de iniciarlo en sus tareas esa tarde, después de verlo dormido como una marmota, así que realizó su recorrida habitual solo y con varias horas de retraso.
De repente se dio cuenta de que no había soltado el atizador y que los ojos del muchacho apuntaban allí con frecuencia. Imaginó que debería de tener un aspecto amenazante con el atizador en la mano y Dashe junto a él, aunque el perro seguía balanceando la cola. Apoyó el hierro sobre la pared de la chimenea y adoptó una pose más relajada. El muchacho pareció apreciar el gesto, pues se relajó a su vez y volvió a hablar:
—Quiero decir que no vi cuarto de baño en mi cabaña. Pensé que entonces debería utilizar el suyo.
La alarma apareció en los ojos de Newen. ¡El baño! En su apuro por terminar la cabaña del ayudante, no había reparado en agregar el cuarto de baño. ¿En qué había estado pensando? Por supuesto que él contaba con un baño mínimo en su propia cabaña. Había buscado la ayuda de un instalador en aquel entonces: la construcción del pozo, la cisterna... No había pensado que el ayudante necesitaría la misma comodidad si quería mantenerlo apartado. En realidad, no había pensado en el ayudante como en un ser humano necesitado de nada, apenas si lo había considerado una molestia inevitable. Y ahora esa molestia se presentaba en toda su magnitud: un muchacho quisquilloso usando el baño a cada momento, irrumpiendo en su intimidad y obligándolo a compartir lo suyo.
Fastidiado sobre todo consigo mismo, Newen volvió el rostro hacia el interior de la habitación y señaló un rincón más alejado.
—Por allí —dijo.
El gesto no había sido amable, pero ¿qué podía esperar? Aquel hombre se veía tan poco civilizado que, por un momento,
Cordelia hasta dudó de que tuviese un baño y que supiese usarlo. Carraspeó otra vez.
—¿Quiere decir que deberé usar el suyo? ¿No tendré mi baño propio?
Newen se sintió acicateado de nuevo por deseos de venganza. Disfrutó del evidente desconcierto del chico, sin duda acostumbrado a comodidades que allí entre los cerros no encontraría.
—No. No por ahora.
Cordelia se mordió el labio inferior, avergonzada.
—Entonces... ¿puedo pasar?
Newen hizo un gesto con la mano hacia el mismo rincón que le había señalado antes. No se movió un milímetro mientras el chico pasaba a su lado, evidentemente incómodo. Un perfume suave asaltó sus sentidos. Algo tenue, indefinible, que penetró en sus fosas nasales y le provocó un leve mareo.
Contempló ceñudo al muchacho, que se deslizó al cuartito de baño y cerró la puerta con rapidez, como si temiera que él lo siguiese.
Estaba a punto de identificar aquel aroma cuando un grito y un golpe sobresaltaron a Newen. Sin pensar, abrió la puerta del pequeño baño con brusquedad y encontró un cuadro patético: el muchacho encaramado sobre el inodoro y dispuesto a subir hasta la claraboya si fuera preciso, mientras una inofensiva culebra se deslizaba por el suelo hacia él. Furioso hasta el límite, Newen tomó la culebra con una mano y, blandiéndola frente a los ojos despavoridos del chico, la arrojó a través de una ventanita sin vidrio. Al volverse dispuesto a encarar al muchacho, lo encontró pálido y a punto de desmayarse. Maldijo entre dientes, justo a tiempo de recibirlo en sus brazos cuando cayó.
Aquello era el colmo. Cargando aquel peso pluma, Newen se dirigió a la sala y depositó el delgado cuerpo sobre la alfombra, junto al fuego. Esperaba que el calor lo reanimara. Dashe contribuyó olisqueándolo y dejando lengüetazos húmedos sobre su rostro demacrado. Newen lo abandonó un momento tendido en el piso y buscó entre los estantes de la cocina una botella pequeña con un líquido ambarino: el whisky de los indios, el
pulque
, que su abuela solía fabricar y ahora él obtenía de las artes de otros. Destapó la botella y acercó el pico a los labios lívidos del muchacho.
El olor fuerte del licor bastó para que abriera los ojos pero Newen, de todos modos, lo forzó a separar los labios introduciéndole la boca de la botella.
Al primer trago, Cordelia se ahogó con el fuego de la bebida que le quemaba la garganta y quiso esquivar el segundo. Newen se mantuvo firme en su propósito y logró que lo tragara también. Los colores volvieron a su cara, las lágrimas fluyeron y la voz le salió más ronca que nunca, mejorando todos sus intentos anteriores:
—¡Qué hace!
Newen la soltó, dejándola caer sobre la alfombra sin contemplaciones.
—Lo revivo —dijo, sardónico.
Cordelia tosió, tragó con dificultad y luego se incorporó, más muerta que viva, sobre un codo. Contempló el duro rostro de Newen que, de nuevo, había tomado distancia.
—¿Qué me ha dado?
—Un licor.
—Es... espantoso.
Newen hizo un gesto de desdén. No podía esperarse de un chico que trepaba por las paredes huyendo de una culebra que estuviese preparado para beber algo fuerte.
El asunto de la culebra removió su ira. Si aquel pedazo de tonto no sabía distinguir una culebra de una víbora, estaban en problemas. ¿Con qué criterio actuaría sobre los cazadores furtivos? Sería capaz de ayudarlos.
Había que aclarar algunos puntos fundamentales y ese momento era oportuno. Se agachó junto al muchacho, con su rostro moreno y anguloso muy cerca del redondeado del chico. A la luz de las llamas, aquel rostro parecía tallado en piedra y con destellos diabólicos en los ojos de obsidiana.
—¿Qué creía usted que era ese bicho? —pronunció con calma engañosa Newen.
—Un... una serpiente, por supuesto.
La palabra "serpiente" sonó gangosa, extraña. Pero Newen no se detuvo a considerar eso.
—No.
—¿No?
—No. Era una culebra. Pobre e inofensiva.
Cordelia se indignó.
—¿Pobre e inofensiva? ¿Reptando por el piso del baño, con más de un metro de largo? ¿A qué se le llama aquí peligroso?
La mueca de Newen fue muy elocuente. Desprecio. Despreciaba a aquel muchachito enclenque que se había atrevido a incursionar en sus dominios con la pretensión de convertirse en ayudante de guardaparque sin tener aptitudes para ello.
Tan evidente fue ese gesto que Cordelia estuvo a punto de soltar una exclamación ahogada muy femenina, de pura indignación, que hubiera echado todo a perder. Por suerte, pudo controlarse respirando hondo y carraspeando repetidas veces para salvar la reputación de su hermano que, al igual que ella, no sabría distinguir una víbora de una culebra.
—Disculpe, en la oscuridad del cuarto de baño no pude apreciar los detalles. Cuando encuentre la próxima alimaña, trataré de fijarme mejor.
El tono sarcástico y refinado sorprendió a Newen, como también lo desconcertó la modulación extranjera en la voz del muchacho.
—¿A qué vino? —le espetó.
—¿Qué?
—¿A qué vino a las montañas? Se ve que no es usted un explorador. ¿Vivió alguna vez aquí?
Cordelia carraspeó, costumbre que ya estaba impacientando a Newen.
—No... quiero decir, sí, hace mucho. Pero siempre quise volver y como el trabajo estaba disponible... Mire, señor Cayuki —Cordelia se irguió para dar dignidad a su discurso—, sé que puedo parecerle un novato, pero aprendo con facilidad y necesito el trabajo. Supongo que usted sabrá lo que es necesitar algo, ¿no? Tengo una hermana... —aquí se detuvo un instante, dudando sobre la prudencia de hacer confesiones—, una hermana que mantener y un abuelo muy anciano —rió para sus adentros imaginando la cara de su formidable abuelo si la escuchase llamarlo "muy anciano"— que depende de mí también. Si le parezco inadecuado para el trabajo, dígamelo ya y volveré por donde vine. Y sepa que, si lo hace, estará condenando a una familia a la indigencia.
La expresión de Newen era inescrutable. Cordelia pensó que tal vez no había comprendido algunas palabras como "indigencia" o "novato". Pero el hombre parecía estar librando una batalla interna en lugar de desentrañar significados.
Finalmente, se incorporó con brusquedad y le tendió una mano callosa.
—Levántese.
Ella lo hizo con torpeza, recordando que era un muchacho desmañado y no una joven ágil y graciosa. Al incorporarse, percibió una fuerza extraña que emanaba del cuerpo de Newen y la atraía como un imán y, por un momento, lo contempló fascinada. A él no pareció gustarle la contemplación porque se apresuró a distanciarse y volverle la espalda.
—Vuelva al baño y termine. Mañana será un día de entrenamiento y tendrá que levantarse al amanecer —dijo Newen y tomó de nuevo el atizador para remover las brasas.
Consciente de que, aunque a regañadientes, le habían otorgado un voto de confianza, Cordelia se encaminó al cuarto de atrás sin decir palabra.
Media hora después, al reaparecer, encontró la cabaña a oscuras, iluminada sólo por el fuego. No se veía al guardaparque ni tampoco a su perro lobo.
Algo intimidada, Cordelia examinó los rincones de la vivienda y comprobó que tampoco aquel hombre vivía con muchas comodidades. Una mesa alargada, hecha de tosca madera sin lustrar, parecía ser el mueble principal. Cordelia pensó que serviría para todo uso, desde comer hasta serruchar, a juzgar por las herramientas y los cuchillos de monte que allí había. Servían de asiento dos bancos de fabricación artesanal. Cama no se veía ninguna, por lo que Cordelia dedujo que el hombre dormiría en bolsa de dormir al estilo campamento. Y le llamó la atención una serie de estantes colocados sobre el sector de la cocina, que contaba con un calentador y un anafe de dos hornallas. Sobre aquellos tablones de madera oscura se alineaban objetos muy dispares: cacharros de cocina, la mayoría de aluminio y unos pocos de loza azul y blanca, enseres de trabajo, una caña de pescar junto a un frasco de vidrio con plomadas y anzuelos, varios tarros de vidrio oscuro llenos de algo semejante a comestibles almacenados y, mezclado con todo aquello, estatuillas de madera labradas con laborioso detalle. Cordelia se acercó con cautela para observarlas mejor. No parecían tener lugar preferencial en aquel conjunto de cosas. Esas bellas figuras representaban sobre todo mujeres en diversas poses, sorprendidas por algún pensamiento turbador en medio de las tareas cotidianas: una observando la lejanía mientras lavaba ropa en un río, otra acunando a un niño con la expresión soñadora de quien recuerda algo bello y triste... Todas hermosas y jóvenes, todas melancólicas, transmitían la idea de un sueño inalcanzado o de un amor perdido.
A Cordelia se le anudó la garganta al contemplar una en particular, la imagen de una joven amazona que cabalgaba como si huyese de algo y miraba hacia atrás con una mezcla de miedo y tristeza.
Eran conmovedoras. Todas ellas.
¿Las coleccionaría ese hombre? ¿Y a quién se las compraría? Tal vez alguien se las habría regalado. Cordelia retrocedió, temiendo ser descubierta curioseando y se encaminó a la puerta. Ya era noche cerrada y su estómago gruñía porque llevaba doce horas sin comer.