En alas de la seducción (5 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

BOOK: En alas de la seducción
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Cordelia devoró su almuerzo en un santiamén. "El hambre es buena escuela de vida, diría el cínico de Emilio."

En la casa del abuelo, estarían comiendo
vol-au-vent
de langostinos, pechugas de pollo a la cerveza con espárragos gratinados y alguna creación de Lily como postre. Su favorito era la crema de cerezas con frutos del bosque.

Emilio siempre convencía a la vieja cocinera de la mansión de que le preparara algo a su gusto, porque solía ser remilgado para las comidas, cosa que disgustaba profundamente a su abuelo. El formidable Monsieur Ducroix se comportaba en familia como un mariscal del ejército prusiano, inflexible y autoritario. De todos modos, Lily se compadecía de Emilio y le preparaba aparte unas natillas con canela o una
mousse
de chocolate. Quedaba entre ellos el secreto. Cordelia no imaginaba qué argumentos utilizaría su hermano para obtener de Lily todo cuanto quería. Tal vez no hiciese falta insistir demasiado. La buena mujer pretendía reemplazar las carencias de los gemelos con exquisiteces de su cocina.

De cualquier modo, la comida no sería su única privación en los días que seguirían.

Con desaliento, dejó a un lado la bandeja vacía y se dirigió a la cómoda donde había apoyado sus bolsos. Abrió el más pequeño, una especie de mochila que cargaba sobre su espalda, y sacó del interior un
nécessaire
de cuero rojo. Con cuidado, lo colocó delante del reducido espejo que había sobre la cómoda y se sentó, dispuesta a iniciar el rito de cuidar su cutis. Generalmente lo hacía por las noches, antes de acostarse. Después de un viaje tan largo y ajetreado por caminos polvorientos, sentía que le era más necesario que nunca. Extrajo del pequeño maletín tres potes iguales con etiquetas de diferentes tonos de azul, las alineó en el orden de uso y luego recogió sus preciosos cabellos en un original moño en la coronilla.

Del prodigioso
nécessaire
sacó también trocitos de algodón y un frasquito que dejaba ver un aceite nacarado en su interior. Utilizó el aceite de almendras para repasar toda su cara. Tuvo que esmerarse y hacerlo dos veces, ya que la suciedad del camino se había adherido a su piel. Luego destapó el primer pote y esparció la sedosa crema rosada sobre sus mejillas, sus párpados y la porción de cuello que dejaba ver el pulóver. Cerró los ojos para experimentar mejor la voluptuosidad del aroma de la gardenia. Con un cuadradito de papel tisú absorbió el exceso y procedió a masajearse con dos dedos distintos puntos clave del rostro. El segundo pote contenía un gel transparente que Cordelia extendió sobre los párpados y los labios, para terminar su
toilette
con un pellizco de la crema blanca del tercer pote, con la que untó las sienes, el huequito que se formaba entre el cuello y la clavícula y la parte de atrás de las orejas. El aroma a jazmín inundó sus sentidos y se sintió completamente repuesta del cansancio y el desgano que la habían aquejado desde su llegada al hotel. Un baño caliente y estaría como nueva. Tenía que recuperar fuerzas para enfrentar el desafío del día siguiente.

Sus averiguaciones le habían hecho comprender que no le convenía dirigirse a su destino en ese mismo momento, porque posiblemente su llegada fuese inoportuna.

Había pedido en la recepción que la despertasen al alba. Quería arribar a su objetivo antes de que comenzaran los trabajos diarios.

Con energía renovada, guardó sus cosméticos en el maletín y se dirigió al cuarto de baño, dispuesta a darse una ducha relajante.

Procuraría dormir lo mejor posible esa noche, para estar en plena forma al día siguiente, su primera jornada de trabajo.

Newen se encontró mirando estúpidamente el hotel esa tarde. Con la excusa de pasar por el galpón de artesanías, había hecho el camino del pueblo por segunda vez en el día. Trató de no imaginar qué pensarían las gentes de Los Notros ante semejante acontecimiento.

Se encontraba a las puertas del Galpón de las Artes, el edificio de chapa que Cordelia había observado desde su ventana. Llevaba en la mano una de sus tallas de madera, la primera que encontró más o menos presentable. A menudo traía alguna estatuilla de las que fabricaba en los momentos de descanso, para ofrecerla en los puestos a los turistas. El indio Cipriano se encargaba de las ventas y de la distribución de las ganancias.

Hoy no estaba interesado en la estatuilla, sin embargo, sino en la segunda ventana del hotel de Los Notros. El chico de los mandados le había confiado que el nuevo huésped se encontraba alojado en ese cuarto, el segundo en la hilera de ventanas del primer piso. Newen trataba de penetrar el grueso lienzo de las ventanas con su vista, ya que desde que él llegó nadie se había asomado ni había signos de que aquel cuarto estuviese ocupado.

Pensó por un momento sentarse en la cafetería del hotel y aguardar a que el recién llegado bajase, pero la extrañeza que causaría esa actitud insólita en él lo disuadió inmediatamente. Tampoco quería preguntar en forma directa. No era su manera de ser. Él prefería observar. Observar sin ser observado. Quería tener una imagen del nuevo ayudante, si es que se trataba de él, antes de que se presentase en su refugio.

No le gustaban para nada las sorpresas.

A las cuatro, decidió que ya había hecho el ridículo bastante tiempo, así que se encaminó al Galpón de las Artes, apretando su estatuilla entre los dedos, frustrado.

Un aroma de paja fresca y madera llenó sus narices. Lo aspiró con deleite.

El galpón había sido un depósito de frutos en otra época más floreciente. Los olores dulzones de aquel entonces ahora se mezclaban con el de las artesanías de madera de lenga o coihue.

La mesa donde Cipriano acomodaba habitualmente sus tallas estaba ubicada al fondo, justo debajo de un ventanuco que filtraba una luz cenital que realzaba de manera extraña los objetos expuestos. Newen creía que las estatuillas, una vez desenvueltas en las casas de los turistas, perdían todo su esplendor. Sólo en la mesa de Cipriano se veían especiales.

El viejo indio lo saludó con la reserva habitual. Ni siquiera demostró sorpresa ante la presencia desacostumbrada de Newen. Sus ojos, negros como cuentas de vidrio e igual de pequeños, se hundían cada vez más entre los pliegues de sus párpados.

Vestía con la ropa que reservaba al ojo del turista: poncho colorido de lana peinada, un pectoral fabricado con semillas de maitén y monedas viejas, el
chamal
arrollado a la cintura y sujeto con una faja tejida con las guardas típicas de la región.

Se movía con lentitud, agregando parsimonia a cada gesto de un modo astuto, ya que el turista, ignorante por definición, esperaba ver en los nativos una actitud sabia y solemne, opuesta al carácter superficial y ruidoso de las gentes de la ciudad.

—Se saluda.

Newen inclinó la cabeza con sorna.

—Te saludo, Cipriano, jefe de los araucanos.

La burla hizo destellar simpatía en los ojitos vivaces del indio. No dijo nada, pues estaba acomodando un precioso caballo tallado en relieve sobre un listón de ciprés de la cordillera.

Newen pasó los dedos sobre la rugosidad de la talla con admiración.

—Hermoso —murmuró.

—Así es.

—Traje una mía.

—A ver...

Newen extendió su talla, una figura pequeña nacida de una caña
coihue,
que representaba a una mujer sin rostro lavando su cuerpo, en actitud pudorosa y lasciva a la vez.

Cipriano la observó mientras le daba vueltas en la mano.

—Bonita —fue todo lo que dijo.

—Te la dejo, pues.

—No vendí la otra —lo atajó el viejo.

Newen se encogió de hombros.

—No importa, te dejo las dos.

Ya giraba hacia la puerta cuando Cipriano le lanzó, sin mirarlo:

—Siempre la misma mujer.

—¿Qué? —se sobresaltó Newen, mirándolo fijo.

—Siempre la misma mujer, digo. La otra talla y ésta.

—Ah... sí, parece. No me di cuenta.

Cipriano murmuró algo inaudible y luego se puso a canturrear mientras ubicaba la nueva estatuilla junto a la anterior de Newen, una figura de caña que mostraba a otra mujer esbelta sin rostro peinándose el largo cabello. Una parte ya estaba trenzada y caía sobre el hombro desnudo. El resto se veía ondular entre las manos de la mujer que hundía en la cabellera un diminuto peine de forma curva. La actitud de ésta era contemplativa, como si peinarse la llevara a una región de pensamientos muy lejana.

Las dos estatuillas, la una junto a la otra sobre un trozo de telar tejido con lanas sin teñir, parecían una sucesión de escenas en la vida de una misteriosa y bella mujer.

Disgustado, Newen se apresuró a marcharse, pero la curiosidad pudo más y preguntó, a pesar suyo:

—¿Vino alguien hoy?

Cipriano acomodó los pliegues del telar rústico con movimientos innecesariamente lentos y respondió:

—Parece.

Newen apretó los dientes con fastidio. Se lo iba a hacer difícil el viejo.

—Y... ¿se sabe quién?

Cipriano degustó con malignidad la impaciencia del joven antes de decir en tono casual:

—Un muchachito, dicen.

Newen soltó el aliento, entre aliviado y resignado. Un muchachito. Habría que enseñarle todo y todavía estaba por verse que lo lograra. Si venía de la ciudad, ya era un caso perdido. Si era de por allí, contaba con la ventaja de estar adaptado al clima y al paisaje, pero seguramente tendría sus propias ideas sobre la vida en el bosque y la montaña, ideas que Newen conocía muy bien.

La gente del lugar, criada en el abandono y la pobreza, no guardaba el respeto debido a los animales ni a los árboles y a veces resultaban más depredadores que los propios cazadores furtivos. Newen entendía ese punto de vista, pero no podía permitirlo. Y si no era nativo, sino un blanco que provenía de la zona urbana, seguramente sería un muchacho malcriado, acostumbrado a mandar a los que consideraba por debajo de su condición, como él.

Un completo desastre.

Y lo que más lo enfurecía era que él mismo se había colocado en esa situación, cuando pidió un ayudante a la oficina de Parques.

Pese a todo, lo aliviaba terminar con la incertidumbre. Sin duda, el recién llegado era el hombre que esperaba. Ya podía regresar a su refugio del cerro a preparar el recibimiento, pues estaba seguro de que al día siguiente se presentaría.

Un muchachito solo, necesitado de un trabajo tan irregular como "ayudante del ayudante de guardaparque", no tendría dinero para despilfarrar en un hotel, aunque fuese el hotel de mala muerte de Los Notros. Le extrañaba incluso que hubiera decidido pasar el día de su llegada, con su noche, en el hotel, en lugar de encaminarse a su trabajo directamente. Podría aprovechar esa ventaja para terminar de acomodar las cosas en el refugio.

De pronto, se sintió presuroso por marcharse.

—Nos vemos, Cipriano.

El viejo indio le hizo un gesto ceremonioso exagerado, justo a tiempo de que una señora con ansias de comprar recuerdos se acercara y lo viera. La mujer, embutida en una campera de nailon de color cereza, reluciente el rostro de expectativa, se aproximó como atraída por un imán.

—Disculpe, señor. ¿Es usted de aquí?

Con disimulo, la mujer manipulaba una cámara de fotos. Hervía de deseo de sacarse una con aquel anciano de la tribu. Newen adivinó que, si se quedaba un segundo más, sería el fotógrafo de turno.

En diez zancadas estuvo fuera del Galpón de las Artes, dejando atrás a un viejo araucano riéndose para sus adentros.

"Querido Émile:

Ya estoy instalada. El pueblo es más chico de lo que creíamos y sospecho que vio tiempos mejores. Sin embargo, el entorno es muy bonito. No he visto gran cosa, como te podrás imaginar, pues la mayor parte del tiempo trato de pasar desapercibida y no hablar con nadie.

Desde la ventana del hotel se aprecian unas montañas preciosas: las cumbres conservan la nieve del invierno anterior (se ve que el clima es muy frío aquí) y el bosque que alcanzo a contemplar es tan espeso que no estoy segura de que no sea de noche eternamente en él.

No te preocupes por mí, me las arreglaré. Sólo ocúpate de ponerte bien, mon chéri. Que Lily te prepare los baños de vapor todas las noches (sin que el abuelo se entere). Y ni se te ocurra fumar esos insoportables cigarritos que descubrí en tu escritorio el otro día. Debes cuidarte mucho para estar a la altura del nuevo trabajo. Cuando el abuelo vea que eres muy capaz de abastecerte, cambiará de opinión con respecto a ti.

Si te retrasas (le pido a Dios que no) volveré a escribirte. Pero no esperes correo seguido. No sé con cuánta frecuencia podré enviarte cartas. Al parecer, una tormenta estropeó las líneas telefónicas, así que por el momento no tendré cómo comunicarme contigo.

Mañana pondré en marcha nuestro plan. Reza para que pueda convencer a quien sea, mi querido, porque ésa será la prueba de fuego.

Repito: cuida tu salud. No sé por cuánto tiempo podré arreglármelas sola.

Un beso,

Délie."

P.D.: ¿creyó la tía Jose mi excusa? Espero que así sea.

Cordelia cerró el sobre y lo apoyó sobre el montoncito que formaban sus cosas, ya empacadas para el viaje del día siguiente.

Había escrito con letra de imprenta la dirección para evitar cualquier sospecha. Alguien demasiado observador podría encontrar sugestiva su letra.

Se detuvo frente a la ventana, ahora con las cortinas descorridas. Atardecía, y el panorama no había cambiado gran cosa. Se veía todo más deslucido, como si únicamente el sol pudiera prestarle algo de brillo a ese lugar.

El pequeño negocio de lotería había encendido sus bombitas de colores, algunas de las cuales titilaban, seguramente a punto de quemarse. Del interior del galpón de chapa emergía un suave resplandor. Había visto entrar y salir a unas pocas personas, entre turistas y lugareños. Debía de tratarse de un local de ventas. Le habría gustado recorrerlo para distraerse un poco, pero sería un desatino. Echarlo a perder todo. Claro que, a la media luz del atardecer, tal vez... Y sería una forma de ponerse a prueba, antes de quemar todas sus naves.

Había convencido a la camarera del hotel "con demasiado éxito", pensó enfurruñada, y antes que ella, a su charlatana compañera de viaje. Quizá aquella mujer hablara tanto que ni siquiera supiera a quién le hablaba. Pero también había convencido al muchachito de la conserjería y hasta al propio conserje, que sin duda era también el dueño. Podría completar su entrenamiento poniéndose a prueba con algunos lugareños. Y si se emponchaba bien con su
gorro
y su pulóver...

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