Newen la miró, sorprendido de que ella interpretase tan bien cómo se sentía.
El ambiente con el que se topó Medina la mañana siguiente era tan espeso que podía cortarse con un cuchillo. Había amanecido fresco y lluvioso y el pueblo todavía dormía los excesos de la noche anterior.
En la cima de la colina, Newen ya estaba vestido, preparando sus elementos de ronda en el porche junto a Dashe, que estiraba sus músculos y trataba de capturar el aliento que flotaba vaporoso en el aire.
—Buen día.
—Buenas —respondió Newen escuetamente.
Medina frunció el entrecejo al ver los preparativos.
—¿Sales?
—Ya es tiempo.
—Mmm... ¿Estás seguro?
El guardaparque levantó la cabeza y oteó la lejanía con mirada decidida.
—Más que nunca. No voy a estar mejor si me quedo.
—Bueno, si es así... Pero tienes que saber algo antes.
Medina contempló el gesto adusto de Cayuki al calzarse las botas y dedujo que el malhumor del guardaparque debía estar relacionado con las faldas de Cordelia más que con ninguna otra cosa.
—Diga, pues.
Con lentitud, el comisario le entregó a Newen una bolsita llena de cosas.
—Primero, te entrego esto para que se lo des a la muchacha. Son las artesanías que ella compró ayer en la fiesta.
Newen tomó el bulto sin pronunciar palabra.
—Ahora, sí. Acepto un café bien cargado y estoy dispuesto a hablar contigo.
Resignado, Newen se puso en pie y se encaminó a la cocina de la cabaña. A Medina no se le podía sacar de encima de modo fácil. Era un moscardón molesto cuando se lo proponía.
Ya en la cocina, calentó el café recién hecho y separó dos tazas. Cuando se lo alcanzó a Medina, éste estaba mirando alrededor suyo con curiosidad.
—¿Pasa algo?
—Nada, sólo que me extraña no ver a la señorita Cordelia. ¿Ya se levantó?
Newen hizo un gesto significativo hacia arriba y Medina comprendió que ella dormía ahora en el altillo. Tomó un sorbo de café demasiado aprisa y se quemó el labio. Maldiciendo, conservó la taza entre las manos y rumió lo que le diría a Cayuki.
—Las noticias son preocupantes.
—Ah, ¿sí? –"total", pensó Newen, "una preocupación más"...
—Se trata del ataque que tuviste.
El guardaparque se puso tenso. ¿Habrían atrapado a los cazadores ya? Hubiera querido hacerlo él.
—Al parecer, no se trata de cazadores furtivos.
Medina miró a Cayuki con fijeza, para que no le quedaran dudas de la dificultad a que se enfrentaban.
—Según mis informes, son matones a sueldo.
El silencio de ambos fue elocuente. Era un asunto mayor de lo que acostumbraban a tener entre manos. Los cazadores furtivos eran cosa de todos los días y, según las épocas de caza, los había más o menos. Rara vez resultaban peligrosos, aunque no había que descuidarse. Hombres armados con otros propósitos adentro del bosque suponían una preocupación de mayor calibre. La pregunta se imponía, así que Newen la formuló:
—¿Matones de quién?
—¿Recuerdas la estancia "La Señalada"?
Newen asintió.
—La que se vendió hace poco.
—La misma. Bueno, estás al tanto del problema que supuso
para el Parque, entonces. Unas miles de hectáreas quedaron dentro de sus límites.
—Lo supe. ¿Cómo pudo ser?
Medina se encogió de hombros.
—Se ofrecieron esas tierras como si fueran fiscales. Como la propiedad era de larga data y no había mojones ni alambrados, resultó fácil incluirlas en el predio vendido. De esto casi nadie sabe nada. Son cosas que van surgiendo a la luz cuando aparecen los problemas. El caso es que, al hacer un reconocimiento de rutina, nuestra gente observó que el arroyo donde sembraron truchas es el arroyo Amuy Leufú que, de acuerdo con nuestros planos, forma parte del parque. Se hicieron reclamos ante la administración, pero... —y nuevamente se encogió de hombros el comisario—. Sabes cómo es eso. Pueden pasar años hasta que decidan tomar el toro por las astas. Y mientras tanto, los dueños de la estancia se comportan como tales. No dejan que nadie traspase esos terrenos. El grave problema es —Medina carraspeó— que, además de prohibir el paso a los turistas del parque, no dejan pasar a los mapuche que vivían en la zona. Son asentamientos centenarios, de ya ni se sabe cuánto tiempo atrás. Hace unos meses ocurrió un hecho desgraciado: unos hombres golpearon a un miembro de la comunidad cuando se dirigía con su rebaño a las tierras de veranada. Se hizo la denuncia, pero nunca se supo quiénes fueron.
Newen escuchaba en silencio concentrado. Ése, más que ningún otro, era el obstáculo para la convivencia entre los nativos y los inmigrantes. El indio se relacionaba con la tierra de un modo diferente al del blanco. Mientras que los descendientes de europeos que poblaron la región trajeron consigo las ideas de propiedad y de límites, los indígenas se manejaban con criterios como las tierras de pastoreo de verano y de invierno, ya que su vida transcurría en medio de desplazamientos estacionales. El ganado, que en tiempos antiguos estaba compuesto por llamas, vicuñas y guanacos, se llevaba cuesta arriba cuando venía el verano y se bajaba al valle cuando llegaba el invierno. De esa manera, las bestias siempre disponían de pastos tiernos y de agua. En los tiempos que corrían, el ganado estaba compuesto por ovejas, ya que las especies autóctonas se hallaban protegidas por la ley ante el peligro de extinción, y los mapuche hacían lo mismo que habían hecho desde siempre sus ancestros: llevar a pastar los animales de un lado al otro.
Newen recordó palabras de su abuela: "No nos pertenece la tierra, hijo, nosotros le pertenecemos a ella. Ella nos da todo lo que necesitamos y nosotros le devolvemos esos favores hasta con nuestros huesos".
—¿Y por qué iban a atacarme a mí?
—Ése es un punto oscuro. Puede ser porque formas parte de la administración del Parque y, por lo tanto, estás del lado de los que reclaman la devolución de esas tierras. Te tocó en suerte porque tu patrulla llega hasta esa zona, más o menos. En mi opinión, sin embargo, sería muy arriesgado de parte de esa gente atacar a los empleados de Parques Nacionales. No es lo mismo para ellos golpear a un empleado nacional que a un mapuche por el que no sienten consideración ni respeto —Medina miró intencionadamente a Newen—. Eso lo sabes.
—Claro, soy indio, ¿no?
—Pues bien, yo creo... —y Medina se incorporó con parsimonia mientras devolvía la taza vacía a Newen— que este ataque tiene que ver con otra cosa. Una confusión.
—¿Una confusión?
—Se han equivocado de persona. El blanco del ataque no eras tú, sino Mario Necul.
Cayuki digirió esta nueva noticia. Necul se hacía de enemigos más rápido de lo que tarda un perro en llenarse de pulgas. Sus discursos encendidos, su forma descarada de arengar hasta a los turistas, a menudo creaban malestar entre la misma gente de Los Notros, que se sentía vapuleada por los hirientes comentarios del hombre. Todos eran usurpadores en la mente de Necul. A todos medía con la misma vara.
Había gente en el pueblo que descendía de los primeros colonos y se sentía tan apegada a la tierra como cualquier mapuche. El rencor que sembraba Mario Necul no era bien visto ni siquiera entre su propia gente. Muchos hombres y mujeres de la comunidad querían llevar vidas tranquilas, trabajar, mandar a sus hijos a la escuela, resolver como pudieran el problema de la integración al mundo del blanco. Y el resentimiento no era un buen caldo de cultivo para lograrlo.
—¿Qué cree que harán ahora?
—Llamarse a silencio. Han cometido un terrible error y esperan que quede en el olvido antes de empezar a hostigar de nuevo.
—Pero no será olvidado.
—Por supuesto que no. La investigación proseguirá —Medina se caló el sombrero y volteó hacia la puerta—. Sólo te pido que seas prudente, Cayuki. Si no es mucho pedir.
—Usted sabe que lo soy.
—Sí, claro —el tono burlón no dejó dudas acerca de cómo consideraba Medina a su hombre de confianza.
Newen se sintió molesto.
—No soy un loco.
—No hablamos de locura, sino de venganza. ¿O no estabas pensando en eso, Cayuki?
La mordacidad de Medina dio en el blanco. Newen se mantuvo callado, pero cuando abrió la puerta para despedir al comisario, una voz femenina sorprendió a ambos.
—¡Señor Medina, espere!
La cabeza rubia asomó un instante y luego se vieron los pies descalzos descender los peldaños. Medina carraspeó una vez más.
—Quisiera pedirle un favor. ¿Me puede llevar...?
El corazón de Newen dio un vuelco al entender que Cordelia pensaba marcharse. Indudablemente Medina entendió lo mismo, ya que respondió aliviado:
—Cuando quiera, señorita. Mi camioneta está allá abajo.
—Oh, no, quiero decir... si me puede llevar esta carta al correo del pueblo. Anoche no la tenía lista, por eso no la llevé yo misma.
Newen respiró, sin darse cuenta, el aire que tenía retenido.
Medina tomó el sobre de manos de la muchacha y volvió a despedirse de su ayudante.
—Quedamos en eso, entonces, Cayuki. Ojos alerta. Y mucho cuidado. Pondré esta carta apenas llegue, señorita Cordelia, no se preocupe. Buenos días.
—Buenos días y gracias, señor Medina.
Cordelia giró sobre sus pasos apenas el comisario desapareció de la vista y volvió al altillo, a terminar de arreglarse. Al parecer, había adoptado definitivamente el dormitorio de Newen. Éste se quedó mirando las pantorrillas que la falda dejaba al descubierto y luego, más enfurruñado que antes, salió al fresco de la mañana, dispuesto a iniciar su ronda habitual, interrumpida por una semana.
Medina lo había provisto de otra pistola después de efectuada la denuncia, así que se la acomodó en el cinto y se caló el sombrero. Dashe gruñía a su lado.
—Vamos —lo alentó.
Cuando se encontraba a punto de tomar el sendero del sur, volvió la cabeza y descubrió a Cordelia en el porche, contemplándolo. Regresó sobre sus pasos y la encaró, ceñudo.
—¿Qué carta era ésa? —quiso saber.
—¿A usted qué le importa?
—¿Se trata de su hermano?
—¡Ja! Ya quisiera tener a mi hermano aquí,
n'est-ce pas?
Así se vería libre de la molesta hermanita. Pues no, señor. La carta no es para mi hermano. Ya le he escrito una a él y todavía no me respondió. Esta carta es para mi amiga.
—¿No la habrá invitado a venir también? —se alarmó Newen.
—No la invitaría a este lugar dejado de la mano de Dios
jamáis de la vie!
La
pauvre Juliette
moriría de angustia.
—Si no la mató a usted, tan delicada, no creo que la vida acá mate a nadie.
Cordelia frunció la nariz, negándose a proseguir la pulla, y agregó al pasar:
—Esta tarde iré a lo de Doña Damiana, como siempre. ¿Usted se va también?
—A recorrer el territorio, como siempre.
—
Bon,
entonces hasta la vuelta.
Y la muchacha le cerró la puerta de troncos en las narices, como si la dueña de casa fuera ella. Newen masticó la furia de ese desprecio un instante y retomó la marcha, seguido de Dashe, que brincaba alrededor como si fuesen a un día de campo.
Una vez fuera de la vista de aquel hombre, Cordelia se dejó caer sobre el banco, toda su
entereza
esfumada. Dejó correr las lágrimas con facilidad. Newen jamás sabría que la joven que había amado con pasión la noche anterior lloraba por él y por ella, por el traspié cometido y por la humillación del rechazo, todo junto.
—
Malheureux
—dijo entre sollozos, aunque el mismo epíteto podría aplicársele a ella.
Se sentía desdichada. En el calor de la excitación, la ansiedad por lo desconocido y la felicidad de saberse protegida por los brazos del guardaparque se habían conjurado para derribar las barreras de su educación rígida y los resquemores de cualquier muchacha inexperta como ella. Podría haber lidiado con los remordimientos y las culpas, si Newen no se hubiese separado de su cuerpo como si le repugnara, como si lo rechazara por haberlo tentado.
Cordelia encogió las piernas, abrazándolas, y se mantuvo en esa posición infantil, balanceándose sobre el borde del banco hacia atrás y adelante, con la vista fija en el paisaje que se filtraba por la ventana sin cortinas.
¿Era una muchacha caída? De acuerdo con los parámetros anticuados del abuelo sí, lo era. Había dado "el mal paso", como decían las monjitas. Su corazón, sin embargo, le susurraba frases que la redimían: "lo amas"... "no, no lo amo"... "es cruel"... "pero me estaba esperando"... "le importo"...
Cordelia escondió la cara entre las manos y evocó las vividas imágenes de la noche pasada. ¿Cómo podían dos personas estar tan cerca una de otra si no sentían nada? Imposible. Newen no podía ser tan indiferente como parecía. Incluso si no la amaba, debía quererla para preocuparse por ella, para procurarle ropa y cuidados, aunque fuese de mala gana. Frunció el ceño al recordar que cada gesto amable iba acompañado de un reto o una advertencia. Pero... ¿Y lo que no se decía? ¿Acaso no era lo verdadero? Trató de revivir escenas en las que la expresión de Cayuki fuese tierna. Al cabo de un rato bufó, enojada, y se puso en pie de un salto. Con el dorso de la mano enjugó la última lágrima y sacudió el cabello hacia atrás. Ella era Cordélie Ducroix y sabía cuánto valía, no importaba si se había entregado a un hombre que no la apreciaba. Con este pensamiento batallando en su mente, Cordelia recobró el vigor habitual y desechó su debilidad de momentos antes.
La visita a Doña Damiana le devolvería la confianza. Con sus pocas palabras, la viejecita conseguía transmitirle una serenidad que luego Cordelia conservaba adentro, como un tesoro guardado.
Bebió lo que quedaba del café y arrugó la nariz por lo cargado que estaba. Nunca se acostumbraría al café de Cayuki. Mientras enjuagaba la taza, un pensamiento tortuoso paralizó sus manos: ¿y si había un niño? Si la noche pasada tenía consecuencias, ¿a quién recurriría ella? Pese a la educación hermética de las monjas de la Divina Misericordia, las alumnas se enteraban de cosas de las que una jovencita "decente" debía mantenerse al margen. No hay muros que resguarden de los rumores y chismes, alimentados por la misma ignorancia muchas veces. Cordelia era de las afortunadas que, cada fin de semana, volvían a sus casas con sus familias, pero las muchachas que por vivir lejos permanecían pupilas fraguaban toda clase de artimañas para procurarse lecturas prohibidas. Libros y revistas se iban desmenuzando, manoseados hasta el cansancio, en medio de historias escandalosas que las más audaces siempre sacaban a relucir. Cordelia sabía que existían formas de evitar un bebé y sabía que no las habían usado. Inconscientemente, llevó una mano al vientre, como si pudiese ya palpar la forma de un niño en él.