—Roga...
—Rogativa, un ruego a los dioses para que haya buenas cosechas, no falte el agua, sea provechosa la venta de lana... muchas cosas. Esta gente es muy espiritual. Los dioses conviven con ellos mucho más que con nosotros, ¿eh?
—Y a esa... rogativa, ¿no van los turistas?
Medina dio un buen mordisco a su empanada y negó con la cabeza, mientras masticaba.
—No especialmente. Como son ceremonias que forman parte de la vida de los mapuche, las ejecutan en las fechas señaladas, en lugares que ellos saben. No es que se opongan a que los vean, pero tampoco las promocionan. Ahí son ellos mismos, sin representaciones.
Cordelia asimilaba con admiración todo cuanto Medina le decía. Contemplaba las figuras danzar alrededor del fuego, mientras los turistas los fotografiaban, ávidos, y sintió compasión por aquel pueblo de pasado glorioso, ahora reducido a una representación
pour la galérie,
como diría el abuelo. Tuvo la rara impresión de que ellos mismos sabían todo eso y que lo aceptaban con resignación, porque jamás se integrarían al mundo del blanco. Sólo les quedaba sobrevivir, y lo hacían con lo que aún poseían: sus canciones, sus instrumentos, su arte.
El lamento de la
trutruka
hablaba de un país inhóspito, cubierto por la nieve la mayor parte del tiempo, de una pasión sin esperanza y un presente cruel. La
trutruka era
un llanto, y Cordelia sintió una lágrima resbalando por su mejilla.
—Eh... muchacha, está llorando —murmuró Medina sorprendido.
Aquella chica lo desconcertaba día a día.
—
Non,
no es nada... —se apresuró a desmentir Cordelia—. Es que la música es emocionante.
—Mmm... sí, lo es. Sobre todo estos instrumentos tan sencillos, ¿verdad? Pero creo que se ha hecho muy tarde. ¿No le parece mejor volver ya? Poco queda de esta fiesta que no hayamos visto y no le conviene subir tan tarde. Voy por la camioneta.
—Jefe... —interrumpió Lemos rápidamente— deje que acompañe a la señorita hasta la cabaña. Ya habíamos quedado en eso.
—Está bien, como quieras. Lleva mi camioneta. Ni sé cómo hicieron a pie todo el camino.
—Es que era de bajada —bromeó Lemos, y tomó las llaves que le tendía el comisario.
—Adiós, señor Medina, gracias por todo. He pasado un hermoso día.
—No se preocupe por sus recuerdos. Se los alcanzaré mañana. Ya es tarde para volver a la oficina, no vale la pena.
—
D'accord.
Hasta mañana, señor.
Ambos jóvenes marcharon hacia el linde del pueblo bajo la mirada sagaz de Medina. Estaba claro que Lemos andaba detrás de la joven y que ella, aun siendo inocente, no era ninguna tonta. Pero el comisario estaba más preocupado por Cayuki. Apreciaba al hombre y temía que ya hubiese sucumbido al encanto de aquella mujer.
El viaje de regreso en la camioneta fue placentero. El camino se iba estrechando a medida que las luces del pueblo quedaban atrás, pero todavía faltaba un trecho transitable en vehículo. Después de eso, tendrían que caminar. Cordelia recordaba bien su primer día en el bosque, cuánto había caminado entre las zarzas y qué largo le había resultado aquel sendero.
Iban en amistoso silencio. Lemos colocó un cassette de música suave y comentó como al pasar.
—¿Y cuándo piensas bajar, mi pequeña Cordelia?
—¿Mmm?
—Al pueblo, quiero decir, a empezar tu nueva vida como terapeuta.
—Oh... de momento no puedo. Hasta que el señor Cayuki se reponga...
—Yo digo que "el señor" Cayuki ya está repuesto del todo y se aprovecha de tu sensibilidad femenina —gruñó el muchacho.
La luz de la luna dibujaba su masculino perfil con nitidez.
"C'est tres beau",
pensó Cordelia.
—Recién hoy se levantó por primera vez. Además...
—¿Sí?
—Eh... estoy esperando a mi hermano.
—¿Tu hermano gemelo?
—Sí, él vendrá a buscarme.
—¿Pero no ibas a empezar tu negocio con tu tía?
—Sí, en realidad sí, pero mi tía... Bueno, ella primero debe cuidar a mi abuelo, mientras yo pruebo suerte aquí.
—¿Sabes qué creo, dulce Cordelia? —murmuró Lemos mientras detenía la camioneta a pocos pasos del sendero de hombre.—¿Qué...?
—Que eres una bella mentirosa.
El joven giró hacia Cordelia y pasó su brazo por sobre el respaldo del asiento, rodeándola con facilidad. Así quedaron, con sus rostros muy juntos, casi tocándose. Cordelia, turbada, desvió apenas la cara, y Lemos le tomó el mentón suavemente, con dos dedos.
—Eh... mírame.
La visión de aquella mujer a la luz de la luna, pálida y temblorosa, con el cabello larguísimo sobre la túnica blanca y los ojos plateados en la noche, estuvo a punto de borrar los restos de cordura de Matías. Anhelante, estrechó un poco más los hombros de la muchacha para acercarla a su pecho, a pesar de que ella hacía fuerza en el sentido contrario con todo su ser.
—No te resistas, dulce Cordelia. ¿Cómo te llamas en verdad? ¿Cordélie? Suena bonito.
Zalamero, Lemos acariciaba el hombro derecho de Cordelia, mientras susurraba en su oído. Ya estaba a un milímetro de tocar su oreja con la lengua cuando, en un impulso repentino, la muchacha colocó sus manos sobre el pecho de él y lo detuvo.
—¿Por qué me llamaste mentirosa?
Lemos suspiró.
—Perdona, fue una broma. Es que todo lo tuyo es tan... —se revolvió los rizados cabellos con la otra mano—. Cuesta creer que una muchacha tan hermosa y educada venga hasta Los Notros, un pueblo de mala muerte, a vender cosméticos. Sencillamente, no encaja. ¿Es así, Cordélie? ¿Viniste sólo para eso? Dímelo, por favor. Yo me preocupo por ti.
La joven miró hacia fuera, donde los rayos de luna creaban sombras fantasmagóricas entre los arbustos, y dudó por un instante sobre sincerarse o no con aquel hombre que tan amable había sido con ella. Pensó entonces que en su respuesta involucraría a otras dos personas queridas: su propio hermano y Newen Cayuki. Ese pensamiento la paralizó. ¿Cayuki querido?
Mon Dieu,
parecía que había bebido todo el
pulque
de la fiesta al pensar eso. ¿Desde cuándo ese hombre desconsiderado formaba parte de sus sentimientos? Decidió que, por su hermano, diría otra verdad a medias.
—
C'est vrai,
no había pensado abrir un negocio, pero vine aquí para saber si...
—¿Sí?
—Si el lugar era adecuado para mi hermano. Es que somos gemelos, y lo que es bueno para mí, lo es para él. ¿Lo entiendes?
—Más o menos. ¿Por qué no vino él directamente? ¿O los dos juntos?
—Había asuntos impostergables que atender. Mi hermano es un hombre ocupado.
—¿Y qué vendrá a hacer él aquí?
—Solicitó trabajo de guardaparque.
Lemos se retiró un poco, incrédulo, para ver el rostro de la joven.
—¿Otro guardaparque? ¿Por qué, Cayuki se irá? —añadió, suspicaz.
—
Non, non...
Creo que trabajarán juntos.
La carcajada de Matías Lemos irritó un poco a Cordelia. Se arrepintió instantáneamente de haber soltado prenda.
—¿Cuál es la gracia?
—Ninguna, hermosa niña, ninguna... Pero pienso que al que menos gracia le causará es al propio Cayuki. Ese hombre es más solitario que un puma herido.
Cordelia guardó silencio, disgustada.
—Escucha, Cordélie... no hablemos de eso. Hablemos de nosotros.
—¿N... nosotros?
—Sí —Lemos se aproximó de nuevo, esta vez apretando más la espalda de la joven—. ¿No ves que quiero besarte? Es lo único que he pensado durante todo el día.
—
Arrétes!
—¿Mmm?
—Matías, no...
—¿Por qué no?
—Pues... porque no nos conocemos bien.
—Por eso, para conocernos mejor. ¿No te gusto ni un poquito, Cordélie?
—No es eso...
—Ah, entonces te gusto un poco, al menos. A ver, di que sí, a ver... —y Lemos hizo girar la cara de Cordelia hasta que sus labios rosados quedaron a la altura de los suyos.
Entonces, sin previo aviso, estampó su boca contra la de ella, manteniéndola apretada. La muchacha, tomada por sorpresa, no atinó a moverse hasta que sintió las manos de Lemos vagar por su cintura, buscándole los pechos. Decidida, lo sujetó por las muñecas y tiró de esas manos exploradoras hacia abajo con todas sus fuerzas.
—¡Dije
non!
—exclamó con vehemencia.
Lemos, sorprendido, se vio separado de Cordelia en un segundo, oportunidad que ésta aprovechó para abrir la puerta de la camioneta y saltar afuera.
—¡Muchacha! —gritó el ayudante, preocupado al verla huir en dirección al monte tenebroso—. ¡Ven aquí!
Cordelia huía como un animalito que esquiva a su predador, sin mirar y corriendo siempre hacia delante. No sentía los zarzales raspándole los brazos ni se daba cuenta de los tropezones que le provocaba correr con zapatillas blandas sobre el pedregullo.
—¡Cordelia! ¡Por favor, vuelve! ¡Yo te llevo, no corras!
Lemos bajó de la camioneta e intentó seguirla, cuando algo lo detuvo. Un aullido. Un lamento agudo, repetido en la lejanía.
Un lobo. El sonido le produjo escalofrío y paralizó sus piernas. Parecía que el lobo había elegido ese momento preciso para aullar, pues después de que él se detuvo, los aullidos cesaron de inmediato. Ya no veía a Cordelia, de tan espeso y oscuro que era el sendero de subida. Tendría que correr tres o cuatro kilómetros. Maldita niña, se le escapó como agua entre las manos. ¿Qué sería de ella en el monte, sola y a oscuras? ¿Y con un lobo?
Sólo entonces Lemos cayó en la cuenta de que allí no había lobos. Tal vez un puma podría, llegado el caso, acechar en la noche. Y hacía años que no se veía ninguno en la región. ¿De dónde provenía ese aullido?
* * *
En la puerta de su cabaña, Newen miraba preocupado el sendero por donde hacía rato debería haber llegado Cordelia. Era avanzada la medianoche y no había rastros de ella. Ni siquiera escuchaba desde allí el ruido de un motor acercándose. Porque no sería tan estúpido el ayudante Lemos de traer a la muchacha caminando en la oscuridad. ¿O sí? Tal vez era lo que se proponía, justamente. Pensar en esa posibilidad le alteró la sangre. Apretó los puños hasta sentir dolor en el costado herido.
A varios metros de donde él estaba aguardando, Dashe aullaba. ¿Qué le ocurría? Conocía bien a su perro lobo y algo lo perturbaba. Por precaución, tomó el rifle de atrás de la puerta y comprobó que estuviese cargado. Luego, permaneció a la espera.
Transcurrieron largos minutos durante los cuales los ruidos de la noche se enseñorearon del lugar: la lechuza, algún zorro entre las matas, el triste canto del
ñacurutú,
el búho patagónico. Newen permaneció en su sitio, sentado sobre el barandal del porche, con el farol de noche a mano y la vista alerta. Podría pasar así la noche entera, esperando que la ya familiar silueta de la muchacha apareciese en el borde del sendero, como la primera vez.
Cordelia corría como alma llevada por el viento, sin rumbo preciso. Después de largo rato, se detuvo a recuperar el aliento, segura de que Lemos no la seguiría hasta allí. Ni ella misma sabía dónde estaba. Contempló azorada a su alrededor. ¿Cómo podía uno perderse en el sendero de subida si era lo único que había? Apretó con fuerza la manta que todavía llevaba y pensó que haría mejor poniéndosela sobre la cabeza y los hombros, como había hecho Newen aquella vez en que visitaron a Doña Damiana.
Newen. ¿Qué pensaría él de su prolongada ausencia? ¿La habría notado o se felicitaría de sacársela de encima durante casi todo un día? Esa perspectiva casi le arrancó lágrimas. El hombre no se merecía que pensara tanto en él. Sin embargo, cuánto daría por tenerlo cerca en ese momento... Aunque fuera antipático y hasta cruel, confiaba en su fortaleza y en su capacidad de sobrevivir. Se sentía segura viviendo en su cabaña, a pesar de saber que un asesino merodeaba por el bosque. Un asesino. Helada de terror, recordó que ese asunto todavía no estaba resuelto, y que era muy posible que el bosque fuese el escondite de un hombre malvado al acecho. Casi se ahoga en su propio temor. La bilis le subió a la garganta y le hormiguearon los pies. La sangre rugía en sus oídos, impidiéndole escuchar nada que no fuera su propio palpitar. Se cubrió con la manta, esperando disimular su presencia y oprimió la estatuilla de Cayuki contra su pecho. "Oh, Dios mío, sálvame, sálvame... Que ese hombre malvado no me encuentre, que Cayuki esté cerca, Dios mío, por favor..." Repitió la plegaria en forma inconsciente varias veces, hasta que el temor, tan grande, la hizo caer de rodillas. Se abrazó a la estatuilla, cerró los ojos y se balanceó hacia adelante y atrás, murmurando cosas incoherentes. De a poco, el rezo tomó una forma inesperada. Como guiada por espíritus desconocidos, de sus labios emanaron palabras nuevas:
—Nguenechén, Futachao, padre creador, ilumíname, guíame, que encuentre el camino... No sé la lengua de la tierra, pero quiero saberla, quiero pedirte compasión... Señor, Señor... que la tierra me salve, que me lleve... adonde está Newen. Newen, Newen, ¿dónde estás? ¿Por qué no vienes a buscarme?
Permaneció en actitud de recogimiento unos segundos hasta que una sensación de fortaleza la invadió. Levantó la cabeza y miró de nuevo en torno suyo, ya no con mirada perdida, sino buscando el camino correcto. Como una señal, la luna iluminó con claridad el sendero y Cordelia supo que ése era el verdadero. Sin detenerse a pensar en esa extraña sensación de seguridad, la joven enrolló la falda sobre sus rodillas, apretó la manta en torno a su cuerpo y, siempre sujetando la estatuilla como si fuese un fetiche, avanzó a la carrera entre las piedras y los matorrales, mirando sólo el suelo que pisaba, nada más. Corrió, corrió y corrió. El frío nocturno le impedía respirar profundamente, pero sus pies la llevaban más rápido de lo que ella misma se proponía. Sus pies tenían alas.
Cuando menos lo esperaba, un resplandor apareció a lo lejos. ¡La cabaña! No trató de fingir que no le importaba, no pensó si el guardaparque la estaría esperando despierto o tranquilamente dormido. Ni siquiera se planteó la posibilidad de que no estuviera en casa.
—¡Newen! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Newen!
Corrió el último tramo, que le pareció más largo todavía que el anterior, tanta era su ansia por llegar, y ni siquiera reparó en la forma animal que la acompañaba oculta entre la espesura, siempre a su lado, silenciosa y vigilante. Ella veía sólo la figura corpulenta que avanzaba hacia el sendero, la impresionante silueta del indio caminando a zancadas, con un farol balanceándose en una mano y el rifle en la otra.