En alas de la seducción (29 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

BOOK: En alas de la seducción
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—Gracias —dijo con simpleza.

Cordelia se ruborizó.

—No todo el mérito es mío. Dashe fue el héroe. Me vino a buscar, a pesar de que yo estaba arriba, en el dormitorio... —la voz se le fue apagando al darse cuenta de lo que pensaría Walter, pero se obligó a seguir como si nada sucediese—, y me llevó al lugar. Después, ayudó a arrastrarlo. Es usted bastante pesado, señor Cayuki. Y un ángel trajo al señor Walter hasta la casa. Sin él, no sé si hubiera podido curarle la herida.

—A propósito de eso, Cayuki... ¿Qué sucedió? ¿Te dejaste sorprender por un furtivo?

Newen también enrojeció, de furia y bochorno. Se había dejado sorprender, ésa era la palabra. Algo imperdonable después de tanto tiempo dominando la región, de día y de noche. No iba a disculparse ante el artesano diciendo que la bruja le tenía comido el pensamiento. Antes, prefería morir desangrado.

—Creí que quedaba uno solo, pero me equivoqué. Eran dos. Y uno estaba armado con pistola.

—¿Tu pistola?

Newen lo miró, de repente muy alerta. ¿Lo habían despojado de su arma? Eso explicaba el disparo que había escuchado al caer. Primero, uno de los cazadores lo había acuchillado a traición, y después el otro, tomando su pistola, había disparado, tal vez a Dashe, sin alcanzarlo. Con frialdad, Newen comenzó a programar su venganza. Aquellos hombres pagarían por cazar en su bosque, por herirlo y por intentar matar a su perro. Aunque ya estuvieran lejos, él los encontraría.

La voz de Walter lo sacó de su ensimismamiento.

—...y ahora debo partir. Ya es de día, amigos míos, y aparte de café, no tengo nada en el estómago. Cordelia, te dejo a ti la dura tarea de alimentar a esta fiera, y me refiero a ti, Cayuki, no a tu perro. Sé bueno con la dama. Creo que primero debería alimentarse ella misma.

Walter frunció el ceño al ver la delgadez de Cordelia.

—Creo que, antes de volver a mi campamento, voy a dar una vueltita para buscar algo de comida para ustedes dos. ¿Me permites, Cordelia, meterme en lo que no me importa? Vas a estar ocupada con el enfermo, así que voy a traer algunas cosas de la proveeduría del pueblo.

—No.

—No voy a decir nada, si eso es lo que te preocupa, Cayuki. Te dejo a ti la responsabilidad de informar lo sucedido. Pero no puedo irme así como así, sin colaborar aunque sea con alimentos esenciales. Pan, fiambre, queso, fruta... lo que ustedes digan.

Walter miró adrede a Cordelia. Ahora era ella la encargada de mantener las provisiones y la casa. Newen debería acatar lo que ella dispusiera. A la muchacha le entusiasmó poder ser útil en aquella contingencia y demostrarle al guardaparque que no todas las mujeres eran "zorras", "brujas", "arpías" sin corazón. Era su oportunidad de tomar revancha.

—Mil gracias, Walter. Tú sabrás mejor que yo lo que hace falta. Pero tengo que decirte que no llevo mucho dinero conmigo. Yo...

Newen le apretó fuertemente la mano. Para estar herido, el hombre conservaba toda su potencia.

—Don Luis lleva mi cuenta.

—No creo que sea conveniente que compre a cuenta tuya en el almacén, Cayuki. Sonaría raro. ¿Por qué no hago mis propias compras y te las traigo hasta acá? Así, nadie tiene por qué enterarse.

Newen se alegró de que Walter captase tan bien la situación. Otro, en su lugar, habría insistido en hacer la denuncia, llamar a un médico, alborotar todo. Siempre había pensado que se podía contar con aquel hombre de costumbres singulares, que un día cualquiera había elegido Los Notros como su hogar, y vivía de lo que sus propias manos podían darle.

—Está bien. Me dirás lo que te debo.

Walter hizo un gesto con la mano, restando importancia al hecho, y se despidió de Cordelia junto a la puerta. Puso una mano sobre el hombro de la muchacha y bajó la voz, al decirle—.

—Si pasa cualquier cosa, no dudes en avisarme. No estoy lejos. Bajando el camino al pueblo, a la izquierda, tres o cuatro kilómetros. Vivo en una carpa, después de cruzar el arroyo El Maitén. Hay un letrero que lo anuncia en la bifurcación. En serio lo digo, ¿eh? Cualquier cosa que necesites, ven a buscarme. Volveré con los alimentos en un rato —se detuvo, observando desde allí al guardaparque postrado—. Y no dejes que él te intimide, dulce niña. Es un hombre salvaje, pero incapaz de hacer daño a alguien como tú. Lo sé desde aquí —y el hippie se tocó el centro del pecho, en un gesto elocuente que emocionó a Cordelia.

Desde el suelo, Newen miraba con ojos de águila todo el intercambio. No le había pasado por alto la familiaridad con que Walter tocaba el hombro de Cordelia, ni tampoco había dejado de percibir el cambio de voz al bajar el tono, para que él no escuchase. El rencor volvió a atizar su pecho.

Después de que Cordelia cerrase la puerta, la atajó con crudas palabras.

—¿Otro pretendiente, princesa?

La muchacha sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. ¡Qué pronto había empezado él a sacarla de sus casillas!

Cordelia no se dejaría vencer. Walter le había advertido hacía un momento y ella no iba a claudicar enseguida. Aspiró hondo y caminó hacia el herido, moviéndose con gracia, como si aquella camisola azul fuese un vestido de gala.

—Mmm... tal vez. El señor Walter Foyer es un hombre de lo más interesante.

Y pudo comprobar con satisfacción que la burla había dado en el clavo.

Con el antebrazo apoyado en la frente para que no se viera su expresión, Newen contempló en silencio cómo la joven se dirigía a la cocina dispuesta, sin duda, a estrenar su reciente conocimiento de cómo preparar un café.

A partir de ese momento, se estableció una especie de rutina. Newen nada podía hacer, con el cuerpo maltrecho y a medio vestir, salvo observar el ir y venir de Cordelia que, otra vez ataviada con las prendas mapuche, se dedicaba a atenderlo a él y a la casa por partes iguales. Demasiado iguales. Le cambiaba el vendaje como le había enseñado Walter, en silencio y con el ceño fruncido por la concentración y el empeño en hacerlo bien, y después se afanaba en la cocina, preparando las comidas del día. Las separaba en platillos distintos y las guardaba con extremo cuidado en un espacio que ella misma había hecho en la alacena.

Todo consistía en lonjas de jamón crudo, trozos de queso y aceitunas, dispuestos sobre tajadas de pan fresco, acompañado de tazones de café negro, tal como le gustaba al guardaparque. Pero a juzgar por el tiempo que empleaba en prepararlo, habríase dicho que se estaban cocinando los manjares de un príncipe. Cordelia tampoco descuidaba a Dashe. Newen veía con perplejidad cómo el perro lobo, acostumbrado desde siempre a procurarse su propio alimento en el bosque, ahora mendigaba con desparpajo una feta de fiambre, una cáscara crujiente de pan tostado... y ¡hasta un plato de leche! El poder de aquella ninfa era sin duda extraordinario, porque para domesticar a Dashe se necesitaba gran magia. La enorme bestia no tenía vergüenza de lamerle las manos a la bruja ni de echarse a sus pies cuando ella lavaba los cacharros con agua de la bomba.

Verla trajinar de ese modo durante dos días le produjo a Newen un nerviosismo tal que estalló sin proponérselo, en el momento menos pensado.

Eran las doce del mediodía y la muchacha todavía no había regresado de buscar el agua. Todo cuanto hacía le demandaba mucho tiempo, no sólo por la falta de costumbre, sino también porque las tareas eran pesadas y nada en la cabaña estaba pensado para la comodidad o el lujo. La bomba se hallaba bastante lejos, más allá del cobertizo. No había refrigerador, de modo que los alimentos frescos debían procurarse a diario o bien consumir sólo aquellos que pudieran almacenarse. En el invierno, que en aquellas tierras era muy largo y muy crudo, no había grandes problemas, pues un trozo de carne de vaca podía helarse colgado del lado de afuera de la ventana, y eso mismo era lo que Newen hacía. Pero en el verano, a menos que se cazasen piezas menores a diario, no había posibilidades de guardar la carne. Y la falta de alimento sustancioso estaba causando estragos en Newen, que se veía debilitado y tardaba en recuperar fuerzas, en su opinión.

Esperó con impaciencia la llegada de Cordelia. Cuando ésta entró, siempre acompañada del fiel Dashe y cargada con un cubo de agua fresca, Newen la increpó desde lejos.

—¿Qué comeremos hoy?

Cordelia apoyó el cubo de latón y se enderezó, ocultando el dolor de su espalda. Ya bastante malo era tener que cargar el agua desde tan lejos, para ahora detenerse a explicar que se había acabado la reserva de jamón y que el almuerzo sólo podía constar de huevos duros, aceitunas de nuevo y galletas. El pan lo había devorado aquel hombre insaciable la noche anterior, cuando le pidió que le preparara un segundo sándwich.

—Todavía no lo tengo planeado, señor Cayuki. Estoy en eso.

—¿Y cuánto tiempo le llevará pensarlo, señorita Cordelia? ¿O se está aprovechando de mi debilidad para mantenerme aquí en el piso?

Una de las cosas que más indignaba a Newen era no poder yacer tranquilo en su camastro del altillo, fuera de la vista de aquella bruja. Se sentía disminuido al verse así, en el suelo de la cabaña, si bien Cordelia había procurado ponerlo cómodo trayéndole sus almohadones y una manta del piso de arriba.

—Señor Cayuki —suspiró Cordelia, serenándose—, si está en el suelo es porque no puedo subirlo yo misma al dormitorio. Además, me sería muy difícil atenderlo estando usted en el piso de arriba. Como puede ver, aquí la vida no es fácil. Sólo disponer de agua fresca me lleva casi dos horas, y se gasta enseguida.

—Eso es porque no sabe cuidarla.

Cordelia se limitó a aspirar, aunque los dedos le hormigueaban de ganas de abofetearlo.

—Tal vez sea porque la uso más que usted. Sabe Dios que los cacharros no estaban muy limpios cuando empecé a ocuparme yo de ellos.

—¿Lavar cacharros y preparar pan con jamón es todo lo que sabe hacer?

—¿Cómo se atreve a criticarme, después de haberlo atendido durante dos días? Mire, señor Cayuki, he tenido paciencia porque está usted herido, pero no crea que estoy obligada sólo por haber salvado su vida. Oh, no... eso es un detalle para usted. El gran señor del monte. Todos le deben pleitesía porque es el más grande, el más fuerte, ¡el más solitario de todos los hombres del mundo! Tenga cuidado, señor Ermitaño, porque la gente como usted, que cree que no necesita de nadie, se queda realmente sola, cuando ya es demasiado tarde. Si creo que hasta su perro lo ha abandonado. Mire cómo me sigue. Se ve que el pobre animal necesitaba que le demostraran cariño. Porque el cariño, señor Cayuki, por si no lo sabe, no sólo hay que sentirlo, hay que demostrarlo... ¡para que los otros se den cuenta!

Cuando terminó su discurso encendido, la joven recogió el balde de agua y se dirigió a la cocina, ofuscada, ante la sorprendida mirada de Newen.

Nadie le había dicho tantas cosas juntas en toda su vida.

Su vida entre la gente puelche, de la que recordaba pocas cosas, había sido muy libre. Los puelche, al igual que los indios en general, dejaban que sus críos vagasen e hiciesen sus travesuras, sin preocuparse demasiado por castigarlos, a menos que fuese algo realmente serio. Nadie castigaba a un niño por travesuras. Era una de las enseñanzas de los mayores: no pegar a los niños. Por eso, Newen recordaba su infancia como una sucesión de correrías que terminaban siempre con una ligera regañina de la abuela, mientras le preparaba tortitas de maíz para la tarde. ¿Cómo había podido olvidar la felicidad de aquellos momentos? Si en alguna época fue feliz, había sido aquella en que la abuela Orkeke le curaba los raspones con jugo de aloe y luego le daba leche endulzada con miel para consolarlo. Épocas lejanas, vividas con intensidad. Él había sido un niño feliz. ¿Por qué lo recordaba ahora, en compañía de la bruja? Ése parecía ser otro de los poderes de aquella mujer, traer recuerdos perdidos a su memoria.

Sin embargo, él también tenía un poder sobre ella: el de enfadarla. Sonrió con malicia. Haría uso de él tanto como pudiese.

Estaba pensando en eso cuando la puerta de la cabaña, que había quedado entreabierta, se movió despacio, perfilándose la silueta menuda de Damiana.

—No me llamaste, hijo —murmuró la anciana.

Un poco avergonzado, Newen acomodó sus mantas, subiéndoselas hasta el cuello.

—Adelante, madre.

Sólo entonces captó Cordelia algo que se le había escapado días antes. El hijo del que le hablaba la
machi,
aquel que necesitaba ser curado, ¡era el propio Newen Cayuki!

Mientras secaba las castigadas manos en un repasador, Cordelia avanzó hacia la mujer, procurando ayudarla a sentarse.

Pero Damiana parecía conocer de memoria aquella cabaña, pues avanzó sin vacilar hasta donde se encontraba tendido Newen.

—Mala cosa, hijo. Pero Nguenechén te protege —y señaló hacia donde Cordelia los observaba, todavía con el repasador en las manos.

Newen soltó una especie de gruñido, aunque no contradijo a la
machi.

—Voy a estar bien. Sólo tengo que comer más para sentirme mejor —y lanzó una mirada intencionada hacia la joven.

—Por eso te traje esto —la mujer sacó de entre las ropas un bulto de papel encerado parecido al que le había dado a Newen la vez anterior y se lo tendió a Cordelia que, presurosa, acudió a recibirlo—, hija... —comenzó, y el apelativo sobresaltó tanto a Cordelia como a Newen—, no veo, pero puedo adivinar que te estás arruinando las manos. ¿Dónde está la crema que cura, la que me ofreciste?

Newen miró a Cordelia y ella creyó vislumbrar cierta aprensión en sus ojos oblicuos. ¡Por fin se le presentaba la oportunidad de desquitarse!

—Ya no la tengo, Doña Damiana. El señor Cayuki rompió casi todos mis frascos.

Siguió un silencio elocuente, mientras en la mente de Newen tomaba forma la idea de estrangular a Cordelia por dejarlo en evidencia ante la
machi.

—Ah... debí haber adivinado también eso. Pero esto —y se señaló la cabeza— a veces me traiciona ahora. Estoy vieja. Aunque no tanto como para no ayudar. Ayinray, vendrás a mi casa todas las tardes. Te enseñaré algunos trucos para usar en ti y en este hombre que sigue ciego, más que yo.

Dicho esto, la mujer giró para irse y se detuvo en el umbral, diciendo sobre su hombro:

—No vine antes porque sabía que las lágrimas de la luna podían curarte mejor que yo.

A través de la puerta abierta, la figura de Damiana se empequeñecía bajo el calcinante sol del mediodía, a medida que rumbeaba hacia su choza, por el conocido sendero del sur.

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