En alas de la seducción (32 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

BOOK: En alas de la seducción
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—¿Te gusta?

—No creí que este lugar fuera tan lindo.

—Hoy está especialmente bonito. Siempre se usa para la venta de artesanías, pero el día de la fiesta es especial. Vienen desde lejos a vender aquí, y también se hacen trueques. Es muy pintoresco.

Cordelia, repentinamente agradecida, volvió hacia el ayudante su rostro angelical.

—Gracias por traerme. Me lo hubiera perdido.

Para Lemos, su expresión fue como un puñetazo en el estómago: lo dejó sin aliento. Se prometió que no dejaría que aquella chiquilla se le escapara. Ni aunque tuviese que enfrentar al propio Cayuki. Cordelia Ducroix era demasiado buena para un indio ignorante.

El objeto de sus pensamientos ya se acercaba con curiosidad a mirar el primer puesto de venta. Se trataba de ramilletes de frutos y flores secas, primorosamente combinados y atados con cintas trenzadas que en sí ya eran una artesanía. Cada ramillete tenía un ojalillo oculto por donde, podía colgarse en cualquier rincón de la casa y desde allí exhalar su perfume. Cordelia olió todos y cada uno de los arreglos, hasta que se sintió mareada. Optó por comprar uno pequeño, hecho de flores de lavanda y manzano desecadas, que le recordaba el aroma de las bolsitas de lino que su tía colocaba en los roperos cada invierno. La dueña de los ramitos, una joven de su misma edad, le agradeció con una sonrisa en su cara redonda que emocionó a Cordelia. Siguió avanzando entre los puestos, olvidándose de su caballero guardián, que la seguía con paciencia pero sin perderla de vista, y comprendió con pesar que no podía comprar todo lo que veía. No había mostrador que no la tentase. Desde las canastitas de paja fina que ofrecía una mujer que amamantaba a su bebé mientras seguía tejiendo su labor, hasta los cuencos de cerámica negra, amasada con boñiga de vaca, según le dijeron (lo que le hizo fruncir la nariz, para diversión de Lemos), pasando por los innumerables tapices de todo tipo y color. En ellos se detuvo más tiempo, porque las clases tomadas con Doña Damiana le permitían captar las diferencias en las urdimbres, la calidad de los teñidos y hasta el origen de las tejedoras, ya que tanto los dibujos elegidos como los colores señalaban la región de donde provenía la labor. Con ojo clínico, separó dos piezas y las extendió ante sí. Una era un camino de mesa, largo y estrecho, con figuras de rombos que se encadenaban, de color crema y marrón muy oscuro. Cordelia reconoció aquí el típico dibujo araucano del que le hablaba Damiana. Le pareció bonito y pensó que quedaría bien en la mesa desnuda de Cayuki. Pensar en él le produjo un sobresalto, aunque se repuso y decidió comprarlo. Si el guardaparque no lo quería, tanto mejor. Lo llevaría a su casa y adornaría su propia mesa. No quiso detenerse a considerar cómo quedaría un adorno tan rústico en el lujo francés de la mansión del abuelo. El otro tapiz era una representación de figuras zoomorfas. Con atención, Cordelia empezó a descubrirlas. El trabajo era de doble faz, lo que también resultaba característico del sur, y se veían figuras estilizadas de guanacos, ñandúes y otra que la muchacha no alcanzaba a desentrañar. Parecía un pájaro, pero estaba demasiado geometrizada. Acercó el rostro para analizarla y eso llevó al artesano, un hombre mayor que había permanecido en silencio todo el tiempo, a extender un dedo y ponerlo sobre la figura.


Mañke
—dijo.

—Es un cóndor —aclaró Lemos, a su lado.

—Ah... —y Cordelia se quedó mirando aquella figura que la había atraído desde un primer momento y que representaba al ave que Cayuki estaba empeñado en salvar.

A pesar de que se excedía, sintió que debía adquirir también ese tapiz. Se prometió no comprar nada más, hasta que llegó a la mesa del fondo, donde varias personas se agolpaban en torno a una serie de estatuillas talladas en madera. El hombre que las vendía, más anciano aún que el anterior, parecía ser él mismo una de aquellas tallas. Estaba vestido de manera algo excéntrica, con mucho colorido y repleto de adornos de plata. Dedicó a Cordelia una mirada intensa que a la muchacha le pasó desapercibida.

Apenas vio las estatuas ofrecidas, Cordelia descubrió entre ellas la de Newen Cayuki. Tenía un estilo que a ella ya le resultaba inconfundible. Apretó inconscientemente la que llevaba oculta entre los pliegues de la manta, y pensó qué diría aquel hombre si ella le ofreciera la estatua. Sin dejar de mirar la figura expuesta, una bellísima mujer que se peinaba, la joven hizo señas en su dirección.

—¿Cuánto cuesta?

El viejo se tomó su tiempo para responder. Cordelia suponía que estaría calculando su interés por la estatua y así fijar el precio, pero el hombre la sorprendió, diciendo:

—Ésa no la vendo.

Lemos frunció el ceño al escucharlo. ¿Qué se proponía el taimado de Cipriano? ¿Acaso no deseaba vender todo lo que tenía? Se aproximó a Cordelia, para que el viejo viese que no se trataba de otra turista desprevenida, pero a Cipriano no se le movió un pelo al verlo.

—¿No la vende? —preguntó intrigada la muchacha.

—No, señorita.

—¿Está reservada, entonces?

—Puede decirse.

—Qué pena... es muy bonita.

Cipriano contempló el rostro ensimismado de Cordelia y luego el adusto de Lemos. Todavía podía divertirse un rato más.

—No la vendo, pero puede darme algo a cambio.

Cordelia se mostró confundida.

—¿Un... trueque, dice?

—Aja.

—Es que... no tengo nada para darle.

—¿No tiene?

Cordelia oprimió de nuevo la otra estatua, la que llevaba oculta, y por un momento pensó que el anciano se refería a ella, pero el hombre no podía saber que la tenía, a menos que la hubiera visto en un descuido, o... que fuese adivino.

—Acepto una lágrima de la luna —dijo de pronto.

La muchacha lo miró fijamente. El hombre sabía que ella había entendido a qué se refería. Un mechón de sus cabellos de plata y oro. El Sol y la Luna. Doña Damiana se lo había aclarado cuando le contaba cosas de su tierra. Le había dicho que ella poseía los rayos del Sol y de la Luna en su pelo. Le contó la historia de la Luna que lloraba después de discutir con el Sol, y cómo las lágrimas se trocaron en joyas de plata para los mapuche que las recogieron.

Sin darse cuenta, Cordelia se llevó la mano a su cabello. Cipriano asintió. Lemos, que nada entendía, advirtió con espanto que el viejo tomaba un cuchillo de su faja y lo acercaba al rostro de Cordelia.

—¡Eh!

Veloz como el rayo, el viejo cortó un mechón entresacado de la espesa cabellera, casi sin que la propia Cordelia lo advirtiese.

—¡Estás loco! —gritó Lemos, tomando a Cipriano del cuello de su poncho.

Las gentes de alrededor empezaban a inquietarse, cuando apareció la figura tranquilizadora de Medina.

—¿Ocurre algo?

—Este hombre... cortó un pedazo de cabello de la señorita —farfulló Lemos, contrariado.

Medina miró fijamente a Cipriano, que estaba impasible como una figura de granito. Ni un músculo de la cara se movía.

—No es nada, comisario. Yo se lo permití.

Medina miró entonces a Cordelia. Esa muchacha lo iba a sacar de quicio. Desde que llegó al pueblo habían pasado cosas inusitadas. Inútil era sacar a Cipriano de su mutismo, y si bien el hecho era sorprendente, nadie había resultado dañado. Era mejor poner paños fríos a la situación para que no se aguase la fiesta de aquella gente. Puso su manaza sobre la espalda de la muchacha para sacarla de allí pero, apenas giró hacia la puerta, escuchó a Cipriano decir:

—Su talla, señorita.

El hombre tendía hacia la joven una hermosa figura femenina que Medina reconoció como una de las tallas de Cayuki. ¿Qué estaba pasando allí?

Cordelia la tomó y, tras despedirse con una sonrisa temblorosa, se encaminó hacia la salida, dispuesta a olvidar aquel asunto.

Afuera ya había anochecido, y la plaza estaba poblada de turistas alegres que hacían picnics con bocadillos comprados en los improvisados puestos de comida.

Escoltada por los conocidos empleados de Parques, Cordelia avanzaba sin dificultad. Estaba tan cargada con sus compras, que Medina se ofreció a guardarlas en su oficina.

—No quisiera molestar.

—Será sólo un momento. Y antes de irse, puede pasar a retirarlas.

La muchacha le dio las artesanías compradas, incluida la polémica estatuilla, pero conservó escondida la que le había sustraído a Cayuki. No quería tener que explicar el motivo de aquel atrevimiento. Ni ella misma sabía qué se había propuesto al llevar consigo la estatua.

Lemos la agasajó con empanadas, jugo de manzanas verdes y unos deliciosos bocaditos de dulce de membrillo. A medida que la noche se hacía más cerrada, la gente se arremolinaba en torno a la plaza, esperando el consabido momento de los fogones y el baile. Algunos ya se encontraban algo alegres y Cordelia cayó en la cuenta de que el
pulque
había circulado silenciosamente entre ellos. Un hombre en particular, muy joven, alborotaba haciendo gestos y hablando en voz bien alta.

—Porque toda esta tierra es nuestra, señores. Nosotros, los mapuche, hemos sido despojados de todo. Y ahora sólo nos queda vender la lana de las ovejas y las chucherías que hacemos para el hombre blanco. Pero ni eso nos pagan. ¿Cuánto pagó usted por este collar, señora, a ver? La mujer aludida se tocó el pectoral de plata y cobre que lucía, y no atinó a responder. Ya el muchacho exclamaba, para beneficio de la concurrencia:

—Monedas... pocas monedas. Un adorno que debería estar en el cuello de nuestros
lonkos
y lo llevan como baratija los turistas.

Cordelia sintió que, a su lado, Lemos se endurecía, dispuesto a intervenir. Deseó no haber ido a esa fiesta. Después de todo, no era tan pacífica como se suponía. Por debajo de la animación se percibían soterradas corrientes de rencor y desafío.

—Algún día llegará —proseguía el agitado— en que se haga justicia y recuperemos lo que nos pertenece.

Giró sobre sus pasos para enfrentar a otro grupo de personas pendiente de sus palabras y captó el brillo de la cabellera platinada de Cordelia, que le sorprendió. Así como advirtió el de los aretes de plata que adornaban sus orejas.

Se acercó, y Cordelia pudo ver el rostro de un hombre guapo, contraído por el gesto resentido. Llevaba el cabello lacio como el de Newen, recortado sobre las orejas. Los ojos no eran tan oblicuos ni su físico tan imponente como el del guardaparque. Vestía sólo una camisa azul y unos pantalones vaqueros, como cualquier joven de su edad. Lo único que lo identificaba como nativo era una banda tejida en rojo y blanco que le colgaba del cuello y caía sobre el pecho, terminando en un medallón de plata. El joven echó una mirada al ayudante y luego inclinó la cabeza oscura en dirección a Cordelia. Parecía que quería decir algo intencionado, pero el momento pasó y Lemos empujó a Cordelia hacia una de las fogatas.

—¿Quién es ese hombre?

—Un vago. Se llama Mario Necul.

Cordelia recordó el nombre que había mencionado Medina y se alarmó. Si ese muchacho era un enemigo de Newen, parecía de cuidado.

—Está... ¿bebido?

—No te preocupes, Cordelia. Ése es el estado normal de mucha de esta gente. No digo todos, pero hay muchos que viven así, sin trabajar, emborrachándose, sucios...

—Pero ¿por qué? ¿Nadie quiere emplearlos?

Lemos se encogió de hombros.

—A veces no es su culpa, es cierto. Los dueños de las grandes estancias tienen un personal fijo para los trabajos, y requieren peones de más sólo para ciertas épocas, como la cosecha o la esquila. Les pagan su salario y ya está. Vuelven a sus casas a vivir como viven. Yo creo que, aunque se les ofreciese un trabajo estable, esta gente no sabría cumplir. Están acostumbrados a manejarse a su gusto. Siguen todavía las fechas de antiguas celebraciones, no quieren cambiar ciertas costumbres...

—No todos. El señor Cayuki trabaja.

Lemos la miró, intrigado.

—Te resulta admirable "el señor" Cayuki, ¿no? Algo así como un héroe de la selva.

—Vamos, te burlas de mí.

—No, no, es que... me sorprende que aún sigas viviendo allá arriba, si ya está claro que hubo una confusión y te espera tu supuesto negocio en el pueblo.

Cordelia digirió lo de "supuesto negocio", que le sonó a insulto en boca de Lemos, e insistió:

—Es que quiero entender. Nunca viví en un lugar como éste. Lo más cerca que estuve de la vida en la naturaleza fue la casa de verano de mi abuelo en la playa. Allí pescábamos, comíamos naranjas en el pasto y disfrutábamos observando a los pájaros, pero... esto es otra cosa.

—¿Quiénes iban a ese lugar? ¿Tu abuelo y tú?

—Mi abuelo no tanto. Mi hermano y yo. Somos gemelos.

—Ah, ¿sí? No lo sabía. Quiere decir que hay otro con tu pelo, tan rubio —y Lemos extendió una mano para tocar con reverencia el cabello de Cordelia.

La muchacha se sintió extraña y deseó una vez más no haber ido. Por fortuna, Medina se unió a ellos en la fogata. No habían advertido, mientras conversaban, que estaban empezando a sonar unos compases.

—Ya empieza —anunció Medina, y tomando una empanada del carrito, se dispuso a contemplar el espectáculo junto a la muchacha y el ayudante.

Un sonido muy dulce, apagado y melódico, inundó la plaza. Al principio era suave, luego se unieron otros sones y se formó un concierto poderoso, extrañamente triste, que conmovió la sensibilidad de Cordelia. Como fondo de esa melodía principal, se escuchó un golpeteo rítmico que parecía venir de debajo de la tierra.

—Es el
kultrun
—explicó Medina.

Cordelia observó que unas mujeres sostenían un tamborcito al que golpeaban con un palo cuyo mango estaba adornado con hilos de colores. Las mujeres, casi todas ancianas, llevaban vinchas anudadas en la frente, ponchos peludos de rayas que ocultaban sus ropas típicas, y colgantes de todo tipo.

Los que ejecutaban el sonido lastimero que se había escuchado antes eran hombres que portaban un curioso instrumento hecho de enormes cañas atadas que en su extremo tenían un cuerno de vaca. Al soplar desde el otro lado, salía una especie de bramido. Al ver la expresión sorprendida de Cordelia, Medina rió entre dientes:

—Ésa es la
trutruka.

—Jamás había escuchado algo semejante.

—Sí, es impresionante. En realidad, este concierto es para los turistas. La verdadera ejecución de estos instrumentos se hace durante una rogativa.

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