En alas de la seducción (31 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

BOOK: En alas de la seducción
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—No creo. El señor Cayuki no parece complacido conmigo.

La vieja rió con una risa franca que mostraba su boca desdentada.

—Ay, Diosito... ¡Qué va! Está más complacido de lo que él quisiera. Hay una cosa que debes saber, Ayinray, si quieres curarle el espíritu.

—Mire, Doña Damiana, yo no sé si soy capaz de eso.

La anciana desestimó las dudas de Cordelia con otro gesto rápido y, mientras sus dedos sarmentosos hacían rodar la lana formando el capullo, empezó una letanía en lengua mapuche que dejó a Cordelia asombrada.

—No la entiendo, Doña Damiana.

—Es
mapuzugun,
nuestra lengua, la de nuestros abuelos y los abuelos de ellos. Hay que rezarle a Nguenechén en la lengua de la tierra, para que nos oiga. Le estoy pidiendo que abra los ojos de Cayuki, porque ése es más ciego que yo.

Cordelia preguntó con cautela:

—Y se puede saber por qué el señor Cayuki es tan... ¿tan tozudo?

—Ay, pobre m'hijo. Viene de lejos ese dolor, de hace tiempo. Una mancha en su espíritu que no se pudo limpiar. Ni mi magia pudo. Pero a lo mejor... la tuya es más poderosa, Ayinray. Mi corazón me dice que puedes hacer mucho bien a mi hijo.

Cordelia meditó un instante la conveniencia de lo que iba a preguntar.

—Doña Damiana... usted le dice "hijo". ¿Es que Cayuki...?

—Hijo de mi corazón. Newen Cayuki hizo muy feliz a mi hija, mi Ayelén. Ella está ahora en la
wenumapu,
con Dios y los espíritus. Cayuki fue bueno con ella, la cuidó, la quiso... Y mi hija a él. Yo sabía que ella se iría pronto, y Cayuki lo supo también. Pero no por eso la quiso menos. Hizo feliz a mi Ayelén hasta que fue llamada al mundo de arriba, por eso él es mi hijo, lo quiero como mi hijo.

Cordelia sintió pena por Ayelén, la joven muerta, y también un rescoldo de celos. Porque aquella joven sin rostro había tenido el amor del guardaparque, que parecía un hombre tan rudo y que para ella no tenía más que críticas y miradas torcidas. ¿Cómo sería Newen Cayuki como amante? ¿Tierno? ¿Apasionado? La había besado como un salvaje y en ese beso había más de castigo que de sentimiento. Luego, la había consolado cuando ella lloraba, portándose de un modo desconocido hasta entonces. ¿Sería posible que el guardaparque fuese un hombre endurecido por el sufrimiento, pero capaz de dejar aflorar sus emociones con la mujer adecuada? ¿Y cuál sería la mujer adecuada? ¿Y por qué, en nombre de Dios, se estaba preguntando eso? Algo molesta, Cordelia se levantó y dejó su labor cerca de los pies de Doña Damiana, donde la anciana pudiera recogerla fácilmente.

—¿Te vas?

—Hoy estoy cansada. Mañana me quedaré más tiempo, pero hoy... siento que debo ocuparme de la cena.

—Ve adentro y busca el paquete. Lo preparé esta mañana.

—Gracias, Doña Damiana, es usted tan gentil conmigo... y con el señor Cayuki, por supuesto. No sé cómo agradecerle tantas molestias.

—Nada de eso. Se da por dar nomás, sin esperar nada. Anda, ve adentro.

Cordelia se inclinó y, por primera vez desde que conoció a la
machi,
depositó un suave beso en la mejilla arrugada de la mujer.

—Bah...

Sonriendo, Cordelia emprendió el regreso con su paquetito bajo el brazo. Ya no llevaba las ropas mapuche de la primera vez. Entre tanto ir y venir a la casa de Doña Damiana, ésta la había provisto de diferentes atuendos. El de esa tarde era enteramente blanco. La falda, larga como todas, con un volado en el ruedo que la hacía más agraciada. La blusa, cruzada por adelante y atada en la espalda, dejaba un escote en pico que permitía ver el valle entre los pechos de la joven. La infaltable faja de colores, varias vueltas rodeando la cintura breve de Cordelia, y el detalle de unos pendientes de plata que casi rozaban los hombros de la muchacha. Los pies de Cordelia, ya curados, ostentaban unas zapatillas tejidas más adecuadas a su tamaño, con dibujos de guardas geométricas en blanco y negro.

Cayuki la vio venir desde lejos, bamboleando sus caderas a medida que bajaba por el sendero. Él se encontraba de pie junto a la bomba de agua, refrescándose la cabeza y el pecho. Apenas Cordelia lo vio, exhaló un grito y echó a correr, indignada.

—¿Qué hace?
Mon Dieu,
quel
homme!...
¿Por qué se levantó sin permiso?

La cara de pocos amigos de Newen la frenó en su avance.

—¿Qué sucede?

—Tiene visitas, princesa.

—¿Visitas?

A cierta distancia del porche, como si no estuviese seguro del recibimiento, la aguardaba Lemos, con las manos en los bolsillos de sus pantalones color arena. Aun desde lejos, se le notaba la admiración en los ojos que recorrían la figura de Cordelia. La muchacha se sintió un poco inhibida. Ella no había alentado al joven ayudante a visitarla, aunque tampoco podía reprochársele que fuese un caballero y decidiese hacerlo. Después de lanzar una mirada condenatoria a Newen, que seguía de pie, firme como roca de acantilado, Cordelia se aproximó a Lemos.

—Buenas tardes.

—Son buenas a partir de ahora, querida. Estás preciosa, Cordelia. ¿De dónde salieron esas ropas?

—Nuestra vecina, la señora Damiana, tuvo la gentileza de prestarme algo.

Lemos asintió, tomando nota de la palabra "nuestra", que reflejaba más de lo que la propia muchacha se imaginaba.

—He venido a invitarte. Espero que no me rechaces, me sentiría muy dolido.

—Oh... No sé si pueda... —Cordelia miró inconscientemente hacia donde Newen seguía de pie junto a la bomba de agua.

Lemos también miró, y agregó con fastidio:

—Supongo que no tendrás que pedir permiso, ¿no?

—Claro que no. Pero no sé si sabes que el señor Cayuki estuvo herido.

—Sí, lo supe. Mi jefe está bastante enojado por eso. Creo que Cayuki ocultó información —Lemos no fue consciente de que bajaba la voz cuando mencionaba el nombre del guardaparque.

—Te equivocas. Fui yo la que no quiso dejarlo solo para bajar al pueblo. Recién ahora se lo ve mejor —y Cordelia le lanzó un vistazo.

Era evidente que el guardaparque se recuperaba con prontitud. Lucía poderoso desde donde ellos lo veían, con el torso desnudo, todavía vendado, pero erguido y musculoso. De seguro, a Lemos le parecería mal que el señor Cayuki se expusiera así ante la vista de una dama, pero el joven no dijo nada que revelara su pensamiento.

—¿Entonces? Si está mejor, no veo qué problema habría en que bajaras al pueblo conmigo. Hoy es el Día del Artesano, y vendrá mucha gente de los hoteles cercanos para visitar el galpón de Los Notros. Es una verdadera fiesta porque, además de vender sus artesanías, los nativos preparan comidas típicas y cantan y bailan. Bueno, es la única diversión que puede encontrarse por aquí. Estarás acostumbrada a otra clase de fiestas, me imagino, pero ya que estás aquí por estos días... ¿Qué dices?

Cordelia no sentía deseos de acompañar a Lemos, si bien el muchacho le era simpático y sabía que pasaría un rato agradable en su compañía. Percibía cierta animadversión de él hacia el guardaparque, y no quería fomentarla negándose. Por otro lado, a Newen Cayuki no le vendría mal quedarse solo por un rato. El muy arrogante se creía dueño y señor de todo. Quizás su ausencia le enseñase a valorar la ayuda que él nunca le agradecía. ¡La había tomado de cocinera, enfermera y doméstica, todo en uno! Y tenía el tupé de quejarse cuando algo no era de su gusto.

Con cierta satisfacción, accedió a bajar al pueblo.

—Voy a cambiarme —anunció.

Lemos la detuvo, ansioso por retirarse de la vista de Cayuki.

—No es necesario. Te ves hermosa. Además, ya ha empezado la fiesta. Quisiera que la vieses en todo su colorido. Trae sólo un abrigo para después. Por estos lugares refresca bastante a la noche.

—¿Tanto dura la fiesta? —dudó Cordelia.

—Al final, hacen fogatas y todos se reúnen para ver los cantos y los bailes. No será muy tarde, te lo prometo. Y, desde luego, te acompañaré hasta aquí después.

No del todo convencida, pero incapaz de echarse atrás en ese momento, Cordelia asintió y entró en la cabaña en busca de algo con qué abrigarse. Dispuso la comida que le había dado Doña Damiana en una tablita que servía de fuente y la tapó con un repasador. Esperaba que al señor Cayuki le resultase bien amarga sin su compañía. Luego enrolló una de las mantas que solían cubrir los bancos y sacó un espejito de su bolso para comprobar que no estuviese muy despeinada. Sus cabellos lucían más platinados que nunca, después de estar tan expuestos al sol del verano, pero nada podía hacer con sus rizos. A pesar del largo de las mechas, éstas se ondulaban alrededor de su cara y sus hombros, sin que hubiera modo humano de domeñarlas. Con una sola mano los alisó lo mejor que pudo y sacó de su bolso un pequeño monedero. Si iba a asistir a una fiesta de artesanías, lo indicado sería comprar alguna. Fue cuando salía de la cabaña que sus ojos tropezaron con las figuras de madera que había visto la primera vez que entró. Nade había cambiado desde entonces. Estaban ubicadas en el mismo estante y eran las mismas mujeres de siempre. En todo ese tiempo, el guardaparque no había tallado ninguna figura nueva ni tampoco vendido las que ya tenía. Un poco avergonzada, Cordelia se dijo que tal vez su llegada había cambiado el ritmo de vida de aquel hombre y ya no disponía de la soledad necesaria para crear. O quizás le disgustase que ella conociese la sensibilidad artística que poseía. Jamás le había hablado de las estatuillas. Cierto era que tampoco le había hablado demasiado de ninguna cosa. Si algo sabía Cordelia sobre él, se lo debía a Doña Damiana y a sus propias deducciones.

La muchacha se aproximó a las estatuillas y, movida por un impulso repentino, tomó una de ellas, la primera que topó su mano, y la escondió adentro del rollo de manta. Después acudió presurosa al encuentro de Lemos.

Newen los miró alejarse sendero abajo sintiendo un resentimiento tal que creyó enloquecer. Ella sólo le había dicho que iría a la fiesta del artesano y que no volvería tarde. Y el infeliz de Lemos ni siquiera se había acercado a saludarlo. Newen había captado muy bien su mirada de satisfacción cuando tomó del brazo a la muchacha para escoltarla hacia el pueblo.

¿Y qué esperaba él? ¿Que la princesita se quedase a cuidarlo todos los días, a él, un indio malencarado? Las visitas a lo de Damiana debían servirle de escape, sin duda, pero no eran suficientes. Una mujer como ésa necesitaba lucirse en lugares donde otros hombres la viesen y codiciasen. ¿Acaso no era eso lo que buscaba la otra, la que provocó su desgracia?

Newen apretó los dientes y retomó el camino de la cabaña. Recogería el camastro improvisado en el suelo, pondría en orden sus cosas y volvería al trabajo al día siguiente. Se sentía algo débil, pero seguro se debía a que tanto encierro le había quitado la energía. Ahora que había vuelto a sentir el calor del sol y el frío del agua ya se sentía mucho mejor. Silbó y Dashe apareció junto a él. Al parecer, el animal compartía su antipatía por Lemos, porque desapareció ni bien lo vio llegar a la cima.

—Buen amigo —murmuró Newen mientras palmeaba la peluda cabeza.

Se sintió más solo que nunca cuando entró a la cabaña, acompañado por su perro lobo.

El pueblito de Los Notros hervía de gente cuando Cordelia llegó, escoltada por Lemos. Tres o cuatro micros de excursión se alineaban en una improvisada playa de estacionamiento junto a la ruta, y los visitantes formaban un enjambre colorido que se desparramaba por los caminitos, los negocios de comida, la oficina de Parques y la placita central, lugar elegido para la foto de recuerdo. Formaban grupos ruidosos que señalaban, reían o buscaban entre los arbustos algún objeto que adornase sus confortables casas de la ciudad cuando estuviesen relatando a sus invitados la visita a aquel lugar tan alejado. El contraste entre los turistas y la gente del pueblo era tan marcado que a Cordelia le pareció que los nativos formaban una especie de sombra fantasmal, silenciosa y siempre presente, junto a los bulliciosos visitantes.

Su llegada no pasó desapercibida. El propio Medina, ocupado con un grupo de mochileros que pretendían acampar en las inmediaciones del bosque para no perderse la fiesta, la vio enseguida y se acercó a Lemos.

—Buenas tardes. ¿Qué sucede?

—Nada, jefe. Se me ocurrió que a la señorita Ducroix podría gustarle participar de la fiesta.

Medina buceó en la mirada de Cordelia, esperando la confirmación.

—¿Y Cayuki?

—Está mejor, señor. Hoy se ha puesto de pie y salió a bañarse.

La joven se ruborizó un poco ante la mirada escudriñadora de Medina. El comisario tenía la propiedad de hacerla sentir culpable de todo cuanto ocurría en la cima del monte.

—A ese hombre no le interesan las multitudes, ¿no? —bromeó Lemos, pero un vistazo de Medina bastó para acallarlo.

Cordelia parecía repentinamente entristecida.

—Me alegra que haya decidido venir —dijo por fin Medina—. Era hora de que conociese el pueblo en sus mejores días. La cita es en el galpón de artesanías, aunque la fiesta se extiende por todas partes. Yo debo permanecer aquí, pero no dude en consultarme si necesita algo. Lemos sabe por dónde guiarla.

Satisfecho con el papel que le tocaba, el joven ayudante; volvió a tomar el brazo de Cordelia y la condujo hacia el galpón que ella había visto por primera vez desde su habitación del hotel, Sólo que en ese momento parecía renovado, pues hileras de luces enmarcaban la entrada, y una alfombra de paja trenzada conducía al visitante desde la calle hasta el portal. A los lados, dos arbustos de notros, característicos del lugar, señalaban la entrada. Desde el interior del galpón, una luz amarillenta creaba una atmósfera cálida que invitaba a entrar.

—¿Vamos? —apremió Lemos, y Cordelia se dejó conducir hacia el recinto.

El viejo depósito de frutos estaba atiborrado de todas las muestras posibles de la habilidad humana: cestos, mantas, jarrones, instrumentos musicales, pinturas, arreglos florales, tapices... No alcanzaba la vista para abarcar tanta variedad.

Se habían dispuesto bancos de madera, muy parecidos a los que Newen usaba en la cabaña, alrededor del galpón, de modo que los artesanos pudiesen sentarse al lado de sus creaciones. Cada mostrador estaba cubierto de telas que resaltaban con sus colores brillantes los productos ofrecidos. Flotaba un olor extraño en el ambiente, mezcla de madera y fruta, que a Cordelia le resultó balsámico. Aspiró con fruición y Lemos la miró con interés.

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