En alas de la seducción (27 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

BOOK: En alas de la seducción
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—Le mostró el títere equivocado —dijo Newen con brusquedad.

—¿Cómo?

—Cada pichón es criado por una pareja de títeres, siembre los mismos. Usted sacó de la caja el títere equivocado, el pichón lo desconoció y se alteró. Eso es lo que ocurre cuando se hacen las cosas sin pensar y sin saber —agregó, con satisfacción de poder enseñarle algo a esa muchachita atrevida.

Esperaba causarle suficiente impresión para que, en los días siguientes, se mantuviese discretamente alejada de sus tareas. Vio que ella pensaba, con aire concentrado.

—Hay algo que me intriga, señor Cayuki.

Newen levantó una ceja.

—¿Sí?

—¿Cómo supo que yo había ido a la cueva?

El guardaparque no respondió, sólo sacó de su bolsillo una piña y la extendió ante la mirada culpable de Cordelia. Nada se le escapaba a ese hombre. Y tenía la sangre fría necesaria para guardar la prueba de su falta y echársela en cara cuando él quisiera. Sin embargo, Newen Cayuki ignoraba algo: ella no era una mujer corriente, que se conformaba con esperar a un hombre con la comida preparada y la casa limpia. Tenía otras aspiraciones y, en algún momento, Cayuki se daría cuenta de que podía contar con ella para algo más.

Dashe se aproximó a la puerta, gruñendo. El guardaparque se levantó, tomó su chaqueta del gancho y antes de atravesar el umbral se volvió hacia ella, anunciando:

—Volveré tarde. Usted duerma.

Cordelia se quedó mirando el plato de Newen, sin una miga de la cena. Cayuki tenía buen apetito, aunque jamás elogiaba su comida. Sin embargo, la compañía de aquel hombre ceñudo y hasta grosero se estaba convirtiendo en una placentera costumbre.

* * *

Cordelia se removió, incómoda. En su sueño, sentía un calor insoportable, y dificultades para respirar. Intentó volverse de lado, pero su pecho estaba oprimido por un peso terrible. Emergió de las profundidades del sueño con rapidez, como un náufrago que ansia una bocanada de aire, pero sus ojos no revelaron nada. Estaba en el altillo, sumida en la más completa oscuridad. Intentó levantarse, el peso seguía sobre ella, implacable. Entonces, un pensamiento como rayo llegó a su mente: ¡el indio! ¡Había llegado en la noche y se había instalado en su cama! Que era de él, por cierto... ¡pero con ella adentro! La furia que esta evidencia le produjo la impulsó a revolverse con todas sus fuerzas, tratando de salir de debajo de aquel cuerpo poderoso que la aprisionaba. Sus manos empujaron con desesperación el pecho de Newen, que le pareció más velludo de lo que recordaba. El indio había mostrado su torso desnudo más de una vez, y siempre le había maravillado la tersura lisa de su piel morena. ¿Cómo es que ahora tenía tanto pelo? Otro pensamiento, más horroroso, llegó a su mente: ¡un intruso! Alguien había entrado a la cabaña, mientras ella dormía, y ahora yacía sobre su cuerpo. La angustia que esta idea le causó fue tal que Cordelia se convirtió en una fierecilla, golpeando y manoteando todo lo que tenía a su alcance. Un ronquido bajo, amenazador, fue la respuesta. Y algo húmedo rozó su cara, estremeciéndola. Recién entonces Cordelia, ya completamente despabilada, advirtió que el cuerpo caliente que la oprimía, sofocándola con su peludez, era el del magnífico perro lobo. Un atisbo de temor la paralizó un instante. ¿Qué hacía esa bestia en la cama? ¿Acaso acostumbraba a dormir con su amo? ¿La habría confundido? No, era demasiado inteligente para eso. Algo extraño estaba sucediendo. Con timidez, pasó su mano fina por el flanco del animal, procurando que no se sintiera atacado, y murmuró palabras tranquilizadoras.

—Shhh, buen perrito, tranquilo...
Qu'est-ce que c'est ca?

El animal no se mostraba enojado, pero sí inquieto. No dejaba de gemir y con su hocico trataba de molestar a la muchacha una y otra vez. Cordelia pensó que tendría hambre. Si el guardaparque no había regresado, a ella le tocaría preparar algo de comer. La oscuridad reinante le decía que debía ser bastante tarde. Lo curioso era que Dashe no hubiese acompañado al señor Cayuki en su ronda, como era habitual. Tal vez, el guardaparque había pensado que ella necesitaba un perro guardián para dormir tranquila. En fin, el buen animal merecía, sólo por eso, una ración de lo que fuese que ella consiguiera preparar.

Se deslizó de costado, procurando parecer segura y no temerosa, pues su hermano le había explicado que los animales intuyen el miedo y se sienten atraídos hacia una posible presa. Cuando sus pies desnudos tocaron el suelo de madera, se incorporó con rapidez y soltó una imprecación al golpear su coronilla con el techo bajo.


Sacre...
!

Sobándose la cabeza, se acercó gateando a la escalerilla. Dashe parecía aprobar todos sus movimientos, ya que la observaba tranquilo. Le costó bastante darse vuelta para descender de espaldas, como había visto hacer a Cayuki, pero apenas captó la distancia entre los peldaños, bajó con rapidez. Casi se desmaya cuando, apenas se irguió, una enorme forma oscura cayó desde lo alto a su lado. Dashe. Había saltado detrás de ella. ¿Habría subido de un salto también? Sorprendente. Cordelia estaba mirando alrededor suyo, buscando un farol de noche o algunas velas y fósforos para empezar a organizarse en aquella oscuridad, cuando el perro gris la empujó con su peluda cabeza una y otra vez, acompañando el gesto con gemidos más pronunciados. En las tinieblas, veía relucir sus ojos amarillos. Cordelia jamás había convivido con perros. Las alegrías de la casa eran los gatos de tía Jose, siempre gordos y mimados, de modo que no conocía los códigos de conducta de un perro, mucho menos de uno semisalvaje como aquel. Pero su sexto sentido le indicó que el animal quería comunicarle algo. No vio amenaza en la forma brusca con que Dashe la golpeaba con su hocico, sino más bien urgencia. Caminó descalza hasta la alfombrilla de telar que cubría la entrada, pero lo que Dashe quería estaba afuera, en apariencia. Con cuidado, Cordelia entreabrió la pesada puerta de troncos, esperando no encontrar una fiera del otro lado. Esa mínima abertura bastó para que Dashe saliese disparado.

—¡Eh! ¡Ven, perrito! ¡Perro tonto! ¡Ven aquí!

Cordelia salió, temerosa de que Dashe corriese tras un animal del bosque y resultase herido. Pero bajo la luz de la luna, vio que el perro se había detenido a pocos pasos de la cabañita nueva, su antigua morada.

—¡Ven aquí, perro!... —insistió, sabiendo que sería en vano.

El gran perro lobo no obedecería a una voz suave como la suya. Como buen macho, necesitaba mano dura. Tomó una rama que encontró al pasar, y la blandió en dirección al animal, procurando amedrentarlo.

—¡Adentro, bobo! —ahuecó la voz como cuando intentó disfrazarse de su hermano.

El perro seguía parado y la miraba, impaciente. Apenas Cordelia avanzó un poco, volvió a correr unos metros más adelante.


Ah, malheureux!
Te voy a...
Viens! Viens ici!

Echó a correr en pos de Dashe, más furiosa que antes, porque creía que el animal la burlaba, pero apenas sobrepasó la puerta de la cabañita la visión de un hombre tirado sobre el sendero la clavó en su sitio. Apretó con más fuerza la rama, que no era gran cosa, por si necesitaba defenderse, y vio confundida que Dashe se acercaba despacio a la figura tendida y la olisqueaba con angustia. Comprendió entonces la causa de tanto alboroto. ¡Newen Cayuki estaba herido... o muerto! Esa posibilidad le provocó un vahído, pero enseguida se recompuso y corrió hacia el cuerpo inmóvil.

El guardaparque parecía más grande aún en ese estado, su corpachón tendido cuan largo era a través del sendero por donde ella había subido la primera vez. Dashe se retiró a un lado al verla llegar. Sin duda, el pobre animal esperaba que ella hiciera algo en auxilio de su dueño. Temblando, Cordelia extendió una mano y tocó la sien del hombre, donde algo pegajoso manchaba su pelo. ¡Sangre! Contempló horrorizada sus propios dedos manchados y luego al hombre inerte. ¿Estaría muerto? Y si así era, ¿qué haría ella? Y lo peor de todo: ¿quién habría podido matar a Cayuki, el guardaparque de la montaña? Un hombre tan bueno, dedicado a salvar cóndores, un hombre odioso, es cierto, pero que la había acunado cuando ella lloraba, inexplicablemente tierno después de sus estallidos brutales. Oh, buen Señor... ¿Cómo alguien podía matar a Cayuki? Sin percibir las lágrimas que bañaban su rostro, Cordelia intentó dar vuelta el cuerpo, para comprobar su estado. Tarea imposible. No tenía la fuerza suficiente para mover a ese hombre. Desolada, miró alrededor, buscando ayuda, cuando de golpe se dio cuenta de algo que la reanimó por completo: si Cayuki estaba allí, había podido llegar por sus medios. No tenía sentido que el que lo hiriese se ocupase de llevarlo hasta su cabaña. Sin duda, el guardaparque, herido, había conseguido arrastrarse hasta su casa, buscando ayuda. Y ella era toda la ayuda que él tenía, así que no podía desmayar ahora. Se levantó con decisión y arrancó la faja de su vestimenta mapuche, haciendo con ella un lazo que pasó por la cintura de Newen. Luego se despojó también de la falda larga, quedando sólo con la camisola azul, que apenas le tapaba el trasero. Anudó la falda al lazo y el extremo lo ató en torno a su propia cintura. Sabía que era más fácil arrastrar un peso que levantarlo, así que se empeñó en llevar a Cayuki hasta la cabaña. Con la ayuda de Dashe, por supuesto. El animal, que entendía la gravedad de la situación, giraba en torno a la muchacha como aguardando su turno de colaborar.


Viens, mon petit...
Vamos a salvar a tu dueño, ¿sí?

Como Dashe no llevaba collar ni nada donde ella pudiera sujetar otro lazo, se quitó el pectoral de plata que casi le llegaba a la cintura y rodeó con él el poderoso cuello del perro. Luego utilizó la faja de telar que Cayuki llevaba siempre para engancharla en el improvisado collar, sujetando el otro extremo en el mismo lazo, rogando que el animal entendiera lo que se esperaba de él. No en vano Dashe era la sombra guardiana de Cayuki. Sin dudar, comenzó a jalar en dirección a la cabaña, antes incluso de que la propia Cordelia se pusiese en marcha.

Así, penosamente, amparados por la tenebrosa oscuridad, la mujer y el perro, únicas compañías de Newen en esa montaña, tiraban de él para salvar su vida. Cordelia no quería pensar en lo que podría encontrar cuando revisase el cuerpo de Newen a la luz de los faroles. Por ahora, lo principal era llegar. No supo cuánto tardaron en acercarse al porche de la cabaña. Podrían haber sido horas o minutos. Pero sentía que había llegado al límite de sus fuerzas, cuando sus pies chocaron con el peldaño de troncos.

Abrió la puerta y se dejó caer, exhausta, sobre la alfombra de telar. Aspiraba el aire a grandes bocanadas, sintiendo que el pecho le quemaba. Una huella enorme se veía desde allí: el rastro de un cuerpo arrastrado a través de la tierra suelta y el pedregullo. Aún faltaba lo peor. Cordelia se puso en pie, sacando fuerzas que no creía tener, y empezó a acomodar los brazos del guardaparque, gruesos como leños, sobre el escalón.

—Ahora, Dashe... empuja... ¡Mmmfff!!...

El perro respondía a toda indicación suya. Captó al instante cuál era la dificultad y sujetó con sus firmes mandíbulas el cinturón de explorador de Newen, elevando así sus caderas para que la muchacha pudiese hacerle trasponer el umbral. Los esfuerzos conjuntos tuvieron éxito. Newen Cayuki quedó tendido del lado de adentro de su cabana, flanqueado por sus dos salvadores: la ninfa del bosque y su perro lobo.

Una vez adentro, Cordelia soltó el lazo que la unía a Cayuki y atrancó la puerta. La idea de un asesino merodeando le causaba pavor. Los movimientos habían provocado más hemorragia en la frente del guardaparque, de modo que lo primero que hizo la muchacha fue revisar entre sus cosas —en ese momento apiladas en un rincón, lo que le recordó fugazmente la intención de Cayuki de mandarla de regreso al pueblo— y sacó un frasquito de agua de alibur. Roció con el líquido el lugar de la herida. Luego, con un trozo del algodón que usaba con sus cosméticos, limpió el rasguño hasta verificar que se trataba de una herida superficial. No sabía si había sido un golpe o una bala. Tampoco sabía si el hombre tenía otras heridas más graves. Tenía que volverlo de frente. En eso estaba cuando percibió que el perro gruñía y se erizaba, mirando en dirección a la ventana. Tres golpes firmes sonaron en la puerta al cabo de unos minutos, y apenas Cordelia estaba empezando a buscar el cuchillo de cocina cuando una voz agradable, que sonaba preocupada, exclamó:

—Cayuki, ¿está usted ahí?

Ante el silencio que siguió, se escucharon pasos amortiguados, una sombra oscureció la ventana aun más y la mano golpeó también el vidrio.

—Cayuki, ¿qué pasa? ¿No hay luz? Me dijo Medina que podría encontrarlo hoy.

La mención del comisario de Parques tranquilizó un poco a Cordelia, pero no podía fiarse. Bien podría ser que el que intentara asesinar a Newen fuese alguien conocido por el propio guardaparque y ahora quisiese verificar si había tenido éxito. Observó atentamente a Dashe. Si había alguien amenazador afuera, el perro se daría cuenta de la intención. El animal estaba muy atento, aunque su actitud no revelaba nada.

Lentamente, Cordelia se aproximó a la ventana, rumiando contra el tozudo Newen, que había retirado las cortinitas. Se asomó por un costado, tratando de ver sin ser vista, pero su cabello dorado era una antorcha en la oscuridad. Apenas se dio cuenta de eso, ya el recién llegado estaba en la puerta de nuevo.

—Señorita, ¿está usted sola? Si es así, no se preocupe, no abra. Sólo quería conversar con Cayuki y tranquilizar a Medina sobre su salud —Cordelia escuchó reír entre dientes al extraño—. En verdad, el que necesitaba ser tranquilizado era el ayudante, Lemos. ¿Qué le hizo Cayuki a ese muchacho?

Esa conversación familiar decidió a Cordelia. Quienquiera que fuese el recién venido, era más probable que pudiera ser una ayuda antes que una amenaza. Siempre escoltada por Dashe, entreabrió la puerta y atisbo afuera con cuidado.

—¿Señor?...

—Buenas noches. Mi nombre es Walter Foyer y soy un artesano del pueblo. ¿Usted es...?

—Cordélie Ducroix.

—¿No hay luz en la cabaña?

—Eh... todavía no pude encenderla. Hemos tenido un accidente.

—¿Accidente? —la voz del hombre, a quien Cordelia veía apenas, sonó repentinamente alerta—. ¿De qué tipo? ¿Puedo ayudar?

Cordelia puso la mano sobre el lomo de Dashe, que ahora movía la peluda cola, y abrió la puerta del todo. La luna iluminaba las facciones de la joven ante el extraño, que quedó pasmado por su extraordinaria belleza. ¡Con razón Lemos se había sentido ofuscado! Sin duda veía en aquella muchacha una posible conquista, y la presencia de Cayuki era un obstáculo.

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