En alas de la seducción (22 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

BOOK: En alas de la seducción
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—¿Y tú, hermosa Cordelia? ¿Cómo es que vienes aquí sola, sin padre, ni novio, ni marido ni nada? Perdón por ser indiscreto, pero las chicas como tú no suelen vagar por el mundo solas.

—Bueno, no es que esté vagando, precisamente.

—¿Te gusta la aventura, entonces?

No sabía por qué, a Cordelia esa pregunta le sonaba capciosa. Mientras pensaba cómo responder, Lemos tomó una mano de ella entre las suyas, como si intentara leer la palma.

—Aquí veo la línea de la vida de una muchacha hermosa que va a correr muchas aventuras en un lugar alejado del mundo. Y aquí —señaló con picardía mientras tocaba la palma suave, algo rasguñada por las zarzas— veo la línea del amor, que dice que esta muchacha tiene un corazón solitario, ¿me equivoco?

La simpatía de Lemos provocó sonrisas en Cordelia, en lugar de enojo. No podía disgustarse con el atrevimiento de un joven tan encantador. No creía que tuviese el poder de leer las manos, pero no andaba descaminado tampoco en lo que le decía. Era un embaucador perfecto.

—Eso, me gusta verte reír, dulce niña —y Lemos acompañó las risas de Cordelia con la suya, más ronca, en parte por el deseo que la joven estaba despertando en él a pasos agigantados.

Así fue cómo los descubrió Newen, al regresar de su recorrida.

Su princesa de hielo sentada junto a Lemos, que desbordaba encanto, unidos por las manos, riendo juntos. La cabeza rubia de ella contrastaba con la oscura de él, y la rabia que abrasó el pecho del guardaparque le transfiguró el rostro al punto de que Lemos, al verlo, se levantó de un salto, como si lo hubiesen sorprendido fornicando con la esposa del dueño de casa. Se pasó la mano por el cabello, confundido.

—No lo esperaba, Cayuki. Medina dijo...

—Le agradezco el servicio, Lemos. Ya puede irse por donde vino.

Cordelia ahogó una exclamación de sorpresa y disgusto. ¿Cómo podía Newen ser tan grosero con un hombre que había venido a pedido suyo a cuidarla? ¿Es que le había sucedido algo en el camino?

Lemos se irguió, algo envarado. A él también le pareció grosero e inmerecido el modo de Cayuki. No estaba en situación de enfrentar la ira del indio, pero sí podía salvar su orgullo delante de Cordelia.

—¿Qué le digo a Medina, entonces? ¿Que usted ha vuelto sin novedad?

—Dígale que encontré lo que buscaba. Que se lo dejé al pie de la bajada del cerro. Él sabrá qué hacer.

—Muy bien. Señorita Cordelia, todo un placer...

Lemos exageró el saludo a propósito, queriendo revolver la herida del indio. Se imaginaba lo que sucedía. El pobre infeliz estaba prendado de aquella belleza y, en su ignorancia, tal vez pretendería ser correspondido. ¡Qué ilusa podía llegar a ser aquella gente, por Dios!

Cordelia no pronunció palabra. Despidió al ayudante del comisario con una sonrisa que retorció las tripas de Newen.

Mientras ella veía la espalda del joven Lemos desaparecer entre la espesura que rodeaba el sendero de bajada, Newen la observaba disgustado. No había perdido el tiempo en mostrar sus zarpas. Se había arrepentido de pedir la ayuda de Lemos ni bien emprendió la ronda de la mañana, pero ahora se alegraba. Eso le había abierto bien los ojos. ¿Qué creía él? ¿Que aquella bruja tenía una gota de decencia en las venas? No, era como todas. Cuanto más pronto se fuese de su vista y de su vida, mejor para él. Sin embargo, no iba a dejar pasar así como así su conducta.

—¿Estuvo ocupada, señorita Cordelia?

Ella lo miró con enojo.

—¡Claro que no! No hay nada que hacer aquí, salvo dar vueltas por la casa. Por suerte, un joven educado me entretuvo un rato con su conversación.

—Ya veo. Necesita que la entretengan.

—¿Por qué lo dice de ese modo?

—¿De qué modo?

—Como si fuera algo malo.

—¿Qué cosa?

—Conversar con un hombre gentil.

—Y educado.

—Sí, muy educado. Al que usted ofendió sin necesidad.

—¿Sí?

—¡Claro que sí! ¿Por qué finge?

—La que finge es usted, señorita. Finge ser lo que no es.

—¿Cómo dice? —a estas alturas, Cordelia ya no sabía por qué la enfadaba tanto Newen, pero no podía detenerse—. ¿De qué habla?

—Hablo de usted, que se cree una princesa de la nieve, y es una mujer cualquiera que es capaz de burlar a todos por diversión.

La indignación subió a la garganta de Cordelia con tal rapidez que se sintió ahogada.

—¿Q... qué?... ¡Retire lo dicho, señor! —y, para reafirmar su orden, pateó el suelo de tierra con su pie lastimado, lo que le causó dolor y más enojo.

Newen echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada sin alegría, áspera y despreciativa.

—¡Qué buena actriz es usted, señorita Cordelia! Si parece una princesa de veras. Pero yo conozco bien a las de su clase, ¿sabe? —y se fue aproximando a ella, con la furia contenida en sus palabras—. Son mentirosas, se creen reinas y son zorras, usan a los hombres para su diversión, y cuando los tienen comiendo de su mano, los patean lejos como si fuesen basura.

El rostro de Cordelia estaba demudado por el insulto y por la expresión que veía en el guardaparque, tan iracunda, tan congestionada, que temió estar frente a un loco. Pero su intuición femenina le dijo que aquella rabia no estaba dirigida sólo contra ella. ¡Si no había hecho nada! Algo había en la vida de aquel hombre que le había causado profundo dolor. Algo que marcó su existencia para siempre. Algo relacionado con una mujer.

Retrocedió apenas, para poner distancia, mientras buscaba palabras adecuadas.

—No sé por qué me dice todo esto, señor Cayuki, pero un hombre que se dedica a salvar cóndores no debería estar tan amargado.

Esta declaración tuvo el efecto de un chorro de agua fría sobre el temperamento de Newen. ¿Cómo supo ella?... Ah, Lemos, sin duda. ¿Qué más le habría dicho sobre él?

—No le importa lo que hago, señorita Cordelia. Ni a mí me importa lo que hace usted. Mantengámonos alejados hasta que su visita termine.

Con esto, Newen se dio vuelta y entró en la cabaña, dando un portazo tras de sí.

Cordelia permaneció de pie bajo el sol, llena de preguntas sobre aquel hombre enigmático. ¿Qué le había pasado? ¿Por qué estaba siempre a la defensiva? ¿Cómo era posible que tuviera la sensibilidad para criar cóndores y tallar estatuas, y con los demás humanos se llevara tan mal? Bueno, salvo con algunos, como doña Damiana. Tal vez aquella mujer podría sincerarse con ella. Convendría hacerle una visita. Con la excusa de sus cremas, claro.

Capítulo XV

Newen veía todo rojo cuando entró en la cabaña, pero alcanzó a distinguir las ridículas cortinas colgadas otra vez en sus ventanas. Con un gesto brutal, las arrancó y arrojó a la chimenea, todavía apagada. Si la bruja veía lo que había hecho con sus estúpidas cortinas, mejor. ¡Había tenido el atrevimiento de insistir con eso!... La furia que lo carcomía era tal que le hormigueaba el cuerpo, tenía la respiración entrecortada y una presión en el pecho que jamás había sentido. Ni siquiera aquella vez.

No, no debía pensar, recordar... Tenía que salir de allí rápido. Alejarse de aquella arpía que encendía su sangre y evitar un mal mayor. Miró a su alrededor, con los puños apretados, y vio las prendas que ella había usado, colgando de un banco justo frente a él.

¿Qué maleficio lo rondaba? Tal vez debería consultar a alguno de los que sabían, alguno de los ancianos. Quizá fuese necesario algún trabajo de hechicero. Él había sido educado en las creencias de su gente puelche, pero los dioses eran pródigos en todas partes. Escucharían un ruego mapuche aunque fuera destinado a otro. Pensó en Damiana, pero le avergonzaba que la vieja supiera su historia. Él había sido el hombre de su hija y un asesino. No quería que la mujer se horrorizara al saberlo. Además, su condición de
machi
estaba encubierta, ya que Damiana había venido desde Chile, del otro lado de la cordillera, y no convenía que se supiesen sus habilidades. Buscaría otro
machi.
Alguien alejado de allí, que no estuviese en contacto con la gente de Los Notros. Primero resolvería ese asunto que tenía entre manos, el de los furtivos, y después se largaría a los caminos en busca del descanso de su espíritu.

El día había sido rendidor, por lo menos en su trabajo. Había detenido a un cazador con las manos en la masa y lo había conducido hasta la bajada del pueblo. Desde allí, Medina sabría qué hacer. Siempre era así. Newen no participaba activamente en las denuncias y detenciones. Él era casi una leyenda en la montaña. No lo veían, nadie sabía bien dónde estaba, sólo se oía hablar de él. Mejor de ese modo. Había entre Medina y él un pacto tácito. Él cumplía y el comisario respetaba.

Hasta ese maldito día en que llegó la ninfa del bosque a hechizarlo y a perseguirlo. Ella había trastocado su mundo de silencio y soledad. Por ella, había bajado al pueblo más veces que en tres años. Por ella, había permitido que el imbécil de Lemos penetrara en su mundo. ¿Qué otras cosas dejaría por ella?

Una leyenda local acudió a su mente: la del Hada de la Nieve, Pirepillan, la hija de la montaña. Los ancianos contaban que el ambicioso cacique Copahue encontró al Hada de la Nieve al regresar con sus hombres de la cordillera, en medio de un violento temporal, y que de inmediato se enamoró de ella. Pirepillan correspondió al amor del guerrero, lo cuidó al calor de una hoguera y lo alimentó. Mucho tiempo después, cuando ya Copahue había satisfecho su ambición convirtiéndose en un poderoso jefe, supo que Pirepillan se encontraba atrapada en la cima de un volcán, prisionera de un tigre y del cóndor de dos cabezas. Eufórico, se dirigió hacia allá para salvarla, destruyó a ambos monstruos y regresó victorioso al pueblo con su amada, sordo a las críticas de las
machi,
que no veían con buenos ojos el enajenamiento de su cacique. A pesar de que Copahue y Pirepillan vivían como marido y mujer, ella nunca fue aceptada por el pueblo.

Como si ese solo pensamiento bastase, los ojos de Newen volvieron a la ventana para verla. Allí estaba Cordelia, magnífica en su ropa indígena, con el cabello plateado y la figura etérea, mirando hacia el camino del sur, por donde habían andado la noche anterior. Era ella, no cabía duda: Pirepillan, la que cautivó el corazón del fiero cacique y presagió su muerte. Pero él no era un cacique ambicioso como Copahue, al que la leyenda mapuche mostraba sediento de poder y no muy querido por sus vecinos a causa de esa ambición desmedida. Bueno, él no era querido por sus vecinos, de eso estaba seguro. Aunque no por ambicioso, si no por hosco y poco dado a conversar.

Tampoco deseaba recordar el final funesto de aquella leyenda, pues una vez muerto el guerrero, la gente se apoderó de Pirepillan para matarla, y la sangre derramada se volvió transparente como el cristal, formando las aguas curativas de las termas de Copahue, en Neuquén.

Sacudió la cabeza para aclararse un poco. Si había algún maleficio en todo eso, él vería cómo sacárselo de encima. Y hablaría con Medina para asegurarse de que el hermano de la muchacha fuera rechazado en su trabajo de ayudante. No quería tener nada más que ver con esa familia, brujos o no.

Una vez tomada esa decisión, sintió alivianarse la presión en el pecho y recobró el ánimo. Se despojó de las ropas de trabajo frente a la chimenea, como lo hacía siempre desde que vivía allí y, desnudo por completo, se dirigió hacia la parte de atrás de la cabaña, dispuesto a darse un chapuzón en el arroyo que le templara el espíritu y le refrescara los ardores del cuerpo.

Cordelia respiraba hondo para calmarse. Su temperamento no era plácido tampoco, y había sido puesto a prueba más de una vez desde su llegada. Los insultos de Newen, aunque pudieran justificarse, le habían hecho daño. Ella no era ninguna zorra ni usaba a las personas en su propio beneficio. Muy por el contrario, estaba allí para ayudar a su hermano y nada ni nadie impedirían que lo lograra. ¿Cómo la había llamado él? "Princesa de la nieve." ¡Ja! Ya le demostraría ella lo altiva que podía llegar a ser. Su familia no era de sangre noble, pero sí de antigua estirpe. Los parientes de su abuelo habían luchado en las tropas napoleónicas y desde pequeña había escuchado historias en las que el malvado Wellington ocupaba el lugar del diablo en la eterna lucha entre el Bien y el Mal. Sonrió un poco. El abuelo exageraba, es verdad, y todos lo sabían. Pero también era cierto que el enamoramiento de su hijo por una mujer inglesa había envenenado la sangre del abuelo y también destruido la paz familiar. Aquello había sido un manchón más en la sangre de sus descendientes. Y vaya a saber por qué causa, el abuelo veía más rasgos ingleses en Emilio que en ella, tal vez porque su enfermedad al nacer lo había convertido en el mimado de su madre.

Cordelia se sacudió los tristes recuerdos con un movimiento de sus hombros delgados. Era tiempo de actuar, no de pensar. Los pensamientos, las reflexiones y las agudezas eran patrimonio de Emilio. Él había sido siempre el que proponía ideas, inventaba teorías que explicaran su mundo infantil, y creaba situaciones a las que Cordelia se lanzaba de cabeza, con su voluntad y su arrojo tan característicos. De los dos hermanos, Cordelia era la emoción y el valor, mientras que Emilio representaba el ingenio y la mente brillante e inquisitiva. Se complementaban bien, pero ahora Cordelia tenía que traspasar a su hermano parte de su vitalidad y entusiasmo, para que triunfara, para que se despegara del estigma en el que había crecido: un niño enfermizo y débil, más dado a filosofar la vida que a vivirla, y con la palidez que su abuelo atribuía a todos los ingleses.

Miró hacia el caminito que la noche anterior habían recorrido. A plena luz no parecía nada tenebroso, y las zarzas y espinos que la habían lastimado se veían florecidos, como si la luz del sol los hubiese transformado. Volvió la vista fugazmente hacia donde el ogro había desaparecido. Nada. Sin duda rumiaría su bronca a solas, como los animales heridos. Pues bien, ella no tenía por qué soportarlo. Era un día tan bueno como cualquier otro para hacer visitas y compenetrarse un poco de las costumbres del lugar. Todo cuanto hiciera por caerle bien a aquellas gentes favorecería a su hermano, de modo que decidió buscar en sus bolsos algo que ofrecer a la vieja Damiana, para no presentarse con las manos vacías y, además, tener una excusa para su visita.

La cabaña permanecía en silencio. El perro lobo, que había seguido a su dueño momentos antes, al parecer había desaparecido también junto con él, ya que las cosas estaban como las dejó ella antes. Aunque... ¡las cortinitas! Apelotonadas entre las cenizas frías. El muy desagradecido, con todo el trabajo que le había costado encontrar un trozo de tela que decorase un poco la estancia. Se trataba tan sólo de viejos repasadores, pero tenían colores bonitos, y ella había logrado colgarlos con bastante gracia, tomando en cuenta que sólo contaba con dos clavos y un martillo. Ahora estaban inservibles, pues la tela tiznada se veía también rasgada. Ese hombre era un perfecto bruto. Mejor sería que ella se largara rápidamente de allí antes de que...

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