—El que pidió ayudante fuiste tú, aunque yo veía la necesidad hace rato ya. En fin, el tiempo de los exploradores se está acabando. Quedaría enfrentar a los cazadores del otoño.
Su mirada celeste paseó por los alrededores como si quisiese descubrir alguno en aquella espesura.
—¿Cree usted que su hermano estará aquí a principios del otoño, señorita? Es el peor momento para el trabajo. Se van los veraneantes pero aparecen los furtivos, que no tienen reparo en encender fogatas por las noches. Como abunda la hojarasca, el peligro de incendio es aún mayor.
—Sin duda, señor —mintió Cordelia.
No tenía la más remota idea de qué día podría llegar Emilio, pero era imprescindible dar una imagen seria de él ante Medina. Como si fuese normal que un hombre enviara a su hermana a modo de avanzada a un lugar salvaje como aquél.
Cordelia sentía la nuca ardiendo y adivinó que Newen clavaba la mirada en ella, esos ojos de obsidiana que cortaban al mirar. No pudo reprimir un estremecimiento.
"Cómo miente", pensó Newen, "con qué facilidad". La ira inundó su pecho y le llegó hasta la garganta, ahogándolo con su sabor quemante. Ella no era mejor que las otras. Una arpía mentirosa y manipuladora. Se había metido a Medina en un puño y, por poco, también a él. Pero no. A él no. Como un animal salvaje que ha experimentado la crueldad humana y lleva las marcas en su piel, así estaba él de escaldado. No se quemaría dos veces con el mismo fuego.
Las palabras serenas de Medina fueron penetrando poco a poco en su cerebro enfebrecido:
—...podría llevarla en mi camioneta. El camino al pueblo es largo, sin contar la bajada... hacerse a pie...
Newen se mostró tan confundido como Cordelia, aunque por motivos distintos.
—¿Acompañarme? Oh, no es necesario, señor.
Merci,
pero todavía debo quedarme aquí un poco más.
—¿Ah, sí? —el tono de Medina se había tornado más que suspicaz. Sonaba desconfiado y hasta malicioso. Sus ojos celestes, tranquilos como lagos mansos, se volvieron interrogantes hacia Newen.
Cada vez se hacía más complicado disfrazar la verdad.
—Creo que yo puedo acompañarla. Más tarde.
—No sé, Cayuki. La hora de tu ronda ya está empezada. Y ya sabes que a fines del verano la noche cae más pronto. Puedo llevar a la señorita, de veras. Dejé a Lemos en mi oficina a cargo de todo para venir a verte. Quería saber si tu ayudante había llegado, y ahora que me encuentro con su hermana, no puedo hacer menos que escoltarla de nuevo hacia el hotel. Porque es allí donde se hospeda, ¿no?
Newen hubiera querido mandarlo al diablo. Se daba cuenta de que Medina jugaba con ellos y que sabía que la muchacha había dejado el hotel el día anterior. Por lo tanto, quedaba en evidencia que había pasado la noche con él, en la cima de un cerro solitario. Newen se sintió avergonzado como si la reputación en juego fuera la suya. De pronto, la causa de la muchacha fue la propia también y se unió a ella en la decisión de disuadir a Medina.
—Creo que a la señorita no le conformó el servicio del hotel, así que le ofrecí la cabaña que construí para su hermano. Justamente me estaba señalando algunos cambios. Yo no soy muy bueno en esto, ¿no? —y dirigió una sonrisa, la primera de todas, a la sorprendida Cordelia.
Ella sintió que su corazón golpeteaba alocado en el pecho. ¡El guardaparque la estaba apoyando! ¿Con qué propósito? Bien sabía ella que su presencia lo fastidiaba. ¿Por qué no había aprovechado el ofrecimiento de su superior para sacársela de encima?
—Bueno, si es así... y si no le incomoda pasar la noche en estas alturas... me retiro. Fue un gusto conocerla, señorita. Espero volver a verla. ¿Visitó ya la tienda de artesanías? Es un emprendimiento nuevo que está dando trabajo a la gente de por acá. Si baja al pueblo, puedo enseñársela gustoso y presentarle a algunos artesanos. Hay verdaderos artistas.
Cordelia sonrió, asintiendo sin comprometerse, mientras se preguntaba si Newen Cayuki sería uno de aquellos artistas talentosos. Después de haber visto las estatuillas de madera no le extrañaría que fuese él su tallador. Medina se dirigió hacia el lugar de donde había emergido, al tiempo que se colocaba el sombrero. De nuevo se inclinó para palmear a Dashe, dando tiempo a Newen para acercarse. Pero Newen sabía que ésa sería una conversación definitiva, sin cortesías ni fingimientos, y no tenía deseos de embarcarse en ella. Se mantuvo distante, las manos en las caderas, aguardando a que el comisario de Parques se retirase.
—Gracias.
Su voz sonó como un murmullo, pero Newen la escuchó con nitidez. Se volvió hacia la muchacha que, sin duda, aguardaba algún estallido porque mantenía las manos juntas, apretadas contra su regazo, en una actitud tensa.
—¿Por mentir? —resopló, asqueado—. No acostumbro.
—Por eso se lo agradezco. Por darle una oportunidad a mi hermano.
Newen se desconcertó ante ese punto de vista. En ningún momento había pensado en el dichoso hermano de Cordelia. Sólo en ella. Darse cuenta le produjo una conmoción. ¿Estaría perdido sin saberlo? Al pensar en sí mismo como un tonto, débil ante los manejos de una mujer blanca, un arrebato de ira contrajo los músculos de su rostro.
Se acercó a ella, balanceando los fornidos brazos en una cadencia que se acompasaba con el movimiento de sus caderas. Todavía llevaba el torso desnudo y seguía descalzo, de modo que a los ojos de Cordelia semejaba un animal salvaje que acorralaba a su presa poco a poco, sabiendo cuál sería el final de aquella danza, pero representándola de todas formas, como si buscara satisfacción en el miedo anticipado de su víctima. Cordelia se obligó a no retroceder. No habían sido en vano los años vividos junto a un hombre de formidable temperamento como su abuelo, propenso a los estallidos de furia.
Cuadró sus hombros delgados y levantó la barbilla. Pobres alardes de coraje frente a un hombre grande y fuerte como Newen. Eran los únicos que se podía permitir, además de rogar para que, por lo menos, su rabia evidente no se descontrolara hacia el plano físico. No sabía qué haría si ese indio enorme decidiera golpearla o reducirla. La idea de una violación no había cruzado su mente hasta ese momento. Por una razón desconocida, Cordelia no esperaba tamaña bajeza de aquel hombre. No sabía, no obstante, cuáles serían las costumbres de su pueblo. Tal vez golpear o encerrar a las mujeres no estuviese mal visto. Tal vez, las mujeres fuesen consideradas seres inferiores que debían ser aleccionadas con dureza. Claro que ella no estaba del todo indefensa. Habiéndose criado con un hermano, no ignoraba ciertas tácticas para eludir golpes y propinar otros, aunque Emilio jamás había sido un hermano cruel ni abusivo. Pero entre dos niños solos de la misma edad siempre surgen escaramuzas, a veces por la simple necesidad de derrochar energías.
Newen Cayuki era más alto y más ancho que su hermano. Sus músculos parecían de acero bajo la piel aceitunada y lisa, sin vello que los disimulara. La línea de las cejas se conjugaba con la nariz aguileña, altiva, dándole la expresión de ave rapaz al acecho. Bajo esas expresivas cejas, unos ojos oblicuos y brillantes como piedra pulida bastaban para amedrentar a cualquiera, sin contar con su mandíbula rígida y sus labios apretados.
Llegó hasta Cordelia y se detuvo cuando sus pies descalzos rozaron las puntas vendadas de los de ella.
¿Qué habría pensado Medina de esas circunstancias? Sin duda, podría imaginar cualquier cosa. Una muchacha extranjera, vestida de hombre con ropas que le quedaban grandes, con los pies vendados, y que acababa de pasar la noche a solas con el guardaparque puelche en lo alto de un cerro...
Newen tenía bien ganada la fama de solitario. Si lo veía ahora acompañado de una bella joven desconocida, quedaba claro que algo extraordinario estaba sucediendo. Esperaba que Medina no pensara lo peor de él. La muchacha no se veía asustada o maltratada, salvo por el detalle de los pies heridos. Y en ese momento, los pies de Cordelia eran la menor de sus preocupaciones. Necesitaba aquietar su corazón y su mente, respirar el humo de la leña y sintonizarse con el olor acre del bosque. Recuperar la razón y determinar quién era su enemigo: Cordelia "no sé cuánto", que ahora alzaba hacia él unos ojos grises como la niebla del lago, agrandados por el temor en su rostro pálido y con cierta impertinencia que a Newen le resultó cautivante.
No fue consciente del movimiento que llevó su mano hacia el pelo suave, matizado de blanco. Guedejas de la luna de plata. Una cabellera que se ondulaba suavemente al rozar la cintura de la muchacha y le daba un aire místico. Hasta las imperfecciones resultaban encantadoras en ella: una pequeña cicatriz en el borde superior de sus labios que la volvía más terrenal, más alcanzable.
Pero no para él. No para Newen, el puelche-guénaken que huía de su pasado, que huía de sí mismo. Se detuvo a tiempo, antes de que sus dedos callosos rozaran las hebras de seda.
Cordelia contenía el aliento, ridículamente emocionada. Descubrió que quería saber cuál era el tacto de aquella mano ancha que la había arrastrado desde su escondrijo la noche anterior. No vio cumplido su anhelo, porque la mano se cerró en un puño a la altura de su mejilla. La tensión entre ellos vibró, creando un imperceptible lazo que los acercaba. Cordelia no quería romper el hechizo. Temía moverse, desviar la vista o hacer algo que distrajera la mirada oscura del hombre. Fijó sus ojos en los labios de Newen: anchos, carnosos, por más que los mantuviera apretados con determinación. Le resultaban irresistibles. ¿Cómo los sentiría si pasase un dedo sobre ellos? ¿Serían ásperos o suaves? Si siguiera su contorno hasta la comisura y descendiera hacia la mandíbula, recorriendo con tacto suave esa línea dura hasta ese rincón vulnerable detrás de la oreja, ¿qué sucedería? Se le antojaba un punto débil en el cuerpo de aquel hombre. Un lugar que él procuraba esconder tras su cabello de ala de cuervo.
Tampoco esa caricia llegó a concretarse porque, de pronto, como si una nube hiciese sombra en el rostro adusto del indio, su expresión cambió, tornándose fría. Se dio vuelta con rapidez, diciendo en tono impersonal y autoritario:
—Ya puede empezar a ganarse el pan. Trabajando.
—¿Cómo dice?
Newen la miró sobre su hombro.
—Que no pienso darle de comer gratis. Trabaje, como lo hará su hermano. Aunque —añadió mirándola casi con desprecio— tendré que buscarle un trabajo adecuado. Limpiar la casa será un buen comienzo. Y preparar la cena. Vuelvo a las seis, por lo general. Y como bastante, dado que camino durante todo el día. Sin contar a Dashe, claro. Pero él puede llegar a arreglarse solo, si hace falta.
Dicho esto, siguió andando rumbo a la cabaña, a continuar con lo que el comisario Medina había interrumpido. Dejó a una Cordelia pasmada, que lo observaba alejarse. El atisbo de ternura que él le había inspirado se convirtió en puro odio, una rabia incontenible, un deseo de pegarle en el centro de aquella espalda ancha y arrogante, que le decía a las claras que ya había terminado con ella. Con ella, Cordelia Ducroix, la nieta del coronel Ducroix, capaz de hundir a un hombre en la tierra con sólo mirarlo.
¡Ya se lo haría entender a este indio bruto y arrogante! ¡Trabajar! ¡Y limpiando! ¡Cocinando para él! ¿Quién se creía que era? Apretó sus puños con fuerza y arremetió contra Newen, justo antes de que alcanzara la camisa que siempre colgaba de un gancho junto a la leñera. Lo imprevisto del ataque impidió a Newen esquivar el golpe, que le dio justo entre los omóplatos. Y fue la misma sorpresa lo que permitió que recibiera otro, en medio del pecho, cuando se dio vuelta. Azorado, atinó a sujetar a la fierecilla por las muñecas, sosteniéndola en el aire como si fuese una pepona de trapo. Los pies vendados de Cordelia patalearon peligrosamente cerca de sus partes íntimas, por lo que Newen decidió cambiar las cosas y, reuniendo las delgadas muñecas en una sola de sus manos, con la otra la abrazó por la cintura, pegándola a su cuerpo endurecido. Eso acalló el revoloteo de la muchacha, que se mantuvo quieta y rígida entre sus brazos. Ahora ambos rostros estaban muy cerca, y los anhelados labios de Newen casi rozaban los de Cordelia. Pero ella ya no sentía deseo de acariciarlos. Movida por un impulso maligno, capturó en un tarascón el labio inferior de Newen, mordiéndole con tanta fuerza como pudo, dadas las circunstancias.
—¡Carajo!
La soltó y Cordelia cayó desarticulada al suelo, espantada de su atrevimiento y de las posibles consecuencias. Lo que no esperó fue que el hombre la recogiese del suelo como si fuese un fardo de leña, la cargase sobre su hombro y la llevase a paso presto hacia la parte de atrás de la cabaña. Enmudecida por el miedo, Cordelia sólo podía luchar para desasirse, en vano. La fuerza de él era, como había temido, muy superior. La apretaba con tanta fiereza con sus manos que a la muchacha le dolían hasta los huesos. No se detuvo hasta llegar al arroyo que serpenteaba varios metros más abajo del límite de la cabaña. Allí, sin soltarla, la sumergió en el agua helada una, dos, tres veces, dejándola más tiempo la última vez, hasta que Cordelia ya no forcejeó más, exhausta hasta casi desvanecerse. Entonces, la levantó bien alto con los brazos extendidos, manteniéndola separada de él para observarla. Parecía una garza desplumada, con la figura delgada y grácil, la ropa pegada al cuerpo y colgando empapada más allá de sus manos y de sus pies, el cabello sobre la cara, enmarañado y largo hasta la cadera, cubriendo incluso los nervudos antebrazos de Newen. Componían una extraña figura los dos, pasado el primer momento de furia: un hombre imponente que alzaba a una muchacha mojada como ofrendándola en sacrificio a los cielos. Dashe pareció advertir lo extraño de la situación, porque gruñó a las espaldas de su amo, provocando la primera respuesta racional en él.
Fue bajando el cuerpo de Cordelia poco a poco, midiendo el grado de daño que podía haberle causado, en parte furioso todavía, pero más asustado por su propia reacción hacia ella. ¿Es que moraba en su alma un asesino? ¿Qué demonios vivían en su cuerpo? ¿No bastaba haberse convertido en un solitario cuidador de bosques?
Cuando los pies de la muchacha tocaron el suelo, soltó una de sus manos para retirarle el cabello de la cara. Estaba bien. No estaba muerta. Ni herida. Boqueaba por la falta momentánea de aire, nada más. Pero él lo solucionaría. Con la misma rapidez con que la había sumergido, la acostó boca arriba sobre el césped y se arrodilló a horcajadas sobre ella, uniendo su boca a la de la joven, insuflándole su aliento para recuperarla. Fue esto más que nada lo que devolvió la razón a Cordelia, el ansiado contacto con los labios del guardaparque. Sintió, en medio de sus espasmos, el sabor metálico de la sangre que ella misma le había provocado, así como la fuerza que emanaba de cada bocanada de aire. Ninguno supo en qué momento aquel mecanismo de recuperación se convirtió en un beso. Tal vez fuese la suavidad con que Cordelia juntó sus labios bajo la presión de la boca dura de él. O quizás el roce involuntario de la lengua áspera de Newen con la de la joven. Pero sucedió. Como una marea, el deseo entró en ellos, más intenso de lo que hubieran podido imaginarse. La lengua de Newen penetró en la dulzura de Cordelia, invadiéndola, presionándola, obligándola a reconocer la pasión que lo consumía. Tímida al principio, más osada después, la muchacha abandonó su boca a las invasiones de aquel hombre rudo que tan pronto la ofuscaba como la cautivaba. Cordelia se sintió aplastada contra la hierba húmeda de la ribera, percibiendo cada músculo del cuerpo de Newen sobre el suyo, notando cómo las piernas de él, antes a cada lado de ella, ahora ocupaban su centro, obligándola a abrirse, a dejarlo apretarse contra ella, creándole sensaciones nuevas. Sentía temor, también excitación. Y aunque Newen no le permitía tocarlo, pues se había adueñado otra vez de sus muñecas, ella percibía el temblor de la pasión en el cuerpo de él. Una dureza se clavaba entre sus piernas, dejándola blanda, impotente ante cualquier cosa que él quisiera hacerle. Cordelia ya no se sentía dueña de sí. Había perdido la voluntad. El miedo que esa sensación de abandono le produjo la incitó a abrir los ojos. Entonces, vio algo que la llenó de pavor: ¡él la estaba mirando! En lugar de ver sus ojos cerrados, como correspondía a un amante apasionado, el indio tenía su mirada negra clavada en ella mientras la besaba. Él era el dueño de la situación, y Cordelia creyó entrever que eso le producía a él gran satisfacción.