En alas de la seducción (16 page)

Read En alas de la seducción Online

Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

BOOK: En alas de la seducción
2.65Mb size Format: txt, pdf, ePub

El fuego había mermado, pero duraría hasta el amanecer. Por esa vez, no usaría el altillo para dormir. Necesitaba estar cerca de la joven, por cualquier cosa que sucediera. No quiso preguntarse si lo movía la preocupación o la desconfianza.

Se echó sobre la alfombra envuelto en su poncho sureño y dejó que los sueños llegaran, mientras Dashe dormitaba junto al nuevo rincón formado en torno a la chimenea, donde una ninfa de los bosques dormía serena, ignorando el torbellino de sentimientos que había desatado en el corazón del puelche-guénaken que le cuidaba las espaldas.

* * *

El sueño de Cordelia se fue haciendo más tenue, hasta que se entremezcló con el ruido rítmico de unos golpes secos y un delicioso aroma.

Sentía el cuerpo dolorido, pero no recordaba por qué, así que permaneció acostada, muy quieta, hasta ordenar sus pensamientos. Los momentos vividos la noche anterior, los miedos, se fueron agolpando en su mente a medida que reconocía los objetos que la rodeaban. El ladrido ahogado que resonó en el exterior fue de mucha ayuda. El perro lobo. Tenía la impresión de que había dormido muy cerca de ella. ¿O habría sido el guardaparque? Esa idea la inquietó y se incorporó con rapidez, para corroborar su estado. Tal y como se había acostado, estaba envuelta en mantas de colores muy abrigadas y rodeada de bancos de madera, como si estuviese enjaulada. "Tal vez lo estoy", se dijo irónicamente. La verdad era que la intención del hombre había sido procurarle un rincón caliente donde dormir en esa noche tan desapacible, después de haberse mojado de la cabeza a los pies.

"Quizá no sea tan bruto, después de todo", pensó con una sonrisa. Al menos, seguía respetándola. Aunque el trato del día anterior hubiese sido muy brusco, tal vez él no tuviese la culpa de ello. Había que ver que se trataba de un indio sin educación. Le remordió un poco la conciencia recordar que le había pedido una servilleta y que él no tenía ninguna para ofrecerle. ¿Lo habría ofendido? ¡Qué poco sabía de los naturales de aquella tierra salvaje! ¡Y qué protegida había vivido en la casa del abuelo! Para colmo, sus estudios básicos los había completado entre los muros de un colegio de monjas sumamente recoleto, elegido por el abuelo de acuerdo con sus rígidas concepciones sobre la educación infantil. De no haber encontrado amigas tan buenas como la pequeña Julieta, no habría resistido aquel régimen casi carcelario. Se preguntaba qué diría Julieta si la viese en aquel enredo. El solo pensamiento le dibujó media sonrisa.

La dulce y tímida Julieta. Se desmayaría sólo de ver al corpulento guardaparque. Ni qué decir si la hubiese intimidado como a ella. De seguro le habría dado un sincope. Por suerte, Cordelia poseía valor por las dos. ¡Buena falta les había hecho para defenderse, no sólo de la rigidez de los preceptos del colegio, sino también de algunas compañeras presuntuosas acostumbradas a mandonear a otros, que se creían favoritas! Lo peor era que muchas veces Julieta y ella habían comprobado que, en verdad, tales favoritismos existían. Como en el caso de la detestable Isabel. Cordelia frunció el ceño al recordarla. Había tiranizado a Julieta hasta provocarle el llanto. ¡Qué muchacha insoportable!

Despreciaba a muchas de las chicas sólo porque se sabía heredera de una fortuna y el futuro se abriría a sus pies como las aguas del Mar Rojo cuando se casara con un joven y rico estanciero del interior del país. ¡Quién sabe si todo eso sería cierto!

—¿Algún problema?

La voz profunda del guardaparque la sacó de su ensimismamiento. Se sobresaltó tanto que estuvo a punto de lanzar un gritito. Lo vio de pie en el vano de la puerta, desnudo de la cintura para arriba, manteniendo una enorme hacha en una mano y apoyando la otra sobre el marco superior, en actitud relajada. A su lado, Dashe parecía aguardar cualquier señal para abalanzarse sobre ella y saludarla. El movimiento frenético de la cola lo denunciaba.

Cordelia se puso de pie, sosteniendo las mantas en torno suyo con elegancia, y saludó con una ceremoniosa inclinación de cabeza.

—Buenos días. Se amanece muy temprano aquí.

—Por cierto. Algo que usted no hace, por lo que veo.

"Simpático como de costumbre", pensó Cordelia, y dijo:

—¿Será, tal vez, que yo pasé mala noche?

La ironía en su voz no pasó desapercibida para Newen, que se divertía azuzando a la muchacha. Era una pequeña venganza comparada con el engaño de ella. Una mezquina satisfacción que no podía negarse.

—Despabílese. Hay café.

—¿Recién hecho?

Newen levantó una ceja en su dirección mientras dejaba el hacha apoyada y se encaminaba a la cocinita. Allí, sobre una hornalla, se sacudía una cafetera enlozada, responsable del aroma que había despertado a Cordelia.

—Hecho desde las cinco, la hora en que me levanté. Un poco tarde para mí, pero yo también pasé una mala noche.

"Y qué mala", pensó fastidiado mientras apagaba el fuego y buscaba dos tazas en el estante superior del improvisado armario. No había logrado conciliar el sueño casi hasta el amanecer, rodeado como se sentía por la presencia de la joven. Aun dormida a cierta distancia, su aroma especial parecía invadirlo.

Había soñado cosas terribles con ella, pesadillas en las que la estrangulaba luego de poseerla como un salvaje, para después ver su cara acechándolo por todas partes: bajo el agua verdosa del arroyo, en el monte, entremezclándose con otro rostro más altivo aunque no más bello, que lo miraba burlón antes de alejarse velozmente a caballo.

No quería pensar en eso. No podía. Se traicionaría si dejaba que esas imágenes poblaran su mente.

—¿Azúcar?

Cordelia asintió. Newen llenó las tazas de loza con café humeante y echó dos puñaditos de azúcar en una de ellas. Se la alcanzó a la joven con un gesto indiferente y luego se apoyó con el mismo aire en el borde de la encimera, dispuesto a observarla mientras bebía su café.

Cordelia sostuvo la taza entre sus manos un momento, disfrutando del calor que transmitía, mientras buscaba con el rabillo del ojo una cucharita para revolver el azúcar.

—¿Pasa algo?

—Me preguntaba si tendría usted una cucharita.

Newen se inclinó para hurgar en un cajón disimulado bajo la encimera y le alcanzó una cucharita de lata con el mango torcido.

—¿Le sirve ésta?

Aunque el tono de burla era indudable, Cordelia se comportó como una dama agasajada en un salón de té. Buscó un sitio donde sentarse a beber su café y lo hizo con gracia, recogiendo las mantas como si fuesen la más rica vestimenta y cruzando las piernas debajo.

Un pie delgado, envuelto en vendas, asomó por el borde de la lana y la mirada voraz de Newen se clavó en él. Ella lo balanceaba apenas, como lo haría durante una reunión de amigas en medio de la charla indolente. Pero no parecía consciente de ello, pues paseaba sus hermosos ojos por toda la habitación, evaluando...

—Mi casa es demasiado pobre para su gusto, ¿no? —dijo él disgustado, sobresaltándola.

—¡Claro que no! Es linda, sólo que...

—¿Qué?

—Que le falta un toque femenino.

Ni bien lo dijo, Cordelia se arrepintió, porque el hombre pareció tensarse y sus músculos morenos ondularon en el pecho cuando se irguió. Dejó la taza con fuerza sobre la madera, salpicando un poco del líquido.

—Lo último que necesito es eso.

—Bueno, no lo culpo. No es fácil tener una esposa aquí, en medio de...

—¿La selva?

Cordelia lo miró con interés.

—No soy tonta, señor Cayuki. Sé adonde vine. No olvide que soy su ayudante.

—Eso me lleva a recordarle que debe apurarse, si quiere llegar a tiempo.

—¿A tiempo para qué?

—Para llegar a la estación, para el horario de partida.

Mientras lo decía, Newen le dio la espalda y se encaminó hacia el exterior, procurando parecer indiferente.

Acababa de descubrir con horror que no deseaba que ella se fuera.

Contra toda prudencia, anhelaba verla un poco más, aspirar su aroma floral, escuchar su voz, tan graciosa con esa pronunciación extraña.

Furioso, aceleró sus pasos, seguido a regañadientes por Dashe, que ya se había instalado a los pies de la doncella, pero que sabía bien a quién debía fidelidad y cuál era la mano que le daba de comer.

—¡Un momento, señor! —jadeó Cordelia apresurándose tras él.

La espalda de Newen se tensó al pararse en seco y Cordelia chocó contra ella en su intento por alcanzarlo. El hombre controló un estremecimiento al sentir la suavidad del cuerpo femenino contra el suyo. Se dio vuelta con lentitud, dándose tiempo para componer un semblante bastante adusto como para inhibir a aquella jovencita atolondrada.

—Usted no puede mandarme de regreso, todavía no.

El rostro acalorado, el cabello enredado y los ojos clavados en él en una súplica desesperada, la muchacha era una imagen que ningún hombre sano hubiese resistido. Claro que Newen no era un hombre sano. Era un asesino, un prófugo. Y un crimen se pagaba, tarde o temprano, si no en ésta, en otra vida.

Quizá el Walichu le hubiese puesto por delante a la bella joven blanca para torturarlo, para tentarlo de nuevo y ver si sucumbía a sus instintos como la otra vez. El castigo pendía sobre su cabeza. Los dioses no perdonaban.

Apretando los dientes, dirigió su mirada oscura hacia la lejanía, más allá del cerro donde estaban, hacia donde los picos más altos centelleaban, coronados de nieve eterna. La tensión del momento fue evidente para Cordelia, pero creyó equivocada que se trataba de un conflicto entre el deber y la compasión. Que el guardaparque batallaba con su conciencia por permitirle a ella quedarse y seguir con su plan. Entonces, para ayudarle en su decisión, apoyó con dulzura su mano delgada sobre el brazo recio del hombre, sorprendiéndose al percibir su dureza, la fuerza que palpitaba debajo de la piel morena.

Como si se hubiera quemado hasta los huesos, Newen sacudió el brazo y la inmovilizó con la furia de sus ojos oblicuos. De nuevo la cobra cautivaba a su víctima. La mirada del puelche detuvo el movimiento de la joven y lo que ella iba a decir murió en su garganta.

Capítulo XI

El violento rechazo de ese leve contacto los sorprendió a ambos. No hubo ocasión de analizarlo pues Dashe, que permanecía cerca, adoptó una actitud alerta que sacó a Newen de su trance. Si no hubiese estado conmocionado por la presencia de aquella joven, jamás lo habría tomado por sorpresa la llegada de un visitante.

Giró su cabeza morena con la rapidez del águila y su perfil adusto se recortó sobre el azul del cielo como una talla gigantesca.

Cordelia no sabía qué había provocado la distracción del hombre pero la agradecía, porque el sentimiento que había aflorado a aquellos ojos oscuros se parecía mucho al odio. Compuso una pose digna justo cuando, desde el tramo inferior del sendero, una figura fornida levantaba un brazo en señal amistosa.

Dashe se relajó entonces y sus ladridos entusiastas lo asemejaron más a un cachorro faldero que al perro lobo que era.

Un hombre robusto, vestido con camisa beige y pantalones al tono, se aproximaba con paso cansino, como si gozara de todo el tiempo del mundo.

Cordelia no podía verle la cara, pues el sombrero aludo color castaño le ensombrecía los rasgos. Pero la visión del cinto, que sostenía una formidable pistola en su estuche de cuero, le quitó la respiración.

¿Sería una autoridad del parque? ¿La policía? ¿Habrían descubierto su engaño? Miró a Newen con preocupación y advirtió que él también la miraba, suspicaz. La expresión de Cordelia cambió, sin que ella lo advirtiera, de arrogante a suplicante. Y sus ojos grises se clavaron en la dura mirada de Newen, cautelosos.

Quizá fuera ese momento de vulnerabilidad que percibió Newen lo que lo decidió. Una emoción nueva le invadió el pecho mientras contemplaba los rasgos suaves de aquella criatura que el Walichu había puesto en su camino.

Hermosa. Desamparada. Y necesitada de su ayuda.

Apretó los dientes hasta que un músculo vibró en su mejilla, antes de volverse hacia Medina, que ya se inclinaba para palmear el lomo de Dashe.

—¿Qué tal todo, Cayuki?

—Bien, señor. Como siempre.

Medina demoró unos segundos, dando una ocasión de rectificar que Newen no aprovechó.

—No tan "como siempre", ¿eh? Parece que tienes visita.

El hombre se tocó el sombrero ceremoniosamente, inclinando la rubia cabeza en dirección a Cordelia. La joven le dedicó una sonrisa tímida.

Dashe eligió ese momento para meter su hocico dentro de la mano de Cordelia.

—Y por lo visto, ha hecho buenas migas con tu perro. ¿Lo conocía ya, señorita? Porque el buen Dashe no se fía de ningún extraño, ¿no es así, Cayuki?

"Elegante manera de tirar de la lengua", pensó Newen. Si bien de nada serviría prolongar el momento. Medina no se tragaría ninguna mentira. Sólo la verdad disfrazada lograría, acaso, convencerlo.

—La señorita es Cordelia... De...

—Ducroix —se apresuró a decir la muchacha, con ese arrullo enloquecedor que Newen ya le conocía tan bien.

—La señorita es hermana del ayudante que solicité. Vino a avisarme que su hermano se retrasará por cuestiones familiares.

Medina masticó esa escueta información y decidió que no convenía ahondar en el asunto por el momento.

—¿Y cuándo llegaría su hermano, señorita... eh... Ducroix?

Medina también se tropezó al pronunciar el apellido francés, lo que causó un rictus de risa en Newen. Le complacía no ser el único confundido en ese asunto.

—En realidad no lo sé con exactitud, señor Medina. No creo que demore más de dos o tres días. Mi hermano es muy responsable. Por eso me envió en su lugar. No quería que el señor Cayuki pensara mal de él.

Los bellos ojos grises se mantuvieron fijos en los de Medina, por miedo a encontrar furia en la expresión del guardaparque.

Al parecer, también Medina era sensible a aquella mirada, porque su talante se volvió más complaciente, aunque no dejaba de notar discordancias en los argumentos, ni de ver cosas extrañas, como las ropas masculinas que vestía la joven, o el hecho irregular de que no se hubiese anunciado en la oficina de Parques antes de aventurarse, a solas, en la guarida del guardaparque.

Dirigió a Newen una mirada que prometía conversaciones futuras. Newen la sostuvo y agregó algo de su cosecha:

—Yo también estoy sorprendido. Pero unos días más no cambian las cosas, ¿no? Puedo arreglármelas solo todavía.

Other books

Inner Demons by Sarra Cannon
Helsinki Blood by James Thompson
The Lady's Choice by Bernadette Rowley
Dead Spy Running by Jon Stock
Dead After Dark by Sherrilyn Kenyon, J. R. Ward, Susan Squires, Dianna Love
The Pain Scale by Tyler Dilts
31 Bond Street by Ellen Horan
The Great Pierpont Morgan by Allen, Frederick Lewis;