En alas de la seducción (19 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

BOOK: En alas de la seducción
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—Bueno, a mí se me da muy bien la decoración. Siempre tengo ideas nuevas sobre cómo colocar los muebles, o qué colores usar para pintar o tapizar sillones. Por eso se me ocurrió que una casa no está completa sin cortinas. Usted tiene aquí dos bonitas ventanas que dan a un paisaje maravilloso, claro, pero sin cortinas que las vistan, se ven desnudas.

—Como sus piernas.

—¿Qué?... ah...

—Como sus piernas, señorita Cordelia. ¿Qué pensaba que hacía?

—¿Hacía...? Pues, colocar cortinas,
bien sur.

—Sus piernas. ¿Qué pensaba que hacía mostrando sus piernas?

—Yo no las estoy mostrando, señor. Si usted las mira, es asunto suyo.

—Señorita Cordelia, no puedo dejar de mirarlas.

—Oh... —de nuevo un temor recorrió la espina de Cordelia.

¿Se habría equivocado al juzgarlo inocente?

—No puedo dejar de mirarlas si usted las muestra por la ventana. A cualquiera que venga desde afuera.

—Pero nadie viene, ¿o sí?

—Yo.

Se hizo un silencio elocuente. Newen la miraba con furia y Cordelia a él con cautela. Poco a poco, iba comprendiendo. Él no quería sentirse atraído y ella le complicaba la situación al mostrarse así ante él. Decidida a cambiar eso, saltó del banco al suelo y corrió al rincón donde guardaba la ropa.

—Disculpe, no sabía... Es que no me quedó mucha ropa que ponerme. La otra estaba mojada —al decir esto, lo miró de reojo, ya que el culpable de esa mojadura era él mismo, pero el hombre tampoco se inmutó por eso. Y Cordelia no insistió, ya que ese recuerdo estaba muy ligado al otro, el del beso erótico sobre la hierba. Lo último que quería era refrescar su memoria.

Newen la sujetó por el brazo cuando ella pasó a su lado.

—Deje eso. Vamos a buscarle otra ropa. Algo para usted, algo de mujer.

—Sí, pero ¿dónde? Ir al pueblo ahora no...

—No hará falta bajar al pueblo. Yo sé dónde.

—¿A esta hora?

—A esta hora. ¿O acaso hay comida que se eche a perder?

La miraba con expresión sardónica. ¡Claro que no corrían ese riesgo! Preocupada por su aseo personal y luego por la decoración de la vivienda, el tiempo no había alcanzado para otra cosa. Sobre todo, tomando en cuenta que la ausencia de relojes hacía imposible calcularlo, al menos a ella, que vivía civilizadamente. Seguía sin comprender las intenciones de Newen. Él, sin embargo, no se molestó en explicar nada. Echó un vistazo intencionado hacia los pies de Cordelia, enfundados en sus propias zapatillas de carpincho, y luego se colocó la chaqueta de cuero que pendía de otro gancho en la entrada. Miró a su alrededor antes de salir, como estudiando algo, y por fin decidió sacar una de las mantas gruesas que cubrían la mesa. Se la echó al descuido sobre los hombros a la sorprendida muchacha, que apenas atinó a sujetarla antes de que el hombre la empujara hacia afuera, hacia la noche, y cerrara la puerta tras de ellos.

* * *

Caminaron bajo la luna que blanqueaba el sendero abrupto que seguían. La noche estaba repleta de sonidos nuevos que zumbaban en los oídos de Cordelia, unidos a cierto mareo que le producía el ascender tan rápido por la ladera. Porque estaban ascendiendo, de eso estaba segura. Sus pies maltrechos luchaban por afirmarse en el terreno pedregoso y a menudo los zarzales le ayudaban a sostenerse, aunque en esos casos las lastimadas eran sus manos delicadas. Newen no se detenía ni un instante. Sin linterna, sólo con la luz satinada de la luna, al hombre parecía bastarle. Dashe aparecía y desaparecía junto a ellos, sin duda procurándose la comida que Cordelia no había podido prepararle. La muchacha sintió una punzada de remordimiento. El pobre animal era fiel a su dueño, y no tenía la culpa de que fuese un bruto desalmado, que ahora la arrastraba por las sendas del bosque sin ton ni son, y sin cerciorarse de que ella lo siguiera o no.

Pero Newen no estaba tan ajeno a Cordelia como ella creía. Escuchaba cada pisada suya y sabía con certeza cuándo ella se retrasaba un poco. Entonces, a pesar suyo, aminoraba algo el paso. Se odiaba por hacerlo, pero lo hacía de todos modos. Odiaba su debilidad y la odiaba a ella por provocársela. No quería pensar demasiado en eso. Temía que pensamientos negros como ése le provocasen el deseo de matar. Temía a las sombras que poblaban su interior. Trataba de distraer su mente pensando cómo resolvería en los días sucesivos aquel enredo. Tal vez encontrara algunas respuestas allí adonde se dirigían en ese momento.

Se detuvieron al llegar a un recodo. El guardaparque palmeó tres veces por todo anuncio, y al cabo de unos minutos, durante los cuales ni él ni la muchacha cruzaron palabra, una figura menuda apareció ante sus ojos. Al igual que a Newen, parecía bastarle la luz de la luna para verlo todo, porque saludó sin equivocar la identidad del visitante. También captó la presencia de Cordelia, porque murmuró algo a lo que Newen respondió: "una amiga". La muchacha casi se cae del susto al escuchar semejante mentira en boca de su empleador. ¡Como si ella fuese a considerarlo amigo después del trato que le había dispensado!

El saludo murmurado permitió que pasaran al interior de una pequeña choza, mucho más pobre que la cabaña de Newen. No había luces ni adentro ni afuera, y a Cordelia le maravilló que aquella mujer, pues se veían largas faldas enroscadas en torno al talle de la figura, pudiese vivir en semejante oscuridad.

El aire adentro de la choza era húmedo. Tampoco había fuego encendido. Poco a poco los ojos de Cordelia fueron acostumbrándose a la penumbra y vislumbraron formas adosadas a las paredes. Una silla, una mesa, una repisa como la de Newen pero más pequeña y torcida, y un catre parecido al que el guardaparque le había destinado el primer día de su llegada. Todo parecía muy miserable, muy usado, aunque en la oscuridad no se apreciaban detalles. La mujer, de la que Cordelia sólo distinguía la cabeza por su cabello blanco, indicó con un gesto que tomaran asiento. Newen resolvió las dudas de Cordelia empujándola hacia una de las sillas, que crujió al sentarse. Ella le lanzó una mirada hostil que él no percibió, pues su atención estaba puesta ahora en la dueña de la casa.

—Damiana —saludó, como si el saludo de afuera no hubiese
existido.

—Cayuki, ¿qué te trae a mi casa?

La mujer, que por su voz parecía bastante anciana, no era más alta que Newen sentado. Le llegaba a la barbilla, de modo que lo miraba de cerca y muy fijo, como si quisiera memorizar sus rasgos. A Cordelia le sorprendió esa actitud, pero no estaba en situación de decir nada y, además, ellos parecían ignorarla, como si su presencia allí fuese no deseada. Resolvió guardar silencio y esperar, a ver qué se traían esos dos entre manos.

—Necesito algo.

—¿Y quién no? —argumentó con sabiduría la vieja mujer—. Todos necesitamos algo... o a alguien.

—Lo que necesito es para ella —y señaló con un ademán, en un gesto ya acostumbrado, hacia Cordelia.

La mujer no movió la blanca cabeza pero pareció entender, porque dijo: "ah...", como si la estuviese viendo.

—¿Y qué será, pues?

—Algo de ropa. La que pueda.

La mujer se movió lentamente hacia donde Cordelia observaba y, con un ademán repentino, extendió ambas manos y comenzó a palparle el cuerpo con destreza, recorriéndola de arriba abajo.

—¡Eh! —exclamó la muchacha asustada e indignada, pero Newen le lanzó tal mirada que la silenció al instante. Entonces, Cordelia comprendió que lo que la mujer hacía era tomarle las medidas, a su rústica manera. Satisfecha con el examen, volvió sobre sus pasos y se sumió en la oscuridad de la choza. Por un momento, no se percibía más que el croar lejano de las ranas, el cri cri de los grillos y el roce de las cosas que la vieja revolvía en ese rincón. Reapareció con un bulto en los brazos. Con ceremonia, lo depositó sobre el regazo del guardaparque que, al tomarlo, retuvo también la mano de la mujer.

—Gracias. Sé lo que significa.

La anciana sacudió la cabeza, como alejando malos pensamientos.

—No es nada. Sólo son cosas.

—Sí, pero eran de ella.

—Ahora ella está mejor. Con Nguenechén.

Hubo un silencio, tras el cual la vieja extendió su mano sarmentosa para tocar la cabeza de Newen.

—Fuiste bueno con ella, bendito seas.

Newen permaneció en emocionado silencio, hasta que ambos parecieron reparar en Cordelia a su lado, quieta y observando.

Newen se levantó con el bulto en los brazos y salió de la choza. Cordelia se apresuró a seguirlo pero antes, obligada por la cortesía, se dio la vuelta para saludar a aquella extraña mujer que parecía conocer muy bien a su tirano. Por lo menos ella tendría modales, se dijo.


Merci bien...
gracias, señora, por su hospitalidad.

Retrocedió al comprobar cuan cerca se hallaba aquella pequeña mujer, tan cerca como para que ella viera sus ojos... dos cuencas vacías.

Cordelia alcanzó al guardaparque con el corazón agitado y las piernas temblorosas. En la carrera, la manta que la cubría se había abierto y de nuevo mostraba sus carnes firmes y tentadoras, pero Newen miraba fijo hacia delante y a ella le costaba verle la cara para hablarle.

—Un momento, por favor... qué... ¿quién era esa señora?

Balbuceaba por la impresión sufrida al comprobar que aquella anciana vivía en perpetua oscuridad porque no veía ni la luz ni a ellos, a pesar de que los había recibido como si los viese.

Newen respondió sin detenerse.

—Es la
machi.

—¿Quién?

—La
machi.
La mujer que cura.

—¿Que cura? ¿Es
médecin,
entonces... médica?

—Algo así.

—Pero ¡ella es ciega!

—Así es.

—¿Y no puede curarse? ¿Es ciega de nacimiento?

—No, no lo es.

—Ah, se volvió ciega, entonces. ¿Cómo fue,
pauvre femme...?
¿Cómo es que quedó ciega?

A estas alturas de la conversación, Cordelia tartamudeaba por el esfuerzo que le suponía hablar mientras seguía los pasos rápidos de Newen. Éste se encogió de hombros. Parecía tan reacio a dar información sobre la extraña visita a la mujer médica que Cordelia se indignó.

—Un momento, ¡por favor!... Necesito... respirar...

El hombre se detuvo, a regañadientes. Junto a ellos, Dashe reapareció, como si nunca hubiese faltado, aunque Cordelia no lo había visto al entrar a la choza.

—Espere, siento que me falta el aire. ¡Es que no puedo caminar así, barranca abajo!

—¿Por qué no? Es más fácil que barranca arriba, ¿no?

Se estaba burlando. La estaba provocando. Y no iba a darle el gusto.

—Lo que quiero saber es por qué esta pobre mujer quedó ciega, y cómo es que nadie vive a su lado para cuidarla. ¿No ve que ni siquiera tiene luz en su casa?

—No la necesita.

—Ya sé que ella no ve, pero, pero...

—Señorita Cordelia, ¿qué es lo que quiere saber en realidad? ¿Cómo una pobre vieja vive sola y ciega en la cima de una montaña? Déjeme decirle que esa pobre mujer, como usted dice, ve más claro que usted o que yo, porque ve con los ojos del espíritu.

Cordelia quedó sin habla. Ese hombre rudo y necio, ese energúmeno capaz de ahogarla en las heladas aguas de un arroyo y de arrastrarla colina arriba en medio de la noche, ¿era sensible a las cosas del espíritu? ¡Buen Dios, que ella no lo había oído todo en este mundo!

Para Newen la explicación había concluido y se volvió para seguir su camino, siempre con el bulto de ropa entre sus brazos. Cordelia se preguntó qué clase de ropa le podría haber conseguido una anciana ciega en la cima de una montaña.

Capítulo XIII

El estómago de Cordelia no estaba menos vacío que el de Newen, de modo que cuando regresaron a la cabaña ella lamentó tanto como él que no hubiese una buena comida esperándolos. Confiaba en que él guardase algo para emergencias, aunque fuera enlatado... y que le permitiese comerlo. Estaba dispuesta hasta a rogar un poco para comer esa noche. ¡Es que llevaba casi un ayuno completo!

Al entrar, y después de asegurar la puerta con una enorme tranca de madera, Newen, siempre en silencio, se encaminó a la mesa de herramientas y depositó allí el bulto. Luego se quitó la chaqueta y el cinto, dejando ambas cosas colgadas del gancho de la entrada. Con parsimonia se dirigió a la sección de la cocina y fabricó una antorcha de papel de diario que, una vez encendida, acercó a la leña de la chimenea. Ésta encendió un delicioso fuego que templó el ánimo de Cordelia, aunque su estómago seguía vacío. Con timidez se sentó en el suelo, junto a las llamas, todavía envuelta en la manta de lana, y dejó que sus ojos divagaran por las fantásticas figuras de fuego danzante, hasta que se sintió casi hipnotizada.

Desde su lugar junto a la hornalla del anafe, el guardaparque la observaba furtivamente. No había hablado más después de que él le revelara la condición de la
machi.
Era evidente que la mujer blanca nada sabía de los ojos del espíritu. Mejor así. No quería que nada de ella le gustase. Prefería saberla distante, altiva, despreciativa e ignorante de las cosas de la gente de la tierra. Eso haría más fácil odiarla.

Sin embargo, al verla así, junto al fuego, sentada con las piernas cruzadas... esas bonitas piernas, con la manta alrededor de su pelo trenzado, que ahora se veía desprendido y ondeando en torno al óvalo de su rostro, con los ojos cerrados, parecía ella misma una
machi,
una mediadora con el mundo de lo sobrenatural, un alma sanadora, capaz de aliviar el dolor y devolver la energía al cuerpo. Desechó esa fantasía con un gesto. ¿Cómo podía pensar en ella de esa forma? Una mujer de su clase, blanca y fina, educada a la europea... Ella jamás se compadecería de los sufrimientos de los indios.

Él no tenía sangre mapuche, pero compartía algunas cosas con la gente de aquella tierra. Y en particular con algunos de ellos, como Cipriano y Damiana, que le habían brindado ayuda cuando la necesitaba. Con Damiana, en especial, se sentía unido. No sólo porque ella le había enseñado muchas dotes curativas que él solía poner en práctica con los animales y consigo mismo, sino porque en una época había vivido con su hija como marido y mujer. Claro que él había sabido desde el principio que la muchacha estaba enferma, y por eso aquella relación no lo comprometía. Pero era cierto que habían sido buenos momentos aquellos. Ayelén era una joven dulce y sacrificada. Desde el principio, supo que el corazón de Newen no podía pertenecerle. Aun así, le brindó su amor incondicional y él no podía olvidar eso. Tampoco quería compartir ese recuerdo con alguien como Cordelia, hermosa hechicera del mal. La mujer capaz de resucitar en él el demonio que lo llevaba a matar. Los dioses podían estar satisfechos, pues el castigo sería eterno.

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