Omar Yusuf era la respuesta a sus deseos de venganza. Venganza que podía resultar doblemente placentera si iba acompañada de la alianza con un hombre poderoso. De nuevo sus dedos rozaron el costado izquierdo hasta encontrar la huella que le impedía olvidar su infortunio.
Solo en su despacho, Ignacio rumió unos instantes la conversación que había sostenido con su vecino y tomó una decisión. Al salir, no reparó en la bandeja que descansaba olvidada en el suelo, junto a la puerta.
Tronaba. Al principio fue una vibración lejana que se filtró en el sueño de Cordelia. Dormía arrebujada en su catre, envuelta por completo en las dos mantas de lana que el guardaparque le había entregado el primer día aunque, al no haber podido darse un baño caliente después de llevar durante tanto tiempo la ropa mojada, su cuerpo no conseguía entrar en calor. Había tiritado hasta agotarse y por fin se había quedado dormida, hasta que el trueno la despertó: un retumbar creciente como el rodar de piedras en un cuenco de lata y el estallido final que la hizo saltar de la cama con un brinco.
El frío contacto del suelo con sus pies lastimados acabó por devolverla a su triste realidad: más muerta de hambre que nunca, todavía temblando de frío y con los pies destrozados. No había podido encender la chimenea y el maldito guardaparque ni se había molestado en ofrecérselo. Debía de ser otra de las materias a aprobar para ese trabajo. Estaba empezando a dudar de que a Emilio le conviniese.
En la mansión había verdaderas chimeneas de leña y también criados que las encendían cada amanecer en invierno, o en los atardeceres de otoño. Cordelia jamás había tenido que preocuparse por esos menesteres, como tampoco de cocinar para sí misma. Esos sencillos conocimientos le habrían resultado más útiles en aquel momento que sus clases de piano o de danzas.
La humedad del aire se colaba por todas las rendijas y el viento hacía crujir la puerta de madera. Cordelia la había atrancado con un leño para evitar que alguien —no quería pensar quién— pudiera sorprenderla durante la noche.
Como no había más ventanas que aquel agujero miserable, no podía apreciar la magnitud de la tormenta, aunque se sentía suspendida entre el cielo y la tierra, pronta a sucumbir en cualquier momento. Hasta temió que la precaria cabañita pudiese resbalar por la ladera y hundirse en el abismo.
Las tormentas siempre le habían gustado, hasta ese momento. Comprendía que mirar el chubasco desde la calidez de una sala iluminada le daba un matiz romántico al desenfreno de la naturaleza. Esta tormenta que azotaba el bosque y la montaña parecía anunciar el fin de los tiempos.
Cordelia se fue aproximando con lentitud —sus pies estaban en carne viva— al ventanuco que la conectaba con el exterior. Estaba muy por encima de su cabeza. Claro, aquel energúmeno lo habría construido pensando en él mismo y en su altura imponente. Buscó con la mirada algo donde subirse, pero aquella habitación estaba más desnuda que ella en ese momento. Envuelta en las mantas como si fuesen el manto de una reina, Cordelia se animó a espiar por una rendija de la puerta. Percibía el cambio de temperatura. El frío cruel le azotó la mejilla, pero no pudo ver nada.
Con temor, empezó a mover la tranca atravesada para entreabrir la puerta cuando un aullido la sobresaltó y dejó caer el pesado tronco cerca de su pie. La puerta se abrió con un empellón, casi embistiéndola, y tuvo que hacerse a un lado para no quedar empapada con la cortina de agua que entró a la cabaña. Ya no podía recuperar la puerta. Se necesitaba mucha fuerza para luchar contra los elementos. En el colmo de la desdicha y la desesperación, Cordelia sólo pudo pensar en guarecerse en el único lugar que había visto, aparte de la cabaña del guardaparque: la leñera. Era apenas un cobertizo, demasiado próximo a la casa principal, pero tenía un techo y estaba abarrotada de troncos. Si se metía en medio de ellos, estaría más abrigada y protegida que en esa casucha pelada y fría.
Con la determinación que movía siempre todos sus actos, Cordelia buscó otra muda de ropa en el bolso, la única que le quedaba. Había pensado ocupar el lugar de su hermano sólo por tres o cuatro días, así que no había traído muchas cosas.
A ciegas, sacó un pulóver de cuello alto y otros pantalones, no tan grandes como los que se habían mojado en el río. A ciegas también —la lámpara había sido otro misterio para ella— se puso la ropa sobre su cuerpo desnudo. No había tiempo de buscar ropa interior. Y la que llevaba puesta estaba ahora colgando de un gancho cerca del ventanuco, como si con aquella humedad pudiera secarse antes del día siguiente. Jamás deseó tanto como en aquel momento una taza de té y sus pantuflas rosa de conejito.
Una vez vestida, tomó una de las mantas y se la colocó encima a modo de capa y capucha. No tenía el gorro de lana, aunque la manta gruesa cubría a la perfección sus mechones largos platinados. Salió a la intemperie y casi la voltea una ráfaga repentina, pero como el empuje iba en la dirección que ella llevaba, la ayudó a ponerse en marcha.
Había sido imposible colocar las botas mojadas sobre los pies llagados, de modo que los tenía vendados con fajas elásticas de su botiquín de viaje, cubiertos con otro par de medias gruesas. Se mojarían en el camino, pero confiaba en que se secarían al abrigo de la leñera.
El camino que unía —o separaba, según se viera— las dos cabañas estaba transfigurado bajo la luz de la tormenta. Parecía un sendero fantasmal, borroso por el agua que caía sin piedad y las ramas y hojas que el viento había arrancado y depositado en cualquier parte. De no haber visto la débil luz de la lámpara de la casa grande, Cordelia estaba segura de que se habría perdido.
Aquel resplandor junto a la ventana encendió una chispa de cólera en ella.
¡Ese hombre se encontraba sin duda disfrutando de un buen fuego y una sopa caliente, mientras que ella estaba escaldada como un gato callejero, sin haber probado bocado y sufriendo toda clase de privaciones!
Tuvo cuidado de no colocarse frente al arco de luz que despedía la lámpara y se fue aproximando pegada a la pared de la leñera, de modo que él no pudiera verla si pasaba frente a la ventana. La puerta de la leñera no estaba cerrada. Sin duda, no había que temer la llegada de intrusos en aquel lugar tan aislado.
Cordelia se deslizó entre las pilas de leños aspirando el olor húmedo de la madera recién cortada. Eligió un hueco alejado de la entrada para hacerse un ovillo y recuperar el calor y se acurrucó temblando, sin fijarse en las telarañas que rodeaban su cabeza rubia. La oscuridad del cobertizo era acogedora frente la violencia de la tormenta en el exterior.
Abrió mucho los ojos al principio, como un búho, pero su mirada no pudo distinguir más que bultos. La leñera no tenía ventanas, de modo que los rayos y los relámpagos ya no podían asustarla. Se cubrió mejor con la capucha para amortiguar el ruido de los truenos y así fue como se adormeció, fatigada y aturdida, con los pies doloridos y el estómago pegado a la espalda, de tan vacío que lo sentía.
* * *
En el interior de la cabaña. Newen disfrutaba de una taza de mate cocido junto al fuego, desnudo de la cintura para arriba. El resplandor de las llamas ondulaba sobre sus músculos duros, creando sombras y luces que lo delineaban como un tótem. Descalzo, llevaba sus pantalones de faena sujetos sólo con la faja de lana. Su mirada oscura se clavaba con fuerza hipnótica en las lenguas de fuego y relucía con cierta fiereza.
Le preocupaba el pasado, y ahora también el futuro. La llegada del ayudante había resultado más inoportuna de lo esperado. Cómo podía saber ese muchacho debilucho algo sobre él, era un enigma.
Los dioses eran inexorables en su castigo. Se tomaban su tiempo, pero siempre llegaba.
De súbito, Dashe levantó la cabeza y gimió. Miraba fijo hacia la puerta. Sus ojos dorados adquirieron el brillo cruel del depredador. Newen se puso alerta. Cualquier indicio de Dashe era una certeza: había alguien afuera.
Con cautela, procurando no ser visto desde la ventana, reptó hacia la mesa de herramientas donde descansaba su rifle. Siguió agazapado mientras se aproximaba a la puerta. Apagar la lámpara habría sido igual que delatarse, de modo que dejó todo como estaba y entreabrió la puerta de troncos.
Dashe permanecía a su lado, tenso y dispuesto a atacar. Newen lo tranquilizó para evitar que cometiera un error, abalanzándose sobre algún desprevenido excursionista. Aunque la tormenta dejaba pocas posibilidades de que el intruso fuese un paseante. Ni por un momento pensó en su ayudante. No lo creía capaz de exponerse a una borrasca infernal como aquella.
El frío helado azotó su pecho desnudo y la lluvia mojó su cara al asomarse.
Nada se veía en medio de aquella furia desatada, pero Dashe continuaba mirando fijo y sus ijares temblaban de expectación. De pronto, sin que Newen pudiera preverlo, el enorme animal salió disparado hacia la leñera. El guardaparque lo siguió, veloz como una flecha también, dispuesto a alcanzarlo justo en la entrada.
—Shhhh... qué hay, qué pasa —murmuró mientras sus dedos callosos se hundían en el pelaje gris plateado—. Quieto.
Con el rifle apuntando hacia abajo pero manteniendo el dedo en el gatillo, Newen entró en el pequeño cuarto sin hacer ruido. Sólo la lluvia repiqueteaba en el techo.
De un vistazo comprobó que, a simple vista, no había nadie, lo cual significaba que quienquiera que estuviese se había escondido entre los troncos. También podía tratarse de un animal, aunque esa explicación no le convencía. Tal vez por la actitud de Dashe, estaba seguro de que el intruso no pertenecía al bosque.
Caminó con sigilo entre las pilas de troncos casi sin respirar y con Dashe entre sus piernas. A punto de soltar el aire y dar la vuelta, un gemido de Dashe lo tensó de nuevo. El enorme perro hurgaba entre dos pilas de leños muy apretadas, un lugar demasiado pequeño para esconderse. Newen se acercó y apuntó con su rifle antes de ordenar:
—¡Salga!
El grito habría hecho saltar en el aire a cualquiera, hombre o animal; para Cordelia, agotada hasta la extenuación, tuvo el mismo efecto que los truenos, un ruido de fondo que ya se había transformado en el arrullo de su sueño. Algo había allí, puesto que Dashe se removía y olisqueaba frenético. De repente, observando a su perro gemir y dar vueltas sobre sí, frustrado por no poder alcanzar su objetivo, se hizo la luz en el cerebro de Newen: el ayudante. ¿Qué otro podría haber tenido la estúpida idea de salir bajo la lluvia y los rayos?
Sin luz, no podía saber si estaba dormido o despierto, pero Newen no se detuvo demasiado a pensar. Empujó con el pie descalzo una de las pilas de troncos que se desbarrancó con estruendo y, una vez libre el acceso, extendió un brazo musculoso y tanteó en la oscuridad. Tiró hacia fuera de lo primero que atrapó, que resultó ser la manta de lana con que se cubría Cordelia. La descartó con un juramento y volvió al ataque. El rincón seguía siendo pequeño. De nuevo capturó algo sólido, esta vez más consistente, y lo arrastró hacia él, en tanto Dashe brincaba feliz. Maldijo al perro por mostrarse tan afectuoso con el imbécil del ayudante y por eso tiró del cuerpo sin piedad hasta la entrada de la leñera, bajo el débil resplandor de la lámpara.
—¡Arriba! —exclamó furioso.
Y sacudió al muchacho para que se incorporase.
Fue entonces cuando el rayo que descargó el cielo, tiñendo el bosque y la montaña, desnudó ante sus ojos atónitos una aparición, un ángel, la mujer más hermosa que hubiese contemplado jamás. El cabello, largo y rubio, tenía hebras de luna platinadas en la penumbra. El rostro, un delicado óvalo, se veía empequeñecido por los ojos grises, oscurecidos por el temor y la confusión. Y la boca era un capullo suave que en esos momentos se movía balbuceante, queriendo articular alguna disculpa.
Una mujer.
¿De dónde había salido?
De nuevo Dashe le brindó la respuesta, al saltar entusiasmado en torno a la delgada figura. ¡Su ayudante! Ésta era la respuesta a sus inquietudes, sus dudas, las sensaciones confusas que tanto lo habían avergonzado. Su ayudante era una mujer. ¿Cómo no lo había advertido? Aún con aquellas ropas flojas, era inconfundiblemente femenina. Pero él había querido ver en aquellos rasgos delicados una razón para rechazarlo y por eso jamás había concebido la posibilidad de que su afeminado ayudante fuese, en realidad, una mujer.
¡Y qué mujer! Aun en medio de la confusión del momento, su cuerpo reaccionaba a la proximidad de la bella joven. Podría haber sido un hada del bosque, a Newen no le habría sorprendido.
El embeleso al mirarla duró apenas unos segundos. Una furia mortal se apoderó de él al reconocerse burlado por una jovencita. Sus dedos oprimieron con más fuerza el hombro que sujetaban y su expresión se endureció.
—Vamos adentro.
Fue todo lo que dijo antes de tirar de ella sin compasión rumbo a la cabaña.
Una vez adentro, el calor reinante pareció desentumecer a Cordelia, que vivía los últimos acontecimientos como adentro de un sueño. Pero ese sueño tendría un despertar doloroso, a juzgar por el aspecto de su captor.
Lo contempló mientras avivaba el fuego, de espaldas a ella. Fue apenas consciente de la tibieza del perro lobo que se apretaba contra sus piernas. Sólo Dios sabía por qué aquella bestia gustaba de ella. Si ni siquiera tenía un perro en la mansión del abuelo. Apenas una gata gorda y perezosa.
Newen se incorporó con lentitud y se volvió hacia ella. Mostraba una rigidez en el rostro que no auguraba nada bueno. Cordelia había dispuesto de unos minutos, mientras era arrastrada hacia la cabaña, para pensar en una disculpa o en una excusa que explicase su presencia allí, pero al ver la furia contenida en los negros ojos del guardaparque todo propósito se evaporó. Permaneció muda, observándolo con ojazos grises en su cara pálida, esperando.
Newen apoyó el atizador y caminó hacia ella, deteniéndose cuando la punta de sus pies descalzos rozó los de Cordelia, enfundados en las medias mojadas. El tacto de esas medias lo hizo bajar la mirada y entonces comprobó el estado lastimoso de la joven. Los ojos oblicuos de Newen se volvieron hacia el rostro de Cordelia, intimidándola. Parecía esperar una respuesta a la pregunta no formulada.
La muchacha decidió defenderse antes de ser atacada.
—Le voy a explicar, señor...
—¿Quién es usted?
—Eso quería decirle.
—¿Quién la mandó a mí?