—Que les dijera... ¿qué? ¿Dónde estaba? Eso ya lo sabíamos, ¿no? ¿Creen que los contraté para hacer preguntas?
Los hombres retrocedieron, pero de inmediato el más corpulento se atrevió a enfrentarla.
—Cuidado, señora. Usted nos paga, pero no nos dice cómo hacer nuestro trabajo. Nos pareció bien llevar a la chica porque está siempre con él. Lo más probable es que él la busque ahora.
La mujer, que empezó a resultarle a Cordelia extrañamente familiar, avanzó sin temor hacia el barbudo.
—¡Pero eso no es lo que yo quería! Yo quería que lo trajeran aquí para darle una paliza, y que él viera quién se la estaba dando, eso quería. Ustedes complicaron todo. ¿Ahora qué hacemos con ésta?
Antes de que ninguno pudiera responder, Cordelia intervino, demudada de asombro.
—¿Isabel?
La mujer se volvió hacia ella.
—Ya caíste. Sí, soy yo. ¿Qué te esperabas?
—P... pero... ¿por qué? ¿Qué está pasando?
—Nada que te importe. ¿O sí? —la muchacha del látigo se acercó a Cordelia, repentinamente interesada—. ¿O acaso la elegante y altiva Cordelia Ducroix cayó víctima también del infame Newen Cayuki?
Cordelia se sintió abrumada. ¿Qué estaba pasando allí? ¿Qué hacía la odiosa Isabel Fournier, la compañera de colegio más detestada, en aquel remoto lugar, con un látigo en la mano y rodeada de hombres de avería?
—Isabel... ¿qué haces aquí?
—No respondiste a mi pregunta, Cordelia querida. Yo la formulé primero. ¿Qué pasa entre Newen Cayuki y la dulce y aristocrática Cordélie? ¿Acaso el hombre te raptó? ¿O te rendiste a "sus encantos"? ¿Eres la putita del indio? ¡Contesta!
Los hombres observaban confundidos el intercambio. ¿Qué habían hecho? ¿Raptado a una conocida de la señora de la estancia? La mente del más flaco empezó a trabajar con rapidez.
—La chica es, en
efecto,
la puta del indio. Por eso fue que la secuestramos, señora. Porque así estaríamos seguros de que él vendría a buscarla, y entonces...
—Y entonces tendríamos testigos de nuestro pequeño crimen, ¿no es cierto, hombre inteligente? Darle una paliza enfrente de mí, eso era todo lo que tenían que hacer, pero no, no podían hacerlo bien. Tenían que complicarlo metiendo en el medio a una mujer, y encima una que me conoce. ¿Entendieron bien esto último? Me conoce. Sabe quién soy, cómo me llamo, todo, todo lo que hace falta para señalarme. ¿Cómo resolvemos
esto?
¿Qué piensan sus mentes prodigiosas?
Mientras los hombres farfullaban, ahora verdaderamente preocupados por el giro de los acontecimientos, Cordelia pensó en lo que Isabel acababa de revelar. Ella quería castigar a Cayuki y hacerlo delante suyo, para que el guardaparque supiera quién ordenaba el castigo. Eso sólo podía significar que Newen había ofendido en algo a la altiva Isabel. Ella había dicho "te rendiste a sus encantos" con voz insidiosa, con toda intención. ¿Acaso Isabel, la orgullosa y despreciativa Isabel, que ni siquiera saludaba al portero del colegio de la Divina Misericordia, había conocido a un indio y había caído presa de sus avances? Curiosamente, lo primero que sintió Cordelia fueron celos. Ridículos, inexplicables celos de que Newen Cayuki hubiese amado en el pasado nada menos que a la odiada Isabel. Y que ella le hubiese quedado grabada a fuego en la memoria al punto de odiar a todas las mujeres, de ver el rostro de Isabel en cada mujer que conocía. Porque ahora se le revelaba el origen del encono de Newen hacia ella. Algo había sucedido entre Isabel y él, y no le quedaban dudas de qué: Isabel lo habría despreciado, después de divertirse con él, y ahora el guardaparque, humillado y dolido, se había convertido en un hombre solitario y rencoroso. Oh, era demasiado para un solo día. Ser secuestrada, maltratada, amenazada con un látigo y ahora, descubrir a la enemiga de toda su infancia vinculada con Newen, "su" Newen. La ira le subió desde el estómago y ni siquiera se preguntó si lo que la causaba era la situación, o la imagen de, Isabel y Cayuki revolcándose en un lugar secreto a la salida del colegio. No se preguntó cómo eso podía ser posible tampoco, simplemente asumió que era la verdad de los hechos y estalló como la mujer más ofendida, como si fuese la novia o la esposa del guardaparque. Con los ojos destellando, las mejillas arreboladas, el cabello erizado, Cordelia Ducroix perdió los estribos como cualquier mujer herida en lo más profundo.
—¡Eres la persona más despreciable del mundo, Isabel! ¡Peor de lo que parecías! Con razón todos te rehuían. ¡Contratar a dos matones para golpear a un hombre! ¡Y pagar para verlo!
Mon Dieu,
que eres la vergüenza del colegio y de tu familia...
Jamáis de la vie j’ai connu quelqu'un comme toi...
¡Y no soy lo que dijiste! Sólo una mujer rastrera puede pensar eso. ¿O tal vez lo fuiste tú? Pensar que alguna vez compartimos un aula... Eres... eres... una infame, Isabel, la peor de todas. Y si el guardaparque merece algún castigo, en tu opinión, será por cometer el error más común de todos: dejarse embaucar por una cara bonita que ya muestra los signos de su negro corazón. Una arpía odiosa y malévola que no repara en nada con tal de lograr sus propósitos. Ojalá venga él, sí, pero para ver en qué se ha convertido la muchacha que conoció algún día.
Los tres miraban atónitos a Cordelia, cada uno rumiando pensamientos distintos. Para Isabel, acostumbrada a los modales dignos de la joven en sus épocas de estudiante, aquel arrebato la había transformado ante sus ojos. Era la viva imagen de una leona herida, con su cabellera reluciente revuelta, los ojos plateados entrecerrados a medida que escupía las palabras y tal intensidad en su expresión que no le cupo ninguna duda a la muchacha de los sentimientos de Cordelia hacia el repugnante Newen Cayuki.
Algo insólito. Algo prohibido. Algo que, quizás, ni ella misma sabía.
Toda su vida había envidiado a Cordélie Ducroix. La bella jovencita había entrado al colegio de la Divina Misericordia como si fuese una princesa, con su séquito y todo. Su indiscutible belleza, casi irreal, y sus ademanes graciosos, crearon enseguida una especie de fascinación entre las condiscípulas. Y ella, Isabel Fournier, la reina del colegio, había sido echada a un lado. Para colmo, Cordelia tomó bajo su protección a la insignificante Julieta, una muchacha tímida que Isabel dominaba y le resultaba útil. La amistad de Cordelia y Julieta acabó por desbancar a Isabel de su podio y selló la enemistad eterna. Pero jamás, ni con mucho esfuerzo de imaginación, podía haber pensado Isabel que la aristocrática Cordelia pusiese sus ojos en un peón de campo, un peón que había resultado ser de origen indígena, como averiguó más tarde ella, cuando despertó del desvanecimiento en que aquel canalla la había dejado, después de herirla con un cuchillo.
Al volver en sí, en su habitación de la finca de los Pereyra, y ver sobre ella el rostro preocupado de su padre y la expresión desconfiada de los hombres que la habían rescatado del fondo del barranco, supo que se había desgraciado para siempre, que nada volvería a ser como antes, sin importar qué historia contase para justificar lo ocurrido.
Dejarla tirada en el piso como si fuese un trapo viejo... Le revolvía la bilis sólo recordarlo. A pesar de haberse convertido, de todos modos, en la esposa de un joven estanciero, su rabia clamaba venganza. Se juró entonces que aquel peón mugriento pagaría por haberla arruinado.
Y ahora, la presencia de Cordelia lo echaba todo a perder.
En cuanto a los hombres que asistían a ese duelo imprevisto, el más corpulento ya estaba pensando en liquidar a ambas mujeres y huir de allí, ya que no veía clara la recompensa que le habían prometido. El otro, más sutil, pensó que, con suerte, podría chantajear a la dueña de la estancia si es que había mantenido un romance con un indio de las pampas. A su maridito, el recién estrenado señor de "La Señalada", no le gustaría eso.
* * *
Newen regresó a la cabaña a las siete de la tarde, con Dashe trotando a su alrededor. Como era de esperarse, no había nada preparado. Esas visitas de Cordelia a Damiana habían empeorado la poca dedicación de ella a las tareas domésticas. Si era ayudante suya, aunque fuera por poco tiempo, estaba obligada a algo, y él se encargaría de hacérselo cumplir.
Dashe se puso inquieto. El perro lobo se había comportado de modo extraño desde que salieron del bosquecillo de arrayanes. Allí mismo lo había observado nervioso, pero no había signos de animales cazados en el claro. Un poco revuelta la tierra, nada más, como si alguien hubiese acampado. Eso era bastante común.
Newen se quitó la chaqueta y se encaminó hacia la bomba de agua, para refrescarse. Era raro que la princesa no hubiese regresado todavía. En marzo, ya oscurecía un poco más temprano y no creía que ella supiese orientarse muy bien de noche.
Miró hacia el sur, de donde vendría seguramente en un rato, y pensó en lo distinta que era su vida desde que Cordelia irrumpió en ella de manera tan tormentosa. Tenía que volver a una hora fija, para evitar que se preocupara, y dejar el café en la cafetera cada mañana, para que lo encontrara al despertar. También se había acostumbrado a recoger frutillas durante sus caminatas, porque sabía que adoraba esas jugosas
cholilas.
Admitió ante si que le causaba satisfacción ver su cara radiante cada vez que él volvía con un pequeño regalo.
Entró en la cabaña y comenzó a encender un fuego. Sobre la mesa, contempló la vasija de barro cocido en la que Cordelia había acomodado unas cuantas pinas como... ¿cómo había dicho ella? Como "centro de mesa", sí, eso era. Tenía modales la princesita. Quería vivir allí, en una cabaña perdida en un cerro, como si estuviese en el salón más refinado de la ciudad. Servilletas, cubiertos, cortinas... Al principio, Newen se fastidiaba ante sus exigencias, y después empezó a encontrarlas divertidas. No le permitió volver a colocar cortinas, aunque hizo la vista gorda cuando puso un mantel de cuadros comprado en la tienda del pueblo. Y también cuando descubrió los ramitos de flores secas que colgó en la cocina y junto a la puerta de entrada. Serían cosas de Damiana. Vaya a saber cuántas más le tendría preparadas...
Anochecía. Intrigado, Newen se levantó y volvió a salir. En el porche brillaba todavía la luz rosada del último sol, que asomaba entre dos picos lejanos. Bañaba la entrada de la cabaña como si fuera un velo nacarado. Ojalá Cordelia estuviese allí para verlo. A ella le maravillaban esos pequeños momentos de la vida en el bosque. Se veía que no estaba acostumbrada a la naturaleza salvaje.
Cuando el sol desapareció del todo y las sombras azules de la primera noche envolvieron el porche, Newen se puso furibundo. ¡Ya le cantaría lo suyo a la princesita rebelde! Creía que él estaba a su disposición, para ir a buscarla cuando anochecía y para llevarla y traerla cuando ella quería.
Entró como una tromba y tomó de nuevo su chaqueta. Sin abrochársela siquiera, emprendió el camino rumbo a lo de Damiana. La traería de los pelos. Y no le importarían los ruegos de la
machi.
Que aprendiera.
Mientras caminaba dando grandes zancadas, pensó que tal vez Cordelia estuviese furiosa por la visita de Llanka. Le había parecido verla muy callada cuando se fue. Sonrió. Si estaba enojada, eso significaba que... ¿Qué significaba? Sólo que él era un idiota que volvía a creer en las historias de hadas del bosque. Otra mujer blanca y ya estaba él, Newen Cayuki, descendiente del linaje de Orkeke, rendido a sus pies. ¡Digno guénaken era él! Los espíritus debían hacerse un banquete con sus estupideces.
Los pasos lo llevaron a la
ruka
de Damiana y comprobó que estaba muy silenciosa. Con un mal presentimiento, se acercó a la entrada y golpeó las manos, como aquella vez con Cordelia. La anciana llamó desde adentro.
—¿Damiana? —murmuró al penetrar la oscuridad.
—Pasa, m'hijo. Estoy aquí, medio muertita.
—¿Qué le pasa? —se preocupó Newen mientras se arrodillaba junto al miserable catre.
—A mí nada, hijo. Pero a Ayínray sí. Debes buscarla.
—¿Por qué? ¿No está aquí? ¿Adonde fue?
—No vino, m'hijo. Creí que sería por Llanka. Vi que no le gustaba. Pero hace un rato sentí algo, algo acá —la anciana se tocó el pecho y después la frente—. Algo que me dice que ella no vino porque no pudo. Debes buscarla.
Newen pensó frenético en cuáles pudieron haber sido los movimientos de Cordelia esa mañana. La dejó lavando la ropa. Nada hacía suponer que fuera un día distinto a todos. ¿Habría ido al pueblo? En ese caso, ya era hora de que alguien la acompañase de vuelta. Lemos, incluso Lemos podría hacerlo. Estaba dispuesto a soportar que el infeliz del ayudante de Medina trajese a Cordelia, con tal de saberla sana y salva en casa de nuevo. En el tumulto de pensamientos, no reparó en la familiaridad con que se decía "en casa".
—Búscala, m'hijo, yo sé por qué te lo digo.
Newen se incorporó, atemorizado por los presagios de Damiana, y decidió empezar él mismo una búsqueda por el bosque y el pueblo. Primero el bosque, para no alertar a nadie en vano y, sobre todo, para no ponerse en ridículo.
Salió con paso precipitado de la choza, seguido siempre de Dashe, y rumbeó hacia el oeste, pues el perro había anticipado esa dirección al adelantarse en el camino. Y él confiaba en Dashe.
Cordelia se hallaba sola de nuevo en la cueva. La habían atado también por los pies y le habían dejado una cantimplora con agua a su alcance, sin nada de comida. Sin duda, ese escondite no estaba pensado para que ella permaneciese allí, pero las cosas se habían torcido.
Isabel, hecha una furia, se había llevado a los hombres y al látigo, después de lanzarle una gélida mirada. ¡Qué distinta se la veía! La hermosura de antes se había endurecido en una máscara de perfección sin calidez. Los ojos azules parecían trozos de hielo y alrededor de la boca sensual, unas líneas curvas delataban que había adoptado expresiones de rabia o descontento muchas veces. Tenía pocos años más que Cordelia y parecía mucho mayor. No dejaba de revolotear en su cabeza la idea de que había llegado hasta allí movida por el deseo de venganza. ¿Tan grande fue el amor de Newen y ella, entonces? ¿Qué habría pasado? ¿Cuál de los dos había roto la relación? El sentido común le decía que tenía que ser Isabel, ya que era impensable que ella quisiese a un simple indio de las pampas y, no obstante, su corazón le decía otra cosa: que la lógica no tenía sentido, si ella misma sentía algo por Newen y, a los ojos de los demás, ese sentimiento se vería igual de disparatado.